El letergado de Soledad, la tercer monarquía más antigua del mundo y  Reino más involucrado en guerras que provocaban las más significativas crisis económicas a sí mismo, estaba celebrando el inicio al final de sus problemas; el compromiso nupcial.

En el día el castillo de Soledad era admirado por muchos por sus mosaicos de relieve blancos y ventanales de tres metros por habitación lo hacían parecer sacado de un cuento de hadas. Sin embargo, esta noche hasta la habitación más alumbrada provocaba incertidumbre e inseguridad... tensión entre todo aquel que reside en el castillo.

Opacando la realidad, los guardias del palacio y guerreros del Reino se reunieron para celebrar, en alguna Sala, el compromiso del príncipe. Mientras que en el país faltaba la comida ellos guardaban y cuidaban el ron y el pan como si de la Corona Real se tratase.

Todo era música en la radio, mujeres con pronunciados escotes y el hedor a alcohol de cada uno de los hombres presentes, y solo habían dos personas que no parecían gustosos de celebrara la unión de dos almas.

La Reina, una mujer alta que fácilmente podía intimidar a un ejército y convencer al más necio con una mirada, vestía su larga bata de seda roja, con los cabellos rubios golpeando su rostro andando rápidamente pasillo tras pasillo con dos guardias acompañandole, ella apenas y podía sentir en  aire que le congelaba los pies.

En alguna otra parte el Rey disfrutaba la velada con su segunda esposa.

Después de recorrer medio castillo una puerta exhaló una rendija de luz anaranjada que se dibujó en el suelo, la música de aquella habitación facilmente podía esconderse con la de la celebración. La Reina hizo un movimiento con los dedos y enseguida los dos guardias la rebasaron para golpear la puerta. La mujer solo esperó.

En sus manos fueron entregados un anillo de compromiso y el moño de una sirvienta.