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Capítulo 05


Cualquiera que hubiera visto a Garm Swenhaugen llegar al Tribunal Supremo no habría considerado siquiera la idea de que el hombre estuvo en prisión por meses.

Sin duda, haber permanecido en absoluto reposo en una de las mejores habitaciones del palacio del Este no podría recibir tal nombre, no obstante, ese era un detalle que muy pocos sabían o siquiera sospechaban, puesto que la indignación y furia que mostró Oleg Rómanov el día que aprehendió a su amigo fueron muy convincentes.

En ese momento, en el que lo vio avanzar custodiado por cuatro guardias de la más alta categoría, se veía más alterado que aquella vez; ya fuera por unos dotes histriónicos que muchos del Oeste quisieran, o porque anticipaba un inminente desastre.

Garm caminó tan soberbio como el día en que fue coronado. Vestía su uniforme real, con cada adorno bien puesto y una modesta cantidad de insignias que recibió a lo largo de su reinado; solo las más importantes porque no quería que la elegancia de su imagen se sobrecargara con tanto metal.

Por regla general, el acceso a los jardines del Parlamento estaba restringido a cualquier civil; sin embargo, en situaciones extraordinarias las puertas se abrían para que el pueblo fuera testigo de lo que acontecía en el gobierno. Esa ocasión lo ameritaba. Gente de cada reino esperó en los jardines adyacentes al Tribunal y expresó a gritos su sentir; unos apostaban por su inocencia, otros —la mayoría— aseguraban su culpabilidad.

El monarca trató de no hacer mucho caso a estos últimos; después de todo, solo era gente aburrida de la monotonía que buscaba un tema interesante del que pudieran hablar y sentirse importantes. No estaban ahí por verdadera justicia, sino por morbo.

En el interior del recinto, por otro lado, todo estaba en solemne silencio. Los asistentes aguardaban expectantes, pero serenos. La Jueza Suprema, Duscha Rómanov, estaba sentada en el estrado con gran porte, con su anciana espalda erguida y esa severa y arrugada expresión que parecía esculpida en cera. Además, portaba un atuendo exquisito, digno de la dinastía de la que una vez formó parte el apellido que tenía.

El Concilium estaba del lado derecho,  los demás miembros del Consejo en el izquierdo, y los monarcas enfrente, con los herederos de la Corona justo detrás, a excepción de la princesa del Norte.

—¡Qué gusto verlos, amigos míos! —Saludó Garm, llegando hasta su asiento aterciopelado y cuidando que su capa no se le fuera a aplastar al momento de sentarse—. Qué guapa te ves hoy, Zinerva. ¿Es el mismo vestido que usaste hace treintaiún años? Sí, ¿cómo olvidarlo? Hasta pareciera que solo te lo pones para verme sufrir.

La aludida ni siquiera se molestó en aceptar tal verdad con una sonrisa; esa la guardaría para cuando viera que la cabeza se le desprendía del cuello.

—No hay crimen tan inexcusable que traicionar la sangre —comenzó Zinerva—. En un mundo en el que somos el eslabón más débil, no hay cabida para tal inconsciencia social...

Kol Landvik, por su parte, suspiró pesado. El discurso introductorio de su suegra sobre la acusación de su antiguo amigo, lo indujo a pensar en aquella época en la que todos eran jóvenes. En ese tiempo le agradaba bastante; su bipolaridad no era tan notoria y la hipocresía entre ellos ni siquiera existía. Pero el poder los había cambiado y, en vez de forjar lazos, las diferencias los separaron a tal grado que verse en público significaba un terrible desgaste por la constante actuación. Sí, extrañaba las noches en el ejército con él y con Oleg, mientras hacían las guardias de vigilancia y hablaban de mujeres; o su titulación del servicio militar, cuando cruzaron a través del portal hacia la Tierra y, en mutuo acuerdo con ellos y un par de nobles más, no se tomaron la solución inhibidora.

—Hoy, el octavo día del tercer mes, del año quingentésimo sexagésimo sexto —continuó Zinerva Landvik con su exordio, sacando a Kol de su ensimismamiento—, Duscha Antonina Rómanov, descendiente directa del linaje Rómanov, y Jueza Suprema de Hessdalen, nación autónoma de Mothalla, dictará la sentencia definitiva del acusado, Aron Garm Swenhaugen, descendiente directo del linaje Swenhaugen, regente destituido de las Tierras del Sur, reino de la ciencia, el progreso y la educación. Siendo las...

—¡Apúrate ya, mujer! —urgió insolente el monarca, lo que provocó el hastío de la mayoría de asistentes.

La corrugada cara de Zinerva permaneció inmóvil mientras sopesaba tan abrupta interrupción. Habría terminado su discurso de no ser que, a su edad, su límite de paciencia era casi nulo. No se desgastó; en cambio, suspiró profundo.

—Que así sea. —Se dio el lujo del silencio por tres segundos exactos y, levantando la barbilla, concluyó—: Dura lex sed lex.

Duscha tomó esa frase como pie para comenzar. ¿Por qué ese par se empeñaba en hacer de todo un circo?

—Los Sagrados Preceptos de la Corona exigen hacer valer la ley en un tiempo que está por caducar —dictó serena la Jueza Suprema—. Yo y mi Concilium, conformado por los representantes continentales del Consejo Terrestre, sopesamos las pruebas entregadas por cada una de las partes. Sin embargo, y a razón de un evento sorpresivo, exigimos la presencia del Testis unus del cargo por el cual se le acusa a Aron Garm Swenhaugen, para que rinda su declaración.

De inmediato, los guardias postrados en uno de los accesos laterales abrieron las puertas de par en par. Y pese a que sus acciones fueron eficientes y discretas, el ruido que provocaron pareció potencializado porque, al unísono, todas las respiraciones cesaron, todos los movimientos se congelaron, y la tensión ascendió desde los cimientos, envolviendo a cada individuo.

La reina consorte Lotta Rómanov entró custodiada por seis guardias, altos y macizos, que ni siquiera permitían su mínima admiración; ellos tenían las órdenes claras de protegerla y cumplirían su objetivo a toda costa. Los siete caminaron hasta el estrado y la mujer maltrecha ocupo el banquillo de testigos. Solo cuando Duscha dio la orden, los seis hombres se replegaron para dar el espacio propicio.

Si de por sí la ausencia de ruido era abrumadora, al ver a Lotta el silencio no solo se acentuó, sino que se percibió denso y peligroso, como si en cualquier momento todos fueran a presenciar una emboscada.

Desde la última vez que fue vista, la reina cambió bastante. A pesar de su matrimonio con el más eficiente militar, por sus venas corría la sangre Swenhaugen, rica en porte y belleza; en sus mejores tiempos lució alta, fuerte y digna de ser la protagonista de las más osadas leyendas escandinavas.

Pero ya nada quedaba. La Lotta que reapareció sin avisar se veía tan temerosa que daba lástima mirarla, no solo por la terrible cicatrización ahí donde debía tener la oreja, sino por el pánico en sus orbes azules. Ni siquiera el atuendo elegante que vestía podía distraer de las marcas viejas que cruzaban la poca piel expuesta.

El ambiente, según percibió Duscha, había pasado de ser el de un circo al de un rito fúnebre.

—Lamentamos hacerte pasar por esto, Lotta —se disculpó la Jueza—, trataremos de ser breves por tu bien y por el de tu familia.

Esas palabras hicieron que la mayoría tomara consciencia del escenario. A solo unos cuantos metros estaba Annya, inmóvil, con la cara pálida y los ojos llorosos por el esfuerzo de no salir corriendo, ya fuera para abrazar a su madre o para huir de tan abrumadores sentimientos. En un acto de inesperada empatía, Frey Erland le tomó la mano, luego fue secundado por Theophilus que también quiso mostrar su apoyo.

Por su parte, Oleg Rómanov permaneció como una montaña ante un tornado; ni siquiera se percibió atisbo de turbación o sorpresa pese a las miradas puestas sobre él, con sus exageradas cargas de curiosa morbosidad. Muy en su interior, no obstante, quiso reír como nunca; no tanto por la nula comicidad del momento, sino porque aún no creía que esa mujer tuviera la vida de Garm en sus maltrechas manos, ásperas a simple vista por las condiciones que debió soportar todos esos años.

Un simple carraspeo de Duscha y todos volvieron a centrarse en el estrado, ora en la Jueza, ora en Lotta. Y unos cuantos, los que todavía recordaban el porqué de tal acontecimiento, también dividían su atención en el culpable, un hombre con aire prepotente que no mostraba la menor señal de arrepentimiento.

—Por respeto a tu integridad y dignidad... —comenzó la anciana—. Un miembro de la manada acusó a Aron Garm Swenhaugen de haberte vendido al pueblo licántropo. ¿Sostienes o desmientes tal cargo?

Los ojos azules de Lotta se cristalizaron, mostrando la ausencia del alma que se había recluido en el rincón más oscuro de su cuerpo; veían sin mirar y parpadeaban solo por hacerlo. Entonces, como una vez hizo, sonrió sincera y de sus labios salió una tonada que heló la sangre de todos los presentes.

El tarareo ausente y desentonado le recordó a Oleg las primeras mañanas de su matrimonio, en las que veía a su esposa caminar de un lado a otro en sus aposentos, acicalándose para dejarse ver en público; para Annya fue una visita fugaz a esas noches lluviosas en las que su madre le cantaba antes de dormir, y para Garm un retroceso de varias décadas, a cuando jugaba entre los fríos muros del castillo en compañía de sus hermanos y primos.

—Lotta —insistió Duscha, preocupada por una posible pérdida de cordura—, solo serán unas preguntas y pronto podrás volver a tu reposo.

Pero la reina no respondió, siguió perdida con esa melodía que fue un salvavidas en las noches más oscuras, y se aferró a ella sin ser consciente de que a pocos metros su hija también luchaba por no colapsar.

—No está en condiciones de responder, Jueza Suprema —intervino Zinerva—, pero el daño emocional es claro y suficiente evidencia para...

—Ya no es momento de respaldar posturas —interrumpió Vasilios con infinita paciencia—. Hemos presentado pruebas y ahora es nuestro deber no cruzar las tenues líneas de la imparcialidad, si es que me permites recordarte, Zinerva.

Tanto Oleg como Garm sonrieron, el segundo más amplio que el primero, porque casi nadie tenía el valor para enfrentar a la mujer. Que alguien tan joven lo hiciera, y de forma tan diplomática sin perder la intención insolente, ameritaba un brindis que esperaban poder celebrar algún día.

—Les recuerdo —dijo cínico Drew Walton, el representante terrestre del continente americano—, los miembros del Concilium somos los únicos que en juicio podemos imputar o abogar por el acusado.

Que Zinerva no respondiera más que con una mueca de evidente desagrado, significaba su acato al proceso legal. Aunque eso no evitaba que su ego saliera dañado en el transcurso, en especial porque la palabra de ese forastero tuviera más peso que la de ella. Una sola mirada hacia la expresión burlesca de Garm Swenhaugen bastó para que su sangre hirviera más de lo que ya lo hacía.

Duscha suspiró para sus adentros. Le gustaba la justicia y la aplicación cabal de la ley, así como la solemnidad del tribunal; sin embargo, y pese a lo que todos pudieran considerar, juntar en una misma habitación a todos los monarcas de Hessdalen dotaba a la ceremonia de una faramalla que rayaba en lo ridículo.

Cuando la Jueza se levantó y bajó del estrado, haciendo un ademán para que nadie recurriera al protocolo de ponerse en pie, la atmósfera volvió a cambiar. Era más tensa, expectante; aunque nada que fuera a arruinar sus planes.

Las manos frágiles de la mayor de los Rómanov se posaron sobre los hombros enclenques de Lotta. Al principio esta última no lo notó, solo hasta que el tacto descendió por sus antebrazos y una aguda molestia la hizo regresar en sí. Incómoda, se alejó del contacto de la anciana.

—¿Te duele algo, Lottie? —preguntó paciente, aprovechando el atisbo de cordura—. ¿Nuestros sanadores no han hecho un buen trabajo?

La familiaridad y el cariño usado por Duscha abrió una brecha en la barrera que las separaba. Ahí estaba, una cara conocida.

—Les dije que no lo tocaran, ¿sabes? —respondió ansiosa—. Ellas estaban conmigo y así siempre lo estarán.

Un escalofrío recorrió la columna de Rómanov. Lotta se balanceaba al borde de la demencia frente a sus ojos y no había mucho que se pudiera hacer al respecto.

—¿Ellas?

Para responder, la reina levantó la manga holgada de su vestido. Sobre su piel se veían cardenales en proceso de curación, rasguños que emanaban el característico olor del ungüento regenerador y surcos de antiguas heridas. Los sanadores habían hecho cuanto estaba en sus manos para atender la piel de la mujer, pero había marcas que se quedarían hasta el final de sus días.

Duscha estaba tan absorta viendo el proceso de la ciencia médica que tardó en percatarse. Pocos centímetros por debajo de la flexura del codo había marcas rojas, de aspecto desagradable y con costras oscuras. Eran tan nítidas que no hacía falta preguntar; eso no era obra de los lobos, sino de ella misma.

—Las hacía con ramas afiladas que encontraba —se justificó orgullosa—. Una A por Annya y una D por...

—Lo sé —interrumpió suave—. Las extrañabas.

Lotta asintió.

—Creí que jamás volvería.

—Ya estás aquí. Segura. —Sin darse cuenta, esa charla se había vuelto tan personal que apenas pudo recordar el motivo por el cual estaba interrogando a Lotta—: Pero el crimen no debería quedar impune, ¿verdad? Dime, ¿quién te entregó a los lobos? ¿Fue alguien que conoces? ¿Fue tu primo Garm?

Lotta desvió la mirada, se concentró en las heridas que por tanto tiempo remarcó y, temerosa, regresó a los orbes de Duscha para indagar si era digna de confianza.

—No fue Garm.

—Entonces, ¿quién fue?

—Él regresó de los muertos, ¿sabías? —contestó, girando un poco su cabeza como si esperase un ataque desde atrás—. El Maestro sigue vivo.

Si bien lo había susurrado, todos en la sala lo escucharon. Esa simple palabra causó una muda conmoción en cada uno; Oleg y Garm intercambiaron un silente contacto visual, lleno de preguntas y respuestas; entre Kol y Assa solo se percibió una preocupación que se apaciguó con un discreto y reconfortante apretón de manos; Lars y Amethyst meditaron la noticia en la propia intimidad de sus mentes; y el Consejo en general mantuvo una expresión neutra que no demostrara la perturbación de los cimientos.

—Estás cansada, querida —respondió Duscha con cierta repugnancia, al tiempo que le hacía ademán a los guardias para que la escoltaran fuera de la sala—: Creo que deberías ir a dormir.

—¡No! ¡Pierden el tiempo con Garm! ¡Busquen al culpable! ¡Busquen al Maestro! —gritó entre los jalones que daba para zafarse de las manos de sus custodios, quienes ya la guiaban a la salida—. ¡Él lo hará! ¡Lo hará esta vez!

La jerarquía de Rómanov volvió a su cuerpo tan rápido que nadie habría creído que unos segundos atrás fue protagonista de tan condescendiente escena. Cuadro los hombros y miró a esa mujer desesperada con inquebrantable seriedad.

—Yo misma le prendí fuego a su cuerpo mientras aún vivía, Lotta. Él no está vivo.

El silencio que reinó tras ese recordatorio se estableció denso incluso después de que las pesadas puertas se cerraran y los gritos al otro lado de estas se desvanecieran conforme el séquito volvía al ala médica.

Ni siquiera Garm Swenhaugen, emocionado por tan controversial declaración, se atrevió a emitir una de sus verborreas aduladoras y fuera de lugar. En cambio, Oleg fue el primero en quebrar la paz.

—La estabilidad mental de mi esposa siempre fue frágil y dependió de una específica combinación de medicamentos. Si me lo permiten, me gustaría informarle a los sanadores de las particularidades de sus afecciones.

Tanto el Concilium como la Jueza estaban aún consternados, por lo que aceptaron en unanimidad una petición que, de haberse procesado a conciencia, hubiera sido negada.

Oleg Rómanov salió del recinto y siguió con largas zancadas el trayecto hacia la habitación asignada para Lotta, quien, apenas verlo, calmó sus ánimos tan rápido como llegaron. Esa oscilación, así como un abuso de la autoridad militar del hombre, influyeron bastante para que los guardias aceptaran salir, ignorando las órdenes que recibieron anteriormente.

El regente del Este aseguró el pestillo de la puerta y guio a la mujer al cuarto de baño, en el cual también se encerraron. Ahí, en tan incómoda intimidad, todo rastro de locura se desvaneció.

—Les dije lo que querías, Oleg. Ahora cumple tu palabra.

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