𝐬𝐢𝐱𝐭𝐲 𝐭𝐡𝐫𝐞𝐞
"El nacimiento de la luna y el sol"
Durante el día siguiente, Ana y Hilda se dedicaron a decorar su casa con un toque navideño. Armaron un pequeño árbol junto la ventana de la sala de estar y colgaron en él adornos redondos y hechos a mano por una pequeña Ana; algunos estaban hechos de cartón y marcadores de colores; otros, pobremente hechos, con lana y algodón; y los más especiales, en opinión de Hilda, unos angelitos de todos los colores hechos con tubos de papel higiénico, algodón, tela y glitter. Todos estaban viejos, pero cuidados con todo el amor del mundo. Después, alrededor de la casa decoraron con unos heredados duendecillos de cristal que se encontraban disfrazados de diferentes personajes tal como Papá Noel, la señora Noel, un reno, un regalo, un pino, y por alguna razón, un bebé Jesús. A Ana le encantaba esconder el último en alacenas diferentes cada vez que su abuela salía de la habitación.
También, no queda fuera por decir que durante todo el día de Nochebuena, Ana ignoró la sensación extraña en su cuerpo que Dalia había despertado, además de ignorarla a ella. Pero ¿podría llamarse ignorar cuando estaba encerrada en su casa ayudando a su abuela?
No lo pensó demasiado y cuando la noche cayó, luego de cocinar varios platos para el día siguiente, se fue a dormir lo más temprano posible.
La mañana de Navidad, Ana se despertó con los agudos ladridos de Limonada que no paraba de perseguir su cola en círculos a los pies de la cama suya. Riendo, Ana vistió un suéter desgastado sobre su pijama y salió de su habitación para bajar las escaleras hacia la sala de estar donde el árbol brillante relucía contra la ventana y el fuego de la chimenea creaba un ambiente cálido.
Su abuela, padre y Sirius la esperaban sentados sobre los sofás, mientras tomaban sus respectivos cafés calientes y disfrutaban del calor del fuego anaranjado y amarillo en la chimenea. La nieve fría y blanca detrás de las ventanas era un contraste con la calidez y los colores de las cuatro paredes.
—¡Feliz Navidad! —exclamó Ana cuando saltó el último escalón, seguida de Limonada y Basil.
—Buenos días, y feliz Navidad a ti también, Anita —sonrió Hilda desde su asiento. Limonada corrió hacia ella y se sentó a sus pies.
—¡Feliz Navidad, Ana! —dijo Sirius, su brazo rodeaba los hombros de Remus—. ¿Estás emocionada por abrir los regalos? Yo no puedo esperar.
Ana rió y se acercó al árbol para empezar a repartir los regalos que se encontraban envueltos debajo de este.
Hermione le había regalado una agenda planificadora de deberes que cada vez que abrías una página gritaba: «¡No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy!» Apreciaba el sentimiento de su amiga. El regalo de Ron consistía en una lata redonda llena de golosinas mágicas con diferentes formas de animales (ranas de menta, ratones de azúcar, gomitas con forma de gusano y de babosa). Harry y James, por su parte, le habían regalado un saco y pantalón marrón de pana, de color marrón con bordado floreado en ciertas partes como en los puños. Luego, su abuela le había regalado un par de zapatos gordos de cuero marrón con gruesa plataforma y tacón. Eran bellísimos. Alice y Samuel le habían enviado una hermosa colección de libros edición especial que hablaban de animales alrededor del mundo. Ana esperaba que les hubiese llegado a tiempo los regalos que le había enviado a las gemelas. Entre ambos, Remus y Sirius le habían regalado un casco de motocicleta que parecía estar personalizado, ya que habían diferentes figuras de ranas por todo el color verde claro.
—No puedo creer que me hayan regalado esto... —murmuró Ana con incredulidad mientras los observaba. Ambos sonreían con inocencia.
—Te incentivará a acostumbrarte a la motocicleta, ¿no? —sonrió Sirius y sus manos se movieron con dramático efecto—. ¿No te da ganas de estrenarlo ahora mismo?
«Sí» Pero Ana nunca lo admitiría.
El último regalo que decidió abrir fue uno envuelto en un papel dorado. La carta se encontraba firmada, y decía: Conversaciones interesantes pueden ser creadas de esta forma, ¿qué dices si le damos una oportunidad? - Blaise Zabini.
Fue imposible esconder la sonrisa que se asomó en sus labios. Desafortunadamente, los adultos la notaron con curioso interés.
—¿...Zabini? —dijo Sirius leyendo por encima del hombro de Ana, que saltó en su lugar al sentir su cabello en su mejilla—. ¡Vaya! ¿Quién lo diría? Hace dos años, en la misma Navidad, querías mantenerlo diez kilómetros lejos de ti.
—Fue a su casa durante las vacaciones de verano —dijo Remus y le dio un sorbo a su té.
—Y él también la fue a visitar cuando estaba en la enfermería durante el curso pasado —añadió Hilda con una suave sonrisa—. Incluso despertó cuando él estaba allí...
—¡Ey! ¡Basta! No hablen como si yo no estuviera aquí... —protestó Ana, sus mejillas se pusieron coloradas, avergonzándola aún más. Abrió el regalo para no dar más vueltas—. "El Lenguaje de las Flores"
—Que libro tan precioso... —halagó Hilda admirando la portada dorada y verde del libro. Parecía bordado.
—Y romántico —añadió Sirius. Remus le dio un codazo mientras que Ana ponía los ojos en blanco.
—Es un regalo perfectamente amistoso. Por mi parte, yo le he regalado un par de medias de lana.
Apoyó el libro en la montaña de regalos. Sirius la observaba con incredulidad.
—¿Medias?
—Sí. Seguro que hace mucho frío en las mazmorras.
Los cuatro se quedaron en silencio mientras Basil lamía su pelaje frente a la chimenea cálida y flameante. Luego de un minuto, Sirius volvió a hablar con un paquete alzado y una sonrisa brillante. El papel se encontraba arrugado y tenía una clara y grande nota que escribía "De Ana para Sirius".
—No puedo esperar a ver lo que es este último regalo —fue abriendo el papel con lentitud para no destrozarlo—. Veamos qué es, es suave... puede ser una almohada o un pantalón doblado... ¡O una chaqueta nueva...!
Sirius sacó el regalo del paquete y entre sus manos alzó un suéter rayado con diferentes colores fríos, tales como azul y violeta, que también se encontraba un poco desgastado y más grande que la talla normal de Sirius. Ana lo había visto en una tienda de segunda mano y le había parecido perfecto. Resaltaba los ojos grises de Sirius.
—Ya sé que no es mucho, pero como noté que todos llevábamos suéteres de ese estilo... —Ana murmuró y con su mano se señaló a sí misma, que llevaba el suéter viejo que le pertenecía a su papá; a Remus, que llevaba su propio suéter viejo y desgastado, y a su abuela que también vestía un suéter viejo de color marrón y beige—, pues bueno, quería que tú también tuvieras uno ya que ahora formas parte de la familia.
Los adultos se quedaron en silencio mientras Ana esperaba con ansias a que Sirius le respondiera. Por su parte, el hombre parecía estar completamente paralizado en su lugar mientras sus ojos estaban fijos en el grueso algodón que sus dedos estaban tocando. Ana se movió en su lugar con inquietud.
—¿Me pasé de línea...? —preguntó con vergüenza al notar las reacciones de los demás. Escondió su rostro entre sus manos—. Dios, lo hice, ¿no es así? Sirius, te prometo que te encontraré...
No pudo terminar de hablar porque el cuerpo de Sirius la aplastó de repente con la fuerza de un oso en forma de abrazo. Su colonia olía a pino y limón. No atacaba sus sentidos del olfato, sino que más bien los acariciaba.
—Gracias, Ana —susurró él contra su hombro—. Es el regalo más precioso que he recibido en muchos años. Gracias.
Con lentitud, Ana le devolvió el abrazo y apoyó su cabeza sobre su hombro. La chaqueta de cuero estaba fría y pegajosa bajo su mejilla.
—No hay de qué, Sirius. Bienvenido a la familia.
Luego de la comida de Navidad, donde las porciones de comida eran enormes, como el pollo asado, repollo rojo braseado, tortilla de papa y otros platos más, Ana fue a despedirse de Dalia antes de que con su padre y Sirius viajaran al hospital San Mungo. Ya vestida para salir, Ana salió de la casa y rodeó la medianera que separaba ambas entradas, hasta llegar a la casa Mandel, donde Dalia se encontraba sacando las decoraciones de Hanukkah. Tenía en sus manos la Estrella de David que antes había colgado de su puerta.
—¡Hola, Dalia! Venía a despedirme...
Cuando Dalia se dio vuelta en su lugar al escucharla, Ana paró en seco al verla.
—Ay, Dalia, te ves... mal.
Dalia comenzó a reír hasta que un ataque de tos la interrumpió. Su cabello despeinado estaba atado en una coleta baja, sus ojos estaban rojos y debajo de ellos había bolsas de cansancio y enfermedad. Su nariz estaba tan roja como los días anteriores. Se sonó los mocos.
—Ah, sí... como te dije, el invierno no es mi favorito...
Tosió y guardó con delicadeza la decoración en su mano en la caja a sus pies. Estaba llena de guirnaldas plateadas y azules. Alzó su puño hacia Ana para que chocara con el suyo.
—No te acerques mucho. No quiero contagiarte. Estuve ayer todo el día en cama... —tosió de nuevo contra el interior de su codo. Ana hizo una mueca antes de chocar su puño contra el de Dalia.
—Ojalá mejores pronto...
—Tú y yo... —murmuró Dalia bajo su aliento y negó con la cabeza—. No importa, ya estoy acostumbrada así que no tienes porqué preocuparte. Supongo que ya te irás yendo a la casa de Ron... bueno, envíale muchos saludos de mi parte y le deseo la más pronto de las recuperaciones a su padre.
Ana sonrió y asintió, sus ondas rebotando contra sus hombros.
—Entonces nos vemos el martes que viene, ¿sí?
Cuando Dalia asintió, Ana se dio media vuelta para volver a entrar a su casa, hasta que la voz de Dalia la hizo detenerse.
—Y, Ana, cuando vuelvas... Me gustaría que hablemos de algo importante. Tengo que contarte algo.
Ana la miró con extrañeza.
—¿De algo? ¿No prefieres contármelo ahora?
—No —Dalia sonrió con culpa antes de volver a su tarea de sacar decoraciones—. Es algo... importante que llevará tiempo. Espera, ¿sí?
Sin saber qué más decir aunque su curiosidad gritaba por saber qué era lo que Dalia quería contarle, Ana asintió y volvió a despedirse de ella antes de finalmente volver a su casa. Habían varios temas que Dalia podría llegar a contarle, varios temas interesantes que podrían llegar a conectarse con los intereses que Ana había descubierto esas últimas semanas. Lamentablemente, ahora debería depender de su paciencia una vez más, y esperar una semana más. Cuán desafortunado.
El viaje a San Mungo fue rápido ya que no había tanto tráfico en la calle por ser un día festivo. Las calles antes llenas de personas haciendo sus compras navideñas y disfrutando de las distintas actividades que la ciudad de Londres les proporcionaba, ahora se encontraban en sus cálidos hogares disfrutando de una buena comida y abriendo los regalos que sus seres queridos habían elegido para ellos. Las luces y decoraciones en las calles parpadeaban con soledad, sin nadie más que los pocos pasajeros las admiraran por última vez.
Ana, que no conocía el hospital, cuando Remus le dijo que estaban llegando, notó una discreta cantidad de magos y brujas caminando por la calle para llegar al hospital que Ana aún no sabía dónde se encontraba. Luego de bajar de la motocicleta estacionada, y de guardar su nuevo casco en su lugar respectivo, los adultos la guiaron hacia unos grandes almacenes de ladrillo rojo, enormes y anticuados, cuyo letrero rezaba: «Purge y Dowse, S.A.» El edificio tenía un aspecto destartalado y deprimente; en los escaparates sólo había unos cuantos maniquíes viejos con las pelucas torcidas, colocados de pie al azar y vestidos con ropa de diez años atrás. En todas las puertas, cubiertas de polvo, había grandes letreros que decían: «Cerrado por reformas»
—Qué raro... —masculló Ana cuando su padre se agachó hacia el cristal de uno de los escaparates. Había un maniquí con pestañas postizas y un vestido celeste desgastado.
—Buenas tardes, venimos a ver a Arthur Weasley.
Al estar ya acostumbrada a lo asombrosa que podía llegar a ser la magia, la única muestra de sorpresa que Ana mostró cuando el maniquí movió brevemente la cabeza y les hizo señas con un dedo articulado, fue la de un ruido de impresión con su garganta.
—Vamos... —dijo Remus y con suavidad apoyó una mano detrás de la espalda de Ana para guiarla sobre una cortina de agua fría de donde luego salieron secos y calentitos.
No había ni rastro de aquel maniquí ni del sitio en que había estado momentos antes. Se encontraron en lo que parecía una abarrotada sala de recepción con aire festivo, donde varias hileras de magos y brujas estaban sentados en desvencijadas sillas de madera; algunos tenían un aspecto completamente normal y leían con atención ejemplares viejos de Corazón de bruja; otros presentaban truculentas desfiguraciones, como trompas de elefante o más manos de la cuenta que les salían del pecho. La sala estaba mucho más ruidosa que la calle porque varios pacientes hacían ruidos extraños. Era, sin duda alguna, la sala principal de un hospital.
Unos magos y algunas brujas, ataviados con túnicas de color verde lima, se paseaban por las hileras de pacientes haciendo preguntas y tomando notas en pergaminos que llevaban agarrados por unos sujetapapeles. Ana se fijó en el emblema que llevaban bordado en el pecho: una varita mágica y un hueso, cruzados el uno con el otro.
—Sanadores... —murmuró Ana bajo su aliento, admirando a los profesionales moverse con rapidez por la sala. Ese había sido, en el pasado, el trabajo de su madre.
—Los otros nos están esperando en la Sala Dai Llewellyn —dijo Remus seguido por Sirius. Ana alzó su mirada hacia él, saliendo del trance. Remus le sonrió levemente—. Vamos.
Ana los siguió a través de las puertas dobles por un estrecho pasillo que había a continuación, en cuyas paredes colgaban más retratos de sanadores famosos, iluminado mediante globos de cristal llenos de velas que flotaban en el techo y parecían gigantescas pompas de jabón. Por las puertas por las que iban pasando entraban y salían constantemente brujas y magos ataviados con túnicas de color verde lima. Subieron por una escalera y llegaron al pasillo de Heridas Provocadas por Criaturas; en la segunda puerta de la derecha había un letrero que rezaba: «Peligro. Sala Dai Llewellyn: mordeduras graves.» Debajo había una tarjeta en un soporte metálico en el que habían escrito a mano: «Sanador responsable: Hipócrates Smethwyck. Sanador en prácticas: Augustus Pye.»
En la puerta del pasillo se encontraba Ojoloco haciendo de guardia.
—Ah, llegaron —abrió la puerta que daba a la sala pequeña—. Acabamos de llegar...
—Hola, Ojoloco... —saludó Ana antes de entrar a la sala y le tendió una petaca con funda de cuero—. Feliz Navidad.
Ojoloco la miró como si un tercer ojo le hubiese crecido en la frente. La confianza de Ana titubeó unos segundos.
—¿Qué es eso?
La confianza de Ana se asomó y se aclaró la garganta, con su brazo aún alzado.
—Eh... una petaca de regalo. Sé que no te gustan las sorpresas así que no lo envolví...
En su cabeza, Ana aún podía escuchar a Dalia preguntar el porqué de tantos regalos, cuando habían ido a hacer las compras navideñas unos días atrás. Luego de escuchar la pregunta, Ana le había respondido que era porque si no, la culpa de no haberle comprado al menos un regalo pequeño a todos los que conocía y festejaban dicha celebración la consumiría por completo. Era extraño. Había pasado años sin obtener nada más que dos bochas de helado de su heladería preferida, a poder darle a todos al menos un pequeño regalo. Le gustaba hacer regalos.
Antes de que Ojoloco pudiera protestar y devolverle la petaca, Ana se adentró a la habitación cuya puerta ya estaba abierta.
Se trataba de una sala pequeña y muy sombría, pues la única ventana que había era estrecha y estaba en lo alto de la pared opuesta a la puerta. La luz procedía de unas cuantas relucientes burbujas de cristal, que estaban agrupadas en el centro del techo. Las paredes estaban recubiertas de paneles de roble y en una de ellas había colgado un retrato de un mago que llevaba el rótulo: «Urquhart Rackharrow, 1612-1697, inventor de la maldición de expulsión de entrañas.»
Sólo había tres pacientes más. El señor Weasley ocupaba la cama del fondo de la sala, junto a la pequeña ventana. La señora Weasley se encontraba al lado de la cama donde estaba su esposo, junto a Bill; los gemelos se encontraban a un lado junto a Hermione, Harry y Ron. Ana sintió alivio al verlos a todos en buenas condiciones.
—Ana —saludaron sus tres amigos al mismo tiempo cuando la divisaron pasando la puerta.
—Hola a todos, feliz Navidad...
Luego de una ronda de saludos de parte de Ana, Remus y Sirius, Ana se acercó a la camilla del señor Weasley y le dejó sobre su regazo un paquete. Le había comprado un walkie talkie viejo, en la venta de garaje a la que había ido acompañada de Dalia.
—Feliz Navidad, señor Weasley. ¿Cómo se encuentra?
—Ah, mucho mejor, Ana —dijo el señor Weasley aunque no del todo convencido—. Muchas gracias por el regalo...
El señor Weasley se dispuso a abrir el regalo que Ana le había traído, vendaje nuevo rodeaba su mano debajo del pijama que llevaba puesto.
—Arthur —dijo la señora Weasley con tono cortante, y su voz sonó como el chasquido de una ratonera—, te han cambiado los vendajes. ¿Por qué lo han hecho un día antes, Arthur? Me dijeron que no te los cambiarían hasta mañana.
Ana lentamente caminó hacia donde sus amigos se encontraban. Ellos también observaban la escena.
—¿Qué? —dijo el señor Weasley, asustado, y se tapó con las sábanas hasta la barbilla—. No, no, no es nada, es que... —El señor Weasley se desinfló bajo la penetrante mirada de su esposa—. Mira, Molly, no te enfades, pero Augustus Pye tuvo una idea... Es el sanador en prácticas, ¿sabes?, un joven encantador, y muy interesado en la... humm... medicina complementaria... Ya sabes, esos remedios muggles... Bueno, se llaman «puntos», Molly, y dan muy buenos resultados en... en los muggles.
La señora Weasley emitió un ruido amenazador, entre un chillido y un gruñido. Remus y Sirius se quedaron cerca de la puerta. Bill murmuró que iba a ver si podía tomarse una taza de té, y Fred y George, sonriendo, se ofrecieron rápidamente para acompañar a su hermano.
—¿Me estás diciendo que has estado tonteando con remedios muggles? —masculló la señora Weasley subiendo la voz con cada palabra que pronunciaba, sin darse cuenta, al parecer, de que las personas que la acompañaban se escabullían para ponerse a cubierto.
—Tonteando no, Molly, querida —respondió el señor Weasley con tono suplicante—, no es más que... algo que a Pye y a mí nos pareció oportuno probar... Sólo que, desgraciadamente... Bueno, con este tipo de heridas... no parece funcionar tan bien como esperábamos...
—¿Y eso qué quiere decir con exactitud?
—Pues..., bueno, no sé si sabes qué son los puntos...
—Oh... —murmuró Ana y con inquietud se mordió una uña.
—Suena como si hubieras intentado coserte la piel —repuso la señora Weasley, y soltó una risotada amarga—, pero no creo que tú seas tan estúpido, Arthur...
—Yo también me tomaría una taza de té —dijo Harry al lado de Ana y ella asintió.
Ella, Hermione, Ron y Ginny casi echaron a correr hacia la puerta con él. Cuando ésta se cerró tras ellos, oyeron gritar a la señora Weasley:
—¿QUÉ QUIERE DECIR QUE MÁS O MENOS ES ESO?
—Típico de papá —comentó Ginny, moviendo la cabeza, cuando enfilaron el pasillo—. Puntos, increíble...
—Pues funcionan muy bien con heridas no mágicas —dijo Hermione, imparcial a lo que Ana asintió—. Supongo que el veneno de la serpiente los disuelve o algo así. ¿Dónde estará el salón de té?
—En la quinta planta —indicó Harry.
—Ey... hay mucho que me tienen que contar —dijo Ana cuando empezaron a caminar—. ¿Qué tal si me ponen al día?
Mientras se encaminaban hacia el salón de té, sus amigos le contaron entre susurros, todo lo que había pasado aquellos días. Primero, Harry le contó la historia completa de lo que había pasado la noche del miércoles anterior, al parecer, había tenido una especie de visión desde el punto de vista de una serpiente, y había sentido cómo él mismo atacaba al señor Weasley. Segundo, Dumbledore y James habían obligado a no moverse de Grimmauld Place, por ende, estaba atrapado allí hasta que las clases volvieran a comenzar. Y tercero, aún no sabían con exactitud lo que había pasado aquella noche.
—Han pasado tantas cosas en poco tiempo... —murmuró Ana mientras seguía a los otros por las escaleras. Aquellas no la ayudaban como las de Hogwarts—. ¿Estás seguro de que te encuentras bien, Harry?
Harry se encogió de hombros con la mandíbula visiblemente tensa.
—Estuve peor. No me puedo...
Pero al llegar al rellano se paró en seco y se quedó mirando la pequeña ventana que había en las puertas dobles que señalaban el inicio de un pasillo que llevaba el letrero de «DAÑOS PROVOCADOS POR HECHIZOS». Un hombre los miraba con la cara pegada contra el cristal. Tenía el cabello rubio y ondulado, unos brillantes ojos azules y una amplia sonrisa ausente que dejaba ver unos dientes asombrosamente blancos.
—Bueno... eso es escalofriante —susurró Ana, su ceño cada vez más fruncido.
—¡Vaya! —exclamó Ron, que también había visto a aquel individuo.
—¡Por las barbas de Merlín! —dijo de pronto Hermione, perpleja—. Pero ¡si es el profesor Lockhart!
Ana los miró asombrada. No conocía personalmente al profesor Lockhart, pero sí había oído acerca de todo lo que había tomado lugar en el segundo año de sus amigos, y por ende, todo acerca de la curiosa personalidad del hombre. Hasta lo que sucedió por culpa de un mal hecho hechizo. Algo que Ana lamentaba haber experimentado ella misma años atrás.
—¿En serio? ¿Es él?
—No me olvidaría de su rostro en un millón de años —masculló Ginny con una mueca en sus labios.
El ex profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras abrió las puertas y echó a andar hacia ellos. Llevaba una larga camisa de dormir de color lila.
—¡Hola, muchachos! —los saludó—. Han venido a pedirme un autógrafo, ¿verdad?
—¿Cómo..., cómo está, profesor? —le preguntó Ron.
Parecía que se sentía un poco culpable, y Ana suponía que era porque había sido su varita estropeada la que había dañado hasta tal punto la memoria del profesor Lockhart que lo habían enviado a San Mungo. Ana hasta recordaba haber leído su historial médico, cortesía de la señora Pomfrey.
—¡Muy bien, gracias! —respondió Lockhart, desbordante de entusiasmo, y sacó una maltratada pluma de pavo real de su bolsillo—. A ver, ¿cuántos autógrafos quieren? ¡Ahora ya puedo escribir con letra cursiva!
—Esto..., ahora no queremos ninguno, gracias —contestó Ron, y miró arqueando las cejas a Harry, que preguntó:
—Profesor, ¿lo dejan pasearse por los pasillos? ¿No debería estar en una sala?
La sonrisa del rostro de Lockhart se esfumó poco a poco. El hombre se quedó mirando fijamente a Harry, y luego dijo:
—¿Nos conocemos?
—Pues... sí. Usted nos daba clases en Hogwarts, ¿no se acuerda?
—¿Clases? —repitió Lockhart un tanto agitado—. ¿Yo? ¿En serio? —Entonces la sonrisa volvió a aparecer en sus labios, tan de repente que los cinco casi se asustaron—. Seguro que les enseñé todo lo que saben, ¿verdad? Bien, ¿y qué hay de esos autógrafos? ¿Les parece bien que les firme una docena? ¡Así podrán regalar unos cuantos a sus amiguitos y nadie se quedará sin uno!
Pero entonces una cabeza asomó por una puerta que había al fondo del pasillo y una voz dijo:
—Gilderoy, niño travieso, ¿ya te has escapado otra vez? —Una sanadora de aspecto maternal, que llevaba una corona de espumillón en el pelo, echó a andar por el pasillo sonriendo cariñosamente al grupo—. ¡Oh, Gilderoy, pero si tienes visitas! ¡Qué maravilla, y el día de Navidad! ¿Saben qué? Nunca recibe visitas, pobrecillo, y no me lo explico porque es un encanto, ¿verdad, corazón?
—¡Les estoy firmando autógrafos! —explicó Gilderoy a la sanadora con una amplia sonrisa—. ¡Quieren un montón de autógrafos, dicen que no se irán sin ellos! ¡Espero tener suficientes fotografías!
—¿Han visto? —dijo la sanadora, y agarró a Lockhart por el brazo y le sonrió afectuosamente, como si fuera un niño precoz de dos años—. Antes era muy famoso; creemos que su afición por firmar autógrafos es una señal de que empieza a recuperar la memoria. ¿Quieren venir por aquí? Está en una sala reservada, ¿saben?; ha debido de escaparse mientras yo repartía los regalos de Navidad porque normalmente la puerta está cerrada... Pero ¡no es peligroso! En todo caso... —bajó la voz hasta reducirla a un susurro— podría ser un peligro para sí mismo, pobre angelito... No sabe quién es, y a veces sale y no recuerda el camino de regreso... Han sido muy amables al venir a visitarlo.
Nadie sabía qué decir a eso. Visitar a Lockhart no estaba en sus planes y no parecía la mejor de las alegrías. No obstante, Ana no rechazaría la oportunidad de distraerse.
—¡Claro! —exclamó ella y dio un paso hacia delante, su brazo logró enredarse con el de Lockhart—. Nos quedaremos un rato... ¿Tiene fotos para elegir, profesor Lockhart?
—¡Por supuesto! —sonrió él.
Luego de que la sanadora los dejara entrar a la sala y explicara que se trataba del lugar donde residían los pacientes de larga temporada, mientras Lockhart arrastraba a Ana hacia su sección, ella pudo observar el lugar con atención. Alrededor de las camas se veían muchos más efectos personales que en la sala del señor Weasley; el trozo de pared que abarcaba la cabecera de la cama de Lockhart, por ejemplo, estaba empapelado con fotografías suyas en las que sonreía mostrando los dientes y saludaba con la mano a los recién llegados. Lockhart había firmado muchas de aquellas fotografías con una letra deshilvanada e infantil. En cuanto se sentó en una butaca, llevando a Ana hacia abajo, agarró un montón de ellas y una pluma, y empezó a estampar su firma febrilmente.
—Podrás elegir la que te guste cuando termine —le explicó a Ana, que se había enderezado y lo observaba—. ¡Aunque seguramente te gustarán todas!
Una sonrisa se asomó en los labios de Ana mientras veía al hombre tratar de firmar las fotografías sonrientes. Al no haberlo conocido con anterioridad, y por ende no tener malas memorias de él, la interacción se le hacía más fácil que a sus amigos. Para Ana, Lockhart solamente era un hombre atrapado en un hospital.
—Nunca he conocido a una celebridad —admitió Ana y agarró la quinta fotografía que Lockhart le había tendido—. ¿Usted recuerda por qué lo es?
Lockhart, que estaba concentrado con su escritura tambaleante y torcida, dejó salir un sonido risueño de sus labios.
—Me han contado que he escrito unos maravillosos libros... ¡Pero también debe ser por mis bellísimas facciones!
Ana iba a responder, cuando escuchó a Ron llamar a Neville. Giró su cabeza tan rápido que su cuello dolió por unos segundos. Habían descorrido las cortinas que ocultaban las dos camas del fondo de la sala, y dos visitantes iban por el pasillo: una anciana bruja de aspecto imponente, que llevaba un largo vestido verde, una apolillada piel de zorro y un sombrero puntiagudo decorado con un buitre disecado; y detrás de ella, con aire profundamente deprimido, iba Neville.
Fue ahí cuando Ana comprendió quiénes se escondían detrás de las cortinas del fondo. Ojoloco les había contado durante el verano la desgracia que había pasado con la familia Longbottom años atrás, en la primera guerra mágica. El triste destino de Alice y Frank Longbottom.
—¿Son amigos tuyos, Neville, tesoro? —preguntó gentilmente la abuela de Neville, y se acercó a ellos cuando Ana saltó de su asiento y fue con sus amigos.
Neville evitaba mirar a los cinco. Sus mejillas se volvieron rosadas.
—¡Ah, sí! —exclamó su abuela mirando fijamente a Harry, y le tendió una apergaminada mano para que él se la estrechara—. Sí, claro, ya sé quién eres. Neville siempre habla muy bien de ti.
—Gracias —repuso Harry y le estrechó la mano.
—Y es evidente que ustedes dos son Weasley —continuó la señora Longbottom, y ofreció su mano primero a Ron y luego a Ginny—. Sí, conozco a sus padres, no mucho, desde luego, pero son buena gente, son buena gente... Ah, tú debes ser Anastasia Lupin, sí, conocía a tus padres... tu madre era una medimaga, ¿no es así? Sí... Y si no me equivoco, tú debes de ser Hermione Granger. —A Hermione le sorprendió mucho que la señora Longbottom supiera su nombre, pero de todos modos también le dio la mano—. Sí, Neville me lo ha contado todo sobre ti. Sé que lo has ayudado a salir de unos cuantos apuros, ¿verdad? Mi nieto es buen chico —afirmó mirando a Neville con severidad, como si lo evaluara, y lo señaló con su nariz—, pero me temo que no tiene el talento de su padre. —Y esta vez señaló con la cabeza las dos camas del fondo de la sala, lo que provocó que el buitre disecado oscilara peligrosamente.
«Eso no es verdad, es muy inteligente...» pensó Ana hacia el prejuicioso comentario de la señora Longbottom.
Los cinco observaron a las cortinas ahora cerradas del fondo con pesadez. Cada uno de ellos había estado presente cuando Ojoloco había nombrado todos los nombres de la fotografía. Ya ninguno estaba fuera de foco.
—Ah... lo sentimos mucho por la situación de su hijo y nuera, señora Longbottom... —dijo Ana con una mueca triste en sus labios—. Debe ser una situación difícil... pero no se preocupe por los talentos de Neville. Es extraordinario en Herbología y estoy segura de que tus padres, Neville, estarían orgullosísimos de ti...
—Sí —añadió Hermione—. Nadie le llega a los talones, señora Longbottom. Nadie puede adiestrar a una mandrágora tan efectivamente como él.
Los demás asintieron fervientemente. La señora Longbottom los analizó con escrutinio antes de alzar una ceja y mirar a Neville, quien los miraba asombrado. Ana no sabía si era porque sabían el estado de sus padres o porque lo estaban defendiendo.
—Ya veo... Neville, tienes unos amigos bastante leales... Sí, Alice, querida, ¿qué quieres?
La madre de Neville, en camisón, se acercaba caminando lentamente por el pasillo. Ya no tenía el rostro alegre y regordete que habían visto en la vieja fotografía de la primera Orden del Fénix que les había enseñado Moody. Ahora tenía la cara delgada y agotada, los ojos parecían más grandes de lo normal y el pelo se le había vuelto blanco, ralo y sin vida. Tal vez no quisiera decir nada, o quizá fuera incapaz de hablar, pero le hizo unas tímidas señas a Neville y le tendió algo con la mano.
—¿Otra vez? —dijo la señora Longbottom con un deje de hastío—. Muy bien, Alice, querida, muy bien... Neville, tómalo, ¿quieres? —Pero Neville ya había estirado el brazo, y su madre le puso en la mano un envoltorio de Droobles, el mejor chicle para hacer globos—. Muy bonito, querida —añadió la abuela de Neville con una voz falsamente alegre, y dio unas palmadas en el hombro a su nuera.
Sin embargo, Neville dijo en voz baja:
—Gracias, mamá.
Su madre se alejó tambaleándose por el pasillo y tarareando algo. Neville miró a los demás con expresión desafiante, como si los retara a reírse, pero Ana jamás había visto algo tan desgarrador.
—Bueno, será mejor que volvamos —dijo la señora Longbottom con un suspiro, y se puso unos largos guantes verdes—. Ha sido un placer conocerlos. Neville, tira ese envoltorio a la papelera, tu madre ya debe de haberte dado suficientes para empapelar tu dormitorio.
Pero cuando se marchaban, Ana vio que Neville se metía el envoltorio del chicle en el bolsillo.
—Bueno... Eso fue de lo peor —masculló Ron sin poder sacar la pena de su expresión.
Todos asintieron en un largo silencio, que fue interrumpido por la voz enojada de Lockhart:
—¡Eh, no he aprendido a escribir con letra cursiva para nada!
• • •
La semana en Grimmauld Place se pasó con rapidez. Mientras que algunos días Ron le enseñaba a jugar ajedrez mágico, que con cada partida parecía una tortura más que un juego, otros días se la pasaban jugando juegos muggles para opacar el aburrimiento. Algunos de esos juegos consistían en: Categorías, las cartas, Pictionary. Era una forma divertida de evitar pensar en todos los problemas que habían surgido esos últimos días.
Pero todos dibujaban tan mal que solamente un día pudieron jugar Pictionary. Ana no quiso que se burlaran más de su «ventilador.» Menos cuando Hermione lo comparó con una araña muerta.
En la tarde del 1 de enero, como Ana ya había empacado su bolso para volver a su casa, se encontraba en lo bajo de las escaleras leyendo el libro de flores que Blaise le había regalado, mientras esperaba que su padre volviera de su trabajo. La lectura había resultado de lo más interesante, y tal como Blaise le había dicho en la carta, Ana había empezado a aprender cómo pasar un mensaje sin la necesidad de hablar.
—Eso se ve interesante —dijo la voz de Ginny mientras bajaba las escaleras—. ¿Ya aprendiste a decir «¿Quiero luchar contigo en un duelo?»
Ana rió y levantó su cabeza para poder mirarla.
—Bueno... no. Aún no termino con las "C"... ¿Pero sabías que las camelias rosadas significan «Yo te anhelo»? ¡Y la albahaca significa «Buenos deseos»!
Las cortinas que tapaban el retrato de la señora Black se movieron por un segundo, por lo que Ana y Ginny mantuvieron el silencio hasta que estaban a salvo de sus gritos. Ana suspiró y guardó el libro en su bolso.
—Me hubiese gustado que pudiesen venir a la fiesta de cumpleaños, pero no puedo dejar solo a Harry aquí. Dumbledore ordenó que no se moviera...
—El año que viene iremos —afirmó Ginny y se sentó a su lado—, y al fin conoceremos a la famosa Dalia. Ey, hasta la podríamos conocer en el verano.
Ana sonrió y golpeó con suavidad su hombro contra el de Ginny.
—Esa es una promesa si alguna vez escuché una. Es un trato. Se las presentaré cuando vengan, y les aseguro que les caerá fenomenal. Esa también es una promesa.
La mañana siguiente, Ana se despertó en su cama, acompañada por Basil y Limonada. Afuera se encontraba nublado y oscuro, mientras que la sombra de la nieve cayendo se movía con lentitud sobre las paredes de su habitación. Al parecer, su cumpleaños no tenía el mejor de los climas.
Cuando estuvo vestida y bajó hacia la sala de estar, vio que su abuela ya estaba sentada en uno de los sillones con su taza de té humeante, y una gran cantidad de regalos colocados ordenadamente sobre el suelo. Cuando la vio, Hilda sonrió alegremente y se levantó con los brazos abiertos, su taza de té ahora en la mesada ratona.
—¡Feliz cumpleaños, Anita! Ya dieciséis años, creces muy rápido, amor...
Ana se derritió en el abrazo en que su abuela la había envuelto, y el aroma de galletas de jengibre que desprendía su suéter la hizo hundir más contra su pecho.
—Gracias, nana...
Hilda fue la primera en separarse, y con una sonrisa suave, le quitó un mechón rebelde de su rostro antes de darle un casto beso en la frente.
—¡Bien! Es hora de que abras los regalos.
Recibió una gran variedad de regalos de parte de todos. Por su lado, Hermione le regaló unos guantes de lana que había tejido personalmente, y había tratado de usar la misma gama de azules que sus ojos para que combinara. Ron le había regalado una lata redonda llena de galletas de jengibre rellenas de crema, las que eran indudablemente las favoritas de Ana. Después, Harry y James le habían regalado una nueva mochila que reemplazaría la vieja mochila de cuero que parecía caerse en pedazos, con cada año pasante. Entre las dos, Lavender y Parvati le habían regalado una caja de cosméticos mágicos y no mágicos, y Ana no podía esperar a aprender a usar la paleta de sombras para ojos. Había muchos tonos neutros y amarronados, acompañados de algunos más arriesgados como el azul. Finalmente, el último regalo que había recibido había sido por parte de Blaise, que pronto descubrió que era más un regalo para sus mascotas que para ella. Se trataba de una caja llena de juguetes mágicos para mascotas. Era bastante emocionante. Limonada ya no tendría que jugar con aquel hueso viejo, y Basil con los envoltorios de golosinas.
Media hora más tarde, Remus llegó a la puerta de su casa y traía consigo mismo un pudín de chocolate y peras, cortesía de la señora Weasley, que también enviaba saludos de cumpleaños.
Cuando se acercó el mediodía, los tres (junto a Limonada que quería ir con ellos) se acercaron a la casa Mandel, llevando entre sus brazos distintos platos para disfrutar. Luego de que la señora Mandel los recibiera con una gran sonrisa y un brillo alegre detrás de sus anteojos redondos y gigantes, los dejó entrar a la casa para que pudieran organizar todo.
El interior de la casa Mandel era igual a la de las Abaroa, excepto que se encontraba más... personalizada que la de ellas. Encima de la chimenea se encontraban fotos de los abuelos de Dalia y de sus familias respectivas, también como fotos de Dalia de bebé y alrededor de los años del presente. Algunos de los muebles se encontraban desgastados por el constante uso, y tenían las marcas de una familia que había crecido alrededor de ellos. En el refrigerador de la cocina habían muchos dibujos que Dalia había hecho en su niñez, acompañados de calcomanías multicolores de diferentes países. Tal vez lugares que la pareja había visitado durante sus años.
—Dalia se está duchando, pero saldrá en unos minutos, querida —dijo la señora Mandel mientras colocaba los platos en la mesada rectangular donde almorzarían.
En efecto, Dalia bajó quince minutos después, cuando Ana estaba ayudando al señor Mandel a doblar las servilletas de papel.
—¡Feliz cumpleaños! —exclamó Dalia cuando entró a la cocina y vio a Ana. Ana sonrió.
—Y a ti también, Dalia.
Luego de darse un abrazo, Dalia tomó su mano y la arrastró a la entrada.
—Mis papás están por llegar, vayamos a esperarlos en la entrada así los saludos tú primero.
De repente, Ana sintió los nervios florecer en su piel. Esa sería la primera vez que conocería a la señora y el señor Mandel. Aquellos dos adultos que parecían ser respetados e intimidantes. Ana había escuchado incontables historias acerca de ellos dos por boca de Dalia; sabía de la seria y estricta personalidad de la señora Mandel; y de la carismática y profesional serenidad del señor Mandel.
Por alguna razón, enfrentarse con dragones se sentía mucho más fácil que aquello.
Unos minutos más tarde, ambas escucharon a un auto estacionado frente a la casa Mandel, entonces Dalia decidió que era tiempo de abrir la puerta y recibir a sus padres.
El auto que estaba estacionado no era uno que Ana reconociera, pero aquello no era una sorpresa siendo Ana una completa extraña a marcas de vehículos. Solo podía señalar que era negro, del perfecto tamaño para una familia y estaba brillante como si antes de pasar por la casa hubiesen ido a un mecánico para que lo lustrara. El primero en bajar del auto fue el señor Mandel. Ana había visto fotos de él en la sala de estar de los Mandel, pero debía admitir que era mucho más buen mozo en persona que en las fotografías. Su cabello era tan oscuro como el azabache, y se encontraba acompañado por una barba y un bigote que cubría mitad de su rostro. Llevaba puesto una camisa negra, unos vaqueros de un azul oscuro y un tapado marrón. Era básico, pero le quedaba bien, y cuando las vio en el marco de la puerta levantó su mano y las saludó antes de dar la vuelta del carro y así poder abrirle a su mujer.
Ana tenía los ojos oscuros de la señora Mandel grabados en su mente por todas las fotos que había visto de ella, sin embargo, su presencia era mucho más fuerte cuando la veías frente tuyo. Cabello oscuro cortado con esmero hasta los hombros, acompañado de un corto y liso flequillo que no llegaba a tapar su frente por completo; sus cejas eran gruesas y perfiladas con delicadeza, su maquillaje era oscuro pero liviano; su piel cálida como un suave terracota que contrastaba a la perfección con su vestimenta de similares tonos. Y algo que Ana descubrió cuando los observó caminar hacia ellas fue cuán altos eran los dos. Lo reflejaban en Dalia.
—Hola, hija, feliz cumpleaños —dijo la señora Mandel, sus labios gruesos tiraron para ambos lados por un segundo cuando atrajo a Dalia a un abrazo, que ella devolvió.
—Hola mamá, hola papá...
A diferencia de la señora Mandel, el señor Mandel atrajo a Dalia con rapidez y le plantó un beso en la cabeza.
—Feliz cumpleaños, mi vida.
Ana notó cómo Dalia ajustó su agarre en el abrazo de su padre. Se separó de él y atrajo a Ana con su mano.
—Ma, pa... Ella es Ana.
Antes de que pudieran dar el primer paso para saludarla, Ana se adelantó y estiró una mano hacia ambos. Sus cejas se alzaron.
—Muncho... plazer —balbuceó Ana tratando de sacar a la luz su ladino. Su rostro se volvió rosado cuando ambos la miraron con asombro en sus facciones. No obstante, su cuerpo pudo relajarse cuando el señor Mandel le sonrió suavemente.
—Enkantado, Ana. Dalia nos ha hablado mucho de ti. Es un placer poner un rostro a las historias. Y si mal no recuerdo, feliz cumpleaños —dijo el señor Mandel y aceptó con gusto la mano acalambrada de Ana.
El señor Mandel dejó caer su brazo luego de unos segundos, pero Ana aún seguía fijando sus ojos en el escrutinio de la señora Mandel, que aún no parecía aceptar su saludo. Sus ojos detrás de los lentes parecían analizarla de pies a cabeza. Era inquietante.
—Feliz cumpleaños —dijo la señora Mandel después de unos segundos en silencio. La mano de Ana cayó a un lado cuando la mirada de la mujer se posó en Dalia—. Iré a ayudar a tu abuela con la comida.
La señora Mandel, con postura correcta y firme, caminó entre Ana y Dalia y se adentró a la casa sin decir otra palabra. El señor Mandel se aclaró la garganta y asintió a ambas con cierta disculpa antes de seguir a su esposa. La nieve caía en la baja cabeza de Ana.
Dalia le dio un suave apretón en su mano.
—Tienes tiempo de ganar su confianza aún. Vamos. Ya servirán la comida.
El almuerzo tuvo sus altibajos como sus altos; había sido extraño. Al principio, quienes fueron las que iniciaron las conversaciones alrededor de la mesa fueron la abuela de Dalia y Hilda, que parecían ser quienes tenían más experiencia con conversaciones incómodas. No fue tarde cuando la señora Mandel y el señor Mandel comenzaron a integrar su propia charla a la conversación, y en menos de veinte minutos todos empezaron a hablar con todos. No obstante, cuanto más relajada se encontraba la madre de Dalia, más incómodas eran sus preguntas. Y mientras Ana escuchaba al señor Mandel explicarle qué era lo que hacían en su empresa, casi se atragantó con su jugo al escuchar la privada pregunta de la señora Mandel a su padre.
—Dalia me ha contado, y perdóneme por nombrarlo, que cuando Anastasia era pequeña usted perdió a su esposa en un asalto en su casa... pero ahora ella vive con su abuela en vez de usted. ¿Por qué?
La señora Mandel le dio un sorbo a su vino, y cuando notó el silencio sepulcral en la mesa acompañado de la mirada impactada de Remus, dejó salir un suspiro.
—No debe responder si es que no quiere. Veo que aún es un tema sensible.
Dalia, con cada palabra de su madre, se volvía más roja que lo normal mientras la impotencia y la vergüenza se adueñaba de sus facciones. Parecía morder la punta de su lengua para no obligar a su madre a callar.
Remus se aclaró la garganta y tomó de su copa.
—No, lo siento. Solo me tomó por sorpresa, pero... Bueno... Ana no vive conmigo por el simple hecho de que, Hilda junto a su hijo, la ha criado desde que ella tenía un año —Remus tuvo que volver a darle un largo trago a su vino y Ana sintió culpa aunque no hubiese sido su pregunta—. Me temo que durante el asalto a nuestra casa... Aparte de perder a mi esposa... También perdí a Ana. El asaltante la secuestró.
—Y apareció en nuestra puerta. Ana, me refiero —dijo Hilda, quitando de Remus el peso de responder, por lo cual la señora Mandel la observó a ella.
—Me imagino que aquello fue extraño. Deben de haber ido con la policía —añadió la señora Mandel, ganando una mirada furiosa de Dalia. Ana ya no sabía qué hacer.
—Por supuesto —Hilda le dio un trago a su vino blanco—. No hicieron nada. Me temo que cuando uno no... junta todas las calificaciones de un ciudadano propio, no merece ser escuchado. Y llegado el año... pues nos encariñamos tremendamente con ella.
Ana sintió la mano de su abuela encontrar la suya que temblaba en su regazo, y le dio un suave apretón que terminó con toda inquietud que su cuerpo había comenzado a sentir.
—Ya veo...
Cuando la madre de Dalia asintió y siguió disfrutando de los últimos bocados de su plato, todos dejaron salir un suave respiro de alivio al imaginar el fin de aquella inesperada batalla. Eso fue hasta que su voz resonó por última vez en la cocina.
—Entonces, usted señor Lupin, ¿cómo padre dejó de luchar para que le devolvieran a su hija?
¡BAM!
La mesa tembló, junto a las botellas de vidrio distribuidas por ella y los cubiertos de plata sentados en los platos. Dalia se había levantado de repente de su asiento y con fuerza había golpeado la mesa al escuchar la pregunta de su madre hacia Remus. Su figura se cernía sobre la mesa con amenaza dirigida hacia su madre, sentada correctamente en su asiento. Los nudillos de sus manos se encontraban blancos, su cuerpo tenso y su mirada quemaba. Ana nunca la había visto así de enojada.
—Dalia —inquirió la señora Mandel con una ceja alzada. Sus ojos oscuros y marrones no eran cálidos como los de su hija; eran fríos.
—Ana y yo iremos a mi habitación —anunció Dalia y tomó el brazo de Ana, tirando de él hacia ella—. Buen provecho.
No iba a discutir aquella lógica, por lo que Ana le siguió el paso a Dalia como si se tratara de un cachorro perdido. Se sentía como uno de todas maneras.
La puerta de la habitación de Dalia se cerró de un golpazo detrás de ella cuando Ana entró.
—No la puedo creer —masculló Dalia y tomó un oso de felpa antes de tirarse en la silla de su escritorio. Ana se sentó en el borde de la cama—. Es imposible, ¿cómo le va a hacer esas preguntas a tu padre? Perdió todos los estribos, es lo más básico de la conversación educada: No ser insoportable y crítica... Porque si yo hago algo así con uno de sus compañeros de trabajo, yo termino castigada por una semana.
Dalia resopló y dejó caer el oso de felpa sobre su rostro, mientras Ana jugaba con sus dedos con incomodidad.
—No me lo esperaba... —admitió ella.
—¡Pues cómo lo esperarías! —Dalia sacó el oso de su rostro y lo tiró al otro lado de la habitación para que cayera sobre su cama—. No se hacen ese tipo de preguntas en el primer encuentro.
—Creo que no le agradé. A tu padre parece que sí, pero a tu madre...
Dalia suspiró y miró a Ana apenada. Las acciones de su madre le habían afectado más de lo que deberían haber hecho, después de todo, no era su culpa.
—Me temo que así es ella... Seguramente se esté disculpando ahora mismo con tu padre, pero siempre tiene algo que decir... siempre queriendo tener la ventaja... ugh —Dalia se levantó de su silla y se tiró boca abajo al lado de donde Ana estaba sentada—. No hablemos más de ella, te traje aquí para que hablemos de cualquier cosa menos que ella... para distraerte...
Con una sonrisa, Ana se dejó caer hacia atrás e hizo que sus cabezas estuvieran en la misma altura. Pero mientras Dalia aún miraba hacia un costado, Ana miraba hacia arriba.
—Bueno... si quieres hablar de otra cosa... Antes de irme me dijiste que debías contarme algo —Ana giró su rostro hasta que pudo mirar a Dalia a los ojos—. ¿Quieres contarme ahora?
—¿Ahora? —preguntó Dalia con nervios mientras se daba vuelta para poder mirar hacia arriba.
—Pues... si quieres.
Dalia solo necesitó un largo y entero minuto para ponerse cómoda y debatir consigo misma de si aquel momento era el indicado. Cuando el reloj en su pared marcó el paso de aquel jugoso segundo, asintió.
—Bueno... uau... No sé por dónde empezar... o cómo decirte... —murmuró Dalia pero después de observar el rostro confundido de Ana, aclaró su garganta y su mente—. Pues, no son exactamente noticias buenas... Ugh, ya. Te he mentido... Bueno, te he estado mintiendo, en realidad.
El corazón de Ana subió a su boca, como si los nervios de la conversación del almuerzo no se hubieran disipado para nada. Pero sin querer abrumarse por nada, asintió.
—... ¿Acerca de qué?
—Todo. Acerca de mí... De qué soy en realidad —suspiró Dalia, sus labios habían atrapado su labio inferior.
«Mierda. ¿Me va a decir que es una bruja?» Ana se asustó ante la posibilidad y tuvo que juntar todo su valor para poder siquiera avisarle a Dalia que ya lo suponía.
—Dalia, yo ya...
—Estoy enferma.
«¿Huh?»
Ana giró su rostro para verificar en la mirada de su amiga que había escuchado bien, pero Dalia hacía lo imposible para evitar mirarla a los ojos. Las estrellas fluorescentes que habían sido pegadas en el techo eran más interesantes que ver a Ana a los ojos.
—¿Qué? —balbuceó Ana sin saber qué decir.
—Ah, mierda... sí. Estoy enferma. Lo he estado desde nacimiento —Dalia rehusaba mirar a Ana a los ojos.
—No... No te ves enferma —admitió Ana, ninguna otra respuesta se le había ocurrido más que la más estúpida.
Los brazos de Dalia se cruzaron en su pecho, mientras que su respiración lo hacía bajar y subir con suavidad.
—Eso es porque soy muy buena para esconderlo... y, de todas formas, tú solo me has visto durante los veranos, y durante esos días me siento mucho mejor... Pero como el invierno anterior no viniste, no me viste en mi cama todos los días.
—Dalia...
—No, espera. Déjame terminar —suspiró Dalia y por primera vez la observó a los ojos, un poco de timidez en ellos—. Te mentí acerca del porqué vinimos al Reino Unido. Te dije que había sido por el trabajo de mis padres, pero fue porque encontraron aquí a unos expertos que se dedican a tratar ciertas enfermedades crónicas. Pensaron que encontrarían a alguien que pudiera ayudarme. Siguen buscando, obviamente.
Ana se dio media vuelta, apoyando todo su peso en su costado para poder observar mejor a Dalia.
—¿Saben...? ¿Saben lo que tienes?
—Ya desearía. Lo único que saben es el hecho de que haber sobrevivido mi nacimiento fue un increíble momento en la medicina. Papá dice que fue un milagro; mamá no cree en ellos. Yo... bueno, nací muy débil, mamá dice que casi muerta. Mi corazón estaba al borde de detenerse cuando nací, y papá dice que no estaba llorando, lo que usualmente significa que algo no está del todo bien... y cuando me hicieron un análisis, estaba casi muerta. —Dalia pasó una mano sobre su brazo—. Mis huesos estaban frágiles, mi corazón no funcionaba bien... así que no saben por qué no morí en cuestión de minutos.
Tal vez Ana no lo recordaba personalmente, pero le habían contado tantas veces que había nacido muerta, que era imposible que lo olvidara. Por lo tanto, entendía a Dalia de alguna forma.
—¿Y cómo es que has mejorado?
—Ah, no lo hice. Mi corazón sigue igual de débil y mis huesos tienen más agujeros en ellos que una maldita esponja. Solo que estoy acostumbrada a ello —explicó Dalia y una mueca se posó en los labios de Ana.
—¿No deberías estar descansando entonces?
—Por favor, Ana. He descansado los primeros diez años de mi vida; atrapada en una habitación depresiva, con una máquina que me alimentaba y una maestra que me enseñaba desde casa. Tienes que saber que fue el canto de los ángeles cuando mis doctores le insistieron a mis padres que mantenerme atrapada no me mejoraría en nada, sino que empeoraría todo. Ahora me dejan hacer lo que sea... Bueno, casi todo. Aún no puedo ir a la escuela.
Ana se extrañó ante ello y su ceño se frunció.
—Pero... ¿Qué hay de los amigos que hiciste en tu escuela? ¿Leah y Benjamin?
El rostro de Dalia se volvió más rojo que antes e hizo que la sangre le afectara hasta el color de las puntas de sus orejas.
—Ellos... pues los inventé —confesó Dalia avergonzada, escondiendo su rostro entre sus manos—. No quería que sintieras pena por mí, siendo que tú eres literalmente mi primer y única amiga.
—Dalia...
—¿Ves? —sus brazos se dispararon hacia el aire—. Ahora sientes pena por mí. Lo adiviné.
Ana puso los ojos en blanco y volvió a mirar hacia el techo estrellado. A su lado, Dalia la observaba con cautela.
—¿Estás... enojada conmigo?
¿Enojada? Ana no podría estar más lejos de eso. Tal vez estaba un poco lastimada por el hecho de que Dalia no se lo hubiera contado antes, pero ¿quién era ella cuando vivía mintiéndole? Le mentía acerca de su colegio, de dónde pasaba el verano, de su identidad... Había pocas cosas verdaderas que Dalia sabía de Ana, y esa era la culpa que más le comía.
—No. No lo estoy... Solo estoy pensando que este fue un cumpleaños bastante deprimente.
Dalia la miró apenada pero de repente saltó de la cama y comenzó a buscar algo en el gran armario frente a la cama. Curiosa, Ana se irguió en su lugar y se sentó mientras la observaba buscar.
—Casi me olvido de dártelo —dijo Dalia cuando se levantó y se dio vuelta. Llevaba un gran paquete cuadrado entre sus brazos. Se lo tendió a Ana—. Feliz cumpleaños, Ana.
Ana la miró avergonzada mientras agarraba el regalo.
—Ah... yo dejé el paquete abajo, lo siento...
—Ey, no pasa nada. Seguro que lo que hayas traído es increíble y me encantará. Ahora abre el tuyo que me muero de los nervios.
Riendo, Ana siguió las instrucciones de Dalia y desenvolvió el paquete con rapidez. Cuando tuvo la caja en sus manos sin papel en su vista, un sonido ahogado se atoró en su garganta al ver qué había dentro. La imagen de un telescopio brillante se encontraba dibujado en el medio de la caja, acompañado de letras grandes y llamativas que explicaban lo que era.
—Para que cada vez que mires las estrellas pienses en mí —dijo Dalia orgullosa de su compra, y Ana no pudo evitar reír.
—¿Siempre que vea las estrellas? —sonrió ella sin dejar de mirar la caja—. ¿No puedo tener días libres?
—Ugh, no, ¿qué preguntas haces, Ana? Soy egoísta —se burló Dalia y se sentó a su lado—. Pero ey, tal vez ahora puedas ver algunas estrellas y crear una constelación como mi gato de ojos saltones.
El pecho de Ana se agitó por la risa, pero miró a Dalia con sinceridad.
—Gracias, Dalia. Me encanta.
Con una sonrisa propia, Dalia le plantó un beso en la mejilla a Ana, que enrojeció por la sorpresa.
—Entonces no tengo nada más que pedir.
• • •
holaaa
¿acabo de escribir y publicar un capítulo de casi 10k de palabras? sí; ¿me arrepiento? sí, estoy arrepintiéndome; ¿tiene una explicación? sí, necesitaba meter todo esto en el capítulo sajasj
lamentablemente todavía no sé medir las palabras o(-<
y además mi wifi es una mierda literal, quería publicar durante el domingo pero no me cargaba nada dios, es una caca
pero cambiando de tema... VAMOS ARGENTINAAA EHHH ah
qué emoción amigues, casi me dio problemas cardíacos pero todo salió bien <3
quería la final con marruecos pero no pasó tampoco pero al menos después de un partido intenso le ganamos a francia <33
¡bueno!
tengo noticias que les va a gustar... necesitaba meter todo esto en este capítulo porque la próxima actualización (que además cae en navidad) tiene una sorpresa, un regalo de mi parte para todes les lectores que esperaron tanto ♥♥
ahora sí, me despido y nos vemos la próxima actualización
•chauuu•
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