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Capítulo 17


El ducado Gólubev abarcaba una gran cantidad de tierra rica en vegetación frondosa que ocultaba la hacienda, herencia de Evgenia, de los curiosos que pasaran por ahí. Entre helechos de más de un metro de alto, árboles frondosos y vegetación en general exótica, la propiedad de la familia se había asentado en una de las penínsulas más alejadas.

Fuera del Este, se tenía la falsa creencia de que el territorio de Rómanov era bastante escueto, debido a la fama del soberano. De hecho, quienes no lo hubieran visitado con anterioridad, se imaginaban grandes extensiones lodosas en las que los soldados entrenaban bajo cielos grises y lluvias constantes. Y aunque más o menos así era dentro de la base militar, los alrededores poseían la belleza singular de las selvas tropicales en las que la naturaleza se respetaba y, al mismo tiempo, la tecnología y comodidad habían encontrado un lugar para que los ciudadanos equilibraran el ecosistema con lo moderno.

Para cuando el sol salió aquella mañana e iluminó la piel pálida de Evgenia, tan blanca como las sábanas sobre las que su cuerpo desnudo reposaba, Frey Erland ya se estaba abotonando la camisa. Antes de salir, se arrodilló junto a ella, le acarició el pezón rosado con el único propósito de saberse capaz de provocarla incluso en sueños, le dejó un casto beso sobre los labios entreabiertos, y se fue, cuidadoso de no hacer ruido para no perturbar su sueño; en parte porque merecía dormir después de lo que había hecho la mayor parte de la noche, y también porque así le gustaba más. Esa hora del día era la menos propicia para que pusiera a trabajar a su lengua viperina.

Mientras salía de la hacienda y recorría los jardines que bordeaban la construcción, se dijo que una vida normal no le hubiera venido nada mal. Casarse con Evgenia y poseerla cada noche, para luego despertar rodeado de semejante vista, en definitiva le habría traído más satisfacción que ser el regente del Sur. No le habría pedido mucho a la vida, solo una sexy mujer que en unos años le daría a su progenie y una posición en el Parlamento que le permitiera volver a casa cada noche.

Cuando estuvo seguro de que ya no sería visto, se metió al sendero principal y caminó hasta el enrejado, donde Baldessare ya lo esperaba dentro del auto.

—No imaginé que te vería —le dijo al asistente—. ¿Cómo escapaste de mi padre?

—Amaneció indispuesto. Por las fechas, Alteza.

Cada año, Garm perdía el ánimo general al recordar las buenas épocas. Se recluía en sus aposentos para lidiar con su duelo y al día siguiente volvía a su rutina normal, como si las veinticuatro horas anteriores jamás hubieran pasado.

Frey Erland asintió al tiempo que se ponía el cinturón de seguridad. Como no volvió a hablar, Massimo arrancó directo a la Capital.

La Cámara de Archivos Secretos era un edificio dentro de los límites del Parlamento, el más alejado de los centrales y el segundo más protegido, solo por debajo del ala del Consejo Terrestre. Para ingresar, aparte de solicitar una cita previa con el debido permiso del soberano del reino al que se pertenece, hay que escribir los motivos por los cuales se desea acceder a la información requerida. Dicho documento, redactado al momento, era revisado por los tres miembros del Consejo que estuvieran en turno; si la solicitud era denegada por dos de ellos, no había más que hacer.

Pero para fortuna de Erland, Baldessare ya se había encargado del escrito y, gracias a sus contactos, el Príncipe solo tenía que presentarlo. Las intenciones plasmadas por el asistente de su padre se vieron tan inocentes que la decisión fue unánime.

Tras recibir la aprobación, fue llevado a un cubículo transparente en donde solo había un par de sillas y un escritorio. Una señorita le llevó una carpeta no tan gruesa y salió, concediéndole la mayor privacidad posible que se podía tener con un guardia de seguridad postrado al otro lado del cristal.

Dentro de la carpeta encontró la declaración de Kol Landvik y la del chófer que conducía el auto aquella noche. Los hechos habían sido bastante simples: padre e hija volvían de visitar uno de los invernaderos que colindaban con el Oeste cuando una perturbación en el camino ponchó una de las llantas. Otorgándole espacio al chófer para cambiar el neumático, y aprovechando la cercanía de la playa, ambos se acercaron a la costa para admirar el plancton luminiscente.

Aproximadamente nueve minutos después, notaron movimientos en los helechos más cercanos a la marea y la silueta oscura y alta de algo que se les acercaba. Cuando aquello soltó un rugido, los dos corrieron hacia el automóvil, alertando al conductor que, de inmediato, sacó su arma y trató de dispararle; solo que la bestia fue más rápida y se acercó lo suficiente a los tres humanos.

El chófer los instó a permanecer detrás de él; disparó —lo que provocó la furia del animal—, y lo volvió a hacer hasta que el licántropo huyó herido. No volvieron a tener más incidentes una vez que retomaron el camino al palacio.

Frey Erland se sorprendió al notar la palabra licántropo. Ya lo sospechaba, sí; pero ver todas las letras, de forma explícita, no hizo más que incrementar sus propias dudas y teorías.

Hasta donde su comprensión llegaba, solo había una de ellos en el continente. Pertenecía a las cortesanas y, según sus conocidos más acaudalados, era tan requerida por su exuberancia que sus servicios habían adquirido una plusvalía desorbitante durante los últimos años.

Él no la conocía, ni siquiera sabía cuál era su aspecto porque, a pesar de disfrutar de los placeres carnales, sus gustos se limitaban a mujeres de altas posiciones. Encamarse con una hetaira, a sus propios ojos, significaría rebajarse por mucho que ellas estuvieran tan cotizadas por los caballeros de todos los reinos.

De ahí en fuera, no se tenía constancia de algún otro hombre lobo; y como dudaba mucho que la cortesana se dedicara a atacar viajeros en sus horas de trabajo, solo podía pensar en la posibilidad que ya se había planteado. Un licántropo había entrado por algún medio con un propósito en concreto. Pero ¿por qué?

Si bien ya había leído el informe que le había interesado, Frey Erland no se sintió listo para dejar el cubículo y, con él, la información a su alcance, por lo que miró los demás documentos anexados: recortes de periódico con la información pública y fotografías del sitio donde ocurrió el ataque, así como de los afectados. Las de Kol y el conductor habían sido capturadas en la toma de testimonio, no obstante, como Odalyn por ser menor no había sido llamada a declarar, la foto que incluyeron de ella era una casera.

Sin pensar mucho en lo que hacía, el joven Swenhaugen admiró la imagen. El paisaje era colorido, sin duda uno de los campos de cultivo; había gente aquí y allá, pendiente de sus labores. Sin embargo, nadie destacaba más que la princesa. Su cabello largo y blanco le caía suelto, libre; tenía las mejillas rosadas y una sonrisa radiante. Además, como había sido fotografiada durante sus actividades cotidianas, no usaba el atuendo real, sino un vestido holgado que dejaba al descubierto la mayor parte de sus piernas pálidas. Verla así, salvaje, le dio una nueva perspectiva, que si bien no rayaba en la atracción, al menos sí en el interés por conocerla.

Conforme transcurrieron los minutos, su presencia ahí le pareció inútil. Volvió a leer todo una segunda vez antes de salir e intentó descubrir aquello que podría estársele pasando. Para cuando su mente se embotó y regresó con Baldessare, las teorías generadas en su cabeza adquirieron toques fantásticos y bastante paranoides; tendría que meditarlas en soledad antes de decidir hacer algo, si es que lo iba a hacer.

No obstante, su deseo de aislamiento se vio frustrado cuando Massimo lo regresó a la hacienda, donde Evgenia ya aguardaba, ociosa frente a la ventana, como si el tiempo no pasara en aquel sitio.

—¿Te vestiste así para provocarme? —le espetó con rudeza al notar la fina tela que le cubría el cuerpo. El calor del final del día hacía que algunas partes del camisón se le pegaran en puntos estratégicos debido al sudor que expelía la chica.

—Pensé que no volverías —dijo aburrida, acariciando su muslo sin dejar de mirar hacia el exterior—. Hubieras avisado que vendrías para ordenar que te hicieran algo de comer.

De hecho, a Evgenia poco le importó si Erland había o no comido. Lo que trató de expresar, de manera sutil, fue que debió decirle que volvería, que su ausencia era temporal y que, si despertaba y no lo veía, no se asustara, puesto que al atardecer regresaría junto a ella. Pero era muy orgullosa para eso.

—Sabes que no es mi obligación responder ante ti y...

—¡Y tampoco la mía es la de quedarme cuando tú quieras! —gritó histérica.

Evgenia se levantó con garbo y caminó decidida hacia las escaleras. Al pasar junto a Frey Erland, este la detuvo del brazo.

—¿A dónde vas?

—Al Parlamento —respondió entre dientes. Al recordar que aquello le divertía a su amante y sus ocasionales escenas de celos le enaltecían el ego, se contuvo, sonrió malévola y continuó lo más calmada que su mal temperamento le permitió—: Lady Vasile ofrecerá una fiesta.

—¿Volverás o será mejor que me vaya?

Gólubev hizo un puchero aburrido.

—No es mi obligación responder ante ti, querido. Haz lo que te plazca.

La indignación que Frey Erland sintió fue como una bofetada. Desde que el compromiso con la princesa Landvik se anunció, las cosas con Evgenia no iban como antes. Sabía que el humor de la duquesa era inestable, pero los últimos días era como pisar un campo minado y, más que divertirlo por ver su volubilidad, se estresaba porque se veía privado de gozar de ese cuerpo que, para él, tenía fecha de caducidad.

¿Era que acaso esa mujer no lo entendía? No tenía opción.

Cansado, creyó que lo más prudente sería irse de ahí. Ella se iría al Parlamento y, como no podía ser visto con ella, no había motivos por los cuales seguirla; no le apetecía esperarla a que volviera, si es que lo hacía, porque si no, entonces tendría algo más en que pensar. Evgenia jamás le perteneció, nunca lo haría; pero imaginarla con otro le revolvía lo más hondo y egoísta de su ser.

En vez de salir, subió. Le ordenó retirarse a la asistente que la ayudaba a vestirse y cerró la puerta con fuerza.

—Te lo habría propuesto —dijo con la vista clavada en ella—. Lo sabes, Evgenia.

—Eso no basta. Las intenciones no son nada si se quedan en eso.

—¡Estoy atado de pies y manos! No puedo ofrecerte más que lo que una vez fue una posibilidad. —La desesperación que sentía había asomado un poco, y como eso pareció funcionar, decidió seguir por ese rumbo—: ¡Te habría desposado, Gólubev! ¡Habrías sido mi reina y te habría visto despertar junto a mí por el resto de nuestras vidas! Pero no puedo dártelo, ya no. Así que será mejor que me digas qué es lo que quieres para que estés contenta y dejemos de desperdiciar el tiempo que nos queda—. Sin darse cuenta, con el fragor del discurso se había acercado tanto que ahora solo los separaban pocos centímetros—. ¿Qué es lo que quieres?

Frey Erland debió darse cuenta. Pese a todas las extravagancias de la duquesa, era una chica perdida, huérfana. Una mujer que, entre tanto caos, debía aprender a nadar porque se estaba ahogando; que daba lo que no tenía porque ansiaba recibirlo, y cuyas barreras eran tan altas que solo alguien grande de espíritu habría podido ver del otro lado.

Pero el alma de Frey Erland era pequeña y despistada, centrada en sí misma. Ni aunque Evgenia se lo dijera directo, con las palabras precisas, lo habría podido comprender.

Sus labios rosados se abrieron, deseosos por decírselo. Entonces recordó quién era él y que el sentimentalismo no era algo que conociera. Llevaban años compartiendo sus cuerpos, sus días, sus horas, sus más oscuros deseos, y ni eso pudo acercarlo como ella hubiera querido. Resignada, como de costumbre, se desprendió de su atuendo y lo instó a tocarla, aferrándose al único vínculo real que tenían.

La tensión latente de las frustraciones no expresadas poco a poco se desvaneció bajo las caricias urgentes y los besos demandantes. Si un atisbo de los sentimientos de la duquesa permaneció, quedó oculto bajo la lujuria y el poder de su papel al estar con su amante. Se desempeñó con impecable maestría, atendiendo tanto sus propias necesidades como las del Príncipe, buscando el mayor placer para ambos.

Para cuando la noche llegó, y con la oscuridad las pesadas nubes dejaron caer su contenido sobre el reino, el silencio ya se había apoderado de la hacienda. Sobre la cama yacía Frey Erland, cuyo pecho subía y bajaba a intervalos regulares; tenía la expresión relajada y la piel cubierta por una fina capa de sudor.

Evgenia, en cambio, prefirió acercarse a la ventana en vez de sucumbir al sueño. Con su índice dibujo patrones sobre el vidrio empañado al tiempo que escuchaba el golpeteo constante del agua sobre las tejas. Después de un rato, la abrió unos cuantos centímetros para percibir el olor que desprendía la vegetación húmeda. No había nada que disfrutara más que una buena tormenta tropical.

Pasado un rato, regresó a la cama, un tanto adolorida y con la agradable sensación del simiente del hombre bajando entre sus muslos. Le acurrucó la cabeza en sus senos e inhaló el aroma almizclado de su cabello. Solo entonces, en pacífica intimidad espiritual, sabiendo que no sería escuchada por nadie excepto por ella misma, lo dejó salir:

—Quiero lo que no me puedes dar, Erland.


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