CAPÍTULO DOS
—Gracias, Fernando —digo bajando del Lamborghini.
—¿Necesitas ayuda con esa herida?
—¡Bah! Me he atendido rasguños peores —le aseguro quitándole importancia.
—Ya lo creo. ¿Estás convencido de que Ross no te matará mientras duermes?
—Nos vemos mañana en la Base —respondo, asegurándole que no planeo morir esta noche.
Fernando asiente con una enorme sonrisa al tiempo que mete la velocidad y acelera.
Son cerca de las 00:00 horas cuando entro en mi departamento, donde el mismo diablo me recibe con una de mis camisas negras puesta; y debo admitir que le sienta a la perfección sobre su cuerpo desnudo.
—Comenzaba a creer que te habían matado —confiesa con tranquilidad, bebiendo un pequeño trago de la botella de ginebra.
Una risa amarga es la primera respuesta que obtiene de mi parte.
—Se necesita ser más que un «seis» para matarme.
Tal como dijo Víctor, el maletín de seguridad con mi parte, se encuentra sobre la cama.
Con la mandíbula apretada y un gruñido reprimido, me quito todas las prendas que cubren mi torso. Tomo mi arma y la guardo en la cintura del pantalón, mientras Ross deja el maletín con equipo médico de emergencia a mi lado, eso hace que mi vista se enfoque en ella.
«Ha registrado mi departamento».
—¿Qué? No pensarás que me quedé sentada hasta tu llegada, ¿o sí? —«No, claro que no» Su sonrisa trata de seducirme y sus movimientos y exhibición de sus atributos me lo confirman—. Primera regla, Erick: conoce tu entorno —me recuerda, acercándose lentamente—. Permíteme ayudarte.
—¡Oh no, nena! —No confío en ella: es inteligente, letal y terriblemente sensual; la combinación más mortal en una mujer—. Ya me las arreglaré —le aseguro sonriente. Ross levanta las manos y se encoge de hombros en señal de rendición e inocencia.
—Si te quisiera muerto, ya lo estarías, mi amor —dice dejándose caer sobre la cama, a mi lado.
—Corrección: no estoy muerto porque te he ofrecido asilo, y si yo muriera, quedarías expuesta, jodida; en otras palabras, soy tu escudo —contraataco, tomando las cosas necesarias y dirigiéndome al baño.
—Si te quisiera muerto, ya lo estarías —repite de manera lenta, atrayendo mi atención nuevamente. Me giro para encontrar su vista clavada en mí—. Hace veinte minutos recibí una llamada de Ricardo —continúa diciendo—. Al parecer, el rumor de que deserté en la misión y que tú me has dado asilo, se ha corrido.
»Me ha ofrecido un trabajo: matarte, y a cambio me daría un lugar en su Casa y además, diez millones de dólares extras de los que ofrecen por tu cabeza —Con mi mano izquierda aseguro mi arma, provocando que mi herida punce y que mis sentidos se agudicen. Ross se percata de eso porque viene hacia mí lentamente con las manos en alto—. Eso sí, tendría que ser hoy antes de las dos horas —susurra pasando sus brazos por mis hombros con movimientos lentos—. Solo quería dejar en claro que no te necesito para sobrevivir —murmura a pocos milímetros de mis labios.
—Ya lo veremos —digo sonriente, zafándome de su agarre.
Entro en el baño y lo primero que reviso es cuántas balas tiene mi arma: tres.
En esta noche Ricardo ha buscado asesinarme dos veces, y el precio por mi cabeza ha aumentado considerablemente. Si Ricardo tiene tanta prisa por acabar conmigo hoy, solo puede haber una razón.
Salgo del baño a toda prisa. Ross me observa con el ceño fruncido, pero no dice nada. Tomo el teléfono y después del segundo timbre escucho la voz de Fernando:
—Estaba por marcarte: Ross le ha dado aviso a Morín a cerca de la oferta de Ricardo...
—¿Quién está en el puesto treinta y uno? —lo corto hostil. Escucho como teclea algo en su computadora, y segundos después vuelve a tomar el teléfono—. Cristopher... Víctor y Morín ya se están haciendo cargo.
—Gracias —Cuelgo. El contacto de Ross me sobresalta.
—Estás ensuciando la baldosa —explica. Sujeto la gasa que sostiene contra mi herida y regreso al baño.
Mi teoría resultó ser cierta: Ricardo busca que alguien más de su gente aborde ese crucero mañana, no obstante, el por qué es lo que no comprendo: en ocasiones anteriores no he visto el afán desmedido por asistir, como ahora, aunque claro está que en esta ocasión todo es diferente.
Por otra parte, me pregunto por qué la insistencia de que sea mi cabeza la que ruede, si matando a cualquier otro de los treinta, su objetivo se cumpliría.
Con ayuda del gran espejo sobre el lavamanos y mi mano derecha, comienzo a suturar el corte en mi hombro: no es profundo, pero sí necesitaré de diez a doce puntos aproximadamente.
Ruidos en la cocina me recuerdan que tengo compañía.
Conocí a Ross hace diez años: durante nuestro entrenamiento, sin embargo, no fue hasta tres años después que nuestra relación se fortaleció, y como era de esperarse, nuestro afecto también.
Realizamos ocho misiones de suma importancia, ganando mucho dinero tanto para nosotros como para nuestra Casa, más cuando Víctor y Morín se divorciaron, la Casa también se vio obligada a hacerlo (al menos en su interior porque ante el resto seguimos siendo una sola Casa, aunque en realidad somos una asociación), ese era el momento de la verdad, de definir nuestras lealtades; yo como es evidente, fui leal a Víctor a pesar de las grandes sumas que me ofreció Morín, pero Ross por otro lado... Ahí fue donde la realidad me golpeó: el dinero rige nuestras vidas, amamos u olvidamos, matamos o dejamos vivir porque los billetes así lo dictan; y el poco cariño que recibimos debemos pagarlo... y es sumamente caro. En conclusión: personas como nosotros estamos destinadas a estar solas.
Corto los sobrantes del último punto, pongo en orden todo lo utilizado, y salgo del baño.
—Huele bien —admito al percibir el olor a carne y verduras.
—Lo sé, estoy cocinando yo —suelta muy segura de sí misma, eso me encanta en una mujer—. Veo que no has cambiado el diseño del interior, a pesar de que sigas cambiando de domicilio.
Algunos de nosotros han logrado establecerse en algún sitio en específico, sin embargo, yo no duro más de un mes en el mismo lugar y la decoración de mis distintos departamentos es la misma: nada.
—Bueno, ya me conoces.
Eso la hace soltar una risita amarga.
—Creí que ya había quedado claro que no planeo matarte hoy —dice al verme dudar de su invitación para cenar.
—No lo sé, cariño. Creeré en tus palabras hasta mañana, cuando «hoy» sea pasado.
—Siempre tan desconfiado —se queja.
—Y por eso soy el mejor —alardeo, tomando asiento frente a ella.
Cenamos en silencio. Sé que por mucho que lo desee, no me matará: sería un acto de traición contra su Casa y eso se paga con la muerte.
Deduzco que Morín y Víctor deben de estar llegando a un acuerdo para resolver el caso de Ross: su exilio significaría una pérdida de gran valor para ellos, aunque su restitución quebrantaría una ley de la Casa, lo que daría pie a que muchos otros se negaran a hacer lo previamente ordenado.
«Víctor, Morín: les he dado un mes, tomen una buena decisión».
Un mes es lo que dura el asilo. Cada miembro de la Casa tiene la oportunidad de brindar dos a lo largo de toda su vida de servicio, y este es el primero que utilizo.
El asilo es algo muy sencillo: el huésped vive un mes con su protector y la Casa no lo puede tocar, al menos de que el hospedante fallezca antes del plazo establecido (algo sin duda considerado como muy mala suerte).
Una vez he terminado, me dispongo a acomodar todo; mañana saldremos temprano a la Base: una gran zona de entrenamiento y donde se llevan a cabo las juntas de suma importancia; de ahí saldremos en el avión privado de Víctor rumbo al Puerto de New York, donde abordaremos el crucero con un destino indefinido.
Distingo como Ross se acomoda en la cama.
—¿Cómoda? —pregunto con sarcasmo.
—Sí, muchas gracias —dice pasando por alto mi queja—. Espero que tú también lo estés en el sillón —se mofa.
—Eso no va a pasar, cariño —aseguro—. Eres una resguardada, no invitada y esta es mi casa, por lo tanto, esa cama me pertenece —le recuerdo observando sus largas y torneadas piernas desnudas—. Aunque... sería un placer tenerte en ella —Ross rueda los ojos y se acomoda dándome la espalda.
¡CARAJO!
Mi camiseta se acopla a su cuerpo y sus piernas me conducen hasta sus hermosas caderas. Mi respiración se acelera, y cuando soy consciente de la fantasía que comienza a tomar forma en mi cabeza, me ordeno concentrarme en lo que estoy haciendo.
Abro la minicomputadora, enciendo la alarma, y después de asegurarme de que todo está en orden a los alrededores, me deshago del resto de mi ropa, quedando solo en bóxer. Hago a un lado las sábanas y entro en la cama.
Ese embriagante olor, que durante los primeros años de su abandono extrañé por las noches, inunda mi ser y hace que el deseo me invada. Ross está a treinta centímetros de mí, siento el calor que su anatomía irradia y me encantaría poseer su cuerpo con el mío.
¡Maldición!
Muchas mujeres han danzado sobre mi cama, pero ella ha engatusado mis sentidos desde siempre.
Llevo una hora dando vueltas sin poder conciliar el sueño, porque... ¿cómo dormir cuando esta hermosa mujer descansa a solo unos centímetros de mí?
Fastidiado, salgo de la cama, tomo mi almohada, y me dirijo al sillón.
—¿Tan rápido te rendiste? —se burla Ross a mis espaldas. Tal parece que tampoco ha podido dormir, me pregunto por qué—. Lástima. Te recordaba con más... determinación.
¡Eso es todo, hasta aquí llega mi autocontrol!
Ágilmente deshago la distancia que nos separa y en un segundo me encuentro sobre su regazo, inmovilizando sus caderas y sujetando sus brazos sobre su cabeza. Observo sus hermosos ojos e inhalo su embriagante aliento, más no haré nada hasta que ella me pida que navegue en su océano.
Espero su permiso, el cual llega con sus frescos labios devorando los míos, y su legua en busca de la mía.
Saboreo su mandíbula y cuello, mientras mis manos arrancan mi camisa de su cuerpo, dejándolo expuesto.
Tan inocente y sumisa que se ve abajo de mí, sin embargo, es todo lo contrario.
Mi lengua explora las montañas de su cuerpo, sus piernas y entre ellas, al tiempo que sus jadeos provocan que mi miembro se endurezca. Cegado por la excitación la hago girar de manera brusca hasta dejarla boca abajo, dándome un plano exquisito de su anatomía.
«Necesito sentirla».
Me aparto de ella y rápidamente me deshago de la última prenda que tanto me ha comenzado a estorbar.
Lencería de color negro es lo que adorna sus glúteos redondos, y lo único que se interpone entre nosotros ahora; con urgencia la retiro de su cuerpo, dejándola en alguna parte del suelo. Me coloco entre sus piernas al tiempo que me inclino sobre su espalda para plantar tiernos besos, mientras mi mano comienza a acariciar su sexo, alargando su agonía.
Veo como aferra las sábanas bajo su cuerpo, provocando que mi excitación aumente.
—¡Erick...! —gime, haciéndome enloquecer al entrar en ella. Mis embestidas aumentan de velocidad e intensidad conforme sus gemidos me lo piden—. ¡Demonios, Erick!
Tenerla en esta posición me perturba, y eso sumado a sus gemidos basta para que nuestros gruñidos se fusionen haciéndonos alcanzar el clímax: esos segundos de exquisita sensación.
Mi frente apoyada sobre su espalda sudorosa y nuestras respiraciones desbocadas es de lo único que soy consciente.
De manera lenta salgo de ella y me dejo caer a su lado. Sus mejillas sonrojadas, su cabello despeinado y su sonrisa, bastan para llevarme al pasado, cuando nuestros gemidos invadían los baños, armarios, azoteas, piscinas, jacuzzis, carros, salones y cualquier lugar en general; cuando creía que la amaba. Ese pensamiento deja en mi interior una sensación desagradable.
La sonrisa de Ross se desvanece, se pone en pie, y sin decir nada desaparece dentro del baño.
Mi cuerpo por fin comienza a sentir los estragos de la noche, provocando que la tarea de levantarme por mi ropa se vuelva imposible. Paso la sábana sobre mi entrepierna y mi cuerpo se sume en la hermosa oscuridad de los sueños.
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