Epílogo
Tønsvik, Noruega. Diciembre, 2016.
Einar Hummel entró a la cabaña en cuanto terminó de revisar que los animales estuvieran bien asegurados dentro de sus corrales. Una de las cabras era particularmente testaruda e insistía en meterse a la casa a como diera lugar, por lo que adquirió la tediosa rutina de encerrarlos bien, tanto para que no escaparan como para que los depredadores no se metieran.
Se sacudió la nieve de las botas, de la chamarra, del gorro y de los guantes antes de quitárselos. Incluso con todas esas prendas sentía la piel gélida y entumida. Al menos, pensó satisfecho, dentro de la cabaña tenían aire acondicionado; algo que le sorprendió cuando vio lo recóndito de la granja.
En la sala de estar, con la confortable chimenea encendida, Odalyn mimaba las macetas que un día, muchos meses atrás, habían comprado cerca de la aldea y que encontraron debajo del asiento del auto en su trayecto al norte; ya llevaba una semana completa cuidando las semillas plantadas y prodigándolas con chispazos de un don que las hacía crecer pese a que las condiciones climáticas no fueran las adecuadas.
Al observarla se peguntó si era el uso de esa habilidad o la riqueza de sus propios sentimientos lo que la hacía más hermosa que de costumbre.
—¿Todo bien? —le preguntó ella, percatándose de la forma extraña con que la veía—. Ay, no. No me digas que la cabra volvió a escapar.
—No lo hizo. Es solo que... —Hinchó el pecho, emocionado. Sin embargo, al final meneó la cabeza, deshaciéndose de sus pensamientos—. No hemos salido desde que llegamos y pensé que mañana podríamos ir a Trømso. Ya sabes, ir a comer, ver una película...
—¿Estás diciendo que quieres llevarme a una cita? ¿Desde cuándo tan tímido, coronel?
Hummel sonrió.
—Desde que no sé cómo cortejarte. —La mirada aguzada que recibió le dio más confianza—: Hemos estado solos durante días y tal vez no quiero que te aburras de mí.
A Odalyn se le ocurrieron unas cuántas ideas que podrían solucionar esa preocupación, pero no las dijo porque los sentimientos de Einar jamás le habían parecido tan tiernos y halagadores. Dejó las macetas sobre la mesa del centro y fue a su encuentro para refugiarse en un abrazo tan arrebatador como reconfortante.
—Ya casi es medianoche, será mejor que vayamos a dormir para que mañana aprovechemos las pocas horas de sol —susurró, aspirando el aroma tibio de su pecho.
Mientras Hummel se aseguraba de cerrar todas las puertas y ventanas, la princesa subió con graciosa prisa, quizá para revisar que Sersjant y Warrior estuvieran en cómodas condiciones o para dejarles agua por si les daba sed en la noche.
Después de apagar la chimenea y las luces de la planta baja, la alcanzó en la habitación principal, en donde la imaginó acostada porque la única luz que se colaba por la gran ventana frente a la cama era el difuso haz de la aurora boreal.
No obstante, la descubrió observando por el cristal, con sus delgados dedos sobre el alféizar y su exquisita figura expectante.
—Te amo, Odalyn —dijo sin más preámbulos. Ella volteó, tímida por su propia diatriba mental, pero extasiada por tan inesperada confesión—: Quise decírtelo cuando te vi allá abajo, pero...
Encogió los hombros con impotencia, sabiendo que rara era la ocasión en la que expresaba lo que sentía con palabras, y si lo hacía era porque necesitaba no ahogarse con la fuerza de sus emociones. Solo entonces, con ese peso despojado de sus hombros, se dio cuenta del aspecto de su novia.
En el tiempo que le había tomado concluir sus labores en el piso de abajo, ella había podido acicalarse y cambiar su ropa por un conjunto que no creía que fuera para dormir; el encaje oscuro le confería el aspecto de terciopelo blanco a su piel y no dudaba que, si se quitaba la bata que la cubría, las suaves curvaturas de su cuerpo le arrebatarían la respiración.
Por unos segundos se quedaron en sublime y perfecto silencio; uno tan magistral que Hummel no dudó que, de no haber tenido ese nudo en su garganta, tragar saliva se habría convertido en una acción privada bastante vergonzosa.
Odalyn dejó caer los hombros al notar que Einar se acercaba a ella con la dubitación de estar en un sueño. Cuando lo tuvo a pocos centímetros, sus dedos hurgaron en el bolsillo de la bata.
—Cuando bordé esto —murmuró, dándole el pañuelo con suavidad—, tenía la ingenua creencia de que, más allá de la tradición, el mío significaría una entrega total para ese hombre con el que querría pasar toda mi vida. Estaba segura de que me iba a enamorar en circunstancias normales porque, de algún modo, podría escapar de mis responsabilidades con Theo y... —El rubor en sus mejillas le habría pasado desapercibido a cualquiera, menos al hombre que la miraba con devoción—. En fin, cuando se lo di a Frey Erland perdí todo rastro de esa antigua ilusión, pero creo que nada puede quedarse allí donde no pertenece. Así que... Coronel Einar Hummel, desde esta noche y para siempre me entrego a usted porque...
Odalyn no pudo continuar con la escena porque ni siquiera podía hilar las palabras correctas; eso era demasiado trámite y, al fin y al cabo, ella solo era una mujer enamorada. Nada más.
—Porque también te amo —respondió honesta.
Pese a que ella le había cedido la custodia del pañuelo, no lo había soltado del todo.
Hummel le tomó la mano y se la llevó a los labios; no estaba seguro si debía arrodillarse siendo ella una princesa, pero sí supo con absoluta certeza que besar su mano después de aquel obsequio significaba la aceptación total e incuestionable de su entrega. Por supuesto que él quería su compañía eterna.
Más segura de lo que estuvo al escucharlo subir los escalones, Odalyn dejó que la bata cayera a sus pies desnudos. Sintió un escalofrió placentero en la columna y los pequeños pezones enhiestos debajo del encaje.
—¿Estás segura, cielo? —preguntó anhelante, atreviéndose a tocar por fin uno de esos dos botones apetecibles que en varias ocasiones le habían robado el sueño.
Las palabras le parecieron innecesarias a Odalyn, así que lo convenció con un beso que no dejara lugar a dudas; un beso que él respondió sin reservas y que exigió más conforme sus pasos vacilantes los guiaban a un lecho en el que la última barrera se desvanecería para volverlos un solo ser.
***
En aquel instante, pero muy lejos de ahí, en una oscura ala del palacio del Este, Oleg Rómanov le exigió a su guardia que esperaran al final del pasillo. Al ver la duda de sus hombres, señaló su espada y las dos armas de fuego en las fundas que pendían de su cinturón.
Al abrir la pesada puerta de madera, el rey observó a su amigo, acostado en el piso con las manos entrelazadas sobre su barriga y los ojos enfocados en el techo de piedra sobre él.
—¿Cómo está Frey Erland? —le preguntó sin voltear a verlo.
—Bastante bien, creo. Tu asistente le es tan útil como a ti. —Oleg observó la habitación con escrutinio—. Será un rey bastante decente.
—No si Massimo sigue con él. Necesita hacer las cosas por sí mismo antes de usar la ayuda de alguien. ¿Cuándo dejará de llover?
—Al alba —dijo rendido. Sabía que su amigo no había dormido en toda la noche y por eso estaba con ese humor tan oscilante—: Veo que no te gustaron los regalos, ni siquiera los abriste.
Garm giró la cabeza para observar la caja de madera sobre el escritorio. Más por compromiso, se levantó y fue a abrirla, ignorando el dolor de su espalda acalambrada.
—Fue toda una hazaña sacarlas con tu hijo ahí presente, pero Baldessare ayudó. Dignidad ante todo, ¿no?
Un poco de la cordura del gran Garm Swenhaugen pareció regresar al ver la corona brillante y la banda que no dudó en ponerse. Eso motivó a que Oleg recuperara el ánimo.
—¿Hay noticias? —preguntó Garm al tiempo que se observaba en el espejo.
—Ninguna del alfa.
El alboroto que había causado Danielle solo tuvo un propósito: distraerlos a todos para que uno de los suyos rescatara a Adolfo al otro lado del complejo. La detención del rey del Sur no estuvo planeada, pero eso no quitó que disfrutara el espectáculo.
—Maldita bestia —blasfemó, recordando lo sucedido aquel día.
—Concuerdo, pero creo que es mejor que estés aquí. Las cosas están enardecidas por todos lados.
Muy a su pesar, Garm aceptó que eso era cierto.
—No pensé que se lo fueran a creer y ahora hasta iré a juicio.
—No irás a juicio, colega.
—Los bastardos ya están presionando, Oleg. Landvik y Zinerva de seguro están en una ardua búsqueda de evidencia.
—La tía Duscha también, por cierto. —Al ver que su comentario no fue bien recibido, sonrió socarrón—: Pero no encontrarán nada. Los Zafereilis, tu padre y el terrestre negro mantienen una posición neutral, eso nos está dando ventaja.
—¿Y si esa ventaja tiene caducidad?
Oleg ya lo había pensado antes. Y como buen estratega, ya tenía un plan de fuga que, si bien complicaría las cosas, al menos mantendría sano y salvo a Swenhaugen.
Antes de que Rómanov saliera de una de las habitaciones más lujosas que tenía en su palacio, los dos hombres intercambiaron un abrazo breve, pero fuerte. Uno se paró frente al espejo para arreglarse los atavíos de los que se había visto privado en esos días, y el otro se alejó con ese andar rígido.
Una última mirada encubridora hizo que el rey del Sur sonriera apenas se cerró la puerta. Alisó el cuello mao de su uniforme —uno de los pocos que Rómanov pudo sacar de su guardarropa sin causar sospechas— y le suspiró satisfecho a su propio reflejo.
—Saldremos de esta, viejo amigo.
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