Capítulo 11
Odalyn supo que algo no andaba bien cuando, tras verse dejada atrás, observó la abstraída figura de Hummel que cruzaba la valla blanca que delimitaba lo que, creyó, no sería propiedad privada, o de lo contrario Einar no habría entrado con tanta confianza.
Lo vio buscar algo con la certeza que confiere saber que en ese mismo sitio se perdió el objeto en cuestión, aunque ella no supiera qué podía ser. Pero cualquier cosa que fuera, debía estar grabada en los pequeños rectángulos que emergían del pasto, que le hicieron pensar que ahí se había cultivado toda una cosecha de piedras, si tal cosa era posible en ese mundo.
De repente, Hummel se detuvo con brusquedad, justo en el límite; se quedó quieto, observando las piedras frente a él, con el semblante indescifrable, pero la respiración agitada. Parecía que contener sus emociones le estaba costando todo el esfuerzo que cabía en su cuerpo bien trabajado.
—¿Einar? —susurró la chica, apretándole el brazo; ante eso, el coronel salió de su trance con un brusco respingo que espantó a Odalyn. De cualquier forma, no se alejó—: ¿Qué pasa? ¿Qué...? —Al observar lo que lo había puesto así, reformuló su pregunta, guiada por la curiosidad—: ¿Qué es esto?
Sobre una piedra encontró escritos lo que parecía un nombre y unas fechas.
—Sus muertos —le respondió Einar con voz lejana.
Sin querer pensar mucho en el porqué, a Odalyn le resultó, si no obvio, al menos lógico pensar que su forma de ver la muerte también sería diferente a lo que ella conocía.
En Hessdalen, la gente también fallecía; como todo lo referente a la naturaleza, el término de la vida era un acuerdo que se había aceptado de manera sensata, pero el fin del ciclo no precisamente significaba un desenlace definitivo. Cuando sucedía, el envase mortal de la persona era sometido a un proceso en el que los restos se reducían a una masa blanda, rica en nutrientes, en la que se implantaba una semilla que más tarde se convertiría en un frondoso árbol. De la naturaleza vienes, y a la naturaleza volverás.
—Kan jeg hjelpe deg? —clamó una voz grave, cerca de ellos.
El hombre maduro y de expresión amable les ofrecía una sonrisa sincera. Detrás de él, por una de las ventanas de la iglesia, asomaba un chico de expresión curiosa.
—Vi har det bra, takk. —Esa fue Odalyn, quien sintió satisfacción cuando el hombre, en vez de mirarla interrogante por no haber entendido, le dio una breve reverencia con la cabeza que significaba que los dejaría en paz, pero que estaría cerca por si, al final, sí necesitaban su ayuda.
Cuando se alejó lo suficiente, volvió su atención a Einar quien, aún en su mundo, se agachó hasta que estuvo a la altura necesaria para estirar sus dedos y poder repasar la irregular textura de las letras talladas. Más allá de tocar, parecía acariciar el nombre con melancolía, o algo similar.
—¿Einar? —Su insistencia llegó al cerebro del coronel, quien quiso decirle que la escuchaba, aunque no lo hizo porque el sistema que se encargaba de eso se había desconectado. Un poco asustada, Landvik se interpuso en su campo de visión, luchando por mantener el equilibrio entre el cuerpo de él y la lápida; sus delgadas manos le tomaron el rostro y lo recorrieron en un triste intento de atraer su atención—: ¿Einar? Mírame, ¿sí? ¿Qué pasa?
—Odalyn —murmuró distraído, como si llamase a un fantasma. Una caricia más y sus ojos oscuros la enfocaron; cuando volvió a hablar, poco quedaba de ese lapso ido—: Odalyn. Es hora de irnos.
En un segundo, volvió el frío militar que ordenaba sin tomar en consideración a los demás. Tan rígido como una barra de granito, se levantó, tomó la mano de Landvik con más fuerza de la que pretendió, y se la llevó a un paso que no le supusiera un gran esfuerzo, por mucho que él quiso salir corriendo tan rápido como sus piernas lo llevaran.
Muy en su interior, Odalyn se preguntó qué había ocurrido o quién había sido la persona cuyo nombre Einar había tocado con tanto sentimentalismo. ¿La había conocido? ¿Habría significado algo especial para él? ¿Cómo es que la conoció si había sido terrestre? Quienquiera que fuese, esa tal Dahlia había movido algo en el interior de su guardián del mismo modo que lo hacía en su propio vientre la sensación de esa gran mano tocando la suya.
Ya lo había sentido una vez en el pasado; no cuando iba de paseo con Theo y mucho menos esa ocasión en la que Frey Erland la ayudó a salir del vehículo, sino cuando el miedo a lo desconocido la hizo aferrarse al Coronel, segundos antes de que las luces descendieran sobre ellos. Claro que en ese entonces creyó que fue la propia electricidad del fenómeno y no algún tipo de reacción que apareciera al contacto de ambas pieles. Pero al parecer así era, porque ahí estaba de nuevo: vibrante, cálida.
Apenas llegaron a la casa y pudo soltarla, Hummel cerró la puerta principal con llave y buscó la privacidad de su propia habitación para escribir en la bitácora. Mientras tanto, Odalyn quiso salir por la bolsa donde habían metido las prendas que había seleccionado y así poder probarse el vestido floreado; más todavía, quiso sacar las semillas y comenzar con el proceso de siembra, pero no pudo y no quiso molestar a Einar, así que se conformó con hacer una ensalada de verduras y otra de frutas, sirvió agua en dos vasos de cristal y se preparó para otra ronda de comida y bebida con sabor mineral que, por fortuna, al menos ya deglutía sin las vergonzosas arcadas.
Esperó, esperó hasta que la puerta se abrió y Hummel salió con menos inflexibilidad. Se sentó frente a ella y, sin mirar su comida, tomó el tenedor, pinchó una hoja de lechuga y un trozo de tomate, y se lo llevó a la boca. Solo cuando tragó, se dirigió a ella con cierto arrepentimiento:
—Creo que querrás comer en mi habitación.
Solo había un motivo para que a Odalyn le apeteciera invadir la intimidad de Hummel, y esa era la vista al portal. Tomó uno de sus platos y corrió a sentarse en la silla que había dispuesto junto a la ventana; estaba tan emocionada que ni siquiera reparó en que, según sus cálculos, esa noche no habría de verlo.
Pero ahí estaba, más allá de los montes y muy por encima de la altura habitual, si es que había alguna. Era diferente, un solo orbe amarillento que habría podido parecer una estrella de no ser por su gran tamaño.
Extrañamente, comenzó a pensar que con un simple vistazo habría bastado para satisfacer su necesidad de casa; unos segundos más y volvería con Einar, para hacerle compañía durante la cena. No obstante, sus planes quedaron en el olvido cuando la luz comenzó a parpadear; primero cada tantos segundos y luego de manera intermitente, hasta que se apagó, volvió a aparecer y se dividió en dos. La luz gemela se separó de la primera a una distancia que desde ahí no parecía mucha. Luego se volvieron a multiplicar y una a una desaparecieron hasta que quedó solo la original de la que, tras unos segundos, se desprendieron orbes idénticas en fila. Seis en total.
Trató de gritarle a Einar; tal vez lo habría hecho si no hubiera sido porque las luces se juntaron y descendieron a la Tierra, marcando una franja dorada que desapareció a gran velocidad, conforme la amorfa y oscura figura del centro caía en picada.
—Estaba pensando... —dijo Hummel en el marco de la puerta. Para intentar redimirse por su comportamiento en la aldea, le había dicho de la ubicación del portal y, como gesto extra, le había llevado su ensalada de frutas para que ambos comieran frente a la ventana. Sin embargo, de inmediato se calló al ver la expresión atónita de Odalyn—. ¿Qué sucede?
Ni siquiera pudo responder porque, de la nada, el atronador motor de un helicóptero irrumpió la paz nocturna que los había envuelto.
Siempre listo para actuar ante las circunstancias, Einar soltó el plato —que se quebró en cuanto chocó contra el piso—, apagó el interruptor que tenía a unos centímetros de distancia, azotó la puerta, y corrió hacia la ventana para cerrar las cortinas. Solo entonces, se hizo cargo de Odalyn; la guio hacia el rincón más cercano y se quedó delante de su cuerpo, dándole la espalda, con los ojos atentos a cualquier movimiento que se percibiera en los dos medios de entrada.
La nave terrestre pasó por encima de la casa y se alejó hacia donde Hummel había visto el orbe estático. En su formación extracurricular, había aprendido la forma en que los helicópteros hacían sus misiones de reconocimiento; una vez que tenían un objetivo, volaban en círculos alrededor del área en cuestión. Por los sonidos lejanos, aquello no estaba cerca de la casa.
En total quietud, Odalyn pudo percibir el ritmo presuroso de su corazón, aunque no supo identificar si era por la adrenalina o por otra cosa. Sus ojos poco a poco se fueron adaptando a la falta de luz; le tomó segundos distinguir el haz que atravesaba la cortina de encaje y las sombras de los trozos frente a la rendija inferior de la puerta que veía por un costado de la barrera humana frente a ella. No obstante, si en ese mismo instante el portal hubiera aparecido dentro de la habitación, su atención habría seguido enfocada en el cuerpo que la acorralaba.
La camiseta blanca que usaba Einar se le ajustaba tan bien al torso que era imposible no notar los músculos definidos debajo de la tela; sus hombros apenas se elevaban conforme los pulmones se le llenaban de aire, y las líneas del cuello, concretas y rígidas, se veían sugerentes bajo la piel que manaba un aroma almizclado, una combinación de sudor limpio y la propia esencia masculina del coronel.
Esa fue la primera noche que Odalyn sintió ese tirón en lo más hondo de su vientre.
A sus veinte años, siendo una mujer joven, pero mujer a fin de cuentas, se percató de que jamás había experimentado un atisbo de deseo puro. En la privacidad de los bosques del Oeste, e incluso en la propia habitación de Theo, se había dejado llevar por los impulsos carnales que, si bien placenteros en su momento, no se podían comparar con la súbita punzada de ciega necesidad que emergió voraz. Ni los besos más apasionados con los que su amigo la prodigó, ni los roces —accidentales o no— que en sus últimas semanas juntos habían empleado para provocarse mutuamente, había percibido tal grado de consciencia. Ahí estaba, sola con él y en completa oscuridad, dentro de una burbuja íntima, tibia.
No, se dijo, es culpa de esa molesta sensación. Estaban tan juntos que el meñique de él rozaba con su pulgar.
Fuese molesto o no, Odalyn, en un acto de puro egoísmo porque quería maximizar la corriente, encerró dos de esos gruesos dedos con toda su palma.
Por su parte, Einar Hummel estaba tan atento a su entorno que separó mente de cuerpo, una técnica que le habían enseñado con bastante ahínco, debido a que, según Oleg Rómanov, en situaciones críticas se podía salvar no solo la vida de uno, sino de todos.
La teoría de dicha técnica se basaba en el precepto de que la mente debía trabajar libre de factores distractores para que las resoluciones que tomara fueran en absoluto razonables, eficientes y rápidas. Mientras el cerebro trabajaba en la sobrevivencia a largo plazo, el cuerpo podía hacerse cargo de la de corto plazo, guiándose con esos instintos que permanecían grabados como parte elemental del ADN. Era la ley de la inercia aplicada a la biología básica.
Fue por eso que ni se percató de que su propio instinto, ya fuese el protector o el que le demandaba una dosis de afecto y correspondencia, lo instó a mover los dedos para guiar esos que lo aprisionaban a entrelazarse con los suyos. La fuerza venía de la unión, no de la dominación.
El ruido del motor dejó de escucharse cuando su propio corazón se normalizó. Mente y cuerpo volvieron a ser uno y entonces sí pudo notar la situación en la que se encontraban. Einar, que no estaba acostumbrado a un gesto similar, se dijo que la extrañeza era suficiente motivo para soltarla; pero otra parte de él, más visceral y desconocida, le susurró provocativa para que desglosara la sensación, separara cada parte de un todo, y las conservara en su memoria.
La suavidad de esa piel que imaginaba espectral en la oscuridad. La timidez con la que esa fina mano se dejaba tomar, ambivalente, como apoyo y en busca de guarida. La propia naturaleza que permitía que cada dedo encontrara un lugar perfecto entre los ajenos... Simplemente indescriptible.
—Creo que el peligro ya pasó —dijo él en un presuroso intento por soltarla sin parecer brusco—. Algo debió suceder, pero no nos involucra, así que...
—Será mejor que vaya a dormir —completó Odalyn.
Hummel asintió solemne y la acompañó a su recámara pese a que quiso decirle que se quedara con él, que durmiera en su cama o él lo haría en el piso de la suya; su sentido de guardián lo mantenía en un estado de continua ansiedad. Pero al final no lo hizo porque no sería correcto dormir en la misma habitación de la Princesa y, en especial, porque no quería pensar en lo que había sentido minutos atrás, cuando la soltó y su palma picó demandante.
Al cerrar su propia puerta, se prometió aclarar sus pensamientos antes de volver a acercarse a ella.
***
En algún rincón de la habitación de Odalyn, un insecto emitía su llamado como si esas fuesen horas para buscar pareja. Eso, y lo sucedido antes de acostarse, mantenían a la señorita en concentrada vigía. Por más que cerraba los ojos y relajaba sus músculos, no lograba sacarse de la mente lo que la llevó a ese molesto insomnio.
¡Es Einar, por favor! Se regañó, sintiendo que sus mejillas cambiaban de temperatura.
La vergüenza, pensó, fue lo que le dijo que eso no era más que un capricho, obligado a aparecer porque, número uno, la carencia de contacto físico potencializaba esos roces ínfimos. Número dos, nadie podía negar que Hummel era atractivo a la vista; y si a eso se le añadía la cercanía, las circunstancias y su olor..., bueno, era lógico que surgiera esa breve atracción. Y número tres, en esos días de su ciclo la naturaleza jugaba con sus hormonas; no era una justificación digna, pero los días fértiles también influían en su libido.
Odalyn dio vuelta, una vez más, bajo la gruesa cobija. Todavía consternada, aunque más tranquila, también sopesó todo aquello que, por otro lado, le traía paz mental en cuanto a ese episodio concernía. Para empezar, Einar era su protector; un extremadamente serio protector. Y mayor, por once años. Por si eso fuera poco, en varias semanas lo único en lo que habían progresado era en la tolerancia; ni siquiera se podían considerar amigos porque sus personalidades eran tan distintas que ni se habían molestado en intentarlo. Pero sobre todas las cosas, ella se casaría con Frey Erland. No había más.
La pesadez del cansancio apareció al mismo tiempo que la aguda e inoportuna sensación de una vejiga llena. Si bien no quiso salir de la calidez de su cama, en dos minutos ya estaba con el frío ascendiéndole por los pies descalzos y la viveza de quien no dormirá pronto, por muy cansado que esté.
Antes de salir del sanitario, se reservó unos segundos para mirarse en el espejo. El castaño achocolatado de los primeros días se veía opaco, desteñido; además, las raíces ya delataban el verdadero tono que encubría la falsedad.
Sus pensamientos todavía flotaban en el tedio de repetir el proceso de teñido cuando, de repente, sus dedos se detuvieron en el interruptor que todavía seguía encendido; algo en su sistema nervioso había percibido lo que le ordenó quedarse quieta: un sutil cambio en la temperatura y en el ambiente en general.
El frío nocturno ya era aire caldeado y todo estaba quieto, como una pintura encerrada en un aparador. Ni ruido ni movimiento.
Todo sucedió tan rápido que apenas si le dio tiempo de reaccionar. Un gruñido terriblemente familiar se escuchó solo un segundo antes de que una ráfaga de viento fuera levantada por el gran cuerpo que saltó desde las sombras, directo a la princesa. Sin embargo, el golpe jamás llegó porque el impacto resonó en otro sitio, metros adelante.
Con lo poco que alumbraba el haz proveniente del baño, Odalyn notó la masa amorfa que se movía con gruñidos y maldiciones; era una lucha cuerpo a cuerpo, entre esa cosa y Hummel, quien había intervenido justo a tiempo.
Einar, al notar la fuerza de aquello que se había metido a la casa sin hacer ningún ruido, trató de ganar terreno, empujando el pesado y caliente cuerpo que se empeñaba en acercarse al cuarto de baño; no obstante, le era difícil porque lo superaba en tamaño y las manos se le resbalaban cuando se aferraba al pelaje terso. En cuanto la bestia mordió el aire, muy cerca de su cabeza, no le quedó duda de lo que era; el olor de la sangre fresca le revolvió el estómago, solo que no por el hedor metálico y tibio, sino porque, de no ganar, la próxima víctima podría ser Odalyn.
Como la simple defensiva parecía cansarlo, decidió atacar, por muchas desventajas que eso supusiera. Moverse implicaría ceder unos centímetros, además de que, con esas garras y colmillos, sus posibilidades de salir ileso disminuían considerablemente.
Aun así, no tenía opción.
El primer puñetazo que lanzó, directo al estómago —o donde creyó que estarían los intestinos—, fue en vano. La piel debajo del pelaje era más dura de lo que suponía, no le había hecho daño alguno, si acaso distraerlo lo suficiente para que el licántropo lo mirara como quien observa una bolsa de basura que estorba en el camino.
Los ojos rojos se volvieron rendijas, el lobo rugió y, antes de que pudiera lanzar un zarpazo que quitara a esa nimia molestia, recibió un codazo directo en el hocico. El dolor, aparte de hacerlo emitir un chillido agudo que caló en los huesos de los humanos, lo enfureció a tal grado que, por instinto, se defendió; sus filosas garras encontraron algo suave que rasgaron como lo hace un cuchillo en la mantequilla blanda.
Entonces, un silbido cruzó el aire al tiempo que varias sombras ingresaban desde la cocina, directo a ellos.
La bestia cayó, soltando un aullido lastimero. Su dolor, no obstante, no la paralizó del todo, puesto que no tardó en erguirse y focalizar su atención en quienes le habían ocasionado esa punzada en una de sus patas delanteras.
—¡Rápido! —gritó una voz grave—. ¡A esa habitación! ¡No salgan hasta que nosotros vayamos por ustedes!
Hummel de inmediato reconoció la orden de quien está al mando. Como pudo, fue por Odalyn y la guio a su recámara, echó el cerrojo y le tocó los labios como gesto de que no hablara ni emitiera ningún ruido. Cuando estuvo seguro de que el espanto de la señorita era tal que no hablaría aunque se lo pidiera, abrió el compartimento del piso y sacó la única mochila, en donde tenían todo lo valioso.
Del otro lado de la puerta se escuchaba lo que sería una verdadera lucha, no como lo que él había protagonizado. Golpes, gruñidos, objetos rotos y quejas humanas. Peor aún, se oía el profundo y rasgado rugido de la bestia enfurecida.
Con el caos, el sonido del cristal de la ventana al romperse pasó desapercibido. Hummel le hizo señas a Odalyn para que lo siguiera, pero ella seguía ahí parada, con la misma expresión que le llegó a ver cuando todavía estaba en el marco de la puerta del baño. Su piel lechosa parecía translúcida, como si fuese un fantasma.
—¡Odalyn! —susurró con fiereza, colgándose la mochila al hombro y acunando su rostro con ambas manos. Al agachar la cabeza para buscar su mirada, notó lo frágil y pequeña que en ese instante parecía. Si bien iba a darle un mandato, cambió al último segundo porque percibió el ligero temblor de la chica—: Debemos irnos. Estarás bien, lo juro por mi vida, pero debemos irnos. Ya.
Odalyn asintió ausente. Su cerebro procesaba lo que Einar le decía, aunque ninguno de sus músculos acataba las órdenes más simples. Revivir el miedo de aquella noche la había paralizado.
Lo que hizo que saliera de su letargo, fue la tibieza de las caricias en su cara. Una vez que sus ojos encontraron a los de su guardián, el mundo pareció recobrar su propio rumbo, con todo y sus sonidos y su desorganización.
—Vamos. —Fue todo cuanto pudo responder con voz ahogada.
Hummel salió por la ventana, examinó su alrededor en busca de humanos, y solo cuando se sintió seguro, ayudó a Odalyn a salir, cuidando de que no se fuera a cortar con los trozos del vidrio roto.
La brisa fría movía las ramas más ligeras de los árboles, y eso era lo único que mostraba que el bosque tenía vida, puesto que no se escuchaban los cantos de las aves nocturnas ni las ocasionales pisadas de los mamíferos medianos que buscaban presas. Con solo la luz de la luna llena, Hummel y Odalyn rodearon la propiedad y se metieron al auto, tratando de no ser vistos en caso de que alguien saliera por la puerta de la cocina.
Si el estruendo del motor al encenderse alertó a alguien, ninguno de los dos lo notó. En sus mentes germinaba un solo propósito, el de alejarse de ahí tan rápido como pudieran.
Ni Hummel ni Odalyn miraron hacia atrás.
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