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Capítulo VII: Eco de lo inevitable

El viaje continuó después de la inquietante parada en el pequeño pueblo, con Sebastián y Samael de vuelta en la carretera. La caja de madera que Samael había comprado reposaba en el asiento trasero, y aunque Sebastián no podía verla directamente mientras conducía, su presencia se hacía sentir como un peso silencioso. Sabía que había algo profundamente extraño en ese objeto, y lo peor de todo es que parecía ser lo que Kesabel deseaba.

Samael mantenía su mirada fija en la caja, sus manos reposando sobre ella con una especie de devoción que Sebastián no había visto antes. Era como si estuviera protegiendo algo sagrado, algo que no pertenecía a este mundo.

—¿Qué es esa caja, Samael? —preguntó Sebastián nuevamente, sin apartar la vista de la carretera.

Samael tardó en responder, como si la respuesta requiriera un cuidado especial.

—Kesabel dice que es importante. Que necesitamos llevarla con nosotros —respondió su hijo, con un tono que no admitía dudas.

Sebastián sintió el impulso de discutir, de decirle que no tenían idea de lo que estaban cargando, pero sabía que no tenía sentido. Samael estaba convencido de que lo que Kesabel quería era lo correcto, y cada vez que hablaba de su «amigo», una parte de Sebastián se hundía más en el miedo.

El día avanzó con una extraña calma. El paisaje se había transformado de nuevo en colinas verdes y caminos estrechos que parecían conducir a ninguna parte. La sensación de haber dejado el mundo normal atrás era más fuerte que nunca. Con cada kilómetro que recorrían, la niebla volvía a espesarse, envolviendo todo a su alrededor, como si el mismo destino estuviera trazado y no pudieran escapar de él.

La noche cayó pronto, y con ella, el cansancio comenzó a apoderarse de Sebastián. Decidió que lo mejor era encontrar un lugar para pasar la noche. No podía seguir conduciendo sin descansar, y la inquietante calma de Samael no lo ayudaba a mantener la concentración.

Después de un rato, divisó lo que parecía ser una antigua posada a lo lejos. Era un edificio de piedra, más grande que los otros lugares en los que habían estado, con una apariencia algo decadente pero funcional. Las luces estaban encendidas, lo que indicaba que, al menos, estaba habitada.

—Vamos a parar aquí —dijo Sebastián, más para sí mismo que para su hijo.

Al detener el coche frente a la posada, un hombre alto y delgado salió para recibirlos. Su aspecto era extraño, con una piel pálida que contrastaba con su vestimenta oscura. Sus ojos eran pequeños y afilados, como si siempre estuviera analizando a quienes tenía enfrente.

—Bienvenidos —dijo el hombre, esbozando una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Tenemos habitaciones disponibles si necesitan pasar la noche.

Sebastián asintió, agradecido de no tener que buscar más. Bajaron del coche y recogieron algunas pertenencias. Samael, como siempre, llevaba consigo la caja de madera, aferrándose a ella como si fuera lo único que importara.

Dentro, el ambiente de la posada era extraño. Las paredes estaban cubiertas con retratos antiguos de personas que parecían observar todo lo que sucedía en el lugar. El aire era pesado, y el olor a madera vieja y humedad impregnaba cada rincón. Aun así, la habitación que les asignaron era espaciosa, con dos camas y una pequeña mesa frente a una ventana que daba al bosque.

—¿Estarán bien por esta noche? —preguntó el hombre, su mirada deteniéndose en Samael y en la caja que llevaba.

—Sí, gracias —respondió Sebastián, intentando sonar casual.

El hombre asintió, pero antes de salir de la habitación, dejó una última advertencia.

—No salgan al bosque después de medianoche. Las criaturas que habitan aquí no son amables con los viajeros.

Sebastián no supo si lo decía en serio o si era parte de algún tipo de tradición local para asustar a los turistas, pero no le dio mayor importancia. Cuando el hombre cerró la puerta, se dejó caer en la cama, exhalando el aire que había contenido durante todo el día.

Samael, en cambio, no mostró señales de querer dormir. Se sentó en la pequeña mesa, colocó la caja de madera frente a él y comenzó a observarla con detenimiento. Sebastián lo observó de reojo, inquieto por el extraño comportamiento de su hijo.

—Samael, deberías descansar. Ha sido un día largo —le dijo, tratando de que la noche transcurriera sin más sobresaltos.

—No puedo dormir, papá. Kesabel está esperando —respondió Samael, sin apartar la vista de la caja.

Sebastián sintió una oleada de incomodidad. Se incorporó en la cama, decidido a no permitir que las cosas se salieran de control esa noche.

—Samael, ¿qué es lo que Kesabel quiere? —preguntó, sabiendo que su hijo estaba cada vez más conectado a esa figura invisible.

Samael lo miró por primera vez desde que entraron en la habitación. Sus ojos brillaban con una intensidad extraña, una mezcla de emoción y calma.

—Quiere que abra la caja. Dice que dentro está la respuesta a todo.

El corazón de Sebastián se aceleró. Algo en esas palabras lo llenaba de pánico. Era como si cada fibra de su ser le advirtiera que no debía permitir que Samael abriera la caja. Pero, al mismo tiempo, sentía que no tenía poder sobre lo que estaba ocurriendo. Su hijo estaba tan lejos de su alcance emocionalmente, que cualquier intento de razonar con él parecía inútil.

—No deberías hacerlo —dijo Sebastián, su voz apenas un susurro—. No sabemos lo que hay ahí dentro.

Samael lo miró, su expresión completamente neutral.

—Pero Kesabel sí lo sabe.

El silencio que siguió fue opresivo. Sebastián no sabía cómo responder a eso. Sentía que cualquier palabra que dijera sería en vano. Samael estaba convencido de que Kesabel era la única voz que importaba, y el hecho de que su hijo confiara tanto en esa entidad invisible lo aterraba más que cualquier otra cosa que hubieran enfrentado hasta ahora.

Sin embargo, antes de que Samael pudiera hacer algún movimiento para abrir la caja, un ruido en el exterior los interrumpió. Era un sonido sordo, como si algo pesado estuviera moviéndose a través del bosque. Sebastián se levantó de inmediato y corrió hacia la ventana.

La noche era profunda, pero pudo ver algo moverse entre los árboles. Una figura alta y delgada, de proporciones imposibles, se deslizaba entre los troncos, avanzando lentamente hacia la posada. Su piel era pálida, casi traslúcida, y sus ojos brillaban en la oscuridad con una intensidad antinatural.

—¡Samael, aléjate de la ventana! —exclamó Sebastián, sintiendo el terror apoderarse de él.

Pero Samael no se movió. En lugar de eso, se acercó más, como si la figura que acechaba en la oscuridad no lo asustara en absoluto. Sebastián lo agarró del brazo y lo apartó de la ventana, su corazón latiendo desbocado.

—Tenemos que irnos de aquí —dijo Sebastián con urgencia, buscando algo con lo que bloquear la puerta.

Samael lo miró, sin rastro de miedo en su rostro.

—No podemos irnos, papá. Kesabel está aquí.

Las palabras de su hijo resonaron en su mente como una sentencia. Algo estaba terriblemente mal, y la sensación de que el tiempo se agotaba lo abrumaba. Afuera, la figura continuaba acercándose, y Sebastián sabía que no podían quedarse en la habitación esperando a que algo los encontrara.

De repente, el sonido de pasos en el pasillo rompió el silencio. Eran pesados y lentos, acercándose a la puerta de su habitación.

—Papá... —susurró Samael, su voz llena de una emoción que Sebastián no podía descifrar—. Está aquí.

Antes de que Sebastián pudiera reaccionar, lapuerta comenzó a abrirse lentamente.

Gracias por leerme, ¿lo estás disfrutando?

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