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Capítulo 06


Baldessare se entremezcló entre los altos funcionarios del Parlamento, a riesgo de ser visto por Garm, porque debía informar al Príncipe que el pedido que le había hecho el día anterior, justo cuando se hizo oficial su compromiso, se encontraba debajo de su almohada. Con toda la discreción que lo caracterizaba, se lo murmuró a Frey Erland desde atrás. Luego de ese efímero contacto, se fue como llegó.

Evgenia, que no se había despegado del brazo de su amante en toda la velada, fingió no haber visto la escena; siguió tan encantadora y parlanchina con Lady Vasile que solo su acompañante notó la ligera inclinación de cabeza que era clara señal de su interés.

—Causó una gran conmoción su unión, Alteza. —La voz gangosa de Lady Vasile aturdió el tímpano de Frey Erland, quien segundos antes había estado absorto en el cuello blanco de Evgenia que le causaba pensamientos indecorosos. No le sorprendió volverse el centro de atención, puesto que todos aprovechaban a la Duquesa para acercarse a él. Ante la indiferencia que recibió por parte del guapo heredero, volvió a dirigirse a la chica—: Supongo que para ti fue un golpe duro, querida.

—En absoluto —replico esta—. Erland y yo no habríamos sido compatibles. Nuestros humores habrían chocado constantemente. Para él, supongo, será un gran alivio que lo casen con una chica más... dócil.

Con las últimas palabras, las dos damas rieron.

—A su favor me atrevo a decir que, al menos, los cuadros que les hagan serán toda una obra de arte, no se puede negar que la niña es hermosa.

Cuando las uñas de Evgenia se enterraron en el antebrazo de Frey Erland, este volvió a la realidad de la que se había escapado por estar concentrado mirando las generosas carnes de Lady Vasile que amenazaban con desbordarse del escote.

—Tengo que admitir —intervino él con una sonrisa—, que Odalyn fue mi segunda opción para contraer matrimonio. —Frey Erland, aburrido a más no poder, y harto de verse en medio de ese chisme, buscó zafarse lo antes posible para regresar a su palacio y ver lo que Baldessare le había conseguido. Solo se le había ocurrido una forma de hacerlo, y eso implicaba alebrestar a Gólubev—: En dado caso de que la menor de los Rómanov declinara mi propuesta, me habría puesto a los pies de los Landvik. Evgenia tiene razón, tal vez necesite a alguien que sea distinta, pero no por lo dócil, sino por lo alegre y vivaz. El Sur necesita un poco de luz.

La tormenta se desató para su deleite.

Mientras la rolliza cara de Lady Vasil se deformaba en una mueca de burla, al tiempo que daba un paso atrás para que su aliento de aceitunas no alcanzara al dueño de la mayoría de sus fantasías, su abanico chocó contra la charola que un mesero llevaba sobre las yemas de sus dedos. La mayor parte del líquido ámbar cayó al suelo de mármol; lo demás salpicó a las dos mujeres que se distrajeron lo suficiente como para ignorar que el joven Swenhaugen se alejaba a grandes zancadas, contento por no tener que presionar más el humor de Evgenia, como tenía planeado.

Por desgracia, su camino se vio obstaculizado por personas que intentaron detenerlo, ya fuera para felicitarlo o murmurarle comentarios que en el fondo eran insidiosos. Quien más le robó tiempo fue el heredero de los Zafereilis, que lo abordó justo al bajar los escalones del Parlamento. Por su perfecta sincronía, Erland supo que aquello no era una casualidad.

—Así que es cierto —soltó a modo de reclamo, regulándose al apresurado paso del joven Swenhaugen—. Cuando ella me lo dijo no creí que fuera verdad.

—Increíble que, aun conociéndola desde que era una niña, no confíes en su palabra. ¿Necesitas algo o solo quieres incordiar?

Theophilus bufó.

—¿Qué es lo que traman? —increpó con un carácter que nadie le había visto. En cuanto el chófer abrió la puerta del vehículo para que Frey Erland entrara, Theo se adelantó para cerrarla de nuevo—. Nadie se esperaba tan sutil amenaza.

Aquello provocó un genuino destello de interés. Todos esos minutos había creído que su actuar se debía a un posible dolor del corazón y no a un trasfondo político, como es que su tono dio a entender.

—¿Puedo saber qué es lo que mi compromiso amenazó?

Si Theophilus necesitaba un tipo de confirmación, lo fue la expresión socarrona y confiada que Swenhaugen le dedicó. La sonrisa altanera le dijo que sus acusaciones eran ciertas.

—Odalyn no los apoyará con el golpe de Estado. Si los rumores que circulan son verídicos, no solo perderían todo, sino que la arrastrarían a ella también.

Para Frey Erland, siempre indiferente cuando de política se trataba, aquello supuso una inquietante sorpresa. No sabía de ningún rumor que involucrara a su reino con un concepto tan peligroso, como lo era el golpe de Estado. Claro que él, experto en ocultar sus pensamientos, no demostró que la noticia era nueva a sus oídos; por el contrario, sonrió con suficiencia.

—Es lo malo de jurar lealtad —argumentó inalterable—. Sea cual sea nuestro futuro, al menos tengo el consuelo de que no estaré solo.

Ansioso por irse a su palacio, quitó de manera brusca la mano que seguía firme sobre la reluciente carrocería. Luego esperó a que al auto hubiera pasado los jardines adyacentes al edificio para reflexionar y repetir en su mente la conversación, tratando de desvelar la charla oculta.

Las incursiones del príncipe Zafereilis en el Parlamento eran contadas a excepción de los chismorreos, tanto entre los mayores como entre los más jóvenes. Mientras estos últimos se dividían en dos bandos —los que lo consideraban un inútil sin oficio ni beneficio, y las que lo pintaban de bohemio, misterioso y soñador—, los adultos mostraban una creciente preocupación por su oscilante humor; a veces estaba bien, charlando con todo el mundo, y a veces se recluía en sus aposentos durante días. O eso es lo que se decía.

La razón por la que se estaba tan al pendiente del muchacho era porque, si un día se le ocurría cometer una locura, hasta ahí llegaría el linaje Zafereilis, puesto que su madre, además de la edad un tanto avanzada, casi pierde la vida en el parto en el que intentó darle un hermano a Theo. Aquello tal vez no sería de interés público si no fuera por la precaria situación de que jamás una familia, mucho menos una real, estuviera al borde de la extinción. Los intereses políticos que eso conllevaba podrían quebrar la paz.

Frey Erland se estremeció al pensar que las implicaciones eran más serias de lo que creyó. Él sabía, gracias a los comentarios de su padre, que la paz en Hessdalen solo era una fachada para cualquiera que no estuviera dentro de los círculos altos; había más conflictos entre reinos de lo que se esperaría, así como con los líderes de otras especies. La atmósfera de perfección era poco menos que un escenario bien montado.

—¿Alteza? —La voz grave del chófer lo sacó de su ensimismamiento—. La duquesa de Gólubev está al teléfono.

—Ignórala —respondió seco.

Mientras el auto avanzaba a gran velocidad por las carreteras que conectaban la Capital con el Sur, la pantalla en el tablero siguió parpadeando por largo rato; no le extrañó que, tras su deliberada negación a contestarle, Evgenia marcara al número del vehículo. Como aquello seguiría por largo rato, aventó su celular al asiento delantero y subió la ventanilla; ahora sería molestia del conductor y no de él.


***


Frey Erland tardó casi dos semanas en aceptar que la información en el expediente que le consiguió Baldessare era cierta, por muy increíble que pareciera.

No había ninguna mancha en la vida de su futura esposa, aunque esto fuera probablemente a su nula sociabilidad en el centro. Con omisión del incidente de la costa que casi le cuesta la vida, justo en la frontera con las Tierras del Oeste, todo era tan insípido que el tedio le hizo ver cosas donde no las había, crear teorías más descabelladas que los de Theophilus e imaginar posibles futuros escenarios que lo harían considerar otro de los peores crímenes en Hessdalen, aparte del adulterio.

Durante todo ese tiempo, el Príncipe se excluyó en sus aposentos con la única finalidad de pensar con claridad. Llegó a la conclusión de que, si bien Zafereilis tenía razón y Odalyn no apoyaría un golpe de Estado, el juramento que su padre la obligaría a hacer no le daría muchas opciones en dado caso de que una situación extraordinaria los hiciera levantar armas contra el Parlamento. Asimismo, con o sin deber, al menos era bueno saber qué postura tomarían los allegados en ciertas situaciones. Pero lo más importante, cómo podría beneficiarse de su actitud o motivación.

La décimo tercera noche fue ardua para Frey Erland. El sueño no lo había visitado con mucha frecuencia; acostado, con el pañuelo de Odalyn entre sus dedos juguetones, trató de serenarse con el penetrante aullido de los lobos. Fue entonces que la intriga clavó sus colmillos.

Salió apresurado de la cama y se acercó a su escritorio para leer el párrafo referente al ataque. La luz amarillenta de la lámpara le pareció exorbitante en medio de la oscuridad, demasiado llamativa para las criaturas que, si había entendido bien, se estaban atreviendo a cruzar los límites.

Mientras más leía, más seguro estaba. Pero lo que no comprendió fue por qué los licántropos —porque habían sido ellos, no tenía duda alguna por las vagas referencias del testimonio—, se encontraban en ese lugar del continente. Las tierras destinadas a esa raza estaban en una de las islas que colindaban con el Sur, no con el Norte. A menos que esos salvajes hubieran evolucionado tanto como ellos, dudaba de que esas bestias fueran capaces de construir barcos que los llevaran hasta la costa donde atacaron. Por lo tanto, la única respuesta lógica fue que llegaron por tierra; en la noche, por cierto, o habrían sido vistos a plena luz del día.

Más aullidos llegaron, calando en la estabilidad emocional del Príncipe, quien apagó la luz y entreabrió la cortina para calmar un poco de la paranoia que se había apoderado de él durante los últimos minutos, pese a que sería imposible ver algo del otro lado. Las pocas luces fuera del palacio no eran suficientes para siquiera alumbrar la pendiente nevada que dirigía a la playa rocosa, mucho menos las frías olas que golpeaban con fuerza.

En los Centros Educativos poco se enseñaba sobre las criaturas que habitaban a las afueras de Hessdalen; si Frey Erland sabía un poco más que el resto, por ejemplo la ubicación exacta de la isla, era precisamente porque la península más cercana del vasto territorio licántropo estaba a solo unos cuantos kilómetros de su palacio. Si tuvieran la intención de invadir el continente, el medio de entrada sería su reino y ellos serían los primeros en morir.

Ese pensamiento no lo ayudó a conciliar el sueño, ni esa noche ni las que siguieron.


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