A solas y a escondidas
–No Sofía, no soy judío ni musulmán, aunque confesaré que no como cerdo, pero es porque no me gusta. Lo que me preocupa es que en tu enojo vayas a decir más que ese titubeo. Si alguien descubre en qué crees verdaderamente, perderás más que el derecho a sanar al prójimo.
Los adornados ojos se ensanchan. Esa dulce expresión estaría acompañada de un tono carmesí si yo introducía la mano bajo la falda.
–No soy impía, Garret.
–Lo sé. Nunca vi tanto a Dios como en ti, ni conocí a una hum... a alguien con una comprensión tan singular y precisa de lo espiritual. En serio.
–¿Tú eres impío?
¿Impío? Si Sofía supiera de cuántos dioses tengo conocimiento, de cuántos mundos y mi papel en los planes divinos de estos. Me carcajeo con fuerza, quisiera decirle todo, pero no puedo, no debo.
–Estoy por... ordenarme como servidor de lo más sagrado para mi gente, así que no, no soy impío.
–¿Y en qué cree «tu gente»? Anda dime, yo ya te conté todo. He puesto mis creencias, mi vida en tus manos.
–Creemos en... –apreté los labios de nuevo. En realidad quiero abrirme con ella, romper con el secreto que nos separa y escupir también todo lo que quiero hacerle, piel con piel, ahí mismo sobre el prado. Sofía me observa con una expresión tan limpia que... A la mierda con todo.
–Las leyes de... En el antiguo Egipto, cuando su nombre era Kemet... Aunque bueno todo comenzó antes. Vaya, es complicado explicarlo. Podría mal interpretarse y sonar a blasfemia. Podría decirse que los preceptos en los que me he formado, son tan antiguos que... Verás, es cierto que Dios creó al hombre y lo creó a su imagen, pero su imagen no poseía ningún cuerpo, ningún género y ni siquiera era un cuerpo físico. Los primeros humanos eran la imagen de Dios, no al revés. La forma del hombre no era humana en un principio. Los primeros seres eran seres de luz que con sus pensamientos moldearon al mundo... Sí, sé cómo suena... –río nervioso–. Es que... el origen de la humanidad es complejo y bueno... –Me rasqué la barbilla y la cabeza–. ¿Por qué me miras así, Sofía?
Sofía frunce el ceño, pero a la vez sonríe. Sus hombros se encogen, se le sacude el pecho y echa la cabeza ligeramente hacia atrás. La risotada es tan fuerte que la escucharán en el convento y mandarán por ella.
–Es enternecedor cómo tratas de darle forma a lo que crees –dice jalando aire–. Nunca te habías puesto tan nervioso, y la verdad es que no te estoy entendiendo. Ni siquiera sé cuántas blasfemias has dicho ya... ¡Antes de Egipto y Grecia! ¡Humanos de luz y sin cuerpo! Te lo estás inventando ¿verdad?
Sofía tenía el poder de extraer todas las verdades de mi boca. Debía callar y no seguir o mencionaría el origen de los daimones, a Hermes Trismegisto, Anubis, los Trece Infiernos o La Atlántida, y ahí sí me creería un loco.
–Creo que mejor callaré.
–¡Sigue, por favor! ¡Vamos, Garret! ¡Acaso lo que escribí yo no fue una blasfemia! ¡Una herejía! El solo hecho de vernos aquí, a solas y a escondidas es condenable.
La risa se me contagia, pero trago saliva en el instante en que Sofía coloca una mano sobre mi brazo en un ligero toque de camaradería. Antes nunca me había tocado, de ninguna forma, y ese roce, aunque no es directo, lo siento sobre la piel desnuda como una quemazón. Para mí es la primera caricia y logra que arda. Estar con ella así, es una violación a las reglas de los daimones. Podría marcarla en ese mismo momento, o regalarle la inmortalidad y llevármela lejos. Sería arrebatarle el sol, pero no moriría y la tendría todas las noches.
–¿Eso es lo que hacemos aquí, Sofía? ¿Nos vemos a escondidas del mundo? ¿Qué es lo que dices a las monjas cuando vienes a verme? ¿Que buscas sumirte en oración?
El pulso de Sofía se acelera, mas no responde; en lugar de ello, retira su mano y baja la mirada antes de volver a hablar.
–Cuando te ordenes, ¿tomarás votos? –pregunta.
–Tomaré votos.
–¿De castidad?
La luz mengua. Nunca nos vemos por tantas horas, pues ella siempre se marcha antes de que oscurezca, pero ahora ninguno parece querer despedirse. La plática se enfila a una dirección insinuante y sé que las palabras que entonemos darán un giro distinto a nuestras conversaciones. Sofía no se irá hasta que le dé una respuesta.
–Mi gente no hace eso.
–¿Serás un sacerdote?
–Nooo.
¿Cómo le explico que, si sobrevivo, me volveré rey? ¿Casi un dios? No puedo, por más abierta que sea Sofía. Y a decir verdad, ni siquiera estoy seguro de ser digno de la sangre de la Copa de Hermes. Así como puedo volverme rey, puedo abandonar este plano y terminar en la balanza de Anubis, con mi nombre escrito al revés en una lápida del cementerio y pasaré a la historia como el único Araziel que no reinó.
El aliento de Sofía precipita su ritmo y su sonrisa merma hasta desaparecer.
–El Inquisidor quiere que yo vuelva a contraer matrimonio. Le oí decir que sería mejor que una mujer... como yo, se decida ya a dedicarse a Dios o a contraer matrimonio de nuevo. Es un hombre tan incoherente, lo que un día lo ofende, al otro le ve la conveniencia. Se supone que no debería casarme tan pronto y siento que quiere venderme al mejor postor...
–¡Cásate conmigo entonces!
–¡Qué!
–¡Cásate conmigo, Sofía! Podrás ser matrona en el castillo. Tendrás libre uso de los jardines y el invernadero. Tendrás tu propio laboratorio si así lo quieres.
No soportaré que me quiten las tardes con ella. Ya también los nobiliums presionan a Lyuben para que me despose con alguna de las descendientes de las cinco casas nobles. No hay día que pase en el que Lyuben no hable de las hijas de Gaius. Celina, la mayor, es la nobilium más hermosa de acuerdo a mi tutor. Pero para mí la belleza está en la humanidad terrenal de Sofía.
–Garret yo... ¡No hagas peticiones imposibles!
–¿Dudas de mi palabra?
–Sólo sé que tu gente no se enlaza con la mía. Son tus ojos Garret, me doy cuenta por los ojos. Ninguno con ojos como los tuyos se une en matrimonio con alguien como yo. ¡No hay parejas así!
Sofía se compone el velo de un tirón y arrastra con desgana la canasta hacia ella, evitando mirarme. Es demasiado intuitiva como para no haber notado que yo pertenezco a un grupo aparte. Pero hablé en serio, muy en serio. Me quema verla ensombrecerse así. Quisiera confesarle que soy daimón; que hay cosas ocultas que la humanidad no está lista para conocer; que es cierto que en la naturaleza hay divinidad; que existen varios infiernos, varios dioses y que al ascender como rey me volveré un ser divino destinado a traer equilibrio y orden en la tierra. Quise decirle también que tenía razón, que mi mundo no se mezcla con el de ella por estar en otro nivel evolutivo; que debo verla como una humana de la cual puedo beber, y que aún así me enamoré de ella. No soporto las charlas con las daimonesas que solo buscan adularme o provocarme para yacer conmigo y subir de categoría. Y cada vez que yazco con otra mujer, me queda una insatisfacción y un sentimiento de culpa. Debe ser a Sofía a quien sostenga en mis brazos. No quiero más charlas vacías y caricias secas que solo buscan una corona. Yo también estoy harto. Sofía no busca atarme, me busca para liberarse, al igual que yo a ella.
El ocaso ya está sobre ambos y aunque ella no lo sepa, la seguiré hasta verla a salvo dentro de San Jerónimo, como siempre hago.
–Mañana no vendré –enuncia ella con voz quebrada–. Informaré al Inquisidor mi petición de permanecer con las hermanas y me recluiré en oración por tres días.
¿Tres días sin poder verla?
–¿Quieres ser monja?
Sofía ríe sin humor.
–¿Y qué crees que hago, viviendo en un claustro? Mi esposo me dejó una pequeña fortuna que puedo ofrendar y la abadesa me dará libertad para investigar y ayudar en el pabellón de los enfermos. Sabes lo importante que eso es para mí.
Cuando Sofía se levanta para dejarme, la jalo con cuidado hacia mí. Es tan delicado este hermoso cuerpo efímero. ¿Cuánto tiempo más tendré para estar con ella? Hablé en serio sobre el casamiento, debí perder la razón, pero hallaré la forma de estar con ella. No permitiré que se marche con la idea de que no haré todo en mi poder para seguir teniéndola.
Mi padre dice que el valor de las cosas debe medirse por su pérdida, por cómo sería vivir sin algo por toda la eternidad. Si alargo cada actividad de mi vida sin Sofía, sin estas oportunidades de libertad en las que puedo ser yo mismo, si me imagino un día, o dos, o tres, un maldito año sin ella, viviré como una sombra.
–Volverás –le digo. Le alzo el velo y la atraigo desde el cuello a la humedad de mis labios en un beso que nos calienta a ambos. Su lengua se entrelaza con la mía y sin parar de besarla repito: –Volverás, Sofía y te diré todo de mí.
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