Capítulo VI: Calma en la tormenta
El rugido del motor del coche parecía perderse entre el ensordecedor sonido de la tormenta que los azotaba. La lluvia caía en furiosas ráfagas, golpeando el parabrisas con tal fuerza que Sebastián apenas podía ver la carretera. Los limpiaparabrisas se movían frenéticamente, pero eran inútiles contra el diluvio incesante. En su mente, el miedo y la ansiedad luchaban por salir a la superficie.
Samael, sin embargo, parecía tranquilo, demasiado tranquilo. Desde el asiento trasero, miraba el espectáculo de la tormenta con una especie de fascinación infantil, como si lo que ocurría fuera parte de un juego. Sebastián, por otro lado, no podía evitar sentirse cada vez más inquieto. Había algo en esa tormenta que no le parecía natural. La intensidad, el aislamiento, todo parecía diseñado para mantenerlos atrapados.
—Papá, ¿por qué estamos huyendo? —preguntó Samael de repente, con su tono sereno pero perturbador.
Sebastián no respondió de inmediato. Sentía que su hijo estaba perdiendo la noción de lo que era real y lo que no. Quizá el aislamiento y las extrañas circunstancias que los rodeaban estaban empezando a afectarlo. Pero algo más profundo también lo atormentaba: la presencia invisible de Kesabel. Aunque Samael no lo mencionaba tanto como antes, Sebastián sentía que esa figura seguía allí, observando, esperando.
—No estamos huyendo, Samael —respondió finalmente, tratando de sonar calmado—. Solo estamos buscando un lugar seguro.
—Ya estamos seguros —respondió Samael, con la misma tranquilidad de siempre—. Kesabel dice que todo está bien.
Esas palabras cayeron como una piedra en el estómago de Sebastián. No respondió, no quería entrar en una discusión sobre un ser que, en su mente, no existía. Todo lo que quería era salir de esa tormenta y encontrar una salida a todo lo que los acechaba.
Las horas pasaban, y aunque Sebastián había decidido no detenerse, la tormenta no daba tregua. Finalmente, al caer la noche, las ráfagas de viento y lluvia se volvieron tan violentas que continuar era imposible. Se vio obligado a detener el coche a un lado de la carretera, bajo un grupo de árboles que apenas ofrecían refugio. El cansancio lo consumía. No había parado en días y aunque no le hacía falta dormir, su cuerpo comenzaba a resentir la falta de descanso.
—Vamos a descansar aquí, solo por un rato —dijo mientras apagaba el motor.
Samael no se opuso. El niño simplemente se acomodó en el asiento trasero y cerró los ojos. Sebastián, sin embargo, permaneció despierto, sus pensamientos corriendo a toda velocidad. No sabía cuánto tiempo más podrían continuar así. La búsqueda de la supuesta cura para su maldición parecía una misión interminable, y la presencia de Caleb, aunque ausente físicamente, seguía pesando sobre él.
Esa noche, el cansancio finalmente lo venció. Entró un trance que lo ayudó a descansar, pero cuando abrió los ojos, la tormenta había cesado por completo. El silencio era abrumador. El sol apenas comenzaba a asomarse en el horizonte, y una densa niebla volvía a cubrir el paisaje. Parecía que la tormenta había sido un monstruo pasajero que ahora les daba un respiro.
Samael seguía durmiendo, acurrucado en el asiento trasero. Por un momento, Sebastián contempló su rostro. A pesar de todo lo extraño que ocurría a su alrededor, Samael parecía el único que no sufría las consecuencias. Dormía tranquilo, inmune a la locura que acosaba a su padre. Quizás su aparente desconexión con la realidad era una bendición, pero eso solo aumentaba el temor de Sebastián. ¿Qué pasaría si todo este tiempo Kesabel no era solo una creación de su imaginación?
El pueblo más cercano estaba a unas horas de camino, según el GPS, y Sebastián decidió que debían seguir avanzando antes de que otra tormenta los atrapara. Con un suspiro, encendió el motor del coche, siendo lo único que rompía el silencio de la mañana.
Samael se despertó poco después y, sin decir una palabra, se acomodó en su asiento, mirando nuevamente por la ventana. Mientras avanzaban, el paisaje desértico comenzó a transformarse lentamente en colinas verdes y árboles más densos. La niebla, aunque aún presente, se volvía más tenue con cada kilómetro.
Tras varias horas de conducir sin incidentes, llegaron a lo que parecía ser un pequeño pueblo. Era aún más pequeño que Cloveford, pero había vida en sus calles. Las casas, aunque modestas, estaban bien mantenidas, y el sonido de niños jugando y el olor de comida recién hecha emanaba de las ventanas abiertas. Para sorpresa de Sebastián, el pueblo parecía completamente normal, un remanso de tranquilidad en medio del caos que habían vivido.
—¿Podemos parar aquí, papá? —preguntó Samael, sus ojos brillando con emoción—. Tengo hambre.
Sebastián asintió. Había algo en ese lugar que lo tranquilizaba, aunque seguía sin poder relajarse por completo. Detuvo el coche frente a un pequeño restaurante que parecía ser el único en todo el pueblo. Mientras Samael entraba en busca de comida, Sebastián se quedó afuera, inhalando profundamente el aire fresco. Era la primera vez en días que sentía algo de paz, aunque fuera momentánea.
Al cabo de unos minutos, Samael regresó con una gran sonrisa.
—Me han dado esto para ti —dijo, entregándole a su padre una botella de agua y algo de pan.
Sebastián aceptó el gesto, aunque sabía que no podría consumir nada de lo que su hijo le ofrecía. Pero decidió no contradecirlo. Quería mantener la ilusión de que todo estaba bien, al menos por un rato.
Después de que Samael terminó de comer, Sebastián decidió explorar el pueblo a pie. Mientras caminaban por las calles, las pocas personas que se cruzaban con ellos los saludaban con amabilidad. Había algo extrañamente acogedor en ese lugar, pero también algo que lo inquietaba. Todo parecía demasiado perfecto, como si estuviera diseñado para hacerlos sentir seguros.
De repente, Samael se detuvo frente a una pequeña tienda de antigüedades.
—¿Qué pasa? —preguntó Sebastián.
Samael miró fijamente el escaparate. En el centro del escaparate, había una pequeña caja de madera tallada con símbolos extraños, algunos de los cuales Sebastián reconoció vagamente. Parecían similares a los que había visto en la puerta prohibida de la posada en Cloveford.
—Kesabel quiere que entremos —dijo Samael, su voz suave pero firme.
El corazón de Sebastián se aceleró. No había mencionado a Kesabel tanto como antes, y ahora, la simple mención de su nombre volvía a traer el miedo a la superficie. Pero no podía evitar sentir curiosidad. ¿Qué había en esa tienda que había captado la atención de su hijo... o de Kesabel?
Entraron en la tienda, un lugar polvoriento y lleno de objetos que parecían haber sido olvidados por el tiempo. Un hombre mayor, de rostro arrugado y ojos penetrantes, los observaba desde el mostrador. Sebastián sintió que su mirada era demasiado intensa, como si pudiera ver a través de él.
—¿Qué buscan? —preguntó el anciano, su voz rasposa, cargada de años de experiencia.
Samael caminó directamente hacia la caja de madera que había visto en el escaparate. La tomó entre sus manos y la miró con detenimiento.
—Esto —dijo, casi en un susurro.
El anciano asintió lentamente, como si esperara esa respuesta.
—Esa caja tiene historia. Una historia oscura. ¿Seguro que quieres llevártela, chico? —preguntó el anciano, con una media sonrisa en los labios.
Sebastián sintió un escalofrío recorrerle la columna. Quería detener a Samael, decirle que soltara la caja y que salieran de allí de inmediato. Pero algo lo detuvo. Una fuerza invisible, una presencia que no podía ver pero que sentía claramente en la habitación.
Samael asintió y sin más, pagó por la caja.
Mientras salían de la tienda, Sebastián no pudo evitar mirar hacia atrás. El anciano seguía observándolos, su sonrisa se había desvanecido, pero sus ojos brillaban con una intensidad perturbadora.
—¿Qué es esa caja, Samael? —preguntó Sebastián mientras subían al coche.
—Es para Kesabel —respondió su hijo, como si fuera lo más obvio del mundo.
Sebastián no dijo nada más. Aceleró el coche y se alejaron del pueblo, con la sensación de que acababan de hacer algo que cambiaría el curso de su viaje para siempre.
Gracias por leer mi historia. Espero la estes disfrutando.
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