Capítulo 02
Einar Hummel cerró la puerta no sin antes dedicarle una mirada a la silueta que reposaba plácida sobre el colchón. Ciertamente habría querido quedarse a su lado hasta que ella también despertara, quizá permanecerían una hora abrazados, intercambiando caricias, o tal vez hablarían hasta escuchar el sonido del gallo, clara señal de que debían poner manos a la obra en las labores cotidianas de la granja.
Sin embargo, era domingo, lo que significaba ir a la ciudad por los víveres de la semana, y como la noche anterior perdieron el interés por la lista de compras demasiado pronto, alguien debía concluirla para que no se les fuera a olvidar algo importante; porque si bien el deshielo ya estaba despejando los caminos, ahorrarse vueltas innecesarias era algo que ellos y el auto agradecían siempre.
Al recorrer una de las cortinas de la cocina, el cielo oscuro lo instó a buscar unos minutos más de descanso junto a una mujer que había adquirido —a su parecer— la sensual costumbre de dormir con sus playeras. De inmediato, un bostezo llegó perezoso en solemne acuerdo con ese último pensamiento; pero lo desechó, tallándose las mejillas a las que les hacía falta atención con la navaja y ladeando la cabeza para estirar los músculos del cuello.
En cuanto sus dedos maniobraron con la cafetera, y esta emitió su peculiar traqueteo, el sonido de pasos apresurados llegó tranquilizador. Sersjant cruzó el marco de la puerta con una expresión de somnoliento entusiasmo, estiró su columna, se rascó el costado e ignoró la mirada de Hummel porque, como él, no era adepto al contacto social sin antes haber consumido algo.
Einar observó al perro. Siguió atento sus pasos y admiró la despreocupación con la que sumergía su lengua rosa en el cuenco de agua. Todo estaba en perfecta calma; incluso el aire parecía estático a su alrededor, como si el tiempo todavía estuviera dormido y gozando de un descanso revitalizante.
Sersjant bebió hasta sentirse satisfecho, se rascó una vez más, y se acercó a la puerta que fue abierta por el coronel para que fuera a satisfacer sus necesidades corporales. Hummel, aún absorto, solo volvió en sí cuando dos brazos delgados le rodearon el torso.
—Buenos días —susurró Odalyn, con la boca pegada al surco de la espina dorsal. Como la única respuesta que recibió fue el forzado movimiento de su mano a los labios de Einar, soltó una risilla divertida—: No has tomado tu café, ¿verdad, gruñón?
Lo que inició como un beso terminó en una mordida suave al meñique de la muchacha.
—Creo que es la primera vez que alguien me dice gruñón.
Otra risa vibró coqueta en la serenidad. Odalyn hizo girar a Hummel para poder darle un beso fugaz en los labios, luego uno más prolongado en la mejilla, y una caricia dulce en el cabello oscuro antes de dirigirse a la encimera para servir el café.
—Sin azúcar y sin leche —dijo alegre al tiempo que le daba la taza humeante. Se sentó frente a la mesa y tomó el bolígrafo mordisqueado—. ¿Qué nos falta?
—Croquetas y pescado —le respondió tras dar el primer sorbo. Pese a que en su dieta no figuraba la carne animal, Sersjant y Warrior eran perros; y ellos no se sentían con el derecho de modificar unos hábitos alimenticios que estaban bien arraigados en el ADN—. Vinagre para el queso...
—Levadura —agregó Odalyn casi de inmediato, recordando que quedaba poca de esta en la alacena—. Semillas de...
—No más semillas —interrumpió. El puchero de disgusto de su novia estuvo a punto de hacerlo retractarse, ¿cómo podría decirle que no a semejante expresión? Pero debía ser firme—: Tenemos muchas plantas.
Nada más hacía falta mirar en las macetas rebosantes sobre las encimeras, mesas e incluso en el piso de la cocina y sala. Hasta el momento Odalyn había sido prudente y solo usaba su don a puerta cerrada para fomentar un crecimiento rápido y sano de las plantas; no obstante, una vez que la nieve se derritiera tenía la intención de darles un lugar en el huerto abandonado de la casa. El problema era que algún vecino suspicaz podría poner demasiada atención en un jardín creado de la noche a la mañana y de aspecto tan fecundo.
Este último pensamiento le dio al coronel la oportunidad perfecta para cambiar de tema.
—Condones —añadió casual, fijando su mirada en un rostro que adquirió un poco de color.
Si bien con el tiempo Odalyn había explorado esa parte de su naturaleza con Einar de una manera bastante prometedora y satisfactoria —y cabe decir que no se sentía avergonzada, porque después de todo era algo normal entre dos seres que se querían—, la primera vez que ella compró los anticonceptivos se convirtió en una anécdota que no olvidaría porque tartamudeó frente al farmacéutico, cuando este le preguntó por alguna preferencia en cuanto olor, sabor o textura no supo qué responder y, por si fuera poco, la caja se le cayó de las manos cuando recibió su cambio. Apenas si pudo agradecerle al muchacho que la levantó.
—Si pasaremos a la farmacia del supermercado tú tendrás que pedirlos —exclamó, tratando de deshacerse del bochornoso recuerdo—. También hace falta chocolate y... ¡Cielos! ¡Casi lo olvido! La señora Amundsen pasará por leche.
—¿Por eso te levantaste temprano?
Sersjant entró con más ánimo del que tuvo antes de salir de la casa, tal vez porque ya estaba más espabilado o porque venía con el interesantísimo anuncio de una visita que había visto cruzar el puente del río. Ladró emocionado, primero a Hummel —porque los dos eran los guardianes de ese hogar y era un código de machos—, luego a Odalyn y por último trotó de regreso al piso superior para avisarle a Warrior.
—Trata de entretenerla en lo que ordeño a Benita —pidió Odalyn, al tiempo que corría a la sala para ponerse el pants, botas y suéter que ya tenía preparados.
El aire matinal le despeinó el cabello blanco. El cielo ya iba adquiriendo tonos azulados y el agua fría del deshielo salpicó conforme sus pasos se hundían en los ocasionales charcos del terreno. A lo lejos pudo observar la enclenque figura de la señora Amundsen, bajo tres kilos de ropa invernal.
Como Odalyn sabía que Hummel no tenía mucha presteza para fomentar, o siquiera seguir los dicharachos divagues de la mujer, se apresuró a entrar al establo oscuro, en el que flotaba el cálido y reconfortante hedor de los cuerpos tibios de las dos vacas y las cuatro cabras. Los adormilados animales la recibieron con movimientos inquietos en cuanto prendió la luz.
—¿Cómo estás esta mañana, Benita? —La saludó alegre, acariciándole las orejas flexibles—. ¿Lista? Seré amable, lo prometo.
Hacía cosa de unas semanas a la vaca le habían diagnosticado mastitis, y aunque el veterinario que la trató recomendó un tratamiento efectivo, Benita seguía sintiendo cierta renuencia por las mañanas antes de ser atendida.
Odalyn ordeñó un poco de cada tetilla para eliminar suciedad y comprobar que la leche tuviera buen aspecto, aplicó el desinfectante y por fin comenzó con la pacífica tarea, tratando de ser cuidadosa para no incomodar a la vaca y que esta no se defendiera con la cola o, peor aún, con las patas traseras, como fue que ocurrió cuando Einar intentó hacerlo.
Apenas si habían establecido una conexión de agradable rutina cuando Helga Amundsen anunció su llegada con aspavientos que solían enfatizar su inusual felicidad matutina.
—¡Buenos días, niña! —Se quitó el gorro de lana y lo sacudió contra su muslo para quitarle la nieve que le había caído de las ramas de los árboles.
—¿Qué tal, Helga? Ya casi termino.
—No te apures. Todavía falta para que mi marido se despierte.
—¿Hoy no pudo venir su hija? —inquirió. Generalmente era la muchacha la que acudía para llevarse los tres litros que les compraban cada mañana.
—Se fue con sus amigos a la capital. A un concierto de unos fulanos que andan de moda. A mí no me gustan sus canciones, pero a los chicos de su edad...
Odalyn asintió, se quitó el cabello de la cara con el antebrazo y miró el líquido en el bote, calculando si llenaría el recipiente que la mujer había dejado sobre sus piernas al sentarse en uno de los banquitos de madera.
—¿Entonces? —le dijo Helga, elevando la voz.
—¿Cómo? —A la princesa no le gustaba ser descortés, pero había algo en la entonación de la señora Amundsen, como un tarareo perpetuo, que la instaba a distraerse para no hipnotizarse con sus monólogos.
—Preguntaba que si ustedes no salen a ese tipo de eventos. Todavía son jóvenes. Bueno, él no tanto. ¿Cuántos años te lleva?
Odalyn suspiró. Había muchas razones por las cuales prefería que la muchacha taciturna y que se ensimismaba en su celular fuera a recoger la leche.
—Once. ¿Me presta su bote? —Mientras servía se dio cuenta de que todavía faltaba un poco más—. Y salimos de vez en cuando. No a conciertos, pero sí al cine, a pasear, a comer...
—Eres como de la edad de mi hijo —interrumpió—. Y él tiene buenos amigos. No creo que a Einar le moleste que conozcas más gente, después de todo él ya vivió.
Pese a que siempre se podía esperar la misma cantaleta de Helga, una mujer con la moral bastante rígida, a Odalyn cada vez le costaba más trabajo encontrar la paciencia para explicarle que no hacía falta su preocupación por una relación a la que a todas leguas quería encontrarle defectos, ya fuera por las edades dispares, los caracteres contrapuestos o el poco interés por hacer lo que las parejas jóvenes hacían. ¿Tan difícil le era asimilar que ella era feliz con las citas tranquilas y la vida cotidiana?
Para que Helga no siguiera insistiendo, le preguntó por la recuperación de su marido, un tema que podría durar horas porque ni ella misma creía cómo alguien podía dejar caer un hacha en su propio pie.
Después de un rato, la señora Amundsen se fue. Odalyn terminó de ordeñar a las dos vacas y se apresuró en su aseo personal.
Mientras ejecutaba una rutina que podía hacer con los ojos cerrados, trató de recordar aquello que parecía escaparse de sus pensamientos. El fantasma de una idea que vagaba sin destino y que cada tanto tiempo volvía.
No quería recurrir a Einar como siempre hacía cada que el olvido se presentaba, por lo que luchó por horas, al subirse al auto y al recorrer los pasillos del supermercado, al elegir los productos y al pagarlos, al caminar por las calles de la ciudad de la mano de su pareja e incluso al ver el menú del restaurante al que se metieron para comer.
—Dame una pista —le dijo por fin, cuando casi terminaba con su plato de sopa.
Einar, que para entonces ya sabía lo que ocurría en la mente de la princesa, suspiró pensativo; cada vez le costaba más trabajo y tiempo recordar, como a él. Miró las mesas a su alrededor para calcular si sería escuchado.
—Hessdalen —murmuró.
Ese detonador fue suficiente. Las imágenes de un pasado acudieron tímidas: su padre y su madre, sus hermanos, una tierra llena de vida...
—Creo que deberíamos tatuarnos esa palabra —comentó como si nada—. Eso resolvería mi problema de memoria y Helga quedaría satisfecha de vernos hacer cosas de chavos.
Einar sonrió con semejante ocurrencia, aunque, claro, de su mente rápida no se escapó el hecho de que en algún momento ambos olvidarían su procedencia. Y esto, si se era franco a sí mismo, no le importaría en absoluto si tan solo tuviera la certeza de que podría disfrutar de una vida en común con Odalyn, sin un pasado que cernía su amenaza de volver en cualquier instante.
No obstante, la hetaira Nicoletta les había revelado que fue enviada, por el mismo rey del Sur, para asegurarse que nada le sucediera a la princesa. No sabía por qué, solo que nada bueno podría salir del interés de Garm Swenhaugen. Eso era algo que no iba a subestimar tan fácil.
—Ya me tengo que ir —le dijo, observando su reloj de muñeca—. Te veo en el kiosko en dos horas, ¿de acuerdo?
Odalyn asintió, con su interés puesto en el poco caldo que quedaba en el tazón. Le respondió el beso fugaz y miró cómo la alta silueta del coronel salía del local.
Ya en soledad pensó en esa palabra que ahora le parecía bastante inocente. También, porque no podía evitarlo, pensó en Assa y Kol, sus padres, y lo que sentirían cuando ella no volviera a través del portal. No es que no los amara, puesto que guardaba de ellos recuerdos intachables y, después de todo, eran su familia; más bien, algo en su interior le decía que debía buscar su propio camino.
Tras pensarlo, después de aquella noche en la que Nina —o Nicoletta— les sugiriera quedarse en la Tierra como ella lo haría, ese algo se vislumbró vivaz en su pecho. Ahí no tenía un título nobiliario ni un reino fértil y siempre soleado, ni un prometido gélido y mucho menos el futuro planeado. Allí era una persona más, viviendo el momento; tenía amigos y un novio que la quería, un empleo temporal y la infinidad de posibilidades que tenían los humanos.
Lo supo una mañana, entre la melancolía de imaginar a quienes nunca volvería a ver, los brazos de Einar que la ceñían fuerte en sueños, y la respiración constante de un perro que reposaba en la manta revuelta del piso. No quería la vida de la corte ni ser princesa. Quería normalidad, sencillez, alguien que correspondiera su afecto y poder expresar sus sentimientos cuando quisiera hacerlo.
Quería libertad.
En cuanto el mesero le sirvió su postre, una gran bola de helado con salsa de frutos rojos, una sonrisa curvó sus labios. Aquel recuerdo le evocó la existencia de Nicoletta y sus buenas intenciones, tan sorprendentes como su verdadero origen.
Entre cucharadas se preguntó si la mujer era feliz ahí donde había huido. Antes de despedirse expresó su deseo de alejarse tanto como le fuera posible, puesto que, si Garm la quería de vuelta, tenía a su disposición a alguien que la podría encontrar fácilmente si seguía el fuerte hedor de su rastro. Su condición de licántropo, así como su habilidad de adaptarse a medios hostiles, le ayudarían mucho en su travesía al cruzar líneas fronterizas de forma ilegal. Luego, cuando su instinto la hiciera sentir segura, buscaría establecerse; algo que le sería más fácil que lo demás porque tenía cierto talento social.
Una vez que la cuenta estuvo pagada, Odalyn recorrió las calles de la ciudad con perezosa calma. Visitó la farmacia y una tienda de antigüedades; también entró a la librería y se entretuvo por largo rato en una banca, mientras examinaba curiosa sus nuevas adquisiciones.
Cuando el cielo se tornó púrpura, y el viento frío penetró el grueso tejido de su suéter, caminó hasta el kiosko en el centro del parque. Los residentes paseaban despreocupados, disfrutando del atardecer dominical en ese sitio en el que el tiempo no era una constante carrera. Las casas de techos inclinados lucían tan tranquilas como los ocasionales autos que cruzaban las calles y como el hombre que ya la esperaba, recargado en el barandal.
A juzgar por la expresión relajada de Hummel, la reunión con el señor Losnedahl había resultado bien. Este último era un buen sujeto a ojos de Odalyn, pero la enfermedad de Benita y su evidente efecto en la producción de la granja lo habían tenido en descontento aquel fin de semana cuando fueron a entregar menos productos de lo acordado.
—Conque Sigurd está contento, ¿eh? —comentó la señorita apenas llegó a su lado y vio el par de lirios blancos en la maceta que Einar traía en las manos.
Hummel, un consumado hombre de guerra, era ahorrativo; por lo que no solía despilfarrar el dinero a diestra y siniestra por mucho que deseara colmar a Odalyn de regalos. Claro que si percibía ingresos adicionales no dudaba en comprarle algo que la hiciera sonreír.
—Si su esposa está contenta, él también lo está. Les gustó mucho el queso que les entregamos la semana pasada.
—¡¿Ves?! ¡Te dije que les encantaría! —alegó orgullosa al tiempo que tomaba la maceta. Sin embargo, no duró mucho en sus manos porque la dejó en el barandal para poder entregar su propio obsequio—: También te compré algo.
El título en la portada hizo que los ojos del coronel brillaran por la emoción. También puso el detalle junto a las flores y abrazó a Odalyn como agradecimiento. Justo tres días atrás habían visto una película y, si bien Einar no había mencionado las ganas que le quedaron de leer el libro, ambos parecían llegar a cierta armonía que los mantenía en mutuo conocimiento de los gustos del otro.
—¿Sabes? —Odalyn fue la primera en hablar después de varios minutos. El cielo ya había oscurecido del todo y algunas estrellas brillaban con menos fulgor de lo que lo hacían cerca de la granja—: Me hubiera gustado poder hacer esto en Hessdalen. Ya sabes, poder estar contigo sin tener que seguir las absurdas reglas de emparejarme con alguien del Oeste.
Hummel miró a su alrededor para cerciorarse que nadie estaba lo suficientemente cerca.
—Sin duda mi posición era un mayor impedimento.
—Te faltaba poco para ser General de Brigada. Si me preguntas, era una excelente posición. —Levantó la cabeza y besó con ternura el cuello cálido del hombre.
—En el ejército sí, pero yo me refería al... Oeste. —Si bien Einar sintió cierto temor al confesar un secreto que nadie más sabía, relajó sus hombros porque esos detalles que ocasionalmente intercambiaban le daban la impresión de que los lazos que los unían se volvían más fuertes. La mirada inquisidora, llena de silenciosas preguntas, lo hizo continuar—: El reino del arte era mi sitio por nacimiento, solo que ahí era un trabajador doméstico y..., bueno, ahora entiendes por qué mi posición era un mayor impedimento.
Conforme la información dada se organizó en la mente de la princesa, su rostro sufrió una infinidad de diminutos cambios que Einar notó atento. Era de las cosas que más disfrutaba: ver cómo su mente trabajaba presurosa.
—Por eso funcionamos tan bien —sentenció con una certeza que Duscha Rómanov habría querido en el Tribunal Supremo. Einar soltó una carcajada que acidificó su buen humor—: ¿Qué se supone que es tan gracioso, coronel?
—Que apenas ayer dijiste que lo nuestro no estaba funcionando, ¿recuerdas?
Odalyn entrecerró los ojos.
—No, estoy segura de que eso no es cierto —defendió locuaz—. Y si lo fuera, habría que meditar de quién fue la culpa.
—La culpa la tuvo quien se enojó.
—No, la culpa la tuvo quien hizo enojar a la otra persona.
—Te enojaste porque quisiste.
—¡Le gritaste a Sersjant!
—Lo regañé por tirar tus macetas, que es distinto. Y tú también lo ibas a hacer.
—¡Heriste sus sentimientos! ¡Y en el proceso también los míos!
—Eres una dramática cuando te conviene —respondió con paciencia y con una sonrisa que estaba provocando la inminente derrota de la señorita.
—¡Y tú un regañón!
—Y así te quiero.
No hubo necesidad de una respuesta hablada, puesto que llegaron a un acuerdo cándido que inició con el sonrojo de unas mejillas pálidas y el abrazo protector con el que Einar envolvió a Odalyn.
Ella, por su parte, no desaprovechó la oportunidad de embriagarse con esa sensación. Si bien sabía que él la amaba con intensidad, el coronel había adquirido la perniciosa costumbre del ejército de no ser tan expresivo cuando de sentimientos se trataba. Cabe decir que eso no solía molestarle porque su trato diario no dejaba lugar a dudas; pero si tenía la ocasión de escucharlo y sentirlo en esa vulnerabilidad, codiciaría cada segundo de esta.
Escondió su nariz entre la abertura de la chaqueta y aspiró las notas cálidas de pino, resina y clavo, deleitándose con la mezcla que contrajo los músculos de su vientre bajo.
—¿Einar? —El sonido salió amortiguado. El breve cambio de fuerza que percibió le indicó que le prestaba atención—. Volvamos a casa, ¿sí?
Ambos tomaron sus cosas y regresaron al sitio donde habían dejado estacionado el auto. Una vez desvanecido el momento íntimo, Odalyn quiso preguntarle más por su vida en el Oeste, lo que hacía y cómo es que llegó al ejército; sin embargo, optó por morderse la lengua hasta que estuvieran realmente solos. Ya lo atormentaría en la carretera, o tal vez antes de dormir.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro