
Capítulo 39
El miedo creó un manto que envolvió a todos en el funeral. Habían asistido muchas personas de cada reino, tanto para presentar sus respetos y gratitud, como para pescar, de primera mano, cualquier nuevo rumor, noticia o detalle que se les hubiera escapado en esos días en los que el chismorreo fue su único escape del temor.
Las noticias habían corrido como la pólvora. Los periódicos anunciaron el ataque contra los soldados y cómo estos se defendieron con gran heroísmo. Incluso la programación habitual en las pantallas de cada hogar y dispositivos móviles personales se vieron interceptados para que se dieran a conocer los hechos ocurridos cerca de la costa noroeste.
Primero fue la conmoción. Luego la renuente aceptación que llegó en compañía del miedo. Y por último las interrogantes lógicas: ¿Por qué los licántropos lo hicieron? ¿Cómo es que habían llegado tan lejos en el continente? ¿Adónde fueron cuando huyeron? ¿Regresaron a su isla o se escondieron en los bosques del Oeste y de ahí se diseminaron por todo el territorio? De ser la primera opción, ¿por dónde escaparon? ¿Quién los ayudó? Y de ser la segunda, ¿atacarían de nuevo? ¿Qué esperaban? ¿Cuál era su propósito?
Todos hicieron sus conjeturas, incluidos los más despistados; meditaron hora tras hora, en sus casas y en la capital, formados para ingresar al Parlamento, e incluso cuando estuvieron frente a las urnas temporales —unas transparentes y otras oscuras— en las que los cuerpos de los caídos reposaban para su última despedida antes de ser procesados para su transformación.
En el salón de espejos dispusieron las urnas en orden de importancia. Una fila de opacas para aquellos cuyos cuerpos no podían ser expuestos por respeto. Las siguientes, transparentes todas, para quienes más allá de la muerte, no se habían visto tan afectados por los colmillos y garras. Y por último, el más importante; ornamentado con algunos detalles inesperados como obsequios de los asistentes y una mujer desconsolada que no había parado de llorar desde que le dieron la noticia.
Los únicos sonidos en el recinto eran los lamentos ahogados y las pisadas de la concurrencia, muy distinto a los jardines en los que músicos amenizaban con melodías fúnebres y el intercambio de comentarios se mantenía en un discreto vaivén de murmullos que acallaban cuando los militares se acercaban, cumpliendo sus rondas de vigilancia más estrictas que nunca.
***
En una de las habitaciones especializadas del Parlamento, Kol Landvik abrió los ojos cuando los analgésicos no pudieron hacer más por el dolor punzante de su cabeza. Al regresar de súbito a la realidad, los monitores conectados a su cuerpo comenzaron a mostrar alteraciones que espabilaron a la sanadora en turno, quien, por reflejo, se movió rápido hacia la camilla. Sin embargo, a los tres pasos se detuvo porque los guardias en la habitación reaccionaron ante la brusquedad de su andar.
—No se altere, Alteza —dijo ella con la afabilidad de su profesión, acercándose a pasos lentos que no la tacharan de sospechosa. Revisó el estado de los monitores y las reacciones del hombre—: ¿Sabe quién es?
—Llama a Ivo, muchacha. Por favor. Y déjanos solos por una media hora.
Aquella petición no le resultó extravagante. De hecho, el tal Ivo —el asistente de Landvik—, había insistido en que lo dejara quedarse hasta que despertara porque lo primero que haría sería preguntar por él. Pero ya suficiente tenía con permitir la presencia de tres militares como para también abarrotar la habitación con el secretario.
Asintió al tiempo que daba una breve reverencia y salió a llamarle a Ivo Cunha, quien no se había despegado de la puerta en ningún momento.
Kol, al ver entrar al muchacho, vivo reflejo de su antiguo asistente y amigo, intentó sentarse; hazaña que logró con mucho esfuerzo por los dolores en el cráneo, las intravenosas y las punzadas en su pierna.
—¿Esa cosa me fracturó el hueso?
—Efectivamente, Excelencia —respondió Ivo, sentándose en la silla junto a la camilla y abriendo la carpeta que llevaba entre las manos—. Su piel ya cicatrizó, pero los procesos del sistema óseo tardan un poco más. ¿Cómo se siente?
—No tan mal como creí. Al menos estoy vivo. —Kol intentó sonreír—. ¿Y mi esposa?
—Con los demás regentes en la ceremonia de despedida. Vino a verlo antes de que tuviera que marcharse.
Aunque el rey asintió, algo en su expresión le dijo a Ivo que quizás el dolor no le permitía concentrarse del todo.
—¿Qué ocurrió? Ponme al día.
—Según las declaraciones de los sobrevivientes, los disparos de los generales alertaron a una patrulla de vigilancia que estaba por la zona. Al ver que la ayuda llegaba, los licántropos se diseminaron; todos excepto uno que fue sometido por Pávlov al dispararle repetidas veces. Si no me equivoco, Alteza, era el que lo estaba atacando a usted.
—¿Murió?
—No, lo apresaron. Hasta el momento no ha querido dejar su forma animal. Dentro de siete días habrá un cónclave para decidir qué hacer con él.
—¿Y las bajas?
—Cuarenta y siete militares; unos caídos en el campo, otros durante el traslado y unos más al ser atendidos. Entre estos últimos, el general Vólkov.
La pesadumbre le tiñó el rostro a Kol.
—¿Y su esposa?
—Desconsolada. No ha dejado de llorar junto a la urna.
Ivo le tendió una copia de la declaración de Iryna, en la cual describía, de forma muy detallada, todo lo ocurrido aquella tarde.
De los tres licántropos que fueron contra ellos, uno atacó a Vólkov, el otro a Landvik y el último fue contra Iryna, pero al segundo intento de disparo de la mujer, se alejó de ellos y se unió a las batallas del otro lado del claro. Al verse libre, Pávlov quiso ayudar su esposo, por supuesto; sin embargo, la inminencia pendía sobre el cuello del monarca y el deber se impuso al corazón.
Ese día, la general supo durante un segundo que su decisión era definitiva. No podía salvar a ambos al mismo tiempo y las consecuencias de su decisión se le aparecieron definidas conforme apuntaba al lobo negro y disparaba, una y otra vez.
Entonces llegó la patrulla de vigilancia que no necesitó de mucho tiempo para actuar. El licántropo que atacaba a Vólkov dio un último zarpazo antes de unirse a la retirada y luego todo se volvió un caos con dejos de organización.
Iryna lo vio bien a pesar de sus heridas; lo acompañó durante el trayecto y hasta intercambiaron varios comentarios antes de que se lo llevaran a los quirófanos. No se esperó la noticia porque no vio señales de una muerte inminente.
En silencio, Kol leyó el documento dos veces, sopesando y calculando.
—¿Alteza? —Ivo carraspeó para llamar la atención de su rey—: También se encontró el cuerpo destrozado del sargento Grigory Bass.
—¿En el claro?
—No, a un kilómetro de este, de donde se cree que llegó la manada. Fue el primero en morir.
La mano temblorosa de Landvik ascendió hasta que sus dedos débiles intentaron pellizcar el puente en su nariz. Era demasiada información y, si bien había querido enterarse apenas su memoria le recordó el porqué de su actual condición, ahora se arrepentía de no dejarse atender las dolencias corporales que solo habían incrementado por la preocupación.
Despidió a su asistente y se recostó, deseando poder recuperarse del todo en esos siete días porque no quería faltar al cónclave.
***
A pesar de la tempestuosa atmósfera que los había reunido en el Parlamento, Oleg Rómanov no perdía el apetito ni las ganas de disfrutar de una buena comida. Su reino había sido el más afectado de los cuatro, y claro que lo sentía, pero no por eso iba a desperdiciar los manjares que habían puesto sobre las mesas.
—¿En algún momento vas a dejar de comer, viejo amigo? —preguntó Garm Swenhaugen, acercándose a él—. No pareciera que tu pérdida te doliera tanto.
—Lo haré en el momento en el que dejes de sonreír como si fueras un estúpido —increpó, analizando unos canapés de cebolla—. Y claro que me duele. Pero bien sabes que no puedo pensar con claridad si tengo el estómago vacío.
La mención de la tragedia lo hizo buscar con la mirada a su hija, que en ese momento hablaba con el joven Zafereilis; ambos con las facciones ensombrecidas. Oleg sabía que hasta cierto punto era absurdo vigilarla a cada instante, puesto que la mitad de sus tropas estaban protegiendo el Parlamento y sus alrededores; pero era algo que no podía evitar.
Garm había comenzado a hablarle de algo cuando Baldessare, tan discreto como siempre, apareció junto a ellos. Como nadie tenía el apetito suficiente, las personas más cercanas estaban a no menos de cinco metros y ninguno les prestaba atención.
—El rey Landvik acaba de despertar, Alteza —dijo solemne y con discreción, aunque no tan bajo como para excluir a Rómanov. Y así como llegó, se fue.
Oleg dio un último vistazo a los alimentos; todavía tenía suficiente espacio, pero era un hombre de palabra.
—Un trato es un trato —le dijo a Swenhaugen, palmeándole el hombro con cordial comprensión—, aunque esperaba que tu felicidad durara hasta que me sintiera vagamente satisfecho.
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