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Capítulo 35

El día del cumpleaños número cincuenta de Amethyst Zafereilis significó una buena oportunidad para que la élite de Hessdalen sacara a relucir sus mejores galas.

En el salón de eventos del Parlamento se reunió un aproximado de trescientos invitados que asistieron con gran algarabía. La afabilidad de la reina del Oeste le había dado gran cariño de la gente, tanto de su reino como de la capital, e incluso de otras tierras.

Después de la cena de cinco tiempos, y aún con el regusto de la bougatsa rellena de crema pastelera y acompañada con espuma de yogurt, los invitados pasaron al salón de espejos del Parlamento, donde un grupo de cámara amenizaba con melodías improvisadas, complaciendo las exigencias de la festejada.

Assa Landvik y Amethyst, que no habían podido charlar como acostumbraban por la evidente atención que recibió esta última, avanzaron entre los invitados con los brazos entrelazados, hablando sobre la pésima elección de algunos vestidos —incluido el de la tía de Rómanov, Duscha—, lo deliciosa que estuvo la cena, la pomposa decoración con lirios amarillos, el rubor rosado en las mejillas de la regordeta lady Vasile, lo galante y educado que se veía Theo junto a Evgenia y lo ridículamente tierno que se veía Oleg bailando con su hija cuando él, de entre todos los presentes, era el menos adepto a esa actividad.

—Annya ha ganado peso desde la última vez que la vimos, ¿no? —comentó la reina del Norte antes de tomar un sorbo de su copa alargada.

—Sí, se le ve mejor. Pero esa niña, así como lo gana lo pierde, si no es que más rápido.

Las dos miraron a la pareja que seguía danzando con pasos torpes. Pese a que muchos tachaban a la muchacha de enclenque y para nada una digna descendiente del gran Oleg Rómanov, este último le guardaba un profundo amor.

—Debe ser difícil, ¿no? —Ante la mirada confusa de Amethyst, Assa aclaró—: Perder a un hijo.

Cinco años atrás, la hermana mayor de la muchacha había muerto. Ese lamentable suceso, y la desaparición de Lotta, la esposa de Oleg, habían provocado que un hombre de por sí frío, se volviera más hermético y despiadado. Y si bien a él solo le partió el corazón que su retoño falleciera, también sintió pesar por lo de su mujer; pero no tanto por ella, sino porque le había dejado la crianza de una señorita en proceso y ese era un asunto en el que nunca tuvo intención de inmiscuirse.

—Espero que Annya sí logre reponerse —respondió Zafereilis, tratando de no pensar en la pregunta que le había hecho su amiga. No quería ni imaginarse lo que sentiría de perder a Theophilus. En ese momento, Garm Swenhaugen y su viejo padre cruzaban el salón, lo que hizo que la reina frunciera el ceño, juiciosa—: Con todos los recursos a su alcance no puedo creer que Garm no encuentre el problema. ¡¿Qué tan amigo se puede llamar de Oleg si no le interesa la salud de su hija?!

La indignación en el tono de la cumpleañera hizo que el vino se volviera amargo en la boca de Assa.

—Hace lo que puede, Amethyst —espetó, dándole el último trago a su copa mientras recordaba una conversación lejana sobre la sabiduría de la naturaleza que siempre buscaba alguna herramienta para erradicar a cualquier especie que pudiera volverse plaga—. Pero las afecciones...

—Cambian todo el tiempo —interrumpió—. Lo sé. —Calló por varios segundos porque, si bien no quería ser agresiva con Garm, la impotencia por no verlo enfocarse en lo importante le podía—: Es solo que, si yo estuviera en su lugar, haría hasta lo imposible por salvar la vida de la muchacha.

Para fortuna de Landvik, Lars se acercó a ellas con la intención de compartir una pieza con su esposa. El reciente mal trago se le fue tan rápido como llegó; de entre sus pasatiempos favoritos en las fiestas, ver a los reyes bailar era uno de los que más disfrutaba porque, a diferencia de todos los asistentes de esas fiestas pomposas, no se pavoneaban con vueltas esplendorosas ni movimientos elegantes. Ellos disfrutaban y se contoneaban como les apetecía en ese instante.

—¿Me concede el honor? —cuestionó zalamero, haciendo burla a las exageradas reverencias que las jóvenes de élite solían recibir cada que un muchacho quería cortejarlas. Él también había tenido esa edad y sabía a la perfección que tanta faramalla también tenía su connotación burlesca—: ¿O tengo que ponerme de rodillas y rogarle hasta que acept...?

—¡No seas payaso! —regañó, reprimiendo una sonrisa—. ¡Que ya no estás en edad!

—Lo dice quien acaba de pisar la quinta década. Al menos tengo que concederte que hasta en eso estás por delante de mí.

Assa sonrió y se alejó en busca de más amigos, no sin antes dedicarles un vistazo de irreverencia que ellos no notaron por seguir en su juego.

Un par de miradas cómplices y uno que otro comentario adicional más, y por fin se dirigieron al centro de la pista de baile, en donde solo pusieron atención uno al otro y a la música, por lo que no se percataron de lo que ocurría fuera de su burbuja.




A unos cuantos metros de ahí, la mano temblorosa de Theo se posaba en la estrecha cintura de Evgenia, quien, con cara de fastidio, maldecía en su interior el momento en el que se habían encontrado con Lars; y este, al verla un tanto aburrida, le había insistido a su hijo que la invitara a bailar.

Ambos, especialmente el heredero, declinaron la sugerencia en pos de no arruinar la pantalla que hasta el momento habían creado delante de los invitados; no obstante, el rey le dedicó una mirada como pocas. En menos de un minuto, Theo hizo la reverencia protocolaria que segundos más tarde imitaría su padre, así como la obligada proposición y luego, resignado a que no habría forma de evitarlo, la dirigió al centro de la pista con pasos tan lentos como incómodos.

—Por favor, dime que no haremos el ridículo —dijo Evgenia con burla, posando su mano en el hombro del muchacho, pero manteniendo una distancia prudente que no fuera a tacharse de grosera.

Las actitudes de la duquesa se estaban volviendo un constante dolor de cabeza para Theophilus. Sus padres tenían la firme convicción de que cada problema, por mínimo que fuera, debía resolverse; y debía resolverse hablando. Él, por otra parte, se sentía más cómodo si evitaba los conflictos y era por eso que rara vez se enfrascaba en algo que pudiera conllevar una discusión o tan siquiera un debate.

En cambio, Evgenia era de las que disfrutaba al crear caos.

No era del todo su culpa, reflexionó el príncipe con un terrible cansancio mental. Gólubev tenía la sangre temperamental del Este, tan belicosa como inflamable; y la asignación de esas características venía sin posibilidad de cambio.

Theophilus observó el rostro expresivo de la muchacha. Las emociones positivas rara vez se podían leer en sus facciones, caso muy distinto de las negativas que asomaban a la menor provocación. Así fuera un simple e inocente desacuerdo, emergía cual llama en esos ojos azules.

Evgenia sintió el cambio que anunciaba un giro. La minuciosa consciencia que había adquirido de su propio cuerpo también le hizo notar las perturbaciones de conducta en los demás. Tuvo solo dos segundos para prepararse, entre la repentina debilidad del agarre en su cintura y el impulso definitivo. Giró con soltura, dos veces, y regresó a los brazos de Theo.

No, no estaban haciendo el ridículo; ella se movía etérea y su pareja era buen bailarín. Y tal vez, solo tal vez, habría comenzado a disfrutar de no ser que su mirada se cruzó con la de Frey Erland, quien también se movía (con mucho más porte que su prometido), pero con una vizcondesa del Sur.

Desde que los Swenhaugen llegaron, los había visto; sin embargo, hasta ese punto de la velada era que sus ojos coincidían en esas miradas furtivas que ambos se dedicaban de tanto en tanto.

El eco furibundo de esa pasión reprimida bulló rápido en un cuerpo flemático y el otro colérico. Un solo segundo bastó para que cada célula reaccionara, predispuesta por tanto tiempo compartido.

—La melodía está por terminar y...

—No me interesa —interrumpió Gólubev—. Los zapatos me están matando y quiero ir al tocador.

Lo que haya sido que Evgenia creyó que el príncipe le diría, no estuvo ni cerca de la realidad. Si lo hubiera dejado terminar, se habría dado cuenta que sus deseos por continuar con tan incómoda situación competían en animosidad con los suyos.

Al escucharlo suspirar, y por querer evitarse un drama de su parte, dio media vuelta ignorando cualquier tipo de consideración protocolaria y avanzó entre las demás parejas en dirección a la puerta por la que había visto salir a Frey Erland.

Si bien las cosas entre ellos no habían quedado del todo estables la última vez que se vieron, en ese breve instante de rencuentro percibió la urgencia y promesa de otra escapada.

—¡Querida! —La atajó el rey Landvik cuando había recorrido la mitad de la distancia—. ¿Has visto a mi esposa?

La escasa dosis de paciencia que la muchacha aún conservaba se habría evaporado en otras circunstancias.

—No, tío —respondió tan dulce como pudo, sintiendo las mejillas rígidas por la sonrisa forzada.

Kol frunció el ceño. Cerca de ahí, vio pasar a Zinerva platicando con el sagaz Frey Swenhaugen; los huesos fuertes debajo de la piel cerosa, frágil y arrugada —característicos de los hombres de ese apellido—, le recordaron que desde la cena no había visto a Garm, hecho que le perturbaba más que el momentáneo paradero de su mujer.

—¡Tío! —increpó Evgenia, golpeteando la punta de su pie contra el mármol, sabiendo que el vestido largo ocultaba todo atisbo de esa impaciencia generada por los pensamientos del rey que le habían impedido escucharla el par de veces que lo llamó.

—¿Decías algo, querida?

—¿Que si es tan imperativo que la encuentres? —Su intención, obvio está, no era la de ayudar, sino caer en gracia de Kol. Después de todo, podría vagar por ahí, dizque buscando, y nadie sabría que en realidad iba en camino a encontrarse con Frey Erland—: Podría buscarla.

—¡No! ¡No, mi niña! Le preguntaré a mi suegra. —Señaló con la barbilla a Zinerva, y sonriendo como si su siguiente pregunta fuera igual de común, prosiguió—: De casualidad, tampoco habrás visto a mi viejo amigo, Garm, ¿verdad?

—No, tampoco. Y si ya no me necesitas...

Kol Landvik sabía que esa muchacha era como un anfíptero: se podía entretener por unos segundos, pero era de ilusos esperar que le agradara el cautiverio.

En cuanto fue excusada, la duquesa ofreció una recatada y femenina reverencia para marcharse. Y aunque su humor mejoró al verse libre, pronto decayó al salir del salón y encontrar el pasillo desierto.

Deambuló por corredores aledaños hasta que vio su espalda ancha. Estaba recargado en uno de los balcones, viendo las sombras de los jardines que provocaba la noche. El uniforme real se le ajustaba a la perfección y un par de mechones de cabello se movían por la brisa que soplaba. Tenía esa postura que demostraba indiferencia: recta y soberbia.

—Te tardaste demasiado, Gólubev —murmuró impasible al sentir su presencia cerca.

—No tanto como tú —se defendió, acercándose hasta que pudo recargar su espalda en el barandal; con el pretexto de posar los codos sobre la repisa, expuso su escote generoso—. No era para tanto, ¿o sí? Hemos tenido peleas peores.

Frey Erland sonrió. Era cierto que ambos habían fraguado batallas más dramáticas nacidas de estímulos menos trascendentes. No obstante, siempre habían encontrado esa motivación para reencontrarse porque la inminencia no se había cernido sobre ellos, mostrándoles la horrible cara de aquello que está destinado a acabar.

—Necesitaba tiempo, Zhenya.

No hubo necesidad de que respondiera ni el ánimo suficiente para hacerlo. Que un hombre tan frío como el príncipe Swenhaugen la llamara por el diminutivo de su nombre solo había traído una amargura que quería hacerse pasar por la felicidad de aquella primera vez que la llamó así, cuando el cortejo y la ingenuidad virginal le tintaban las mejillas de rubor.

Los dedos de Frey Erland se posaron sobre la cadera y luego ascendieron por las curvas, seguros y con prisa. Al llegar a uno de los pechos, bajó la tela del escote hasta liberar esa suave masa y la sopesó crítico, analizando lo jugosa que se veía a la luz de los faroles cuyo haz difuso les llegaba de los jardines.

La adrenalina, —o quizás el deseo—, lo instó a llevarla así por los pasillos, directo a una de las tantas habitaciones vacías del Parlamento. Se escabulleron por corredores solitarios con el seno al aire y la naciente erección debajo del pantalón.

Una vez que encontraron intimidad dentro de cuatro paredes, la espalda de Evgenia chocó contra la puerta y su falda no tardó en verse levantada hasta la cintura, donde permaneció para que su amante pudiera apreciar la fina tela de la ropa interior y sus muslos carnosos decorados con el liguero de encaje.

Mientras el príncipe se deleitaba con el manjar visual, y segundos después con el buqué de una dama lista, se preguntó cómo podría mantenerla callada. Sí, le gustaban los sonidos que emitía, pero desde aquel encuentro con aquella criatura solo podía fantasear con el calor de una mujer silente, que se movía experta y dominante a la luz del fuego, transmitiéndole toda la excitación con el cuerpo y no con la voz.

Una manera efectiva, pensó, sería tenerla con la boca ocupada. No obstante, su humor no estaba para eso; él quería el sitio cálido y húmedo al que ya estaba acostumbrado. Le apretó las nalgas y exploró la hendidura tibia entre ellas.

Pero no era necesario porque la mente de Evgenia estaba en otro sitio.

«Cogiste con otra mujer» anheló reclamarle en cuanto la giró y lo sintió dentro. Ella tenía esa certeza indiscutible, puesto que lo conocía en mente y cuerpo. No sabía quién, ni cuándo, ni dónde, pero era real.

Ahí, entre la puerta y Frey Erland, con el corazón desbocado y los sentimientos gratamente magullados, sonrió porque él se casaría con Odalyn.

Después de todo, su prima no podría presumir de llegar más lejos de lo que ella misma había llegado.


***


Casi eran las cuatro de la mañana y la velada había sido un éxito. La cumpleañera disfrutó rodeada de gente que la apreciaba y, si bien varios ya se habían marchado, todavía quedaba un respetable número de invitados que con menos energía, pero la misma alegría, aún permanecían activos con charlas, risas, tentempiés, bebidas y uno que otro baile.

El Maestro observó todo desde un rincón, atento cual halcón al acecho. Un par de horas atrás se había sentado porque a veces la edad le pesaba; y desde entonces, en confortable soledad, no había hecho más que analizar los movimientos de sus conocidos. Unos inocentes, otros no tanto.

Amethyst y Assa platicaban en uno de los divanes como viejas cotorras. Afortunadamente no estaba cerca de ellas porque no soportaría escuchar sus chismes y carcajadas como si fuesen adolescentes hormonales. Y para empeorar la situación, en ese instante se les unía Vasilios Zafereilis, otra cotorra que se había conseguido una esposa en caso de que el heredero se sacara a sí mismo de la jugada, pero cuyas probabilidades de engendrar le eran tan indiferentes como su apetito por los placeres femeninos.

Como el Maestro no toleraba a ninguno de los tres, miró en otra dirección, solo para gruñir hacia sus adentros. El joven Swenhaugen bailaba con la duquesa Gólubev en sospechosa complicidad y Duscha con un baronet del Norte, demasiado joven para ella.

Bostezó con ganas. Tenía sueño y sabía que lo que se vendría no lo dejaría dormir bien en un tiempo que podía prolongarse bastante; y aunque el simple tedio de la idea lo instaba a retractarse, los planes ya estaban hechos. Ahora solo faltaba consumarlos.

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