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Capítulo V: Ecos de la niebla

Durante dos días, Sebastián y Samael recorrieron caminos solitarios envueltos en la espesa niebla. El mundo a su alrededor parecía haber desaparecido por completo, dejando solo esa densa cortina blanca que se alzaba como un muro interminable. No había señales de vida humana ni de animales. El silencio era tan absoluto que ni siquiera el viento parecía existir. Si no fuera por el leve murmullo del motor del coche, Sebastián hubiera pensado que estaban atrapados en un sueño.

Sebastián mantenía las manos firmes sobre el volante, sus nudillos blancos por la tensión. Habían pasado muchas horas sin descanso, parando solo cuando Samael lo pedía, ya fuera para comer o para estirar las piernas. Mientras tanto, su hijo, a diferencia de él, parecía completamente relajado, disfrutando del paisaje como si no hubiera nada extraño en esa espesa niebla.

—¿Estás bien, papá? —preguntó Samael con su tono calmado, sin apartar la vista del vidrio empañado por la humedad exterior.

Sebastián asintió sin mirarlo. A pesar de todo, Samael no había mencionado a Kesabel desde que salieron de la posada. Eso le daba un respiro mental, aunque la tensión seguía presente. No podía sacudirse la sensación de que algo los estaba observando desde la niebla, oculto, esperando el momento preciso para mostrarse.

Al tercer día de viaje, cuando el combustible empezaba a agotarse, la niebla comenzó a disiparse lentamente. A medida que el aire se despejaba, el sol, aunque tenue, empezó a asomarse en el horizonte. Y ante ellos apareció lo que parecía un pequeño pueblo. Las casas, aunque modestas, estaban bien conservadas. Se veían flores en las ventanas, personas paseando por las calles y niños corriendo y jugando en la plaza central. Era una escena completamente opuesta a la desolación que habían experimentado en Cloveford.

Sebastián detuvo el coche en una pequeña gasolinera, y un joven, que no tendría más de veinte años, salió a atenderlo con una sonrisa.

—Bienvenidos a Reversed —dijo el joven mientras llenaba el tanque—. Parecen haber tenido un largo viaje.

Sebastián intentó sonreír, pero sus músculos faciales apenas reaccionaron. Estaba cansado, demasiado cansado para intercambiar palabras amables. Samael, por su parte, había bajado del coche y caminaba hacia una pequeña tienda frente a la gasolinera.

—Voy a comprar algo de comer —dijo antes de cruzar la calle.

Sebastián lo observó por el retrovisor, inquieto. No quería separarse de él, pero necesitaba estar seguro de que el coche estaba en condiciones. Mientras el joven terminaba de llenar el tanque, Samael regresó con una bolsa de comida.

—La chica de la tienda me recomendó que fuéramos a comer al restaurante de la esquina —comentó Samael mientras subía al coche—. Dice que es el mejor del pueblo.

Sebastián asintió distraído. Su mirada se desvió hacia el letrero que colgaba sobre la tienda: «Bienvenidos a Reversed». El nombre del pueblo le resultaba inquietante, como si hubiera algo más en esa palabra, algo que no alcanzaba a entender del todo. Antes de que pudiera pensar más en ello, el joven de la gasolinera se despidió amablemente y regresó a su puesto.

—Vamos al restaurante —dijo Samael con entusiasmo.

Sebastián, aún sintiendo esa presión inexplicable en su pecho, accedió a dejar a su hijo en el restaurante. Necesitaba tiempo para pensar, para aclarar su mente, y dejar a Samael por un rato parecía la mejor opción. El joven vampiro conducía por el pueblo con cautela, mientras Samael comía dentro, saboreando cada bocado con una sonrisa.

Mientras tanto, Sebastián aprovechó para alejarse del centro del pueblo en busca de un lugar donde pudiera saciar su sed de sangre sin arriesgarse a atacar a nadie. Con la esperanza de encontrar algún animal en las afueras, siguió un pequeño camino de tierra que lo llevó a una zona más boscosa. No fue difícil; en poco tiempo, se encontró con dos ciervos que pastaban tranquilamente.

Algo extraño sucedió cuando intentó acercarse: los ciervos no huyeron. No mostraron ningún signo de miedo, y aunque su instinto lo advertía de que algo no estaba bien, el hambre lo cegaba. Sin pensarlo más, los cazó. Pero mientras se alimentaba de ellos, una sensación incómoda se instalaba en su mente. ¿Por qué no habían huido? ¿Qué estaba pasando en este lugar?

De vuelta en el pueblo, Samael terminó su comida mientras observaba por la ventana. La chica que lo había atendido en la tienda se acercó al restaurante, sonriéndole de forma extraña, casi cómplice. Samael le devolvió la sonrisa, como si compartieran un secreto.

Poco después, Sebastián regresó al restaurante y encontró a su hijo todavía comiendo, como si no hubiera tocado alimento en días. Lo detuvo tras varios platos más, preguntándose por qué su hijo tenía tanto apetito si había estado comiendo regularmente durante el viaje.

Con el tanque lleno, comida suficiente y las reservas listas, se dispusieron a continuar su camino. Sin embargo, justo cuando Sebastián estaba a punto de arrancar, una lluvia torrencial comenzó a caer sin previo aviso. La dueña del restaurante, una mujer de mediana edad, se acercó rápidamente a advertirles que no era seguro conducir bajo una tormenta tan violenta. Sebastián, acostumbrado a los eventos extraños, decidió esperar a que la lluvia cesara. Pero la tormenta no disminuía; al contrario, parecía intensificarse con el paso de las horas.

Ya de noche, con la lluvia azotando las ventanas del coche, Samael volvió a tener hambre y regresaron al restaurante para pedir más comida. La dueña, con una sonrisa, les ofreció quedarse en la posada del pueblo. Explicó que no era seguro viajar de noche, especialmente por la carretera que planeaban tomar.

Samael, con sus ojos brillando de entusiasmo, suplicó a su padre que se quedaran. A regañadientes, Sebastián accedió. A diferencia de la posada en Cloveford, esta parecía normal. Una pequeña recepción, una dueña amable, un número de cuarto y una llave sencilla. La habitación, aunque modesta, era acogedora, con una cama lo suficientemente grande para que padre e hijo descansaran cómodamente.

Samael se quedó dormido casi de inmediato, pero Sebastián no podía relajarse. Aunque había saciado su sed esa misma mañana, algo en el pueblo lo ponía nervioso. No era solo la tormenta. Había algo en Reversed, algo que lo mantenía alerta. Se quedó sentado junto a la ventana, observando la lluvia que parecía no tener fin, con el corazón inquieto.

A la mañana siguiente, Sebastián se dispuso a seguir su viaje muy temprano y decidió que no podían perder más tiempo. Quería salir de ese pueblo lo antes posible. Al bajar a la recepción para pagar la cuenta, no encontró a nadie. Esperó unos minutos, pero no hubo señales de la dueña ni de ningún empleado. Decidió dejar el dinero junto con la llave en el mostrador, dispuesto a irse sin más.

Cuando subieron al coche y se prepararon para partir, Sebastián notó que algo había cambiado. El pueblo, que había sido tan animado el día anterior, estaba completamente desierto. Las casas, los comercios, todo estaba cerrado. Era como si se hubieran convertido en fantasmas durante la noche. El silencio era sepulcral, y no había ni un alma en las calles.

Aceleró, sintiendo que debían salir de allí lo antes posible. Mientras conducía, Samael, desde el asiento trasero, miraba la niebla que empezaba a levantarse de nuevo.

—Kesabel dice que estamos cerca —murmuró su hijo, con una extraña calma en su voz.

Sebastián no respondió. Todo lo que quería era alejarse de Reversed. Pero mientras aceleraba por la carretera vacía, una nueva tormenta comenzó a formarse en el horizonte, más intensa que cualquier otra que hubieran visto antes.

Gracias por seguir leyendo esta historia. ¿Qué te ha parecido?

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