Capítulo 12: Calor humano.
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Tomás avanza a pasos largos, subiendo de a dos escalones para llegar más rápido. En su cara se dibuja una sonrisa siniestra. Sus dedos tiemblan y el aire no le es suficiente. La risa que se escapa de su pecho le hace convulsionar y en su mente solo espera guardar la imagen de su progenitor, sufriendo y retorciéndose como un gusano. Tomás se acerca de a poco a la puerta de su oficina.
La piel de su frente, sudorosa, le recuerda lo que vio.
No se le olvida. Jamás va a salir de su mente.
Tomás abre la puerta de a poco y para su sorpresa, no está tirado descansando. La luz del baño está encendida, y agradece que este dentro.
— ¿Alguien está ahí? —pregunta aquel monstruo. El pelinegro no responde y ese hombre tampoco vuelve a preguntar.
Así todo es más fácil.
Maliciosamente, Tomás gira la tapa del primer recipiente y lo riega cuidadosamente por su escritorio. Empapa las cortinas, los libros, su diván, el suelo, las paredes. Su agitación aumenta y trata de no hacer ruido para no alertar a nadie. El olor a gasolina le embriaga por completo. Nunca va a ser suficiente. Este cuarto va a arder como el propio infierno, piensa con placer. Entonces deja el recipiente en cualquier lugar del suelo y destapa el otro, para seguir regando el líquido por cada rincón, pero guarda un poco para el final. Luego se percata de aquel hombre se remueve, y luego abre la puerta. Su cara jamás se borrara de la mente de Tomás Hill.
— ¿Qué haces? ¡¿Estás loco?! —grita el sr. Hill, caminando hacia su hijo, a lo que Tomás aprovecha y lo baña con la gasolina que le ha sobrado. El líquido cae en la parte delantera de su cuerpo y se escurre hasta sus pantalones. — ¡Suelta eso, maldito enfermo! —grita y se tira sobre el joven, intentando golpearle.
Tomás lo patea con todas sus fuerzas y con esfuerzo logra sacárselo de encima. El joven se arrastra de espaldas, cerca de la puerta y saca los cerillos que trae en el bolsillo. El hombre se levanta y al ver lo que Tomás tiene en la mano se detiene, asustado.
—Suelta eso, Tomás... —susurra nervioso. El pánico invade sus ojos y Tomás lo disfruta al extremo. —No vayas a hacer una locura... —ruega, caminando lentamente hacia él, que sonríe, totalmente envenenado y extasiado.
—Suelta eso, Tomás...—dice el pelinegro imitándolo.
Acto seguido resopla y pasa la cabeza del cerillo por la parte áspera de la caja y ésta se enciende. El pánico invade la habitación. La frente del señor Hill empieza a sudar copiosamente.
—No, no... —sisea Tomás y al ver que el cerillo se apaga, enciende otro. Su cara de terror es épica. —Vete al demonio —le espeta con odio.
Su cara se desencaja. Entonces el muchacho suelta el cerillo y, por largos segundos, se puede escuchar como éste corta el aire mientras desciende con lentitud para finalmente tocar el suelo. Los presentes sienten el calor de la primera llama que se enciende y luego avanza, a paso monstruoso, cubriendo la habitación, iluminándolo todo. Un grito que desgarrador sale, destrozando la garganta de su futuro difunto padre, luego las llamas clavando sus uñas en su ropa y abrazándolo, abrasándolo y rodeándolo por completo.
Los enrojecidos ojos del primogénito de los Hill, no sienten la exagerada luz que lo inunda todo a su paso. Su piel no siente el calor de las llamas. Solo oye los gritos de ese hombre, y los disfruta. Los disfruta, mientras que la imagen delicada y bella de Emma llega a su mente; una imagen de ella sonriendo, feliz... A mi lado, piensa.
— ¡Muérete! —grita Tomás con rabia. — ¡Muérete de una puta vez!
Su garganta arde por la intensidad de sus gritos. Todo tiembla a su alrededor y da un par de pasos atrás para salir del cuarto. Las llamas han subido por las cortinas y un cuerpo cubierto en llamas se mueve débilmente, irreconocible a la vista, entonces se siente aturdido.
— ¡Por Emma! ¡Por Emma! —Canturrea Tomás, mientras las lágrimas bajan por su blanco rostro.
Lu permanece en silencio, y en sus ojos heterocromaticos, las llamas se reflejan, siniestras.
***
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