Capítulo 32
—¿Cuáles son los ritmos latinos? —preguntó Odalyn, tecleando en la portátil que le había prestado Aksel el día anterior.
De aquel día en la Catedral habían transcurrido dos semanas y media. Diecisiete días en los que Hummel había cumplido la promesa de pensar en una solución al tedio; y por fin, creyendo que esa opción se adecuaba a las necesidades, le había sugerido tomar clases de alguna actividad que le gustara.
Einar dejó de leer el periódico local para pensar en lo poco que sabía respecto al tema. Seguro era algún tipo de música de América Latina, aunque no tenía idea más allá de la respuesta obvia. Estuvo a punto de decirle que lo tecleara en el buscador cuando una melodía con bastante ritmo salió de la computadora. La cara de Odalyn reflejó curiosidad, luego extrañeza y por último asombro. Sin perder más tiempo, volvió a teclear y miró la pantalla con una concentración que, Hummel descifró, mostraba un interés pasajero.
Habría querido seguir leyendo, no obstante, la curiosidad pudo más. Se levantó, dejó el periódico en breve espera, y se acercó para observar por encima del hombro de la señorita; en una esquina de la pantalla todavía se seguía reproduciendo el video, las parejas se movían con pasos rimbombantes, pero ya no se escuchaba la música.
—¡Mira! Hay clases en... pareja.
El término la hizo dudar. Era cierto que habían acordado disfrutar juntos el tiempo que les quedaba en la Tierra, y que los gestos íntimos, como besos y abrazos, ahora eran dados y recibidos con la simple e implícita explicación de que ambos lo deseaban. Sin embargo, hasta el momento no habían establecido una palabra concreta para lo que existía entre ellos.
—Ah... —comenzó Einar con ese peculiar tono que significaba que estaba a punto de objetar algo. Odalyn se preparó—: Si a ti te gusta, no me opondré a que las tomes. Pero no creo que eso sea para mí.
Ella opinaba lo mismo; las camisas brillantes y los exagerados movimientos de cadera no le iban al coronel. Al girar su cuello para ver esa seria expresión que a escondidas le gustaba admirar, no pudo evitar tomarlo de la barbilla para facilitar el beso fugaz que le robó. Él correspondió de la misma forma que se realiza una tarea rutinaria, pero no por eso aburrida: con familiaridad y cargada de cierto sosiego.
—También hay clases individuales —añadió él, regresando su vista a la pantalla y sin dar su brazo a torcer—: Por lo que he visto de ti, ese tampoco podría ser tu estilo, pero pagaría una fortuna por verte hacer eso.
Odalyn volteó a ver el video justo cuando la mujer se levantaba del piso con una habilidad impresionante; al atrasarle varios segundos, descubrió que antes de ese paso una serie de cargadas habían hecho parecer a la chica del vestido diminuto como una muñeca de trapo sin huesos.
Einar sonrió sin que lo viera, le dio un apretón en el hombro y regresó al sofá. Odalyn, frustrada, suspiró.
—¡Hay muchas opciones! ¡¿Cómo se supone que tengo que decidir?!
Hummel pensó en explicarle una teoría que Oleg les había enseñado sobre la toma de decisiones, sin embargo, se calló porque sabía que cuando ella se encontraba en una disyuntiva, lo mejor que podía hacer era darle su espacio. Lo había aprendido de las primeras veces que compraron ropa en la ciudad y ella no se decidía por un vestido u otro; cuando él le dijo que podían llevar ambos, después de minutos en los que Odalyn no llegaba a un acuerdo, le reprochó no haberle comentado antes; solo que si no lo hizo fue porque, al tratar de hacerlo, la princesa le pidió un poco de silencio para concentrarse.
—¡Necesito pensarlo! —exclamó, bajando la pantalla. Elegir entre tantas buenas opciones la estaba abrumando. ¿Qué podría gustarle más? ¿Guitarra, piano, repostería fina, ritmos latinos, francés, reciclaje o mukimono?—: Iré a recoger la ropa de la lavandería, al rato vuelvo.
El estómago de Hummel dio un vuelco desagradable. En todas esas semanas no había encontrado ningún conflicto en Oslo que le hiciera creer que Odalyn corría peligro, pero aun así se sentía aprensivo cada que la veía salir por la puerta sabiendo que también lo haría del edificio.
No obstante, cuando aceptó guiarse por lo que deseaba y quererla de forma abierta, llegó a la conclusión de que, si quería que esa semilla creciera sana, debía también abandonar los hábitos que la mantenían en ese pedestal de imposibilidad; no podrían llegar muy lejos si él no dejaba de lado su abrumadora sobreprotección. Odalyn, por fortuna, era una mujer que se había adaptado muy bien a ese sitio, tal vez mejor que él; y así como confiaba en ella de una manera personal, también debía confiar en que no se metería en problemas y regresaría sana y salva a casa.
—Con cuidado —sugirió, concentrado en lo difícil que era dejar los viejos hábitos.
Odalyn se acercó a la mesa ratona para tomar su monedero y, de paso, darle una breve despedida que le calmara los nervios. Él no se lo había expresado tal cual, pero sabía que darle absoluta libertad había significado un gran sacrificio para sus propios preceptos y eso se notaba en la forma en que erguía la espalda y luego la relajaba en cuanto regresaba.
—Pasaré a la tienda, ¿quieres que traiga algo?
La mano que Odalyn había puesto sobre el hombro del coronel descendió unos cuantos centímetros y luego se desvió hacia las clavículas; recargó la barbilla sobre su cabeza al tiempo que él detenía sus exploraciones y jugueteaba con los delgados dedos.
—¿Quieres malteadas? Todavía queda leche, solo faltaría el helado.
—¡Genial! ¡Trataré de no tardarme! —respondió contenta, lo que hizo que Hummel sonriera porque le sorprendía la sencillez con la que ella podía ser feliz.
Una vez que el suave impacto de sus pisadas dejó de escucharse en las escaleras, el silencio reinó dentro del apartamento y solo quedaron los sonidos pacíficos de la ciudad a las tres de la tarde.
En la mente del coronel la necesidad de terminar de leer las noticias se había quedado como una espina molesta porque, aunque en su mayoría no eran interesantes para ninguno de sus propósitos, le molestaba saber que había dejado algo inconcluso.
Claro que una cosa era su objetivo a corto plazo y otra muy distinta era ese pensamiento dominante, alentado por una peculiaridad surgida con el cosquilleo ausente ahí donde Odalyn lo había acariciado.
Aquella idea regresaba cada que se quedaba solo y ella salía. Era una voz en lo más recóndito del hombre formado en el ejército la que, severo, le susurraba su urgencia por aquellos cambios que otrora no se habría permitido.
Entonces, ya no solo era su lado más estricto, sino también el eco de lo que había aprendido; esas enseñanzas de las que fue advertido porque debía estar atento, ya que los síntomas tempranos eran peligrosos.
Había una razón por la cual quedarse un tiempo prolongado en la Vieja Tierra era arriesgado. Al ser alejados de ese medio aislado que era Hessdalen, las personas cambiaban, solían adaptarse a la forma de vida de los terrestres y, conforme la comodidad los envolvía, el olvido los visitaba como la muerte a aquellos que merecían un final en paz: en confortable silencio y animosa perseverancia.
Se empezaba por los detalles más irrelevantes de la antigua existencia y terminaba con la indiscutible creencia de que se pertenecía ahí. Los recuerdos se desvanecían cual neblina matinal, dejando huecos que trataban de llenarse con fantasmas de memorias que se disfrazaban de sueños.
En Odalyn, pensó Hummel con pesar, ya se estaban notando esas perturbaciones. Más allá de la exitosa adaptación al entorno y a la civilización, que no le sorprendían por su tendencia a socializar, la princesa ya casi no se quejaba del regusto mineral que tenían los vegetales, frutas y, sobre todo, el agua. Asimismo, su tolerancia por el desagradable sabor de casi todos los productos lácteos que consumían se incrementó a tal grado que, en ciertas ocasiones, en especial cuando el producto era artesanal y no venía de una fábrica, la podía escuchar emitiendo discretos sonidos de placer. La comprensión que mostraban por la dieta de los terrestres era muy distinta a la que tenían cuando recién llegaron. Ellos no flaquearían con el consumo de carne animal; no obstante, al menos ya se habían atrevido a compartir la mesa con Nina y Britt un día que las encontraron comiendo en una cafetería del centro, del mismo modo que las náuseas de Odalyn habían disminuido considerablemente al ver la carne cruda y sanguinolenta cada que pasaban por el área de cárnicos en el supermercado.
Él mismo, al mirarse al espejo, también veía la disposición a tratarla como —un escalofrío tan agradable como perturbador recorrió su espina antes de siquiera procesarlo en su mente— su pareja y ya no en el papel de la chica indefensa a la que debía proteger; como una mujer común y corriente y no con esa barrera que la volvía intocable.
La semilla del cambio ya había asomado de la tierra, pequeña y tímida. Y él no estaba del todo seguro que eso fuera malo, como es que se le dijo.
Todos esos pensamientos que revolotearon a su alrededor, al ver satisfecha esa necesidad de momentánea atención, se asentaron plácidos y adormilados, igual que un lirón que acaba de comer, por lo que permitieron que el coronel leyera sereno y, una vez finalizada esa actividad, se concentrara en el apacible deber de escribir en la bitácora.
Hacía mucho que sus entradas eran cortas, exactamente desde que habían llegado a Oslo. Además de lo concerniente a los incidentes que pudieran tener, también escribía sobre el estado de humor de la princesa, su nivel de adaptación, su aceptación a ciertas situaciones, etc. Y si bien ahora tenía muchas novedades que no involucraban las compras cada tres días o las excursiones con los terrestres, sabía que compartir lo que ocurría —en el remoto caso de que quisiera hacerlo—, solo traería problemas cuando tuviera que entregar el cuaderno a sus superiores.
Y claro que él no quería hacerlo. En primer lugar por las razones más evidentes que comprometerían su posición; y en segundo lugar, y más importante que cualquier otra cosa, quería ese tesoro solo para él. No estaba dispuesto a dejar al descubierto algo tan delicado y especial para ser examinado y criticado.
En algún punto, Einar se quedó mirando la última línea escrita, con tanta concentración que el tiempo pareció detenerse, y solo reanudó la marcha cuando sintió, más que oyó, la puerta abrirse a sus espaldas, como si un espíritu tratara de escabullirse.
Algunas ocasiones, cuando Odalyn volvía, intentaba tomar desprevenido a Hummel por el simple placer de la diversión. El coronel, suficientemente humano como para enamorarse de la princesa, no lo era tanto como para distraerse de sus deberes básicos, forjados durante arduos años de entrenamiento.
No. No había forma en que ella pudiera sorprenderlo. Pero le gustaba hacerla creer que sí.
Sobre el cuadro de luz que entraba por la claraboya se dibujó la sombra que se erguía detrás de él. No había escuchado la puerta cerrarse, por lo que intuyó que ni siquiera la había cerrado con tal de no dar más señales de su presencia. Odalyn lo notó concentrado, leyendo lo que había escrito.
El sutil y falso respingo que Einar dio al sentir las manos frías de Landvik sobre sus hombros los hizo sonreír a ambos.
—¿Voy mejorando?
Hummel quiso tomar una de sus manos y besarla; no obstante, no lo hizo porque, cuando esa ocasión se presentara, quería hacerlo con el alma abierta y seguro de que ella comprendería el significado real del gesto.
—Sí.
—¡Mentiroso! —reclamó divertida—: ¿En qué fallé?
—¿Las ves? —respondió suave, señalando los contornos oscuros dibujados en la mesa. Cuando Odalyn inclinó la cabeza, su sombra la imitó—. Fue un descuido monumental.
Ella bufó, indignada consigo misma por no haber notado algo tan obvio. Regresó al pasillo, donde había dejado las bolsas; guardó el helado en el frigorífico y, con total naturalidad, comenzó a sacar su propia ropa, dejando a un lado la bolsa de Einar.
Él, por su parte, miró cada uno de sus movimientos y se deleitó con esas tareas sencillas que ejecutaba con confianza. A pesar de ser demasiado joven para siquiera imaginarla en tal situación, una parte de él, la que le decía que el momento de buscar estabilidad se acercaba, se encendía temerosa con la exigencia que ella también sufría.
Era ese apremio de hacer algo, de no quedarse sentado. Y de nuevo, la certeza de que un empleo fijo no estaba a su alcance lo hizo tragarse en silencio la impotencia que sentía, más fuerte ahora que antes porque, al despegarse de esa necesidad de ser la sombra de Odalyn en cada simple aspecto, la inactividad se asomaba en el espejo, fea y reveladora.
Para deshacerse de esa sensación, volvió a fijar su vista en ella, que ahora tarareaba una cancioncilla de ritmo contagioso. El día anterior habían ido al centro comercial de Aker Brygge, ella con Britt y Grethe para buscar unos productos de belleza, y él con Nina, Magnus y Finn porque este último quería comprar un suéter en Oscar Jacobson. Luego todos se habían reunido en Hennig-Olsen para comprar paletas heladas y habían paseado por el muelle hasta que no hubo más luz solar.
—¿Quieres ver una película? —le preguntó casi sin pensar.
—Creí que iríamos por las cosas para el fin de semana.
Para despedir a Olav, que regresaría a Suecia a finales de agosto, decidieron acampar en el lago Sognsvann. Las pertenencias que habían adquirido en esos casi dos meses desde que llegaron a la ciudad no satisfacían las exigencias para dicha actividad, por lo que planearon comprar lo básico.
—Es solo que...
Einar calló porque no supo cómo continuar. Quiso decirle que en realidad quería pasar la tarde junto a ella, sentados en el sofá, con su brazo rodeándole los hombros mientras ella le recargaba la cabeza en su pecho. Pero no era bueno con las palabras y mucho menos pidiendo expresamente sus deseos.
Seis segundos exactos fueron suficientes. Odalyn, sentada en el taburete con una blusa en sus manos a medio doblar, sonrió en respuesta a lo que vio en los ojos de Einar.
—¿Quieres escoger la película? —preguntó, retomando la sencilla labor de enfocarse en los dobleces.
Hummel accedió, pero no fue sino hasta que sus prendas también estuvieron en el armario y las malteadas preparadas, que ambos se sentaron en el sofá; al principio en solemne cercanía que no tardó en volverse la fiel representación de la imaginación de Einar.
Odalyn, quien se había vuelto adepta a esa vaga diversión terrestre, descubrió que los gustos del coronel reflejaban la seriedad del hombre; el filme le pareció lento y bastante complejo, y aun así, creyó que no duraría lo suficiente como para sentir saciada el hambre de contacto físico.
Aspiró discreta la esencia de Einar, consciente de la sensación de su piel tibia debajo de la playera, la seguridad con la que la abrazaba y la novedad de compartir un momento de inocente intimidad, como las parejas de las películas que ella solía ver.
Vagamente pensó que, en definitiva, Hummel no parecía del tipo de hombres que regalarían muñecos gigantes ni cientos de rosas después de una cena en un crucero. Olvidando por completo el filme, elevó la cara sin disimulo y lo miró con minuciosidad.
En el cuello se apreciaba el flujo sanguíneo, un apenas visible palpitar que lucía frágil en comparación con las líneas tensas de los músculos y tendones definidos bajo la piel, y casi tan fuertes como el ángulo de la mandíbula. La boca de labios delgados se veía relajada, al igual que el entrecejo; los ojos almendrados no parecían estar en guardia, aunque la nariz recta e imponente siempre le confería al coronel el aspecto de alguien cuya seriedad es infinita.
—Sé que estás viendo que te veo —le dijo Odalyn sin pena.
Si bien Hummel no giró el rostro, sí desvió la mirada de la pantalla para encontrar la de la princesa. La picardía que descubrió lo hizo levantar una ceja, demandante.
—¿Me estás acusando de ser consciente de que me acosas abiertamente?
—No es acoso. —Se defendió locuaz, a lo cual Hummel le puso su completa atención—. Es obvio que su esposo la mató y, como ya resolví el misterio, me enfoqué en cosas más interesantes.
Pestañeó con inocencia, como si ella creyera lo que decía.
—Él no la mató.
Odalyn, quien no estaba segura de eso y no confiaba ni una pizca en la actitud sospechosa del sujeto, volteó por unos segundos hacia la pantalla.
—¿Por qué no?
—No tiene el perfil de un asesino, ni novato ni experimentado —notó pensativo.
Los expresivos orbes de Odalyn lo distrajeron de cualquier cosa que haya estado a punto de agregar a su argumento. La miró y se deleitó en lo exótico de su apariencia.
Hummel había visto a la reina Assa en varias ocasiones; la blancura del cabello era un rasgo que pertenecía exclusivamente a la herencia Landvik debido a una modificación genética. Y si bien Odalyn compartía eso, además de la delicadeza de facciones, Kol había aportado el color de sus ojos y cierta tonalidad grisácea, apenas perceptible, en las cejas y pestañas.
—Y ahora tú eres el que me observa —reclamó, entrecerrando los ojos.
—Tenías razón, una vez que se descubre la verdad te puedes enfocar en cosas más interesantes.
—¡¿Ya lo descubriste?! ¿Quién la mató?
—Eso no importa ahora —respondió, enredando sus dedos en el cabello de la princesa y atrayéndola hasta que sintió los tersos labios contra los suyos.
Si bien Hummel solía reprimir la mayoría de sus impulsos carnales, en especial dentro del apartamento, había ocasiones —cada vez más frecuentes—, en las que no podía evitarlo.
Lo que inició como una lenta danza, poco a poco adquirió un ritmo más demandante hasta que, en genuina sorpresa, Odalyn lo empujó.
—¡No puede ser! ¡Sigue viva! —Las imágenes en la pantalla desvelaron el misterio, pero dejaron más incógnitas.
Var Aneeta se quedó tan absorta que no notó que durante el calor del beso había subido una de sus piernas al regazo de Einar y que este, a su vez, le había cubierto la rodilla con tierno afecto. Los dedos del coronel picaron al querer acariciarla, no obstante, dejó la mano quieta sobre la redondez de la rótula.
Pasaron al menos otros cuarenta minutos, en posiciones similares, cuando unos discretos golpes se escucharon en la puerta. Al abrir, Einar vio del otro lado a su vecina, con el bolso de tela del cachorro removiéndose hiperactivo y emitiendo chillidos desesperados.
A eso del mediodía, cuando Nina subió para devolverle a Einar la sudadera que le había prestado el otro día para entrenar, el cachorro corrió hacia ella y le mordisqueó los zapatos hasta que esta aceptó jugar con él un rato. Tras media hora, y consciente de que no le haría ningún daño si la acompañaba a hacer sus diligencias, se lo llevó para que se distrajera e hiciera ejercicio.
—¿Le pasó algo? —preguntó Odalyn, pausando la película con el control remoto.
—Para nada —le respondió Nina, entrando al apartamento con confianza y sentándose junto a su amiga. De inmediato, el perro salió de un brinco, moviendo la cola y emitiendo chillidos dolorosos—: Le dije que el paseo se había acabado y, justo al subir las escaleras, se puso así. ¿Qué ven? —Tanto la imagen congelada como la caja de plástico sobre la mesa ratona le dieron la respuesta—: Oh, esa película ha pasado por cada apartamento del edificio.
Aksel, que disfrutaba del cine, no solo le había mostrado a Odalyn lo versátil de Netflix, sino que también le había prestado varias películas en DVD que eran las mejores del mundo, según él. Hummel, de entre todas las opciones que tuvo —tanto físicas como de la plataforma—, eligió la que el recepcionista le había insistido a Odalyn, una y otra vez, ver.
El perro se subió al regazo de la princesa para que le prodigara las dulces caricias a las que ya estaba acostumbrado, aunque no dejó de ver a Nina por si ella tenía la intención de escabullirse.
Mientras las chicas veían la película, Einar fue por un vaso de agua. Las observó desde la cocina, consciente de lo que sentía por cada una de ellas. Nina, contra todo pronóstico, se apoderó de un hueco en su vida; era una buena amiga, del tipo que podría encajar perfectamente en las tropas de Oleg y con quien bromearía en los ratos libres; quizá sería su mano derecha en las misiones y, si en Hessdalen pudiera permitirse mantener su relación con Odalyn, a ella acudiría en momentos de duda o simplemente para hablar de la princesa cuando el ejército los mantuviera alejados.
En cuanto a Var Aneeta, no hacía falta reflexionarlo mucho. Iluminaba sus días, y eso decía todo.
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