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Capítulo 4: Cristo Redentor.

EDITADO




   Lo sigo. Me guía hasta el patio del instituto y se lanza, saltando, hacia una barra para colgarse de ella. Se mece tranquilamente colgado de sus brazos, pareciendo tan liviano.... Me acerco y él me mira. Sus ojos heterocromaticos refractan toda la luz del sol, y por un momento no soy consciente de mí alrededor, solo me quedo petrificado, observando su pálida tez, y me pregunto cómo alguien puede lucir tan perfecto e inocente. Sus pupilas se contraen por la luminosidad del día, y sonríe, provocando que es su cara se formen un par de hoyuelos, irónicamente, adorables.

   — ¿Estás bien? —pregunta Lu, aun sin dejar de mecerse, colgando de sus brazos. — ¿Cómo sigue tu garganta? —insiste, levantando sus blancas cejas.

   Me llevo la mano a la garganta y noto que el agujero ya no se siente tan abierto y no me duele tanto como antes. También la sangre ha secado casi por completo.

   — ¿Me curaste? —pregunto, arrugando mis cejas. Lu niega con su cabeza, para luego soltarse del tubo y caer al suelo. — ¿Entonces? —Pregunto de nuevo.

   Lu camina y da unas cuantas vueltas a mí alrededor, luego pone las manos en su cintura y se me queda viendo con los ojos entrecerrados. Desvío mi cara hacia un lado, incomodo. Me cuesta creer que este pequeño muchacho es con el que, hace menos de dos horas, me estaba peleando a muerte en los baños. Suspiro y pongo mis ojos en él de nuevo.

   —Parece que no has entendido del todo lo que está pasando —susurra y se lleva la mano a la cabeza, pensativo. — ¿Cómo te lo explico, Tomás? —pregunta y yo me encojo de hombros. —No es tu cuerpo físico, ¿entiendes? —dice gesticulando lentamente, y a la vez aprieta mi brazo con sus filosos y pálidos dedos.

   — ¡Eso ya lo sé! —espeto, rodando mis ojos. —No soy idiota —. Lu ríe ante mi comentario.

   —Me tenía que asegurar —bromea él, y le salta una risita traviesa. Una bastante contagiosa, ya que me salta a mí también. —No pasa nada, Tomás... Ahora puedes hacer lo que quieras —exclama, extendiendo sus brazos como Cristo Redentor. —Donde estamos ahora, ya no es tu mundo...

   — ¿No? —pregunto acercándome a él con cautela.

   Las venas de sus brazos sobresalen, siendo visibles a la transparencia de su piel. Lu se gira y me mira abriendo sus ojos, su expresión es de éxtasis puro. Una ráfaga fría me entra por la nariz y siento como cala mis huesos adoloridos. Entonces sonríe, mostrándome sus agudos dientes.

   —No, es el mío —responde y se me ponen los pelos de punta. Estira su brazo y me toma con sus largos dedos. —Vamos a seguir explorando... —me jala, mientras que oigo el timbre de salida al receso.

   Caminamos en medio de la horda de niños que inunda el patio. Lu no dice nada, y vagamos por los alrededores. De pronto sucede algo sorprendente, que realmente no me esperaba: un niño, de aproximadamente tres o cuatro años, señala a Lu con el dedo. Confundido, mi vista salta del pequeño a mi compañero.

   —Lu —lo llamo, tecleando con mi dedo sobre su hombro. Lu me mira con esos ojos tan extraños, pareciendo algo distraído.

   — ¿Qué pasa? —pregunta y yo le señalo al pequeño, que ahora me parece que me mira a mí también. Lu Se acerca al niño, riendo infantilmente. —Mira que cosita —chilla poniéndose a cuclillas con su cara muy cerca del niño. —Hola, amiguito —le saluda infantilmente.

   El niño estira su mano para tocar el rostro de Lu, mientras yo contengo mi respiración esperando la masacre. Pero nada pasa, Lu empieza a jugar con el niño mientras se ríen entre ellos. El pequeño levanta su diminuta mano y me saluda, agitándola en el aire. Miro a Lu confundido y él me mira de reojo, a la vez que noto un destello siniestro en su mirada, que pone a mil mi corazón.

   —Ya me tengo que ir, pequeño —se despide mi compañero, pasando su mano entre los cabellos castaños del infante, tomando su mano con delicadeza para acariciarla. —Ven, Tomás — me llama en un tono autoritario y yo obedezco sin pestañear.

   Me pongo de cuclillas, imitando a Lu. Entonces gira su cara y abre su mandíbula para ensartar sus dientes en mi hombro con violencia. Ahogo un grito y mis ojos, ahora húmedos, se posan en los del pequeño niño, que nos mira aterrado. Lu desencaja su mandíbula de mi hombro y humedece su dedo con mi sangre, para luego dibujar una equis con ella en los tiernos labios del infante.



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