Capítulo 12
La duquesa de Golubev recién había regresado de un paseo vespertino por los jardines frondosos de su ducado cuando la ama de llaves le anunció la presencia de un visitante.
La vanidad le dijo que debía subir a cambiarse los zapatos y, de ser alguien importante, ponerse un vestido adecuado según su título; los pantalones y calzado deportivo no estaban prohibidos, claro, pero ella se había acostumbrado a deslumbrar a la sociedad con elegancia y finas telas.
Sin embargo, si había algo que la llenaría de más satisfacción que verse despampanante, eso era ver titilar la vena de la frente de la señora Lundberg ante tal falta de modales.
Ni siquiera recordaba cómo inició ese gusto. Ella se lo adjudicó al hecho de que su tío, el rey Kol, y su tutor legal desde la muerte de sus padres, le mandara a una doncella de su más alta confianza para que la acompañara todos esos años.
Quizá no sería tan desafiante si Janine Lundberg se comportara como antes, cuando Odalyn la invitaba a pasar temporadas en su palacio y aprendía el fino arte de ser una dama de sociedad de la mano de aquella amable doncella.
Pero a Janine no le fue tan placentero recibir un jugoso ascenso si eso implicaba mudarse a otra región lejos de su familia, así que toda su bondad se fue por la ventana cuando se vio incapaz de darle una negativa al rey.
—Preparé un atuendo acorde a...
—Ningún invitado que no se anuncié con notable anticipación merece más esfuerzo que el de recibirlo, señora Lundberg —interrumpió Evgenia, lamentando haber dejado parte del lodo en el tapete de entrada.
La joven de ojos azules sonrió con inocencia, lo que provocó que la mujer apretara los puños y se mordiera la lengua, ansiosa de que llegara el fin de semana para poder regresar a su hogar y librarse de tan molesta muchacha.
Apenas Evgenia entró a la sala de estar, el orgullo de su reciente victoria cayó en picada; ahí estaba Frey Erland, sentado en su sillón favorito con un libro entre las manos. Aquella escena le pareció irreal porque, en primer lugar, no parecía forzada; el hombre bien pudo pertenecer a ese sitio, con la última luz del día entrando por la ventana para alumbrar su cabello rubio. Y en segundo lugar porque, bueno, el príncipe no era alguien que disfrutara de la lectura.
Dio un paso y lamentó no haber subido a cambiarse. En ese estremecedor silencio, el sonido acuoso del lodo rezumbó potente, humillante.
—¿Qué haces aquí? —cuestionó soberbia.
Sí, quizás él no la consideró digna de hacerla reina consorte y de seguro al verla así su último pensamiento sería el arrepentirse, pero nada ni nadie le iba a quitar su dignidad.
—Evgenia, yo —comenzó Frey Erland, dejando de lado el libro. No se levantó de su asiento, solo irguió la espalda, carraspeó y continuó—: ¿Qué tal el Oeste? ¿Te divertiste?
¿Acaso conoces el concepto de diversión?, quiso decirle. No obstante, supo que él sabría responder con el mismo nivel de ingenio.
—En efecto, alteza. Los palacios suelen ser muy entretenidos cuando se porta el título de invitada y no cuando me ingresan a escondidas.
Curiosamente, aquel golpe bajo le dolió más a ella que a él.
—Tu belleza pertenece a ese lugar —concedió él sin dar su brazo a torcer.
Si bien no sabía el verdadero motivo de su visita, lo cierto era que no había ido para mantener una conversación filosa con su antigua amante.
—¿De verdad? —preguntó sarcástica.
El príncipe relajó los hombros y caminó hacia el librero, reflexionando. ¿Sería correcto decirle que su belleza era de un tono más frío?
—Serás el centro de miles de ojos artistas. Como su reina, te harán cuadros, esculturas, poemas, canciones... Vestirás con los más recientes diseños y tus zapatos no sufrirán las inclemencias del Este —dijo, sin dejar pasar el estado actual del calzado de Evgenia.
—Sufrir es un término subjetivo, Erland.
Ambos sonrieron. Que ella trajera a colación su nombre, como es que solía referirse a él, relajó la tensión acumulada.
—Según tú —inquirió curioso—, ¿qué amerita tal definición?
Evgenia suspiró y se acercó al ventanal, se despojó de su sudadera húmeda y frunció los carnosos labios.
—Empecemos con una cena con los Zafereilis.
—¿Tan malos son?
El príncipe nunca había tenido la oportunidad de cenar a solas con ellos, así que no podía decir si ella exageraba o no.
—Aburridos, supongo. Ya sabes, ejercen hasta los más mínimos protocolos.
Eso último salió como una perfecta imitación de la voz dulce, pero insidiosa y estirada de la reina Amethyst. Evgenia alzó la barbilla, inclinó la cabeza y dejó caer con suavidad sus dedos entrelazados a la altura del vientre.
Frey Erland rio como pocas veces hacía, tanto con ella como con todos en general. Y de nuevo pensó en el infortunio que era privarse de la compañía de la joven debido al compromiso en el que lo habían metido a la fuerza.
Quizás, pensó, quizás si era lo suficientemente listo podría seguirla viendo.
—Se te va a quemar el cerebro de tanto pensar —dijo Evgenia al verlo ensimismado. Tomó un par de cerezas confitadas del dulcero que tenía en la mesilla junto a la ventana y se las llevó a la boca, compensando la nula delicadeza con sensualidad—. No es bueno para tu salud y de todos modos tienes un séquito que lo hará por ti.
Ninguna muchacha podría hablar con la boca llena y demostrar tanta indiferencia por el qué dirán como lo hacía ella. Evgenia era, cuanto menos, una interesante mezcla de atracción, misterio y salvajismo.
—Estaba pensando...
—Eso sí es una novedad —interrumpió, relamiéndose los dedos.
—Calla y escucha —ordenó Frey Erland, autoritario. Bien sabía que con hablarle de esa forma no lograría llevarla a donde quería, pero no estaba de humor para soportarle sus malos modos. Al verla reprimir su ira, continuó—: Entre el Sur y el Oeste hay muchos acantilados. Hay dos o tres en especial que son de difícil acceso, solo rodeados de naturaleza y...
Mientras el príncipe se desgastaba en una escueta explicación de los beneficios de un lugar intermedio y solitario, los pensamientos de la duquesa se decantaron por todo el tiempo que pasó con Frey Erland.
¿Valdría la pena?
Por supuesto que no, el premio mayor había sido arrebatado de sus manos. Y aunque el sexo era bueno, no era nada que no pudiera volver a encontrar.
No con Theo, claro está, pensó ácida.
Además, estaba el hecho de que el adulterio estaba gravemente penado entre los círculos más selectos de Hessdalen y, por si aquello no fuera suficiente, escabullirse entre la maleza con atavíos reales, cuidándose ahora sí de no ser vista...
—Compré esto para ti.
Esas cuatro palabras le devolvieron la atención a Frey Erland. No por el posible interés monetario, sino por la sorpresa.
Era una pequeña caja, turquesa como sus ojos, la que causó la muda conmoción. Los pocos obsequios con los que la prodigó venían en presentaciones más voluminosas y menos obvias. Vestidos, collares, zapatos exclusivamente para emperifollarla al gusto del hombre que más tarde se dedicaría a desvestirla.
Nunca un anillo.
—No encontrarás ninguno igual en Hessdalen.
Frey Erland dejó en su palma la caja, a la que sostuvo por bastantes segundos antes de abrirla con sus delgaduchos dedos.
La primera impresión que tuvo fue que era una joya bastante peculiar. Más allá de la banda, tan negra como el ónix, la cabeza bulbosa destacaba por su tosquedad. No había ninguna piedra central, sino una cápsula de cristal grueso que parecía contener algo en su interior. Al mirarlo más de cerca, percibió la finura del polvo aprisionado, tan oscuro como el resto de la pieza y con dispersas partículas multicolores, como si alguien hubiese molido un ópalo y lo hubiera soplado en medio de la noche.
—Dicen que el fénix representa la fuerza y resurrección —comentó Frey Erland con un tono distinto, ligeramente cabizbajo—. Sé que esto no está a la altura de tus joyas si de belleza hablamos; no es delicada, llamativa, ni magnifica tus rasgos como lo harían los diamantes o la tanzanita.
Evgenia escuchaba atenta las palabras de Frey Erland. En todo tenía razón. De hecho, el anillo sí estaba feo y tosco. La banda estaba desgastada y la cápsula de cristal un tanto rallada. No obstante, si el interior era lo que él afirmaba, eso lo volvía una pieza de incalculable valor que, cuanto menos, debería estar resguardado en alguna cámara del Parlamento dedicada a la preservación de objetos raros y peligrosos.
—¿Dónde lo conseguiste? —preguntó con genuina curiosidad, teniendo una vaga idea de la posible respuesta.
—Por ahí —respondió, un tanto molesto porque su amante no parecía halagada con su discurso.
—Suena ilegal.
Pese a ser una nación minuciosamente controlada por propios y extraños, Hessdalen se componía de puros humanos. Y esa raza tenía la perniciosa tendencia de corromperse ante el menor estímulo.
—Lo es. Pero no tendrás problemas si lo llevas en público. —La seguridad del príncipe era de admirarse—. Como dije, no hay pieza similar.
—¿Fénix? ¿De verdad?
—Yo tampoco lo creía, pero toca la cápsula. —Frey Erland frunció el ceño mientras la señorita acariciaba el cristal con el índice. Apenas lo hubo tocado, retiro la mano, sorprendida. Él aprovechó para reafirmar su propia experiencia—: Ha mantenido esa temperatura desde que lo adquirí. Incluso lo enterré dos horas en la nieve y siguió igual.
Evgenia asintió, sin palabras. Sabía que su cultura no era extraordinaria, pero no se necesitaba de mucha inteligencia para relacionar aquel curioso objeto con esos seres más allá de los límites fronterizos.
—Gracias —susurró—. Pero es mejor que te vayas.
El cambio brusco sorprendió tanto al príncipe que no pudo reaccionar de inmediato. Solo observó la velocidad con la que la chica dejaba la caja sobre la mesita central y salía del salón, herida y etérea.
Notó, con fastidio, que no había recibido una respuesta concreta sobre su proposición.
No importa, se dijo para sus adentros. No tenía el humor suficiente para ir tras ella y lidiar con sentimentalismos, sería mejor abordarla en otra ocasión, quizás con un discurso de índole más carnal.
Se acomodó el uniforme, pasó los dedos por su cabello de trigo como siempre hacía antes de salir, y dejó el recinto sin mirar siquiera el regalo rechazado. Después de todo, ese anillo nunca le perteneció; solo pudo pensar en la duquesa mientras trataban de vendérselo y era justo que ella tuviera la decisión de conservarlo o tirarlo.
Evgenia salió de su escondite en cuanto escuchó que la puerta principal de la hacienda se cerraba y, cual animalillo de las tierras de su prometido, regresó al salón tratando de hacer el menor ruido posible.
La pequeña caja seguía donde la dejó, como un terrible recordatorio de que su opinión era irrelevante para Frey Erland. Inhaló profundo y dejó salir el aire por la boca, haciendo vibrar sus labios rosados.
—No es nada —susurró para sí al tiempo que tomaba el obsequio una vez más, fascinada en secreto por la rareza de la joya—. Solo te acongoja la corona que perdiste.
Y por un segundo, quiso creerse. De hecho, perder una corona le habría dado la excusa perfecta que justificara su furia interna. Todos hablarían, por supuesto; ya lo hacían. Pero los rumores sobre cómo perdió la oportunidad de sentarse en el trono del Sur acallaría su propia voz interna.
Sacó el anillo y se lo puso en el dedo medio. Demasiado grande, casi tanto como la decepción de que él no tuvo la cortesía de prestarle atención a unas manos que nunca se negaron a tocarlo.
—Eres joven —siguió hablándose—. Con suerte, esta no será la última vez que tengas el corazón roto. Ni la más importante.
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