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Capítulo 09



La belleza de Nicoletta poco tenía que ver con su gran demanda en el mercado. De aspecto mediterráneo, el exótico cuerpo con el que había nacido le había servido en su vida pasada para, incluso, poderse nombrar líder de su gente.

Pero para ella había cosas mejores que lo rústico y una vida básica.

Fue por eso que, desde que cumplió la mayoría de edad, pidió asilo en el barrio de cortesanas, en donde la siempre gentil, lambiscona y avariciosa madama Coquerelle, había aprovechado la oportunidad de lo extravagante. Gracias a la ayuda de la madrota, Nicoletta ascendió rápidamente en el negocio; no solo se convirtió en la favorita de la rechoncha mujer, sino también la predilecta de todo aquel que se pudiera permitir tan peculiar manjar.

Haberse entregado a las hetairas no le suponía ningún arrepentimiento. Ganaba más de lo que podía gastar, los hombres la colmaban de costosos obsequios, y se había ganado el derecho de vivir en el segundo mejor departamento del edifico exclusivo de su oficio, uno por debajo del de Coquerelle.

Además, la humanidad que le estaba devolviendo la vida en la Capital era un bono que, aparte del placer físico, no se hubiera podido permitir si hubiese seguido en su tierra. Era feliz, después de todo.

—Un auto pasará por usted a la hora acordada, señorita —comentó uno de los guardias, abriendo la puerta del vehículo que la llevaría de regreso al centro.

Nicoletta asintió un tanto absorta. La preocupación sobre el disgusto que le causaría a la madama era incluso más fuerte que aquella que sentía por el pedido del rey Garm. No podía ni quería negarse, le debía mucho; aun así, eso no le hacía más fácil la tarea de abandonar a su familia por más que el soberano le haya prometido dar la totalidad de ingresos que pagaba por renta de oficio y de vivienda.

Mientras regresaba a su hogar, se le ocurrió que el Rey había hecho una elección no tan acertada. En su mente había una extensa lista de propuestas que le serían de mayor beneficio si las cosas se complicaban, muchos de sus clientes tenían condecoraciones militares; en cambio, ella apenas si mantenía una condición física por encima del promedio.

Quizás, llegó a la conclusión, Garm la había elegido porque el buen hombre confiaba en muy pocos; y no es que entre ellos hubiera un nexo que lo hiciera poner su vida en sus manos, más bien, era el conocimiento de que no le fallaría porque todavía tenía que saldar la deuda que hasta el momento no le había cobrado ni reprochado.

Recordar aquella noche, nueve años atrás, aún la ponía en un estado de satisfactoria melancolía. Los ojos se le inundaban al visualizar la oscuridad total del Sur que fue reemplazada por la extravagancia de los caminos al entrar a la Capital, iluminados con infinidad de faroles. La poca gente en las calles —noctámbulos de los círculos altos— avanzaba despreocupada sobre los senderos bien asfaltados.

Al verlos, Nicoletta se preguntó si un día sería tan sofisticada como ellos; pero al ver sus dedos que aferraban la manta con la que iba cubierta, se dijo que para eso tendrían que pasar varios años. No solo tenía las uñas raídas y sucias, sino que su piel tenía las marcas de la carestía y su vocabulario era menos comprensible que los chillidos de un crío.

C-cum?* —le preguntó a Garm, temerosa de no darse a entender. Al no haber usado su voz por tanto tiempo, lo que emitía era muy similar a los gruñidos animales con los que estaba tan familiarizada.

Aliquando —le respondió paciente—. Algún día, si lo quieres decir en la nueva lengua.

Nicoletta movió la lengua dentro de su boca, probando las formas en que esta se movería al pronunciar cualquiera de las dos cosas que había escuchado. Separó los labios, temblorosos por la dubitación, y emitió un sonido que la avergonzó a tal grado que aferró más la manta, como si la tela pudiera hacerla desaparecer.

Garm rio. Sin embargo, no lo hizo por burlarse, sino porque le complacía ver que la muchacha ya no lo pensaba tanto antes de intentarlo.

Luego llegó el momento que más temió. Llegaron a un barrio de aspecto refinado; los edificios se elevaban altos y bien iluminados; había infinidad de jardines por doquier en los cuales se podían apreciar flores de varios colores. En esa zona, la actividad humana sobrepasaba las exigencias del cuerpo a una hora tan tardía; parecía que nadie quería ni necesitaba dormir.

—¿Segura que esto es lo que quieres? Tu estructura ósea te daría una gran ventaja en el ejército.

Después de haber pasado seis meses encerrada en el palacio de Garm, decidió que lo que más ansiaba era libertad. No dudó que aquel hombre fuera capaz de conseguirle un permiso extraordinario para que alguien como ella lograra una posición que jamás se imaginó, era testigo de la bondad del rey Swenhaugen; aun así, no quería causarle más problemas y, de cualquier forma, de todas las habilidades que poseía, prestar su cuerpo era la que más le serviría para salir adelante.

Al darle una última confirmación con esos ojos claros, el hombre le dio instrucciones al chófer para ingresar al estacionamiento de un edificio que, sin ningún aviso de llegada, se abrió para ellos. Dentro, una mujer madura los esperaba en pijama.

—Hemos llegado, señorita —anunció el conductor, abriendo la puerta para ella. Nicoletta parpadeó confusa, se había abstraído tanto en sus recuerdos que no notó el momento en que habían llegado al mismo sitio que estuvo en su mente los últimos minutos.

Al ver marchar el vehículo, se debatió entre ir a hablar con la madama, preparar lo que debía quedar listo antes de su partida, o ir a la zona de las cámaras privadas para despedirse de sus amigas. Sabiendo que estas últimas quizá estuvieran con algún cliente y que era mejor terminar pronto con lo más difícil, se metió al edificio y abordó el elevador de cristal. En cuanto llegó al departamento de Coquerelle, supo que había tomado la decisión correcta, puesto que ya la esperaba en la sala con el ceño fruncido y varios papeles que, supuso, serían el contrato de oficio.

—Desde que el rey del Sur me llamó para acordar los depósitos a tu nombre —le dijo pensativa—, leí cada cláusula por lo menos tres veces. No es que no me las sepa a la perfección, ¿sabes? Pero conservaba la esperanza de que algo te retuviera.

—Babette...

Hubo un gran progreso en el habla de Nicoletta desde aquel tiempo. Esa conciencia le hizo pensar en la sensualidad con la que ahora se comunicaba.

—Pero no la hay. Él te llevará así como te trajo y, de nuevo, no podré hacer nada.

Cuando la muchacha miró a su matrona, se dio cuenta de que si se mostraba afligida, era porque en verdad lo sentía. Temió tanto que fuera a enojarse por el corte de ingresos a su cuenta bancaria que no imaginó el dolor personal que le provocaría su ausencia.

—Volveré —prometió, acercándose a ella para reconfortarla con un apretón de manos—. Dijo que solo sería por un tiempo. Además, la misión que tengo es sencilla, no me pasará nada.

—Los humanos son peligrosos, mi niña. No quiero que algo te suceda.

Pocos conocían a la verdadera Babette Coquerelle. Demostrar afecto no era buena alternativa para una mujer que comerciaba con el cuerpo de sus trabajadoras, le quitaba poder; sin embargo, Nicoletta tenía mucho en común con ella: ambas estaban solas y se valían por sí mismas. No eran como las demás hetairas, chicas que habían elegido esa vida porque no encontraron su lugar en cualquiera de los reinos de los que provenían, visitaban a su familia una semana al mes y podían dimitir cuando quisieran porque había un lugar al cual regresar. No, ellas no tenían a nadie, pero se acompañaban en su soledad.

—Allá no podrás controlar tus ciclos —comentó la madama, acariciando las cálidas manos de su protegida quien, con absoluta confianza, tomó asiento a su lado. De todo lo que le preocupaba, ese era un interés particular—: ¿Lo consideraste? La naturaleza hará de las suyas y...

—Garm...

—Rey. Garm Rex. —Le acomodó un mechón detrás de la oreja—. No olvides nunca el respeto, Nicoletta. Yo no te eduqué así.

A pesar de las veces que se lo repitiera, ella lo seguiría llamando por su nombre de pila.

—Bueno, el rey Garm dijo que me proveería de una medicina que me ayudará con eso —confesó meditabunda, recargándose en el hombro de Babette.

Quiso añadir algunas cláusulas adicionales, como una indemnización a quince años por pago de oficio en caso de que algo le sucediera en la Vieja Tierra o la entrega de su departamento, por el mismo tiempo, a una de las otras cortesanas con la que se había encariñado en los últimos meses. Pero no lo hizo. Se conformó con ese silencio reconfortante que no llenarían con nombres y citas, ni honorarios e impuestos.

Los minutos pasaron dolorosos y lentos. Coquerelle estuvo a punto de decirle algo más cuando una irrupción la hizo volver a los negocios, dejando a Nicoletta sola, puesto que debía resolver algunos conflictos en la zona de las cámaras privadas.

La muchacha la vio irse detrás de la cortesana que había ido a buscarla; entonces aprovechó para acariciar todo cuanto estuviera a su alcance, desde la suave textura del sofá hasta el frío metal del picaporte, objetos comunes de los que nunca imaginó despedirse algún día.

—Volveré —prometió al departamento vacío—. Aliquando.


***


El vehículo de Garm pasó puntual por Nicoletta, quien solo empacó unas cuantas cosas en una mochila pequeña. De él, salió la fiel sombra del regente; la saludó con una breve inclinación de cabeza, y le cerró la puerta antes de dirigirse al otro lado. Una vez dentro, le entregó solemne una caja de madera que se sentía pesada, segura.

Ni siquiera tuvo que preguntarle qué era aquello. Dejando de lado el olor dulzón del acónito que se escapaba entre los delgados bordes, solo había dos posibles mensajeros para tan importante entrega: el propio Rey o, en su defecto, aquel al que le tenía confianza absoluta. Era evidente el contenido.

—Doce ciclos exactos, señorita —le dijo Baldessare.

—¿Y si me hace falta?

—Nadie puede estar allá más de un año sin el riesgo de quedarse para siempre. —Se puso el cinturón de seguridad, le dio la señal al conductor para que emprendieran el camino y continuó—: Quizá solo necesite diez u once dosis, la otra será por alguna emergencia y también le incluimos un último brebaje que deberá tomar antes de cruzar de nuevo. No lo olvide.

Nicoletta asintió, ignorando el escalofrío que erizó cada vello de su cuerpo. Al abrir la boca para preguntarle algo, una mano grande le apretó la rodilla; ante esa señal de advertencia, decidió guardarse las palabras para sí misma.

El trayecto al Sur se le antojó igual de tedioso que el de la mañana. Pese a la alta velocidad con la que avanzaban los vehículos en Hessdalen, el continente era tan extenso que tardaban unas cuantas horas en completar el recorrido.

El cielo, que era de un púrpura tenue cuando la recogieron, ya se había oscurecido totalmente; y exceptuando el casi imperceptible ronroneo del motor, no se escuchaba ningún sonido. Estar ahí le recordó su pre adolescencia, cuando buscaba momentos de paz en las profundidades del bosque; corría lejos de casa, más allá de los senderos conocidos, y paraba solo cuando el silencio le permitía escuchar sus más grandes anhelos.

El tiempo se le fue entre recuerdos teñidos de un pasado que solo en ocasiones añoraba. Desde chica supo que estaba destinada a más y no iba a arrepentirse por las decisiones tomadas si estas la habían puesto en ese presente.

—Me aseguraré de que todo esté en orden —anunció el conductor, saliendo del vehículo en cuanto se estacionaron.

Tanto Nicoletta como Baldessare miraron la espalda del guardia que se alejaba hasta el puesto de control de la valla metálica a unos cuantos metros. Hacia la derecha, a una distancia considerable, se alcanzaba a ver la silueta del palacio que se erigía oscura a excepción de unas cuantas ventanas cuyas luces parecían estrellas dispersas.

—No lo entretendrán por mucho —dijo Baldessare, alzando la barbilla en dirección a los hombres que hablaban—. Sé rápida porque hasta aquí te acompañaré.

—¿Cómo estás? ¿Cómo están tus hermanos?

Massimo sonrió al recordarlos.

—Estamos bien. Ha funcionado mejor en ellos que en nosotros, ¿sabes? Quizá porque iniciaron desde muy chicos, o eso es lo que dice el Rey.

—¿Has sabido algo de tus padres o... de mi mamá?

Las facciones del asistente se ensombrecieron. Pese a que era un alivio saber que su prima tenía una excelente vida en la Capital, y que para él sería muy sencillo mantener un contacto constante con alguien a quien estimaba demasiado, solía evitarla porque ella siempre tendía a preguntar por aquello para lo que ni él tenía respuesta.

—No hay noticias.

—Eso es bueno, ¿no? —La mirada evasiva le formó un nudo en la garganta. Un vistazo rápido a los guardias le indicó que su tiempo se les acababa—: Massimo, te está tratando bien, ¿verdad? ¿Garm?

Si bien sabía la respuesta, no puedo evitar hacerle la pregunta. Supuso que la desconfianza, tanto por su experiencia de vida como por los rumores del soberano, la instaban a estar alerta todo el tiempo.

—No puedo pensar en haber encontrado una mejor vida, Nikky. Cuídate, ¿sí? No te arriesgues.

—¿Tengo opción? —preguntó sardónica.

—Rechazaste la educación militar.

—¿Eso qué quiere decir?

El guardia abrió la portezuela en ese momento y encendió el auto para acercarlos hasta el centro de control.

—En pocas palabras —continuó Baldessare con indiferencia—, así es el clima en el Este. La milicia tiene sus pros y contras, por supuesto. Te mantienen en forma y los sueldos y dotación alimenticia son buenos, ¿verdad, Grigory? —Ante el asentimiento del hombre que iba delante, añadió sin importancia—: El honor también les caracteriza, huir en caso de peligro no cabe dentro del juramento de luchar hasta las últimas consecuencias. Que tenga buen viaje, señorita.

El tal Grigory, después de estacionar el auto, salió y abrió la puerta de Nicoletta; luego la dirigió hacia el centinela y regresó a sus obligaciones de conductor.

Por su parte, a ella le indicaron que efectuaría otro breve recorrido hasta las faldas de las montañas donde estaría la segunda barrera y ahí se encontraría con el rey Garm, quien la escoltaría hacia el claro.

El gélido viento del Oeste le alborotó el cabello, pero no hizo intento de quitárselo de la cara porque en ese instante la estaban sometiendo a la inspección de rutina antes de acercarse a Garm.

Si sintió un retortijón en el vientre, no fue por las grandes manos que le examinaban las piernas, sino por el llamado que le trajo el aire: agudo y demandante, un reproche de todo a lo que le daba la espalda.

Los aullidos lejanos calaron en sus huesos. Habían pasado muchos años, sin embargo se vio capaz de registrar en su sistema el liderazgo beligerante del alfa y las réplicas fieles de la manada que lo protegía; peor aún, reconoció el vacío interior que significaba la ausencia de su sangre. Entre ellos ya no se escuchaba su mamá.


*Cum (latín): cuándo.


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