Capítulo 08
El constante paso del reloj era el único sonido que podía calmar los alterados nervios de Duscha Rómanov. Al caer la noche, solía acostarse en su cama y no hacían falta más que un par de minutos para que entrara al mundo de los sueños.
Sin embargo, su paz interna se había visto doblegada por un antiguo fantasma que había dado por, si no muerto, al menos encerrado en una celda oscura, fría y abandonada de sus memorias.
Lo intentó. Desde que una segunda audiencia a Lotta Rómanov, privada para ya no causar conmoción, confirmara la inocencia del monarca del Sur, y este recibiera las disculpas debidas por parte de todos los que lo calumniaron, su alma se vio turbada por las palabras de la reina desaparecida.
La historia de los hombres, así como el cuerpo humano, tendía a autosabotearse con células rebeldes. En el segundo, un claro ejemplo eran los distintos tipos de enfermedades que surgían, cada vez más resistentes. Con la historia era más complejo; las personas eran el cáncer.
En Hessdalen podían contarse algunas manchas oscuras, solo documentadas a detalle en archivos exclusivos cuyo acceso se limitaba a los círculos más selectos. Ningún civil era merecedor de saber hasta dónde podía llegar la ambición de poder porque las sublevaciones emergían de los cimientos de una sociedad, no de las cumbres.
Uno de esos oscuros desestabilizadores fue la aparición de un icónico personaje. El Maestro, como es que se hizo llamar, fue un reconocido conde que traicionó a toda la nación. Vendió a cientos de personas a los Naturales y con su carisma consiguió que miles más siguieran y confiaran en sus ideales. La devoción que le tenían fue tanta que sembró los inicios de una revolución sin siquiera desvelar sus verdaderos planes.
No obstante, el Maestro no había tomado en cuenta un aspecto de vital importancia cuando de cambiar el sistema se trataba. Era fácil convencer a quienes tenían mucho por ganar y poco que perder; por otro lado, a aquellos que tenían más de lo segundo no les era conveniente arriesgarse de tal forma. En especial si ni siquiera sabían qué era.
El conde fue detenido por los reyes de ese entonces. Zinerva Landvik tenía poco de haber heredado la corona, Frey Swenhaugen acaba de engendrar a su último hijo, Hefestos Zafereilis se congraciaba con la muchacha que su hijo cortejaba, y Alexandrina —hermana mayor de Duscha—, disfrutaba su maternidad, inculcándole a sus gemelos la vida militar propia de su reino.
Las desapariciones incrementaron cada año hasta que ellos le tendieron una trampa; pero las buenas intenciones no compensaron un punto ciego que les cayó por sorpresa, y ese año, el DVII de la era Hessdalen —lo que en la Tierra sería el 1958—, lo acorralaron, desatando una masacre que no solo marcó un día negro, sino que empeoró la situación por los siguientes cuatro años hasta que pudieron apresarlo.
El día veintidós del mes Ianuarius, del año DXI, lograrían detener al Maestro y condenarlo a la hoguera junto con su esposa, hijos y nietos.
Incluso después de tanto tiempo, Duscha podía oír los gritos desgarradores de los niños que clamaban su inocencia, oler lo dulzón de la carne quemada, y saborear el amargo regusto de que su generación no volvería a ser la misma.
Quizá, solía pensar de vez en cuando, esa era la razón por la que ahora todos ellos eran tan intransigentes y severos. Algo así cambiaba vidas; las quebraba, fundía y las enfriaba en moldes poco flexibles.
No, no podía concebir la idea de que el conde Baumgatner estuviera vivo. La ciencia tenía prohibido la exploración de esos límites. Y aun así, Lotta lo afirmaba con cordura dentro de sus lapsos de demencia.
¿Y si la amenaza que les hizo con su último aliento no fue en vano? ¿De verdad podría cumplirla?
Duscha giró en la cama por quinta vez, las sábanas enredándose en sus marchitas piernas y la consternación dando paso a la nostalgia. Es cierto que desde que Alexandrina se casó con Sergei Mashkov, un prometedor y feroz militar, la relación entre ellas se quebró; y que el sacrificio de este en el DVII no hizo más que empeorar ese resentimiento, pero seguían siendo hermanas y por supuesto que le pesaba su ausencia.
Al menos, y para sosegar su alma atormentada, sabía que había hecho un buen trabajo con la educación de Oleg cuando pasó a su cargo; su gemela, Viktoria, era caso aparte, no por nada tuvo el final que se buscó. Y claro que se sentía orgullosa del rey en el que se convirtió su sobrino, solo que en ocasiones se preguntaba si habría tenido más humanidad de haber crecido con Alexandrina. Ella era tan ruda como Duscha, sabia como una reina debía ser, y con el equilibrado sentido de la maternidad corriendo por sus venas.
Ella no; se había marchitado con la muerte de su hermana y cuñado.
—No puedes volver, maldito bastardo —susurró colérica a la oscuridad.
El cansancio y las memorias la fueron sumiendo en un sopor temporal hasta que cayó profundamente dormida.
A la mañana siguiente, con la cabeza fría y los nervios templados, se miró en el espejo y se dijo que, fuera cierto o no, el sentimentalismo no volvería a ser un obstáculo. De verse en la misma encrucijada, o una similar, no dudaría; haría lo necesario así le costase la vida o tuviera que derramar la sangre de su propia familia.
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