Capítulo 42
Rara vez se celebraba un cónclave en el Parlamento, y si se hacía, ciertamente no estaba teñido con los colores densos y grisáceos del miedo.
Uno de los guardias de alta confianza de Oleg Rómanov emparejó las puertas del Tribunal con solemne ceremonia y cerró con la grande y dorada llave que le fue confiada. Una vez que los tintineos metálicos dejaron de escucharse, la atención de todos los presentes se enfocó en el estrado, donde los cinco miembros más importantes de Hessdalen aguardaban pacientes.
A los costados, los reyes de cada reino se habían ubicado según las alianzas que por ley les eran asignadas. Assa y Kol Landvik, junto a Amethyst y Lars Zafereilis por un lado; y Garm Swenhaugen con Oleg rómanov por el otro. Y detrás de ellos, los primogénitos que heredarían sus puestos: Theophilus, Frey Erland y Annya.
Más allá de los dos círculos principales, los otros miembros del Consejo Terrestre observaban silenciosos en compañía de testigos de alta alcurnia y respetabilidad, como barones, condes, duques y marqueses. Cincuenta en total.
Todos, cabe decir, iban ataviados con la elegancia que el evento exigía. Las reinas usaban majestuosos vestidos de terciopelo que no desmeritaban la exquisitez de las coronas sobre sus cabezas, o la peligrosidad —en el caso de Amethyst— de su espada de soberana. Los reyes, por su parte, portaban sus más sobrios uniformes con sus insignias militares, bandas y las espadas envainadas.
—Hace ocho días —comenzó el viejo Frey Swenhaugen con expresión neutra—, se violaron los tratados de coexistencia pactados entre la raza humana y los lykánthropos, firmados y aprobados por los representantes de las Tierras sin Nombre en pos del respeto y supervivencia de cada especie.
"Invadieron un continente que no les pertenece y atacaron sin escrúpulos a sus habitantes.
Una de las cualidades más destacables de ese hombre era la habilidad que tenía para focalizar la atención en un solo punto. Todos lo observaron, sintiendo el influjo del liderazgo.
Cuando estuvo seguro de que cada par de ojos en el recinto estaba puesto en él, continuó:
—No solo mataron a nuestra gente. Mataron a los soldados que nos protegen, a nuestros conocidos, vecinos, amigos. ¡Nuestra familia!
—Cruzaron los límites territoriales en una estúpida muestra de insensatez —intervino Duscha, dejando caer el puño en el escritorio—, y ahora el miedo prevalece entre nosotros.
—¡Es inconcebible que nuestra raza se atemorice por seres sin criterio! —concedió Frey.
Todas las cabezas asintieron solemnes. Era cierto que respetaban la vida como un derecho natural e inalienable. No obstante, había gran diferencia entre el respeto y el gusto; y aquellos no humanos todavía se encontraban en un nivel de incomprensión bastante perjudicado por los prejuicios y las evidentes diferencias.
Mientras ese dúo seguía dando un discurso de estructura organizada, elocuente y ensayada, Garm Swenhaugen miró al cuarteto de reyes frente a él. Lars y Amethyst Zafereilis mostraban una fachada de respetable, mas no devota, atención. Kol Landvik —para su gran molestia, todavía vivo—, sostenía la mano de su esposa a pesar de que ese gesto en una reunión de tal magnitud era de pésimo gusto, y observaba la mesa del Gran Consejo con sus irritables ojos de mártir.
Al otro lado del asiento vacío junto a él, justo donde debería ir su propia esposa, sintió la mirada de Oleg. El reproche pesado que exigía que sus expresiones faciales adquirieran cierta discreción.
Cínico, le sonrió como si se le hubiesen pasado las copas, con las comisuras muy elevadas y los ojos perdidos. El movimiento de su cabeza llamó la atención de Kol; como no quería decepcionar a sus fans, con este último acentuó la sonrisa estúpida. El rey del Norte, tras unos segundos de hartazgo, le devolvió una versión más honesta del gesto.
—Según las incuestionables leyes de Hessdalen —dijo Zinerva Landvik—, este terrible acto procedería como homicidio doloso. Asimismo, traición al precepto básico de la vida, invasión de un territorio autónomo, violación deliberada del Máximo Tratado de Paz Entre Especies y una violenta y explícita declaración de guerra.
"La sentencia directa y sin derecho a un juicio sería la ejecución pública como castigo por sus actos, el pago por las vidas que quitó y una dolorosa advertencia para aquellos sediciosos ocultos cuyos pensamientos comiencen a desviarse de las normas que por tantos años nos han traído paz y estabilidad.
Los ánimos habían hecho efervescencia con el sentimental discurso de Duscha y Swenhaugen. Pero una cosa era alentarlos y otra mantenerlos; ellos hicieron lo primero, Zinerva lo segundo.
—Sin embargo —intervino Vasilios Zafereilis, el más sensato e imparcial de todos—, el licántropo no es un ser que pueda ser castigado o protegido por nuestra jurisdicción. Sus leyes están al otro lado del mar del suroeste. —La breve pausa que tomó para respirar le llevó el eco de murmullos que iban en ascenso—: Penalizarlo no solo sería responder ante sus ataques, sino formalizar una guerra para la que no estamos preparados.
—¡Tenemos armas y un gran ejército! —exclamó un baronet del Este, levantándose de su lugar para hacerse notar—. ¡Somos superiores! ¡Dígaselos, su Majestad!
Oleg Rómanov asintió una sola vez como forma de agradecimiento.
—Aunque su confianza es alentadora, las Tierras sin Nombre tienen en más alta estima a esos seres que a nosotros —le respondió Rómanov con serenidad.
—Una guerra contra ellos desembocaría en una guerra contra las demás criaturas, baronet Prebisch —agregó Vasilios.
El hombre, indignado, se volvió a sentar.
Si bien la intención del Consejo era conceder unos segundos de silencio para enfatizar la sobriedad y que nadie más se atreviera a dar su opinión de forma tan burda, Kol Landvik aprovechó para hablar.
—En todo caso, es evidente que la nación se ve comprometida con cualquier decisión tomada. Si disponemos de él como solemos acostumbrar, las consecuencias apuestan por una invasión inminente que todos los demás respaldarían. Y si lo devolvemos a su isla, nada nos asegura que no tomarán represalias por tenerlo cautivo; usarán esa excusa para perpetrar otro ataque y...
—Entendemos tu punto, Kol —interrumpió Garm con un tono que equilibraba la burla y el aburrimiento por igual—. Y entendemos que tú seas quien más urgencia tiene por solucionar este problema. Por cierto, ¿cómo has estado? ¿Cómo va tu pierna? Espero que las dolencias de tu cadera no se hayan incrementado con... lo que te hicieron.
Oleg aguzó la mirada, queriendo callar de un tajo la boca de su amigo.
—Mi salud va en mejora gracias a los fármacos que se crean en tu reino, viejo amigo. Agradezco tu sincera consternación. —Landvik sabía que la mejor forma de hacer que Swenhaugen dejara de importunar era con una dosis de educación y amabilidad.
Akwetee Nzeogwu, representante del Consejo Terrestre, carraspeó y observó con tranquilidad a la audiencia que tenía delante. Generalmente se cohibía al hablar frente a una multitud, en especial si eran habitantes enardecidos, o en proceso de serlo, porque, después de todo, él no pertenecía a ese sitio. No obstante, las consecuencias de ese ataque también podrían afectar los intereses de aquellos que defendía.
—Podríamos solicitar la intervención de las Tierras sin Nombre —dijo el hombre de piel negra y ojos profundos—. La decisión de llevarlo a juicio, así como este en sí, recaería en ellos. Los licántropos no sentirían una amenaza directa y...
Un golpe interrumpió la tranquila solución de Akwetee. Fue tan potente que las ornamentadas puertas vibraron antes de que un sonido metálico anunciara una inminente catástrofe, puesto que no se obstaculizaba el proceso de un cónclave a menos de ser un asunto urgente, y de vida o muerte.
El príncipe Frey Erland, por primera vez en su poco memorable existencia, se paralizó en cuerpo y alma —si es que la tenía— al ver quién entraba con aire de grandeza y una seguridad impropia para alguien tan expuesto en tierra ajena.
La mujer caminó a grandes zancadas, meneando sus curvas salvajes cubiertas solo con prendas raídas y sucias.
Todos se paralizaron. Las clases sociales existían en Hessdalen, aunque no la pobreza como tal porque cada ciudadano tenía derecho a un mínimo de servicios que le dieran una tolerable calidad de vida. Claro que con los empleos y sus respectivos salarios podían mejorar esa calidad con más productos y lujos.
La ropa, así como el aspecto bárbaro de la mujer, fue suficiente para que todos supusieran el posible origen de esa criatura.
—¡Vengo a que me devuelvan a mi líder! —exclamó Danielle con el mismo ímpetu que usaría un regente como Garm Swenhaugen, exponiendo la exaltada sensación de merecer sin cuestionamientos sus exigencias.
El recinto quedó en absoluto y denso silencio. Verla era una cosa fascinante y perturbadora; escucharla hablar solo era la primera.
—¡¿Qué clase de circo es este?! —Duscha fue la primera en reaccionar—. ¡Deténganla! ¡Ahora!
Sin embargo, nadie lo hizo. Los guardias apostados en los rincones miraron a la mujer licántropo con temor y duda. Eso hizo sonreír a Danielle.
—Una orden más y los hombres que protegen este edificio estarán muertos en un parpadeo, anciana. —dijo con sorna.
En otras circunstancias, Frey Erland habría reído por la inconcebible insolencia hacia alguien como Duscha. Pero en ese momento estaba como todos los demás: impactado por semejante suceso y temeroso. Solo que ni él ni nadie, por muchas ganas que tuviera de irse, se atrevería a hacerlo, y menos con la amenaza de estar sitiados o, peor aún, que fuera una toma de rehenes.
Todos lo comprendieron bien. Los pilares más importantes de Hessdalen estaban a la caprichosa merced de esa salvaje.
—Lo repito —continuó con esa cadencia sensual—: Vengo por mi líder en son de paz. Él no es suyo para juzgar ni tampoco de los Naturales. No queremos desatar algo para lo que no están preparados, humanos, y es por eso que vengo como una de ustedes, con la suficiente civilidad para ofrecerles un trueque.
El viejo Frey Swenhaugen bufó burlón.
—¡Sé que la vida de esa bestia no vale mucho! —dijo, irguiendo la espalda ligeramente jorobada lo más que pudo—. Y aun así, imagino que ninguna de las miserias que poseen compensará siquiera el esfuerzo de decirles dónde lo tenemos encerrado.
Todos los Zafereilis presentes —y quizás todos en el recinto—, sintieron un pesado nudo de angustia por las impertinencias de Frey. Se podía esperar eso de los Rómanov por sus temperamentos, no del frío cálculo de los Swenhaugen.
—¡Un líder a cambio de otro! —clamó Danielle sin prestar atención a las provocaciones del viejo.
Ante esas palabras, los guardias dieron un paso al frente. No tenían la intención de atacar primero, pero si ella amenazaba la vida de cualquiera de los reyes presentes, no dudarían en defenderlos.
La loba miró a quienes tenía enfrente. Uno por uno para que el peso de sus palabras penetrara como quería. Para gran alivio de Frey Erland, él no recibió ninguna deferencia; eso, asimismo, lo decepcionó un poco.
Dejó al último a Oleg Rómanov, a quien ofreció una breve y burlesca reverencia.
—¡Su Majestad! —siguió una vez que consideró prudente hacerlo—: Como usted es custodio de las decisiones que conciernen al sistema judicial, creo que este trato debe ser solo entre nosotros.
—¡Yo no tengo ningún interés...!
—Así que —interrumpió, alzando la barbilla. Danielle recordó las enseñanzas de su hermana mayor y el énfasis en mostrar fortaleza incluso cuando por dentro solo había un abismo de inseguridad—, deme a mi líder y yo le devolveré a su esposa.
Aunque no había manera de que la sala pudiera estar más en silencio, inexplicablemente lo estuvo. Pareció que todos dejaron de respirar las partículas pesadas que flotaban en el aire y una atmósfera ascendió desde los cimientos para engullir a cada humano en un mar invisible de intranquilidad.
Las reacciones biológicas fueron variadas. Unos palidecieron, otros percibieron una escalofriante piloerección y unos más retrocedieron lo poco que sus asientos les permitieron, como queriendo esconderse dentro de sí mismos.
Sin embargo, Oleg permaneció quieto al tiempo que observaba los ojos oscuros de aquella insolente mujer. Y de a poco, la sangre ascendió a su cabeza conforme la furia se apoderaba de él; la piel le cambió de color, los labios se le tornaron blancos y los ojos parecieron dos esferas ardientes que explotarían con el mínimo estímulo.
—¡Mi esposa está muerta! —bramó con un tono bélico que alertó a los guardias. Cualquiera que fuesen sus primeras intenciones, si Rómanov les ordenaba algo con ese matiz, por muy insensato que fuera, lo acatarían de inmediato.
La súbita carcajada de Danielle impidió que el rey del Este ordenara su arresto inmediato. Arrancó el bolso de piel que traía colgando de las asas de su short y lo aventó con presteza al escritorio de Rómanov, quien retrocedió al ver el objeto volar hacia él.
—¡Alteza! —dijo uno de los militares—. No toque eso.
—¡Tú cállate! —respondió Danielle, acercándose más a Oleg para que los hombres lo pensaran mejor antes de hacer algún movimiento brusco en su dirección—: ¿No va a abrir el obsequio que le mandamos de la isla, Alteza?
Oleg volteó a ver a su tía, quien a todas luces lanzaba una mirada que le recomendaba no ceder a los juegos de la mujer. También quiso mirar a su hija, detrás de él, y pedirle que se retirara, puesto que esas no eran situaciones apropiadas para una señorita como ella.
Sopesó en menos de tres segundos la situación. Su lado estratégico le dijo que ordenara la detención cuanto antes, pero eso traería consecuencias no solo para los demás regentes y miembros del Consejo, sino también para Annya. No podía arriesgarla.
Un suspiro derrotado salió de su nariz, tomó el bolso y lo abrió. Ni siquiera el asco mezclado con la conmoción alteró sus facciones.
—Esto no prueba nada. Puede ser de cualquiera.
—¿Y si mira el lunar?
Aunque Oleg había observado el contenido, no quiso hacer gran faramalla. Pero ante la mención de esa particularidad, la curiosidad lo cegó; sacó la oreja cercenada y la giró para mirar la parte posterior.
Los sofocos no se hicieron esperar. Ahí estaba, un lunar que se extendía desde el lóbulo hacia arriba, con la forma peculiar de un ave en vuelo demasiado larga.
Annya no pudo soportar el impacto de la imagen, por lo que sus sentidos colapsaron y se desvaneció, a lo que Duscha, sin importarle la atención que pudiera recibir con sus movimientos, corrió para ayudar al guardia que se acercó a auxiliar a la princesa.
—Si quiere el resto de... —negoció Danielle, satisfecha consigo misma.
—¡Ustedes secuestraron a una de nosotros! —rugió Zinerva, levantándose de su lugar y señalándola con su dedo arrugado y manchado por la edad—. ¡Violaron los Tratados!
Danielle borró cualquier gesto que delatara que disfrutaba la situación porque no iba a permitir que a su pueblo se le levantaran falsos tan graves.
—No te equivoques, mujer —amenazó—. La reina se nos concedió como un obsequio, y si no la matamos en todos estos años, fue porque supimos que un día podríamos usarla a nuestra conveniencia. —La exaltada elocuencia causó gran agitación en los miembros del Consejo—: ¿Quieren un culpable? ¡Ahí lo tienen!
Oleg Rómanov sintió que perdía cualquier atisbo de cordura al ver que el índice de la loba señalaba a ese de quien nunca imaginó una traición. Por su parte, Garm se quedó impertérrito, sin mostrar signos de humanidad propios del desorden que se había desatado en la sala: gritos, movimientos de duda, la etérea sensación de pérdida de la realidad. Nada.
—Arréstenlo —ordenó sin ninguna emoción. Tal vez ya estaba muerto y él no lo sabía. Así se sentía.
Para gran satisfacción de Danielle, los guardias detuvieron a Garm Swenhaugen, quien nunca perdió el porte ni la dignidad pese a verse rodeado de las armas de fuego de los militares y las espadas blandidas de Landvik y Amethyst, en apoyo a la moción.
El duelo de Oleg duró medio minuto. Respiró y se levantó al tiempo que también sacaba su propia espada y la apuntaba directo al pecho de su amigo.
—Por el poder que me fue conferido para salvaguardar la seguridad y paz de los cuatro reinos de Hessdalen, yo, Eduard Oleg Benedikt Rómanov, rey del Este y de la Guerra, apelo a mi legitimidad natural para despojar de sus derechos a Aron Garm Swenhaugen, y arrestarlo por el cargo de Alta Traición hasta el día de su juicio.
El filo de la espada le cortó la banda que le cruzaba el pecho. Luego, acercándose para quitarle también la corona, se dio el amargo lujo de mirar dentro de unos orbes azul añil que no dejaban de atender el vacío frente a él.
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