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Capítulo único


Había sido un día largo, más largo y tortuoso de lo que alguna vez habría podido vivir Horacio. Tras la pérdida de su compañero de oficio muchas minas se habían encendido y otras tantas habían detonado.

Mientras la luna se cernía en lo más alto del horizonte, Horacio no paraba de repasar esas imágenes crueles que una y otra vez avasallaban su mente. Sentía una presión en el pecho y un nudo en la garganta que le dificultaban respirar, a la vez, percibía aún los rastros de sangre ceñirse a la piel, como si fuese un tatuaje que le acompañaría toda la vida, un tatuaje que le recordaría el día que vio a la muerte llevarse a uno de los suyos. Su flujo de aire se tornaba cada vez más tropezado y aún podía escuchar en su cabeza las últimas palabras de Torrente.

—No puede ser... —murmuró mientras se llevaba las manos al rostro con incredulidad.

Pero ya nada se podía hacer y parecía que fue en ese momento cuando Horacio comprendió las palabras que Conway le había dicho aquella vez en su apartamento:

"Una vez que entráis al cuerpo, la bala en la frente la tenéis asegurada"

Se limpió las lágrimas que rodaban por sus mejillas y se levantó con dirección al aseo. Tras lavarse la cara y tranquilizarse pensó en lo inconveniente que era tener a Gustabo lejos y en lo solo que se sentía. El silencio se le antojaba insoportable, solo le hacía sumirse en sus pensamientos, mismos que le traían recuerdos indeseables.

Sacó el móvil y se decidió por enviarle un mensaje a Volkov.

"Estás despierto?"

Pese a que era más de media noche, Horacio esperaba impaciente una respuesta.

"Hola"

"Estás bien?"

"Puedo ir a visitarte?"

Sin embargo, esa respuesta nunca llegó y antes de que se parase a pensar qué tan precipitado era, Horacio ya se encontraba frente a la puerta de su vecino. Bastaron un par de timbradas para que Volkov apareciera detrás de la puerta.

—¿Horacio? ¿Qué haces aquí?

—Te estuve enviando mensajes y no respondiste. ¿Estabas dormido, Volkov?

—Por supuesto que no, estaba terminando unas cosas administrativas... ¿Qué necesitas?

—¿Puedo pasar? —dijo Horacio con impaciencia.

Sin rechistar Volkov se hizo a un lado, cediéndole el paso. La estancia se encontraba apenas iluminada por una luz mortecina que provenía de la cocina. Parecía improbable que estuviese trabajando en tales condiciones, pero entonces Horacio observó que aún llevaba la ropa de esa misma tarde, más desaliñada, con el cabello menos pulcro y al no llevar las gafas pudo advertir dos surcos oscuros bajo de sus ojos. Las vistas de la ciudad eran alucinantes, quizá no tan bonitas como las de Conway, pensó, pero eso le bastaba. Los reflejos de las luces del edificio contiguo se colaban a través del suelo, dibujando figuras sinuosas en las baldosas y un suave murmullo inundaba sus oídos. Era el murmullo de la ciudad, del motor de los coches, de los transeúntes desvelados y de las sirenas de policía. Era el recordatorio mismo de que la vida sigue y nada se detiene, de que todo fluye y nada vuelve.

—¿Quieres tomar algo? —le dijo Volkov suavemente, con una voz ronca y visiblemente cansada.

Horacio abandonó su mente y lo miró con cuidado, no pudo evitar sentir ese halo alcohólico que transpiraba el cuerpo frente suyo.

—¿Has estado bebiendo, Volkov?

—¿Quieres o no? —replicó, señalando la botella de vodka que reposaba sobre la mesita frente al sofá. Seguidamente se dejó caer mientras llevaba de vuelta la botella a sus labios.

—Está bien, pero tal vez no deberías hacer eso...

—Qué más da. ¿No te das cuenta de la mierda en la que estamos metidos?

—¿A qué te refieres? —Se sentó junto a Volkov, mientras este limpiaba los rastros de alcohol que resbalaban sobre sus comisuras.

—A ver, Horacio, lo que sucedió hoy fue la muestra fehaciente de lo inútil que es el cuerpo de policía. Esa organización, esa mafia, nos está dando por culo con los ojos cerrados. Está más que claro que nuestros esfuerzos han servido para nada y por más que Conway repita lo puto amo que es, la realidad es otra, la realidad es... la realidad es que no tenemos ningún control sobre la ciudad. Nos han superado y... —su voz titubeó y un brillo se arremolinó en sus pupilas. De pronto sintió una mano sobre su rodilla, una mano cálida que le ofrecía su apoyo—. No hemos sido capaces... no he sido capaz de defender a los míos.

—Yo... —continuó Horacio— yo tampoco he sido capaz de defender a Torrente, a Gustabo... Me paralicé por completo, no pudimos hacer nada, pero aun así..., aun así, Volkov, tu esfuerzo y el de los demás no ha sido en vano. Si no fuera...

—Es que no lo entiendes, Horacio —interrumpió, alzando la voz—, qué más da el esfuerzo si no hay resultados. Mientras nosotros estamos ahí esforzándonos, a nuestros compañeros los están acribillando en frente de nuestra puta cara. Ya van cinco, ¿y mañana?, ¡¿mañana serán seis, ocho, doce?! ¡Toda la puta malla!

—Volkov... —murmuró con una voz suave, desconsolada. Una voz que no podía ofrecer respuestas a esas interrogantes porque sabía que Volkov tenía razón. Las muertes dentro del CNP no iban a cesar hasta que se tomara un plan de acción. Lo que había sucedido esa tarde había sido un movimiento más de fichas por parte de la mafia, un movimiento que había dejado en claro quien estaba liderando la partida.

Lentamente se acercó más a Volkov y rodeó sus hombros con sus brazos, fundiéndolo en un abrazo afectuoso. Era su manera de demostrar que pasase lo que pasase siempre iba a estar para él, a su lado, hasta la muerte. Apenas pasaron un par de segundos cuando unos dedos lánguidos se ciñeron a la espalda de Horacio. El tacto era débil y muy delicado, como el de aquel que manipula una piedra preciosa y tiene temor a dañarla. La respiración de Volkov retumbaba contra sus oídos y notaba leves espasmos contra su pecho. De repente la estancia estaba inundada por sosegados sollozos que emanaban de entre ellos dos.

La botella de vodka había quedado medio vacía sobre el suelo y en un intento por incorporarse, Volkov la tumbó con el pie derramándola sobre la alfombra. Horacio le acunó el rostro con ambas manos, mirando como las lágrimas que perlaban sus mejillas se deshacían al contacto con sus dedos. Volkov entrecerró los ojos apartando la mirada, el último trago de alcohol ya comenzaba a surgir efecto y apenas era consciente de lo cerca que estaba del otro. A través de sus pupilas solo se distinguían luces diluidas en el aire, sombras rasgadas y la silueta de aquella persona que le sostenía la poca cordura que le quedaba. El contacto lo sentía abrasante, casi insoportable, ¿cómo era posible que ese hombre fuese capaz de terminar con la frialdad de su interior?

—H-Horacio... —Deshizo el agarre tomándolo por las muñecas y provocando que sus frentes se encontraran. El aliento de ambos se convirtió en uno solo. Con los ojos entornados empezó a relajar sus músculos y a sentirse soñoliento poco a poco.

—¿Recuerdas lo que te dije la última vez que estuvimos aquí? Porque quiero que lo recuerdes. Quiero que recuerdes que yo te comprendo, que yo entiendo todo lo que sientes. —Horacio llevó su mano hasta el lado izquierdo del pecho de Volkov, sintiendo los latidos acompasarse a cada respiración y lo acarició. En ese instante sus labios se rozaron por la cercanía. Volkov apartó el rostro apenas unos milímetros y unas palabras ininteligibles salieron de entre sus labios, cuando Horacio reaccionó se dio cuenta que se había quedado dormido.

Con suavidad se separó y le recostó sobre el respaldo del sofá, no sin antes colocarle un cojín detrás para que a la mañana siguiente no despertara con un dolor de cuello terrible. Poco a poco lo tomó por las piernas para terminar de acomodarlo en el resto del asiento. Recogió la botella de vodka y la llevó hasta la cocina. Antes de irse se acercó por última vez a Volkov. Verlo ahí tumbado sumergido en un sueño profundo le transmitió una vulnerabilidad que creía que nunca iba a ver por parte de él, la sensación de fragilidad hizo que sintiera una necesidad imperiosa por protegerlo, por encerrarlo en una burbuja y evitar que cualquier persona lo dañase. Horacio sabía poco sobre el pasado de ese hombre, pero este le había dejado entrever el dolor que arrastraba a través de los años, él comprendía lo que había sufrido y lo mucho que había perdido. Y en esos instantes solo deseó que si de verdad existía una fuerza mayor allá en el cielo, que lo liberase de tanto daño, que le diera a él la capacidad de hacerlo.

Se inclinó hacia delante y le acarició la frente, la mejilla, los labios.

—Déjame ser tu héroe, Volkov. 

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