Capítulo 06
Por cuarta vez desde que había iniciado esa actividad, Odalyn cuadró los hombros como si aquella acción le fuera a dar una inexplicable y espontánea habilidad. Sostuvo con fuerza el oscuro metal, ya tibio por haber estado en contacto con su mano por tanto tiempo, y blandió la espada de un lado a otro al tiempo que giraba con una gracia que su institutriz de infancia le habría alabado. Si Einar hubiera estado ahí para verla, de seguro le habría recalcado todos los puntos de su cuerpo que dejó vulnerables con la pirueta.
En general no le importaba; después de todo, su crianza se basó en los cánones de una realeza proveedora, dichosa en paz. Pero en combate la delicadeza le resultaba más fanfarrona que útil y eso le frustraba porque quería cierta igualdad con su pareja. Si Hummel podía adaptarse a la vida doméstica, ¿ella por qué no podía ser parte de la antigua rutina activa que llevó?
Suspiró profundo y volvió a acribillar a su oponente invisible, solo que tratando de aparentar rudeza. No, la lucha no corría por sus venas. Aunque se esforzaba.
—¿Qué opinas, Sersjant? —le preguntó al perro acostado en el sillón—: ¿Ya puedo retar a Einar a un duelo?
La intención de comunicarse por parte de Odalyn no fue suficiente para que el can entendiera la referencia, pero él de cualquier forma agitó su cola con más exaltación porque le hacía feliz cuando los humanos le hablaban.
—Eres muy entusiasta, ¿sabías? —continuó la chica con su monólogo—. Yo creo que no duraría ni cinco segundos. O tal vez sí, él me dejaría llegar al medio minuto. —Agitó de nueva cuenta la espada, con movimientos distintos, porque se dio cuenta que parecía leñadora cortando madera—. Pero solo porque no me exige como tiene que hacerlo.
Un ladrido fue su única respuesta.
Hasta cierto punto, ella tenía razón. Después de que Einar accediera a enseñarle con las espadas olvidadas de Sigurd, sus prácticas se volvieron más formales, pero sin llegar al punto de traer de vuelta al militar severo que otrora fue.
Poco extrañaba Odalyn de esa faceta; aunque por ratos, cuando intentaba rememorar esos primeros días junto a él, se descubría sonriente por lo hosco y salvaje que un día le resultó. Más aún, el regocijo la visitaba al pensar en el entretenimiento que encontraba al invadir sus espacios, insistirle en que la llevase a la aldea o interrogarlo sobre los aspectos más burdos de ese nuevo mundo.
El timbre agudo del temporizador que dejó sobre la chimenea la hizo correr a la cocina, dejando atrás la espada y sus memorias.
Tocó el pastel puesto en el alféizar de la ventana para comprobar su temperatura y, satisfecha, lo puso sobre la mesa, donde segundos después lo rebanaría de forma transversal.
El esmero con el que lo rellenó de crema batida y rebanadas de plátano fue tan notable como la atención que le puso a la ventana, por si había señales de Einar.
Desde el mediodía este se había ido a la casa de la señora Amundsen con quien, para su gran sorpresa, había organizado un plan para mantenerlo entretenido gran parte de la tarde en lo que ella le preparaba un kvæfjordkake, receta que la misma Helga le compartió.
Acomodó la parte superior del pastel sobre el relleno y quitó las migajas caídas en los bordes del traste.
Sopesando que tal vez ya no utilizaría la espada ese día, la regresó al baúl en el ático. Estuvo a punto de volver a bajar por la escalerilla cuando algo en un rincón atrajo su atención como la luz a un insecto.
La vieja mochila del coronel se había adaptado bien a ese oscuro lugar, aguardando como un cachivache más. Odalyn, conmovida por la nostalgia, se acercó a ella y acarició la tela, ahora empolvada. Luego la abrió y, bajo la tenue luz del foco, tanteó el contenido del interior. Ahí estaban los viejos mapas, otros papeles importantes para Hummel y su bitácora, en la que ya no había vuelto a escribir desde que llegaron a Tønsvik. Los únicos documentos faltantes eran sus identificaciones, las cuales llevaban en sus carteras como los demás ciudadanos.
Un añadido reciente era una de las dos armas de fuego del coronel, que había aceptado guardar después de una infinita paz en ese recóndito lugar; y, debajo de esta, una caja metálica, fría por el abandono.
Al sacarla, lo primero que le vino a la mente fue el rostro de Nicoletta. Una vez que se desvelara su secreto, y ella le hubo perdido el temor inicial por su naturaleza, la curiosidad le hizo preguntarle por su vida y los cambios que sufría cada luna llena. Y en una de esas charlas, la loba le mostró una caja idéntica en la que guardaba sus dosis de acónito, una sustancia de olor dulzón que minimizaba los instintos licántropos.
Un cosquilleo le recorrió la columna al pasar su palma por la superficie lisa, en la cual, de inmediato, apareció el teclado táctil en espera de que se introdujera la contraseña. Sus dedos actuaron por inercia, siguiendo la secuencia numérica que Hummel un día le compartió en caso de emergencia; luego, un silbido apenas perceptible que indicaba que se abría.
Protegidos por espuma, cuatro frascos de vidrio reposaban inocentes. Los más grandes contenían la sustancia inhibidora que hubieran bebido de regresar a Hessdalen; un líquido que por sí mismo le producía escalofríos a Odalyn porque no concebía la idea de olvidarse ni de ese mundo ni de lo que vivió ahí. Los otros, mucho más pequeños, eran químicos altamente dañinos que tenían prohibido abrir a menos de que los humanos los hubieran descubierto; en ese caso, y de no poder escapar, el veneno era la salida más digna.
Al regresar la vista a los primeros, un pensamiento vago se abrió camino. Si hubiesen regresado a su mundo sin beberlo, ¿los recuerdos permanecerían por siempre o también se desvanecerían, igual que Hessdalen de su cabeza como en las últimas semanas?
El traqueteo de un motor espabiló a Odalyn, quien volvió a dejar todo como estaba y bajó hasta la cocina, comprobó que la sidra casera ya estuviera lo suficientemente fría y quitó los trastes sucios de la mesa principal. Por la ventana podía ver que Einar le abría la puerta a Warrior para que descendiera del auto. Por su parte, Sersjant brincoteaba y ladraba de un lado a otro.
El hombre que regresó a casa lucía muy distinto al que se fue. Einar tenía evidente gesto de hastío y cierta tensión muscular que lo hacía cuadrar la espalda más de lo normal. Aun así, saludó a su novia con afecto y no hizo ademán de alejar al can que lo olfateaba para indagar dónde había estado.
—¿Cómo te fue? —le preguntó Odalyn—. ¿Todo bien con Helga?
—No paró de hablar ni cuando encendía el tractor para revisarlo —se quejó hosco—. Pensé que si aparecía su esposo se centraría en él, pero solo discutieron por el estado del vehículo.
Para distraer a Einar, Helga lo contrató para que revisara el estado del tractor que tenían arrumbado desde hacía años. Hasta ahí no parecía una tarea difícil, no obstante, las inclemencias del exterior y las ganas de la señora de hacerle un buen favor a Odalyn, la motivaron a cortar cables a diestra y siniestra.
—Sé que querías salir esta noche —continuó, deshaciéndose de la chaqueta y las botas—, pero preferiría...
—Nos quedaremos en casa —interrumpió, tomando su mano y guiándolo hacia la cocina—. De hecho, espero que estés hambriento. Preparé lasaña de berenjena y queso, sidra y... —Dejó de hablar porque la expresión de Hummel era digna de admirarse en silencio. La fuerte mandíbula pendió indecisa al tiempo que sus ojos se debatían entre el rostro expectante de la señorita y la mesa, cuidadosamente preparada. Odalyn hinchó el pecho y, amorosa, susurró—: Feliz cumpleaños, Einar.
Los platos estaban dispuestos frente a frente, listos para cumplir su propósito, así como los cubiertos y las copas de cristal. Unas cuantas velas, cuya funcionalidad quizá fuera rendirle culto a alguna deidad, se distribuían sin ton ni son a lo largo y ancho del mantel, todavía apagadas.
—¿Preparaste esto para mí? —cuestionó sorprendido.
—Bueno, alguien debe estar emocionado por tal evento. Y si no eres tú... —Encogió los hombros, restándole importancia, al tiempo que raspaba una cerilla y encendía las velas, una por una—. Estaba entre eso o un reloj. Luego me di cuenta de que no eres de los que usan accesorios; así que aquí estamos. —Le quitó el guante de tela de las manos, con el que el hombre sacaría el refractario del horno, y con su índice le señaló la silla—: ¡Coronel, le ordeno que se siente ahora mismo! Por favor.
Einar habría preferido ayudarle a servir los alimentos; aun así, le hizo caso.
—Gracias, Odalyn.
Esta le sonrió.
—Pensé que dirías: ¡Señor! ¡Sí, señor! —respondió, cortando una generosa porción de la lasaña y decorándola con hojas de albahaca.
—Fuiste demasiado gentil como para recordarme a mis superiores. Al menos déjame servir las bebidas, ¿sí?
Apenas probaron el primer bocado, Einar miró fijamente el rostro de Odalyn, concentrándose en las delicadas curvaturas y los colores tenues de una naturaleza albina. Para su sorpresa, también notó la soltura con la que ahora se movía, dejados atrás los más estrictos modales; así como unas pequeñas manchas en su ropa, evidencia de su esmero en el arte culinario.
—Ven —soltó salvaje, interrumpiendo algo que había comenzado a decir sobre Helga Amudsen. Si bien Odalyn se sorprendió por tal pedimento, ingirió otro bocado y se acercó a Hummel. Este le tomó la cadera y la dirigió a su propio regazo, ocasionando numerosas preguntas en los orbes grises—: Estabas muy lejos.
Por un rato comieron del mismo plato y bebieron de la misma copa. Discutieron pendientes atrasados e intercambiaron caricias casi tan dulces como el pastel que ni se molestaron en cortar.
Entre el embeleso de la velada ninguno de los dos se percató del momento en que dejaron la cocina y se encerraron hambrientos en la recámara.
***
Después de satisfacer sus necesidades fisiológicas, Odalyn regresó a la habitación. Todavía tenía que darle de comer a los perros, lavar los trastes, revisar el queso que ellos mismos hacían y ordeñar de nueva cuenta a las vacas. Pero los colores pacíficos del atardecer se filtraban perezosos por la ventana, instándola a buscar el refugio del cuerpo cálido y desnudo que dejó bajo las sábanas antes de salir de ese ensueño.
Hummel no se había movido en esos minutos, la ropa seguía desperdigada por el suelo y del otro lado del cristal ya casi nada quedaba del invierno; los montes de esa región se estaban cubriendo de verde, el río ya corría libre y descongelado hacia el fiordo en el que desembocaba, y la pradera que rodeaba la cabaña veía los primeros indicios de los nuevos retoños. Esa naturaleza, pensó contenta, era mucho más bella que cualquiera que hasta el momento hubiera visto.
Quizá se habría quedado ahí de no ser que un movimiento en la cama la hizo voltear con una tímida, pero radiante, sonrisa. Y si bien esperó ver los ojos oscuros fijos en su cuerpo desprovisto, la realidad fue que Hummel seguía profundamente dormido, un lujo que había adquirido poco después de que llegaran a ese pueblo.
El entrecejo del hombre se frunció, casi tanto como sus labios de convirtieron en una rígida línea que, pocos segundos después, repitieron un solo nombre en susurros; ruegos que tenían un tinte melancólico.
Einar despertó antes de que Odalyn siquiera pensara en hacer algo.
Consternado por verse descubierto en semejante vulnerabilidad, saltó de la cama sin dar explicaciones, ignorando los ojos inquisidores que hurgaban en los suyos. Se vistió eficaz y salió de la recámara, dejando tras de sí la misma sensación de antaño, cuando sus conflictos internos ponían una barrera entre los dos.
Odalyn permaneció parada ahí, por largo rato. Escuchó los pasos pesados en las escaleras, los ladridos juguetones de Sersjant y uno más grave de Warrior, y por último la puerta trasera. Ni siquiera tuvo que asomarse por la ventana para saber que se estaba yendo.
Un suspiro y también se vistió para comenzar con los pendientes; y aunque encendió la radio, se sintió abrumada por la soledad y el vacío. No era como si Hummel parloteara todo el tiempo, pero sus silencios le resultaban reconfortantes.
—¿Cómo están, chicas? —les preguntó a las vacas cuando entró al establo.
Para mitigar la pesadumbre había abierto ese vínculo que le permitía un atisbo de comunicación con los animales. Tanteó el humor de los voluptuosos mamíferos, algo apaciguado por la larga caminata de la mañana, y les acarició las orejas a ambas como una no tan sentida disculpa; no iba a dejar que el reproche percibido le afectara porque, después de todo, necesitaban actividad física tras un crudo invierno que las mantuvo resguardadas la mayor parte del tiempo.
Quien sí quiso estar muy comunicativa fue la cabra loca. Ella, a diferencia de los demás, no tenía un nombre propio porque Sigurd, su dueño, creyó que no duraría mucho en la granja debido a su salvajismo e inmensas ganas de explorar lo desconocido.
—¿Sí? No me digas —respondió, un tanto animada al percibir las ganas de la cabra de irse. No era la opresión de la esclavitud; hasta eso, el arrendador se preocupaba por ellos. Más bien, era la emoción natural de un espécimen juvenil, curioso y enérgico—: Mira, si por mí fuera, yo te abro la puerta con mucho gusto. No es mi intención privarte de tu libertad. —A ella no solo le acarició las orejas, sino también la cabeza de pelaje suave. Los ojos ambarinos, casi siempre al borde del desequilibrio mental, atentos en la humana—. Pero nos encargaron cuidarte, ¿lo entiendes?
Le dio un último toque a la nariz rosada, fugaz porque la cabra hizo ademán de morderla, y se concentró en la apacible, pero laboriosa, labor de ordeñar.
Aunque en su momento fue más complejo que en Hessdalen —allá las vacas cooperaban gustosas la mayor parte del tiempo—, ahora podía completar esa rutina sin que prestara la total atención a sus acciones, por lo que sus pensamientos brincaban de un tema a otro, generando preguntas que no se responderían.
Salió del establo hora y media más tarde, con varios litros de leche y la satisfacción de los mamíferos contentos con la comida que les proveyó. Las aves, en el gallinero, ya se encontraban dormidas entre ese hedor penetrante de heces y plumas, con sus cuerpos gordos inflándose al compás de su respiración. Curiosamente, estas le resultaban las más nobles de la granja; las dejaban libres al salir el sol, vagaban por ahí, y al atardecer volvían solas.
Las reflexiones sobre los pollos se esfumaron en cuanto vio a Hummel en el jardín, blandiendo una espada. Por la oscuridad del cielo, se percató de que era la hora aproximada de las prácticas.
Sin hablar, Odalyn tomó la que estaba en el piso y aguardo a que él le diera instrucciones. Sin embargo, Einar solo la observó vacilante.
—¿Hoy no habrá lección previa? —tanteó. Verlo taciturno siempre le dejaba un mal sabor de boca.
Al verla ahí, decidida y capaz, con esa fiereza bajo la apariencia sublime, no supo cómo responder. Tenía miedo de aquello que quería decirle.
—Odalyn —pronunció solemne, indeciso—, tenemos que hablar.
En Oslo, y gracias a la influencia de un amigo del edificio donde vivían, la chica pasó horas distrayéndose con la amplia oferta cinematográfica de los humanos; y si bien no discriminó ningún género, su predilecto fue el drama romántico, rico en conflictos y separaciones que iniciaban con esa frase.
Como era lógico, sus sentidos se activaron, negándose a la única posibilidad para la que estaba predispuesta.
—¿Es por Dahlia?
Aquel nombre, pronunciado en voz alta, sorprendió a ambos. Él no creyó que Odalyn fuera a sacar ese tema; y ella mucho menos, ya que toda la tarde se dijo que sería mejor morderse la lengua hasta que fuera un mejor momento.
—¿Qué sabes de ella?
Si el miedo no hubiera acalambrado los sentidos analíticos del militar, de seguro habría iniciado con una pregunta que no acarreara tantos posibles significados.
De inmediato, las cuencas de Odalyn se inundaron, aunque mantuvo la compostura y no derramó ni una sola lágrima.
—Sé que la extrañas y que es el motivo por el cual tienes pesadillas —confesó, una tanto incierta porque eso solo era una suposición. Al ver que el rostro de Einar se descomponía por solo dos segundos, en franco terror, el dolor que sentía se disfrazó de enojo. Irguió la espalda y, serena, continuó—: Eso es todo lo que sé. ¿Y sabes por qué? —El reproche tomando protagonismo de súbito—. ¡Porque no me cuentas nada!
El ataque llegó sin aviso. Los buenos reflejos, forjados en la milicia, sirvieron para detener el trayecto de la espada que iba a hacia él.
Los dos metales colisionaron con un sonido penetrante que rebotó en Odalyn como una campana de alerta sobre lo que recién había hecho, acentuada con las perceptibles vibraciones que ascendieron desde su mano.
Hacía casi un año que, sin ser consciente de ello, Einar Hummel memorizó aquellos ojos vívidos que sabían mostrar una infinidad de sentimientos. Los había visto anegados en nostalgia, temor, incertidumbre, alegría, desconfianza, enojo, éxtasis, decisión, olvido, e incluso celos; de estos últimos solo una pincelada. No obstante, los que aparecieron en ese momento eran distintos, más viscerales y teñidos con algo muy parecido al desconsuelo.
—¿Quieres sacar tu enojo de esta forma? —pronunció paciente, empujando la espada de Odalyn con la propia, incitándola a seguir—. Hazlo.
Sabía que no era la forma correcta. Las armas eran nobles, pero en manos inexpertas se volvían rejegas y gustaban de lastimar a sus portadores. Asimismo, sabía que el carácter de la muchacha la haría disculparse de corazón más tarde, cuando los ánimos se calmaran.
Y tal vez, con esos conocimientos, la habría detenido; excepto que su memoria comprendía a la perfección la ebullición del primer amor, lo inseguro que por ocasiones se mostraba, y la sensación de estar perdido ante ciertas situaciones que parecen no estar en nuestras manos.
Hummel ya había pasado por eso. Ella no.
—¡No soy una niña! —le gritó, exasperada por verlo imperturbable en su modo maestro, al tiempo que volvía a arremeter contra él—. ¡Dijiste que éramos iguales y me sigues tratando como si fuera menos! ¡Ni siquiera confías en mí!
Cada sentencia llegó acompañada de un golpe, cuyo impacto reflejaba esa liberación de sentimientos.
Hablar, sin embargo, era un desgaste de energía del cual Odalyn prescindió muy pronto porque, pese a lo que le había dicho, desquitar su frustración de esa forma era en extremo infantil; y aunque el decoro, con su voz estirada y molesta, le pidió parar, sus músculos exigieron más sacrificio en pos de aliviar aquello que otra vez la tenía al borde de las lágrimas.
Con la primera gota salada que resbaló por la mejilla, Einar dio por finalizada aquella sesión de catarsis. La siguiente vez que los metales se encontraron, aplicó un sencillo movimiento para desarmarla.
Las espadas cayeron sobre el césped al mismo tiempo que el hombre abrazó a Odalyn como si esa fuera a ser la última vez que se verían. La ciñó contra su cuerpo sin darle la más mínima esperanza de que sus intentos por liberarse darían frutos; cerró los ojos y se concentró en el latir agitado de su corazón, en el olor lechoso de esos cabellos blancos que veía rebeldes al despertar, y en los empujones, rasguños y pellizcos que pronto se cansaron, y evolucionaron en un abrazo cálido y posesivo.
La necesidad apareció ansiosa. Los rosados labios se vieron asaltados por unos más experimentados que se movían con pericia, explorándola como una confirmación de que ese era el lugar al que pertenecían.
Hummel la saboreó ambivalente, entre caricias y mordidas. La cargó en volandas y, sin que ella se diera cuenta, caminó hasta encontrar la pared de la cabaña, contra la que la acorraló.
Sí, así eran los romances primerizos: inestables, avasalladores e intransigentes.
Entonces, con sus piernas rodeándolo y los dedos escondidos entre su cabello, causándole escalofríos, admiró la belleza desastrosa, cubierta de lágrimas e interrogantes que no quería responder. El pasado era solo eso, un concepto que un día fue. Nada más.
—Lo sé, Odalyn —clamó sin dejar de ver los labios entreabiertos—. ¿Crees que si te considerase una niña podría vivir con mi conciencia, sabiendo que avaricio cada parte de ti en el lecho?
—A veces me tratas así —respondió, ignorando el tenue calor en sus mejillas—. Me sobreproteges.
—Me gusta creer que soy capaz de cuidar de mi novia.
El ceño de la señorita se frunció. Podía sentir que, al contacto y lo inestable de la situación, sus cuerpos se buscaban necesitados; Einar lo demostraba más que ella. Y aun así, las llamas casi extintas de la furia se avivaron un poco, ocasionando que, en vez de caricias, los dedos tiraran del cabello oscuro, obligando al hombre a mirarla directo a los ojos.
—Sabes que no me refiero a eso. Me ocultas cosas porque crees que me lastimarán. —El objetivo se cumplió. Los sentimientos en rojo que expedían los poros se apaciguó en un segundo, llevándose también los suyos—: Entiendo que es justo que tengas tus propios secretos, Einar. Solo digo que la confianza... Es que a veces... ¡Ay, estoy sonando ridícula!
Los dos se regalaron un atisbo de sonrisa.
—Sé que no suelo preocuparme por compartir lo que fui, puesto que me interesa más el ahora. Pero confío en ti, Odalyn; jamás te negaría algo de mí que quisieras saber.
La muchacha supo que, aunque esa promesa permanecería ahí, quizás no habría la oportunidad de sacar el tema después.
—¿Quién es Dahlia?
Las palabras cayeron pesadas en el corazón de Hummel. ¿Estaba listo para dar ese paso? No, nunca lo estaría, mas el honor era algo de lo poco que le quedaba.
—Ahora es un fantasma, pero en su tiempo fue mi primer amor.
Un tirón bastante desagradable revolvió las entrañas de Odalyn. Su parte más sensata alegaba que era lógico que Einar hubiera tenido no solo una, sino más relaciones sentimentales antes de que ella llegara a su vida. Entonces, ¿por qué le molestaba? ¿Era acaso porque esa mujer los había seguido hasta ese mundo?
Sus cavilaciones, no obstante, no llegaron muy lejos. Por la ventana, el sonido del teléfono se escuchó; y tal vez lo hubiesen ignorado como a los dos primeros timbrazos de no ser que Sersjant comenzó a ladrar.
—Lo más seguro es que sea Sigurd para confirmar la siguiente entrega.
Sin más, dejó a Odalyn en el suelo y se apresuró para contestar.
Cenaron en silencio. Uno lavó los trastes, mientras la otra preparaba la comida de los perros; revisaron el estado de los productos que le llevarían al propietario de la granja, y fueron a la recámara con el mismo ánimo que las vacas.
Si bien eran conscientes del paso que habían dado, más que un progreso, lo sintieron como una caída al vacío.
—Cuéntame de ella —susurró Odalyn en la oscuridad. Ya había pasado un largo rato en el que ninguno pudo conciliar el sueño ni encontrar el valor para acercarse al otro.
—¿Qué quieres saber?
—¿Cómo era? ¿Qué hacía?
Los segundos pasaron en medio de la espera. Einar no sabía cuál era el propósito de aquello, pero una parte de él quiso compartir lo que una vez sintió. La chica se mordió los labios al escuchar los movimientos que denotaban estrés; de seguro, esa había sido la mano que ahora apretaba su barbilla.
—Era el ideal de lo que siempre busqué en una mujer —confesó por fin—. Sabía que podía hablar con ella de cualquier tema, y aun así preferíamos el silencio, las cosas que se decían con el cuerpo. Era tranquila, segura de sí misma y tan paciente que no le importaban mis jornadas en el ejército. Tenía la certeza de que, pese a que ella era extraordinaria, y su posición privilegiada, nos queríamos tanto que los estatus sociales no importarían.
Había pocas situaciones en las que Einar Hummel se arriesgara sin pensar; y muchas menos de las cuales supiera el inminente fracaso y lo hiciera porque el riesgo valía la ínfima posibilidad de gloria. Acortó la distancia entre ellos; rodeó un cuerpo rígido con la esperanza de no ser rechazado.
—Era bella. Su cabello claro olía a lavanda y sus sonrisas eran todo lo que necesitaba para soportar y adaptarme al régimen de Rómanov. Para superarme. —La nariz recta de Hummel hurgó en un cabello no tan distinto.
—¿Y tus pesadillas? ¿Ella está ahí? ¿Por qué?
—Desde que la vi intuí que había algo mal; después alguien me predispuso a encontrar fatalidad en un destino que no comprendía y..., crecí con esa presión, ¿sabes? En mi mente me repetía, una y otra vez, que debía hacer todo por protegerla.
Un atisbo de comprensión llegó a Odalyn. Einar era práctico, pero su interior estaba tan enmarañado como el de cualquiera; quizás un poco más. Era entendible que no sintiera el impulso de exponer lo que guardaba su corazón.
—¿Siempre te ha atormentado su recuerdo? No solías tener malos sueños antes de que llegáramos aquí —preguntó con un tono de voz más dulcificado, tomando la mano que la aprisionaba del vientre y llevándola a sus labios para besar las yemas ásperas.
—Los tengo cuando me permito dormir como se debe. En la aldea y en Oslo tenía la preocupación de estar alerta las veinticuatro horas, mi descanso era ligero.
Como la tensión se evaporó rápidamente, Hummel se atrevió a besar el cuello terso.
—¿Y todavía la amas? —Verdadera curiosidad y expectación a la vista.
Suspiró aliviado. Quería que le hiciera esa pregunta para dar por concluido el tema.
—Amo el concepto que tengo de ella. La idealicé y su sola imagen, por muy diferente que al final resultó ser, me motivó para formar al hombre que soy ahora. —Hizo uso de su fuerza para voltear a la chica y que quedaran frente a frente. Que no se pudieran ver en medio de la noche no significaba que ese mero le hecho no le trajera seguridad—. Tal vez era el ideal de mujer que quise para mí, Odalyn. Pero no el que necesitaba porque, en realidad, no me hace falta más silencio, sino tus canturreos y risas, tu hiperactividad y tu impaciencia, hasta tus inesperados lapsos de celos. No debería importar a quién amé en otro tiempo y otro lugar porque el ahora es solo tuyo.
Esta vez, fue Odalyn quien, voraz, buscó los labios del otro para hacerlos propios. Era cierto, ellos estaban ahí y nada de lo que una vez fue podría afectar su presente y su futuro.
—Lo siento —se disculpó entre besos y jadeos, sentándose a horcajadas sobre la pelvis de su amante—. Exploté porque te escuché decir su nombre en sueños, y luego te fuiste, y entonces creí que querías cortar conmigo...
—¿Por qué pensaste tal cosa? —Las grandes manos ascendiendo desde la redondez de los glúteos, por la curvatura de la espalda, hasta la cabeza que no dejaría separarse más que unos cuantos centímetros—. ¿Te di esa impresión?
—Sí, cuando dijiste que teníamos que hablar.
Odalyn sintió, más que vio, que Einar trataba de sentarse sin quitarla de encima. Otros movimientos más y la lámpara del buró la hizo cerrar los ojos, acostumbrados a la oscuridad.
—No era eso lo que quería decirte. Aunque ahora comprendo tu reacción —dijo serio, acomodándole un mechón detrás de la oreja.
—Entonces, ¿qué era?
Hummel frunció los labios y observó el rostro juvenil, lleno de preguntas, para armarse de valor. ¿De verdad podía ser tan egoísta?
—Quería decirte que me gustaría dejar todo atrás y tener una vida normal en este mundo, contigo.
—¿Normal? —cuestionó divertida e, internamente, emocionada—. ¿No la estamos llevando así?
El hombre suspiró profundo.
—Mientras recordemos siempre tendremos una parte de nosotros en Hessdalen —confesó con el corazón en la mano—. Solo..., creo que ya me cansé de retener a quien fui. Me gustaría no pensar tanto las cosas que nos incumben; tener una casa propia con un jardín que te haga feliz, proponerte matrimonio, tener una familia si ese es nuestro deseo... Cosas normales que no me tengan cavilando por horas sobre lo que pasaría si un día queremos volver.
"Sé que es egoísta porque eso implicaría que olvides a los seres que amas. Sería arriesgado, tendríamos que elaborar un buen plan y, lo más importante, no habría vuelta atrás. Es por eso que dudé tanto en decirte.
Si bien Odalyn no habló, porque esas decisiones no se respondían al momento, abrazó a ese hombre que, con mucho esfuerzo, accedía a un cambio al cual antes se negaba. Besó sus labios, su fuerte quijada, el puente de la nariz y la frente llena de conflictos.
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