CAPÍTULO SIETE
El dolor palpitante en mi sien me confirma que sigo vivo, sin embargo, mis parpados se empeñan en refutarlo, porque no duran más de un segundo abiertos.
Después de un lapso de tiempo indefinido, una luz blanca es lo primero que distingo.
—Señor Zoto, ¿me escucha? —pregunta una voz lejana.
—Sí —jadeo.
—Bien. Puede presentar dolor de cabeza, mareo o vomito; son algunas de a reacciones secundarias del sedante —conforme habla, su voz se va volviendo más cercana.
Pasados unos minutos, soy consciente de que me encuentro en una habitación blanca.
«Un hospital» grita una voz en mi interior.
Por un momento creo que he tenido un accidente y todo ha sido un mal sueño, no obstante, ver el rostro del guardia que custodió mi puerta por la noche, me hace volver a la realidad.
Me pregunto si aún estaremos en el océano, en el crucero, aunque gracias a la blanca habitación austera, podría jurar que hemos desembarcado.
Un hombre bajo de algunos treinta años, con cabello azabache, ojos grises y una nariz aguileña, me observa con atención; lleva una bata blanca, lo que me hace a suponer que es mi médico.
La puerta se abre y por ella entra Víctor con dos hombres detrás. Verlo es suficiente para que la adrenalina corra por mi torrente sanguíneo y me obligue a erguirme sobre la camilla hasta lograr sentarme.
El médico asiente en dirección del susodicho y abandona la habitación. Mis ojos se clavan en la figura que toma asiento frente a mí.
Dos camareros entran en seguida y colocan una mesa entre nosotros, la cual preparan elegantemente para servir... ¿la comida? ¿la cena? ¿el almuerzo? No lo sé.
—Señor —dice uno de los hombres, ofreciéndome el asiento restante en la mesa.
Sin apartar la mirada de aquel hombre que ha pesar de las circunstancias, sigue conservando mi respeto, me levanto de la cama y tomo asiento frente a él. Llevo puesto el mismo conjunto que llevaba cuando me sedaron, sin embargo... mi blindaje blando ya no está.
Mi respiración se acelera.
Una hermosa mujer entra en la habitación con un gueridón por delante. Pronto nuestro salmón y sus guarniciones están servidos y en nuestras copas reposa el vino tinto.
No necesito más para saber que se trata de la cena. Víctor aparta por primera vez su mirada de mí para concentrarse en su plato, mientras tanto, yo sigo observándolo y no es hasta que introduce su primer bocado en su boca, que me hace ademán para que haga lo mismo con mi comida, así que eso hago.
«¡Mmm!» replica mi paladar ante el jugoso trozo de salmón.
O el chef que preparo la cena es grandioso o, el hambre me ha provocado la falta de objetividad en mi veredicto.
Los minutos se arrastran en compañía del silencio, aunque por alguna extraña razón, me parece que es mejor respetarlo.
Cuando el vino tinto abandona nuestras copas, Víctor echa hacia atrás su silla, se levanta, abrocha el saco de su traje y se dirige a la puerta. Justo cuando toma el pomo de esta, clava sus profundos ojos en mí por encima de su hombro.
—Sé que eres tú, Erick, no me decepciones —suelta antes de salir de la habitación.
Un movimiento a mi derecha me alerta, más ya es demasiado tarde: la culata de un fusil nubla mi vista.
Figuras borrosas recogiendo la mesa, mientras unos brazos me acomodan en mi cama es lo último que veo.
Los primeros rayos del sol juegan con mi rostro, trayéndome de regreso a la vida. La brisa es húmeda y el sudor recorre mi frente.
Con los ojos aún entreabiertos, me incorporo, provocando que el dolor en un costado de mi cabeza comience a aumentar. Mi mano navega hasta el epicentro de lacerante punzada para encontrarse con un bulto en mi sien derecha.
—Maldito, idiota —murmuro recordando al guardia que me noqueo.
Grandes árboles y palmeras se alzan a mi alrededor, mientras que a mi lado lo helechos, musgo y hongos, buscan cubrir todo a su paso. La atmosfera es bochornosa, sin duda alguna, hemos llegado a Islas bermuda, la pregunta es: ¿en cuál de todas esas islas estamos?
A mi lado, veo una carabina HK416, un arma con la que estoy acostumbrado a trabajar, aunque no una de mis favoritas. Junto al arma hay una mochila negra con una nota igual a la que encontré en mi habitación la noche que todo esto comenzó; sin embargo, esta vez no es una invitación para almorzar, sino más bien, un recordatorio de que solo puede sobrevivir una persona, así como la herencia estratosférica que ganará.
Junto a la nota hay un reloj digital, así que lo tomo desconcertado al ver que no marca a hora; en su lugar hay quince circulitos verdes.
«Quince vivos» grita mi subconsciente.
Ajusto la correa de lo que podría definir como el marcador. Estoy demasiado expuesto, sin embargo, no puedo avanzar sin saber con qué cuento, así que tomo el arma y me cuelgo la mochila al hombro para avanzar hasta el tronco del árbol más cercano y grueso que encuentro, donde me acuclillo con la espalda pegada al tronco.
Sin perder más tiempo abro el cierre. Dentro de la mochila encuentro un arma SIG P226, un cuchillo KA-BAR y dos cargadores para la carabina con veinte cartuchos cada uno, y otros dos para el arma compacta con solo diez tiros. Esas son todas las armas.
¡Maldición!
He hecho trabajos solo con un arma compacta y un cuchillo a mi lado, pero esto es diferente: allá soy el cazador y en esta ocasión soy también la presa.
En el fondo de la mochila me encuentro con una cantimplora de metal, frutos secos, cecina y galletas; además de un pequeño botiquín con un kit de sutura, alcohol, vendas y gasas.
Una risa amarga surge desde mi interior.
«¿Qué demonios se supone que es esto? ¿Los Juegos del Hambre?».
Un ruido a mi izquierda me hace levantar mi arma. Inhalo y exhalo lenta y profundamente buscando la estabilidad para disparar y por supuesto, hacer el menor ruido posible.
Pasado lo que yo estimo son dos minutos, bajo el arma y comienzo a guardar todo en la mochila, menos las armas. Ubico los cargadores en las bolsas laterales del pantalón táctico, al igual que el cuchillo, mientras que el arma compacta la acomodo en la orilla del mismo. Tomo mi fusil y me cuelgo la mochila.
«Búscame» resuena la voz de Ross en mi cabeza.
Suspiro profundamente. Necesito un aliado y ella es la indicada.
Un disparo resuena y la bala pasa rosando mi cabeza y termina por impactar en el árbol a mi izquierda.
¡CARAJO!
Me cubro tras un tronco cercano. Por el sonido del arma sé que mi oponente no debe estar a más de cincuenta metros de mí.
Mi respiración es acelerada y la adrenalina ha agudizado mis sentidos haciéndome consciente de como mi oponente comienza a desplazarse a mi encuentro.
Debo darme prisa: el disparo ha alertado al resto y estoy seguro de que vendrán a nuestro encuentro, más no a nuestro apoyo.
Aunque la tierra húmeda bajo nuestros pies, amortigüe nuestros pasos, el roce de los helechos y la respiración acelerada de mi contrincante es suficiente para para saber que se encuentra a solo diez metros.
Nueve metros, ocho metros, siete metros y es justo entonces que distingo que viene por mi derecha. Seis metros. Salgo a su encuentro y disparo dos veces para refugiarme tras el tronco más cercano.
Un gemido de su parte me corrobora que he dado en el blanco, más no me desvela en que parte exactamente.
Esta es mi oportunidad, debo aprovecharla.
Avanzo con agilidad hacia su dirección cuando un disparo a mis espaldas rompe el silencio sepulcral que se había instalado.
¡Mierda!
Si me quedo aquí, me rodearán: Tengo uno al frente y otro por detrás. Sopeso mis opciones: si corro por algún lateral, soy blanco fácil para ambos, en cambio si avanzo hacia el frente, me enfrentaré al herido (que será un blanco más fácil) y pondré una mayor distancia entre con el que sea que se encuentra detrás de mí.
En conclusión, debo moverme ya.
Corro en dirección al herido y no pasan ni dos segundos cuando una ráfaga de balas a mis espaldas surca el aire.
Levanto mi arma y comienzo a disparar hacia el frente en dirección al árbol donde está mi primer atacante, lo último que quiero es que él comience a abrir fuego y quedar en medio de ambas armas.
A dos metros de mi destino un arma aparece frente a mí, más desvío la carabina y el disparo va a parar al suelo en el preciso instante que distingo a una figura a algunos veinte metros a mi izquierda.
¡Maldición! «No pienso morir hoy».
Giro hacia mi derecha rodeando a quien identifico como Rafael (compañero de mi Casa) y colocándome a sus espaldas justo cuando una ráfaga de balas impacta en él, provocando ese gorgoteo tan familiar.
Su cuerpo se afloja y cae al suelo.
«Maldita mochila».
Termino por deshacerme de ella en busca de una mayor movilidad.
«Después volveré por ella».
El silencio se ha alargado y estoy seguro de que se debe a que al igual que yo, no quieren delatar su ubicación exacta, más no pienso quedarme aquí todo el maldito día.
Levanto el fusil y salgo de mi escondite para buscar un blanco. El silencio se extiende y mi respiración es lo único que lo rompe.
Entonces veo a William (otro miembro de mi Casa), quien está a unos cincuenta metros al este. Disparo y en su dirección hasta que vuelvo a cubrirme tras otro árbol más al frente. William sale de su escondite y abre fuego en mi dirección.
«Pronto se le vaciará el cargador» grita ese diablillo en mi interior.
Tal como lo predije, se queda sin tiros a la mitad de su recorrido a otro árbol y no dudo en salir y disparar. Su silueta se sacude y cae al suelo.
Observo mi marcador en mi muñeca, pero aún hay quince círculos en verde, lo que quiere decir que William no está del todo muerto.
Una bala roza mi pantorrilla y yo reprimo un gruñido. Esta vez el disparo viene del sureste, así que aún sigo siendo un blanco fácil.
Entonces se me ocurre un plan. Descargo una lluvia de balas en dirección de William, aunque no a matar y tal como esperaba el hace lo mismo en mi dirección y en la del otro sujeto en un arrebato de miedo ante la muerte inminente.
El hombre al suroeste abre fuego en su dirección y esa es la distracción que necesitaba. Corro hacia él y cuando solo quedan diez metros para llegar a mi destino, los disparos de William cesan, provocando que los del otro sujeto, se vuelvan en mi dirección.
Llego entonces a un árbol cercano, donde impacta una ráfaga de tiros mientras mi oponente avanza en mi dirección. Apenas cesan sus disparos, lo imito. Solo nos separan algunos cinco metros.
Me dispongo a seguir disparando, así que salgo de detrás del árbol en el preciso instante en que mi contrincante hace lo mismo. Ambos apretamos el gatillo, no obstante, ninguno de los dos tiene cartucho alguno.
Mi atacante resulta ser Evelyn (otra integrante de mi Casa), quien avienta el fusil a un lado y se abalanza en mi dirección. Tomo el arma de mi cintura y disparo en el preciso instante en que me taclea.
Un alarido de dolor en conjunto con un jadeo de mi parte es lo que corta el aire, más un golpe en mi mandíbula me confirma que Evelyn no está muerta, aún.
Se posiciona a horcajadas sobre mí, pero ha sido una pésima idea: no es competencia para mí.
He perdido mi arma, así que golpeo fuertemente su nariz desde abajo, al tiempo que paso mi brazo por detrás de su cabeza y me impulso hacia arriba haciendo una llave en su cuello. No necesito más que un movimiento seco y fuerte para quebrarlo.
Lástima, era una bella dama. Evito matar mujeres, pero ha sido ella la que ha osado enfrentarse a mí.
—Tres menos, me quedan once.
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