Capítulo IV: Umbral prohibido
Sebastián y Samael entraron en la habitación que les había mostrado la anciana. A diferencia del lúgubre recibidor por el que habían pasado antes, este cuarto era más espacioso de lo que Sebastián esperaba. Dos camas grandes ocupaban el centro de la habitación, cada una lo suficientemente amplia como para que varias personas durmieran cómodamente. Había dos armarios antiguos a ambos lados y cuatro puertas más, distribuidas a lo largo de las paredes.
—Papá, ¿a dónde llevan esas puertas? —preguntó Samael, su curiosidad despertada de inmediato.
La anciana, sin mediar palabras al principio, señaló las dos puertas de la izquierda.
—Esas llevan a los baños. Esta posada solía alojar a familias grandes, por lo que siempre es necesario más de uno —respondió con un tono apagado, como si estuviera contando una historia que había contado muchas veces antes.
Luego señaló las dos puertas de la derecha.
—La de la derecha lleva al comedor y la cocina. Pero esa... —dijo, refiriéndose a la otra puerta, donde colgaba un símbolo negro, grabado en la parte superior—. Esa está prohibida.
El símbolo en la puerta capturó la atención de Sebastián de inmediato. Era una especie de runa antigua, algo que él no reconocía. Sentía que lo observaba, una presencia silenciosa y opresiva.
—¿Por qué está prohibido? —preguntó Samael, con la despreocupación de alguien que no teme lo desconocido.
La anciana soltó un leve suspiro y cruzó las manos frente a ella.
—No hay llave que la cierre, así que no puedo impedir que entren si deciden hacerlo. Pero sepan que quienes han cruzado esa puerta... nunca han sido los mismos —murmuró, sus palabras cargadas de advertencia, pero sin una explicación concreta.
Sebastián sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Algo en esa puerta lo inquietaba profundamente. Samael, sin embargo, parecía más intrigado que asustado, observando el símbolo como si le resultara familiar.
—Gracias —dijo Sebastián, buscando cortar la conversación antes de que su hijo tuviera alguna idea más peligrosa.
La anciana asintió y, sin más, se retiró, dejándolos solos en aquella habitación que parecía más una trampa que un refugio. Tan pronto como la puerta se cerró detrás de ella, Sebastián se permitió exhalar el aliento que había estado conteniendo.
—Papá, ¿por qué no podemos entrar? —preguntó Samael, señalando la puerta prohibida con la misma fascinación de antes.
—Porque no sabemos qué hay detrás de esa puerta, y no necesitamos saberlo —respondió Sebastián con firmeza, sintiendo que no podía mostrar ninguna señal de duda frente a su hijo.
Samael asintió, pero Sebastián notó que su hijo seguía mirando de reojo el símbolo oscuro que adornaba la entrada prohibida.
Esa noche, después de varias horas de un descanso inquieto, Sebastián sintió hambre nuevamente. Sabía que si no saciaba su sed pronto, el riesgo de perder el control y lastimar a su propio hijo se volvía más real. Después de asegurarse de que Samael estaba profundamente dormido, salió sigilosamente de la habitación en busca de algún animal del que pudiera alimentarse. Sin embargo, la zona estaba desolada, y por más que buscó, no encontró nada.
Mientras tanto, dentro de la posada, Samael se despertó solo en la habitación. Se incorporó en la cama, mirando a su alrededor. En la penumbra, la puerta prohibida parecía llamarlo, susurrando algo que solo él podía escuchar. Sin pensarlo demasiado, se levantó y caminó hacia la puerta.
Al poner su mano sobre la fría madera, no sintió resistencia. Empujó suavemente, y la puerta se abrió con un leve crujido. La habitación al otro lado estaba tan vacía como en la que él se encontraba. Pero algo lo empujó a seguir avanzando. Caminó por el cuarto en penumbras, hasta que sus dedos rozaron una pared. Recordó lo que había hecho la anciana para abrir la puerta secreta y comenzó a tocar las paredes, presionando ligeramente con sus manos en distintos puntos.
Después de lo que le pareció una eternidad, sus dedos encontraron una hendidura, y escuchó un clic suave. La pared detrás de él se movió, revelando un pasadizo oscuro que se extendía hacia adelante. Samael, movido por una extraña mezcla de curiosidad y familiaridad, avanzó sin titubear por el pasillo.
La oscuridad era total, pero Samael no sentía miedo. Al final del pasadizo, una puerta apareció ante él, sin cerradura ni seguro. La abrió sin esfuerzo y cruzó el umbral. Al otro lado, una figura lo esperaba en silencio. Cuando sus ojos se acostumbraron a la tenue luz que parecía emanar del mismo aire, una sonrisa se formó en los labios de Samael.
—Sabía que estarías aquí —dijo con tranquilidad, mirando directamente a la figura que parecía haber estado aguardando por él.
De vuelta en la posada, Sebastián finalmente encontró un pequeño zorro del que pudo alimentarse. Aunque no estaba del todo satisfecho, era suficiente para mantener su sed bajo control. Regresó a la posada con prisa, preocupado por haber dejado a Samael solo durante tanto tiempo.
Al entrar a la habitación, vio que su hijo dormía tranquilamente en la cama, como si nunca se hubiera movido. Sin embargo, había algo extraño en la habitación. La luz roja del símbolo sobre la puerta prohibida, que había estado apagada cuando salió, ahora brillaba débilmente, como si hubiera estado activa recientemente. Sebastián la observó fijamente durante un largo rato, sin comprender su significado, pero sintiendo una profunda inquietud en su interior.
Cuando finalmente el amanecer llegó, Sebastián decidió que era momento de marcharse. Tocó el timbre que la anciana les había dejado para llamarla y entregarle el pago prometido. Pero en lugar de la anciana, quien entró fue una joven, de no más de veinte años. A Samael no pareció sorprenderle su presencia. Sebastián, en cambio, trató de disimular su desconcierto.
—¿Es usted nieta o hija de la anciana? —preguntó Sebastián.
La joven solo sonrió vagamente y recogió la comida que él había dejado como pago.
—¿Desean desayuno? —preguntó, sin responder a la pregunta anterior.
Sebastián declinó la oferta rápidamente, deseando irse cuanto antes. Después de que la joven les deseó un buen viaje, él y Samael se subieron al coche y emprendieron nuevamente su camino, alejándose de la posada lo más rápido posible. Mientras se adentraban en la carretera, una niebla espesa y blanca comenzó a cubrir el paisaje. Cuanto más avanzaban, más opresiva se volvía la niebla, cubriendo todo a su paso.
Samael, en el asiento trasero, miraba a través del cristal, aparentemente inmune a la inquietud que envolvía a su padre.
—Kesabel dice que vamos por buen camino —murmuró el joven, su voz era tan tranquila como siempre.
Sebastián apretó el volante, sintiendo cómo latensión se acumulaba en su cuerpo. No respondió. Algo le decía que la verdaderaprueba estaba por comenzar.
Gracias por leerme. Recuerda que es un borrador que sigue en proceso.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro