Capítulo 05
Por la cabeza de Odalyn pasó todo un desfile de pensamientos. Primero fue el miedo de intentarlo, luego la convicción, la adrenalina al dar el primer paso, la creencia de lograrlo, la duda de por qué Hummel no la seguía, y por último la fría decepción al encontrar la puerta cerrada.
En cuanto recargó su frente contra la fría madera, avergonzada de tan siquiera voltear a mirar al hombre que de seguro la observaba juicioso, se recriminó el no haberlo pensado antes. Claro que no tenía motivos para creer que el Coronel habría tomado semejante precaución porque no intuyó que él la tendría en tan bajo concepto.
A su vez, Hummel intentó descifrarla. Lo poco que sabía de ella era lo que había leído de su ficha básica cuando le encomendaron la misión. Intentó recordar si en sus ocasionales apariciones en los eventos del Parlamento escuchó algo relacionado a la Princesa —los rumores abundaban por doquier—, aunque lo más seguro era que no, ya que los chismorreos se centraban en los miembros concurrentes.
Al final, sin llegar a una conclusión definitiva que no implicara sobre pensar en esas cualidades que poco a poco iba descubriendo, dejó salir el aire que tenía acumulado y prefirió alejarse, antes de que la situación se volviera en contra de ellos.
—Sé que esto es difícil para usted..., para ti, Odalyn —dijo lo más tranquilo que pudo, sintiéndose inseguro por primera vez en su vida—. Tal vez no estamos haciendo las cosas bien porque...
—Me siento cansada, Coronel. —Como seguía abochornada por su lamentable intento de fuga, solo se atrevió a hablar; no se sentía tan valiente como para enfrentarlo cara a cara—: Sé que sus intenciones son buenas, pero necesito un momento de descanso, si me lo concede.
La respuesta tardó varios segundos en llegar.
—Dejaré tu habitación abierta —murmuró respetuoso.
Odalyn no volteó hasta que una puerta se cerró detrás de ella. El silencio que se instauró después de eso le dio la suficiente confianza para abandonar esa incómoda y humillante posición.
Aparte de los puños crispados, las lágrimas se habían acumulado en sus ojos. Esa era una de las debilidades que más le costaba admitir: llorar cuando la furia o la frustración eran excesivas.
Para su fortuna, la estancia le pertenecía del todo, ya que el Coronel se había encerrado en su propia recámara. Al entrar a la suya, Odalyn se acostó sobre la cama sencilla, abrazándose a sí misma y reconfortándose con pensamientos que involucraban hectáreas de árboles frutales que emanaban sus aromas por todo el reino, riachuelos cristalinos y tardes soleadas, la charla casual de los alegres trabajadores, y un desayuno compartido con su familia en el que escucharía las nuevas noticias de la capital y, por ende, las andanzas de Evgenia.
El sopor propio del llanto la indujo en un sueño tan profundo que ni siquiera notó cuando Hummel, saltándose cualquier tipo de decoro, ingresó al cuarto para asegurarse de que se encontraba bien.
Al ver la tranquilidad que había inundado ese cuerpo, pequeño y frágil a sus ojos, se preguntó cómo habría de cumplir su cometido. Él, ciertamente, no se veía capaz de establecer un ambiente lo más normal posible si no lo conocía en primera instancia; ese tipo de convivencia y deferencia a los demás pertenecía a un curso de su formación que tomó en su forma teórica, mas no práctica.
Einar suspiró frustrado; no solo tenía que seguir las órdenes de Oleg Rómanov, Comandante en jefe de la FAH y rey del Este, que le encomendó consumar la misión sin ningún error; también las de Garm Swenhaugen —regresar con vida a la futura esposa de su heredero—, y, por si fuera poco, las de Kol Landvik, quien hizo énfasis en que no solo debía mantener sana y salva a su hija, sino que debía ofrecerle una estancia confortable, hacerla sentir como si estuviera tomando un respiro en el hogar de algún campesino.
Si bien su obediencia absoluta era para Rómanov, el ferviente sentido del honor que lo caracterizaba le impedía desobedecer los edictos de aquellos por encima de él, por mucho que eso fuese a desgastarlo.
Sabiendo que todavía tenía que redactar en la bitácora lo sucedido, se limitó a dejar las prendas que Odalyn tendría que usar, quisiera o no. Su sentido de la moda, siendo el hombre práctico que era, no se vería afectado si la señorita usaba su vestido de gala o el conjunto deportivo que puso en la otra almohada; no obstante, no quería que su vestimenta llamara la atención de la gente.
La siguiente hora no hizo más que escribir. El absoluto silencio de la casa y sus alrededores le permitió enfrascarse en esa actividad que realizó con distinguida minuciosidad. Detalló cada nimio acontecimiento; no escatimó en lo que sus sentidos percibieron, como su capacidad corporal para tolerar el viaje, la ubicación del portal en esa ocasión, la misión de búsqueda de la que huyó con la chica en brazos, y todo lo que ocurrió a partir de que despertó de la siesta en la cueva.
Hummel estaba absorto, pero no tanto como para no notar los suaves y silentes movimientos de Odalyn, quien asomaba por el marco de la puerta. Al percibir la calma que la Princesa mostraba, decidió fingir que no se había dado cuenta de su presencia.
Ella, a su vez, después de salir de la confusión inicial al despertar, tanteó las aguas para determinar cómo actuar. Ver a Hummel sin esa fachada de militar severo, la motivó a intentar redimirse; cerró la puerta con cuidado para no importunarlo y se quitó el pesado vestido, aceptando usar la ropa que encontró al abrir los ojos.
Fue un ritual pacífico, como el mismo duelo. A pesar de que su mente la urgía por si el Coronel entraba de improviso, sus dedos se movieron lentos, apreciando los botones incrustados y los lazos suaves.
Al principio no entendió por qué le costaba desprenderse de una prenda que poco usaba en su hogar. Las labores en el campo la obligaban a llevar ropa más práctica, como ligeros vestidos a la rodilla cuando hacía más calor, o pantalones cuando sus intenciones eran subir a los árboles o entrar a los huertos para sacar los tubérculos de su sucia morada. La indumentaria de caros terciopelos y finas sedas se la restringía a los esporádicos eventos que lo ameritasen. Era por eso que no entendió la súbita tristeza al quitárselo.
Una vez que estuvo vestida con la ropa que dejó Hummel, lo alcanzó en la sala de estar.
—Lamento mi comportamiento anterior —se disculpó sincera, sentándose en el sillón frente a él—. Espero que pueda olvidarlo, Coronel.
—Einar —corrigió circunspecto, cerrando la libreta y dejando al lado el bolígrafo. Ante la mirada de confusión de Odalyn, se explicó—: Muy pocas naciones se rigen por monarquía; Noruega, en la cual estamos, lo hace; sin embargo, aquí no seremos más que ciudadanos comunes con vidas humildes, por lo que tendremos que prescindir de títulos, tanto nobiliarios como militares. Soy Einar.
La curiosidad de Odalyn le permitió que olvidara su incomodidad. Si Hummel parecía dispuesto a dejar ese episodio atrás, ella también lo haría. Además, él ya se mostraba abierto a entablar una conversación quizás normal; no desaprovecharía la oportunidad de recolectar más detalles de lo que sería su nueva forma de vida. Tal vez, con un poco de suerte, volvería a ser del todo libre.
—Hay cosas para las que debo prepararte antes de que te enseñe la zona —dijo el Coronel, adivinando los pensamientos de la chica que miraba la puerta con anhelo—. El rey Landvik hizo sacrificios para que, precisamente, no fueras una prisionera; sería lamentable que lo pensaras porque es lo último que serías. Solo necesito tiempo para que estés lista; y una vez que eso suceda, no dudes que la puerta estará abierta.
—Abierta para los dos, supongo —se aventuró crítica, tratando de captar el verdadero significado. No creía posible que Hummel fuera a dejarla vagar sola por el bosque, sin más.
—La privacidad no es una opción en tierra de extraños.
Aquella frase fue una confirmación de sus sospechas, pero después de creerse encerrada del todo, la idea de salir se volvió esperanzadora. Tras pensarlo algunos segundos, Odalyn aceptó escuchar todo cuanto tuviera por decir. Se dio cuenta de que mientras más rápido aprendiera, más pronto podría salir y explorar aquel sitio; esa perspectiva, aun compartida con un sujeto con menos expresión que los cuadros de sus antepasados, le resultaba más reconfortante que quedarse ahí, ahogada con la súbita claustrofobia.
Para su sorpresa, antes de iniciar con la charla introductoria, Einar le pidió soltarse el cabello y cepillárselo en lo que él volvía. Tomó sus cosas y se las llevó a su propia habitación, de la que salió siendo un hombre muy distinto al que había entrado. El uniforme militar había sido sustituido por un atuendo igual de escueto que el de Odalyn, lo que hizo que la chica se preguntara si parte de su introducción requería entrenamiento físico.
Mientras las toscas cerdas separaban los cabellos ondulados, un par de manos trabajaba con ahínco con los utensilios que habían quedado olvidados tras la discusión. Pronto, un penetrante olor a amoníaco inundó la estancia; provocando que los ojos de ambos lagrimearan un poco.
Sin pedir permiso, o siquiera advertir, Hummel le quitó el cepillo y, posándose detrás de ella, comenzó a aplicar la pasta desagradable que había preparado sobre un color que, en su humilde opinión, sería desperdiciado con el tinte.
Con poco tacto se obligó a justificar sus acciones, cosa que no hacía muy a menudo; eso, más que nada, fue porque él habría querido saber el porqué de un cambio de esa magnitud. Después de explicarle que era necesario, más por seguridad que por capricho, intentó darle un breve resumen de la zona geográfica en la que estaban. No obstante, ese tema no llegó muy lejos, ya que Odalyn quiso saber más sobre lo que le acababa de decir:
—¿Qué tiene que ver el color de mi cabello con mi seguridad, Coro... Einar?
El susodicho, sabiendo que estaba fuera del campo de visión de Odalyn, elevó un par de milímetros las comisuras de sus labios; le había resultado cómica la dificultad que ambos encontraban en la necesidad de tutearse. Claro que si había algo por lo cual sentirse en mayor conflicto, fue el hecho de encontrarse con sus dedos, cubiertos con un delgado guante de látex, acicalando la cabeza de una princesa. Eso sí era algo que jamás hubiera podido prever.
El efímero lapso de complicidad se esfumó apenas recordó que le habían hecho una pregunta.
—Es arriesgado que tengas el mismo aspecto con el que llegaste. No sabemos qué tipo de mentalidad tienen los habitantes y...
—¡Coronel! —exclamó Odalyn, ofendida. Einar soltó de repente el mechón de cabello que le estaba tiñendo porque creyó que la había lastimado; ella, al ver su cabeza libre de atenciones, giró su torso para observarlo—. Espero que no esté sugiriendo que hay alguna diferencia entre ellos y nosotros.
Ni el aspecto ridículo que tenía la chica con esa plasta olorosa pudo suavizar la expresión severa que se había apoderado de la cara de Hummel.
—¡Te sugiero que bajes la voz! —siseó apenas audible, instándola a acomodarse para dejarlo terminar con su labor—. Y sí, hay muchas diferencias. Quizá no sea prudente que crea que somos iguales a esos... salvajes.
Odalyn Landvik conocía poco sobre los terrestres, solo lo básico del libro que su padre le enseñó cuando la preparó para el viaje. No obstante, en ningún momento leyó algo referente a poca civilización; es más, el párrafo que se le dedicó a la cultura hablaba sobre notables avances en la literatura y otras ramas artísticas; y eso sin mencionar el ámbito tecnológico en el que habían logrado cosas que no podía encontrar ni en la Capital.
La mente de Hummel, por otro lado, se enfocó en la forma en que le advertiría sobre un hecho que le era imperativo conocer, no por morbosidad, sino por necesidad; él, de poder evitarlo, jamás se lo haría saber; pero tarde o temprano se enfrentaría a la realidad y de nada le serviría protegerla de aquello.
Por un rato siguió trazando planes y oraciones que le facilitaran la labor. Terminó de teñirle el cabello y le dio un libro de la región para que pasara el rato en lo que transcurría el tiempo adecuado para poderle quitar el tinte de la cabeza; incluso siguió formulándose opciones alternativas para no romperle el corazón entretanto le lavaba los mechones que conservaron el color castaño y el fuerte olor. Pero no llegó a una resolución definitiva.
—¿Odalyn? —preguntó serio tras observarla por mucho tiempo. La inocencia que irradiaba, con su cabello mojado y antinatural, sentada en flor de loto sobre el sillón con el libro en su regazo, le creó un fuerte conflicto personal. La aludida le prestó su completa atención, intrigada por el tono solemne. Hummel se sentó en la mesa ratona, justo frente a ella; sin embargo, no pudo. No estaba listo—: Deberías comer algo.
Odalyn hizo un gesto de desagrado al recordar el sabor de la manzana; y si bien se lo hizo saber, Einar insistió en que tendría que acostumbrarse, puesto que todo ahí le sabría mal.
—¿Cree, Coron..., ¡Einar!, que haya algún libro sobre gastronomía en el estante? —preguntó animada. Que las manzanas estuvieran fuera de sus opciones no significaba que no existiera nada en ese sitio que pudiera ingerir.
Estaba tan entusiasmada que no notó la cara pálida del militar quien, de inmediato, la tomó del brazo para volverla a sentar.
—Eso tendrá que esperar, entonces. —Con su índice señaló la página que quedó abierta al momento en que el libro fue abandonado en el sillón—. Tengo que reconocer la zona más próxima a la casa, no más de quinientos metros a la redonda. Mientras tanto, quizá deberías aprovechar el tiempo para conocer un poco sobe la geografía de la nación; tu padre hizo hincapié en que, si las circunstancias nos favorecían, un viaje a un sitio de tu elección te haría la situación más confortable.
Esa discreta mentira logró su cometido. La ilusión en los grandes ojos grises le dio la certeza de que la chica se mantendría ocupada buscando sitios de interés, por lo que podría irse tranquilo.
No habían pasado ni diez minutos de que Hummel cerrara la puerta, para que Odalyn se quedara absorta viendo los magníficos paisajes que componían Noruega. ¿Cómo podría elegir entre los espectaculares fiordos y los arrebatadores glaciares?
Excepto por las horas que tardaron en cruzar las Tierras del Sur, en dirección al portal, la Princesa jamás había visto la nieve ni algún paisaje invernal que no estuviera en los libros que le sirvieron de apoyo en los Centros Educativos.
Tal vez aquel clima le llamaba tanto la atención porque había crecido con los cielos despejados que ayudaban a los árboles a dar sus frutos todo el año. La primavera era la estación de los Landvik porque su tierra era la más fértil de los cuatro reinos; e incluso, aun cuando se edificaron invernaderos especiales para las semillas que requerían ciertas condiciones, la opción de tener nieve nunca fue una posibilidad para ellos. Ese extraño fenómeno era monopolizado por los calculadores Swenhaugen.
Una repentina punzada en el pecho la hizo respingar al pensar que, una vez que volviera, aquello sería lo único que vería.
Apenas el pensamiento se instaló en su mente, no pudo concentrarse en otra cosa que no fuera su futuro. Claro que sus divagues solo eran fantasías, puesto que, a falta de un guardián que disfrutara del civilizado placer de la charla —porque estaba segura de que Hummel, si quisiera, podría hablarle de su prometido ya que ambos servían al ejército—, se debía conformar con lo que su imaginación le dictaba de Frey Erland.
Pronto llegó a la conclusión de que, de haber sabido que un día los unirían, no habría ignorado el noventa por ciento de las banales charlas de Evgenia cuando lo adulaba tras encontrarlo en los bailes, en algún desayuno, o en los jardines y laberintos del Parlamento.
Para cubrir esos grandes huecos, Odalyn recolectó los ínfimos fragmentos que compartió con él y se instó a pensar que Erland sería un buen compañero de vida; tal vez no un excelente padre, si consideraba la evidente frialdad de su ser, pero al menos respetuoso y cordial. Debía serlo, o de lo contrario su padre no habría accedido a esa unión; habría buscado otra alternativa.
El pensamiento la llevó inevitablemente al día en que le dieron la noticia.
***
Las puertas ornamentadas del despacho de Kol Landvik fueron abiertas por los centinelas que, erguidos como espigas de trigo, se movieron con agilidad y rectitud a pesar de que existía la suficiente confianza con la Princesa como para jugar al póker mentiroso en sus horas de descanso. El soldado Pertusa, quien la había incluido en las reuniones informales de apostadores, le guiñó un ojo cuando esta buscó su mirada.
Odalyn intuyó la gravedad de la situación cuando la cerradura se cerró detrás de ella, desde afuera.
—Has estado en los campos —dijo la Reina con el ceño fruncido. Como para enfatizar la situación, los dedos de su hija se movieron graciosos bajo la tela mugrosa de sus zapatos. Aunque sonrió, se dirigió a su esposo con inocua seriedad—: No creo que vaya a funcionar, querido. Tu armiño nunca dejará de ser salvaje.
Ambos miraron a su hija cual confirmación del último argumento. El vestido, que le llegaba a la rodilla, presentaba los holanes sucios por la tierra y la vegetación. Sin embargo, el mayor daño recaía en las níveas piernas que la señorita no había tenido el tiempo de asear porque olvidó la reunión y las horas le pasaron inadvertidas al cosechar los frutos en compañía de los trabajadores.
—Traje naranjas —exclamó a modo de disculpa, sacando del bolso de su delantal dos enormes ejemplares que le dejaron las palmas brillosas por el aceite de la cáscara.
Kol carraspeó.
—Odalyn —dijo sereno y cauto desde el otro lado del escritorio—, hace unas noches estuvimos a punto de perderte. No sabemos si fue un ataque al azar, o si los rumores de rebelión que circulan en el Parlamento son reales. Ninguno de los demás reyes ha hecho público algún incidente fuera de lo normal; no obstante, han sucedido cosas en el centro que a mí, en particular, me tienen preocupado porque nadie parece tomarles la importancia debida. Siéntate, por favor.
Var Aneeta ocupó el asiento junto a su madre, quien le apretó la mano como muestra de apoyo. Kol abrió la carpeta que tenía frente a él, suspiró pesado y, mirando el oficio membretado y sellado, recorrió con sus yemas allí donde había puesto su firma, junto a otras dos que la Princesa no reconoció.
—No me importa si son tan confiados, ingenuos o estúpidos como para quedarse con los brazos cruzados —continuó el Rey, un poco descompuesto—. ¿Cómo habría de importarme su linaje si ellos ni siquiera se preocupan por él? No, Odalyn. Podré seguir el decreto de la mayoría, pero eso no me impide que vele por mi familia.
El fervor del discurso causó escalofríos en la columna de la más joven.
—¿Papá? ¿Qué es lo que intentas...?
—El precio a pagar por mantenerte a salvo se resume en entregar una parte de mi corazón. Te prefiero mil veces libre, aunque sea lejos de aquí, a recluirte en una fortaleza que al final podría resultar tan penetrable como cualquier edificio construido por el hombre. —Miró el semblante triste de su esposa. Tantos años de matrimonio le dieron a Assa la seguridad de que, una vez que su hija dejara el palacio, las cosas se complicarían. Para no preocupar a Odalyn, Kol trató de infundirle un poco de ánimo a su soliloquio—: Mi viejo amigo de guerra, Garm Swenhaugen, ha accedido a abrirnos las puertas de un sitio en el que serás intocable. A cambió, prometí algo que, aunque al principio no lo veas así, traerá muchos beneficios para ambas familias.
Un breve intercambio visual con su esposa indicó el cambio de batuta. Los largos y finos dedos de la Reina trataron de acomodar el despeinado cabello de la heredera, tan blanco como el de ella.
—Sé que tenías la ilusión de casarte con el príncipe Theophilus, cariño —le dijo amorosa, a lo que Odalyn respondió con un mohín. Pese a que Theo había sido un buen amigo, y precisamente formaron ese nexo desde muy jóvenes porque creyeron que su destino conyugal estaba al lado del otro, ella no estaba ilusionada; más bien, los sentimientos respecto a esa relación habían sido más de conformismo que de emoción. Si la Reina descifró los pensamientos de su hija, no lo demostró—: Pero tuvimos que vernos en la penosa necesidad de romper ese acuerdo porque Garm, siempre amable, solo puso una condición: que su único hijo te desposara, creando una alianza única y fuerte entre reinos.
—¿Me voy a casar con el príncipe Swenhaugen? —Fue lo único que pudo responder Odalyn, tras varios minutos de escéptico silencio. El primer pensamiento que tuvo fue dedicado a su prima, quien no estaría para nada contenta con aquella noticia; y no es que a Evgenia se le notara algún tipo de enamoramiento, no obstante, su obsesión la sonsacaba para que creyera que un día le propondría matrimonio. Aun así, la Duquesa no era un argumento válido, por lo que tuvo que buscar la sensatez por otro lado—: Él no pertenece al Oeste, nuestro matrimonio podría estar destinado al fracaso.
—Tonterías —argumentó el Rey—. Conozco a Erland desde que era un niño y creo que podrías sentirte mejor con su indiferencia que con la depresión del joven Zafereilis.
Odalyn levantó la barbilla, claramente inconforme con la acusación. Theo recibía constantes críticas por su humor decaído; los que no lo conocían aseguraban que sufría de una profunda depresión que ningún curador mental se atrevía a confirmar del todo. Pero la verdad, de la que pocos eran privilegiados, era que su carácter no presentaba ningún tipo de inestabilidad. El único sucesor del extraordinario terreno del otoño eterno solo era un artista ensimismado y taciturno.
—¡Tengo que ir a decírselo! —exclamó la Princesa.
Assa, al ver tan azorada a su hija, exclamó su nombre apenas la señorita se levantó para salir. Esta, por su parte, recordó que había sido convocada por algo que precisaba que la encerrasen con ellos bajo llave; las puertas no se abrirían si el Rey no lo expresaba, pero ella no podía sentarse con total tranquilidad, puesto que en su mente estaba Theo.
—¡Siéntate, Odalyn! —decretó Assa Landvik—: ¡Tu Rey lo ordena!
Nadie, mucho menos Kol, estaba contento al escuchar esa expresión; sin embargo no pronunció palabra alguna porque no había otra forma en la que su hija abandonara su dispersión. Esperó a que ella se volviera a sentar para continuar. No tenía mucho tiempo para explicaciones detalladas; si todo iba bien, el escuadrón de reconocimiento estaría a un día con unas cuantas horas de regresar. Debía instruir a su hija lo mejor que pudiera.
—Tu mano es el pago —le explicó sereno—, no la solución. Tenemos tres días para que conozcas un poco del lugar al que te enviaremos para que estés segura. —Como la ansiedad de su hija no aminoró, y de todos modos no podía hacer mucho ese día, se permitió un poco de condescendencia—: Mañana iremos a la Biblioteca del Parlamento; mientras tanto, puedes ir con Theophilus. Será mejor que lo escuché de ti y no de otros cuando se haga oficial.
Odalyn se apresuró en cuanto las puertas fueron abiertas. Tanto Kol como Assa observaron a su mayor orgullo correr como uno de esos corderos que a veces se escabullían en las plantaciones de legumbres.
—No estoy contenta con esto —dijo la Reina.
—Creí que querías unir a una Landvik con el príncipe Swenhaugen —le respondió con cierto dejo de humor aunque, claro está, para ninguno de los dos fue gracioso.
—¡No así! ¡No quiero que mi hija se case con Frey Erland!
Kol se levantó de su asiento; al pasar por detrás de su esposa, le dio un ligero apretón en el hombro, como muestra de que compartían un mismo pensamiento.
—Ni yo, querida.
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