Desde la muerte de mi madre, siempre éramos mi padre y yo. Eran navidades tristes, ambos comíamos en silencio y luego nos marchábamos a nuestras respectivas habitaciones hasta que llegó ese hombre de calmada voz y de paciencia infinita. 

Poco a poco colocó las pequeñas piezas de nuestros corazones en el lugar correcto. No era nuestra terapia, era nuestra familia. Sus ligeras sonrisas calmaban nuestros pensamientos tristes, su delicadeza nos arrullaba en la noche de pesadillas, su melodiosa voz detenía aquellos ataques de pánico, su amor nos curaba.

Nuestro padre y yo teníamos miedo. Él era perfecto y nosotros éramos un desastre, un completo desastre, estábamos rotos. Ese era nuestro temor. Mi padre temía que se fuera, que se cansara de nosotros, yo temía quedarme nuevamente solo. No queríamos eso.

Esa mañana del miércoles y todas las que siguieron en las próximas semanas íbamos donde la carismática psicóloga.

Edwin nos observaba orgulloso y nosotros inflábamos nuestro pecho ante sus lindas palabras por nuestro esfuerzo para superar esa dolorosa muerte y la sensación de abandono.

Ahora las cenas de nochebuena están llenas de sonrisas, de divertidas historias, de sueños, ya no hay navidades tristes.