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Capítulo XXXV


Infinito era la palabra más adecuada para describir ese mar. Olas infinitas, arena infinita, agua infinita. Todo era infinito. Igual que la belleza de esa mujer. O como la frialdad en esa mirada azulada. Los pies posados sobre la arena sin que esta alterara su forma. No como ella, que la cubría formando pequeñas montañas alrededor. Las olas no tocaban la piel bronceada de la diosa, que mantenía su cuerpo impecable, sin alteraciones. Tan diferente a Zoe, a quien ya había mojado sus pies, provocando que la arena se pegara a trozos sobre su tez. Tan imperfecta ante tanta perfección. Parecía tan evidente el mensaje que apenas pudo contener la respuesta mordaz ante tal despliegue de metáfora.

Había quedado claro que ella era mejor que nadie. Proclamaba su superioridad, y a su vez cuán imperfecta era ella. De eso no cabía duda.

Zoe lo supo al instante. Afrodita, diosa del amor y la belleza. ¿Quién sino querría ver muerta a Hera? En realidad, era tan lógico que solo pudo justificarse con la excusa de que ella no entendía ese mundo cuando llegó.

Hermes le había contado el eterno enfrentamiento entre Hera y Afrodita. Habían luchado hasta la muerte, e incluso después. Ares la había utilizado para herir a su padre, Zeus, pero Afrodita había utilizado a Ares a su vez para dañar a Hera. Se veía ahora todo tan claro.

Dirigió una mirada interrogante a Eirene, la cual se mantenía apartada a pocos metros de ella. Su mirada estaba igual de vacía que antes. Luego comprobó que su hermana siguiera detrás de ella. Allí estaba. Su máscara de indiferencia volvió a sorprenderla, y de nuevo esa pregunta «¿Estás bien?», apareció en su cabeza como una señal que no supo interpretar.

Una risa apagada consiguió centrarla de nuevo en el problema que tenía ahora ante sus narices. Afrodita. Una ira antigua empezó a rugir desde su interior al comprender que no había estado prestando suficiente atención a su alrededor hasta ese instante.

—Tú mataste a Hera —afirmó Zoe con voz resentida.

Afrodita la miró un instante, para romper a reír segundos después. Su risa era artificial, queriendo transmitir sensualidad mediante ella. Sus labios, curvados hacia arriba, con ese rojo coral que brillaba bajo el sol también artificial del decorado. Todo en ella estaba calculado para ser perfecto. Y de tan perfecto resultaba repulsivo.

—Parece ser que no eres tan tonta como creía —dijo deteniendo en seco su risa, como si esta jamás hubiese existido.

Los pasos de la joven se reafirmaron sobre el suelo cubierto de arena y sal, queriendo con ello mantener su posición y su valor. Notó al mismo tiempo cómo la mano de su hermana se ajustaba cuidadosa a su peplo.

—Ares era solo tu títere, él creía que era el cerebro de la operación, pero en realidad lo planeaste tú sola —dedujo. Afrodita esperó paciente y con la sonrisa artificial adornando todavía sus labios perfectos.

—Es sorprendente que hayas adivinado todo eso en tan poco tiempo cuando las respuestas estaban delante de ti desde el principio. Soy realmente buena, ¿verdad? —Zoe dejó escapar un profundo suspiro cansado ante tanta prepotencia.

—Lo que es sorprendente es que no te hayas hinchado con todo ese ego que tienes —murmuró. Afrodita dejó de sonreír al instante y se acercó con pasos perfectos hacia ella.

—¿Cómo has dicho?

Zoe alzó la mirada y se obligó a mantener la posición, a pesar de que los pasos de la diosa la habrían hecho retroceder. No. De ninguna manera iba a acobardarse.

—He dicho que no necesitas abuela —contestó. Afrodita se quedó en el sitio sin entender una sola palabra. Zoe sacudió la cabeza y frunció el ceño—. No importa. Puedo deducir por qué mataste a Hera. Celos, envidia... Pero me gustaría saber qué quieres de mí. No soy Hera, ni pretendo sustituirla; ya no soy un problema para ti. Porque sabes que iba a marcharme, ¿no? ¿Para qué todo esto?

Afrodita le dio la espalda de repente y avanzó por la arena con paso tranquilo. Se volvió parcialmente cuando llegó cerca de una ola que había avanzado demasiado. Sonrió.

—No maté a Hera ni por celos, ni por envidia, ni por nada de eso, guapa. En realidad, en el sentido literal de la palabra, yo no maté a Hera. Solo provoqué que ella misma se matara —explicó mientras andaba contoneando las caderas—. Sin embargo, sí existe un motivo.

—Cuál —exigió Zoe sin el menor rastro de debilidad. Afrodita la encaró de golpe y frunció el ceño a la vez que esbozaba una sonrisa torcida.

—El mismo por el que pensaba hacerlo Ares.

Zoe bajó la cabeza unos centímetros sin ser apenas consciente. Las dudas habían empezado a dar vueltas en su cabeza, intentando encontrar un punto de partida. Algo lógico a lo que aferrarse. Pero todo parecía carecer de sentido. Las razones de Ares eran previsibles, pues quería poder. Afrodita, sin embargo... Ella no solo quería poder, quería venganza. Y la venganza solía ser mucho más retorcida e infinitamente más complicada.

—¿Quieres... apoderarte del puesto de Zeus? —preguntó confundida—. Pero... ¿Qué tiene eso que ver conmigo? Si me marchaba terminaba la guerra, y Zeus... —Pero cerró la boca al instante con un leve chasquido. No. Por nada del mundo revelaría ese dato a esa bruja.

—¿Y Zeus perdería su divinidad? ¿Era eso lo que ibas a decir? —Zoe abrió la boca. Afrodita sonrió con ironía al ver su expresión—. Eso sí es asombroso, ¿eh? Aunque ni punto de comparación con la sorpresa que me he llevado yo. Nuestro queridísimo rey dispuesto a sacrificarse por el mundo... —dijo, dejando la frase inacabada expresamente—. O tal vez por ti. —Luego se encogió de hombros—. No importa, sea la razón que sea sigue siendo sorprendente. No me importa reconocerlo.

—Así que... lo has planeado todo menos eso —contestó Zoe, probando suerte. Afrodita la miró y esbozó lentamente una sonrisa que no llegó a los ojos.

—¿Intentas sacarme información? —acusó con un tono fingido de sorpresa. Zoe la miró sin decir una sola palabra, esperando que siguiera hablando—. No es lo tuyo la sutileza, como tampoco lo es mentir y engañar. Nunca has sido buena para esto. No logro entender cómo, aun así, has querido intentarlo —comentó de modo casual y sin dejar de andar de un lado a otro, como si se tratase de una especie de baile.

—Yo no lo elegí. Sé que no soy buena siendo una diosa, pero sí lo soy siendo yo misma.

—Me pregunto si eso es algo de lo que debas enorgullecerte —murmuró—. De todos modos no importa, ya tenía la intención de contártelo. Al fin y al cabo, no voy a poder regodearme ante Hera, puesto que está muerta —pensó en voz alta. Zoe suspiró, pero se mantuvo firme dejando a Tatiana oculta por su cuerpo, y escondiendo a su vez el rayo de Zeus.

—Entonces... ¿todo fue por esa estúpida lucha entre Hera y tú? —preguntó con desdén. Afrodita frunció el ceño, ahora visiblemente enfadada.

—¡Nunca fue una estúpida lucha, niña insignificante! —gritó. Zoe reprimió una sonrisa al comprobar que el tema crispaba sus nervios—. ¡Siempre tenía que competir con todo y con todos, Hera lo quería todo, y todo no se puede tener! —Zoe abrió los ojos ante esa nueva información y decidió guardarla en su memoria para más adelante. Al ver cómo la diosa respiraba hondo para relajarse, esperó paciente a que prosiguiera—. Era hija de los primeros dioses, esposa de Zeus, diosa reina. Pero no tenía suficiente con eso. Tenía que ser también la más hermosa. Por eso competíamos siempre, porque yo era la diosa de la belleza y el amor y ella quería superarme incluso en eso.

—Así que, como quería ser la más hermosa, la mataste —le instó a seguir. Afrodita suspiró y desvió la mirada, enfocando sus ojos azules al mar.

—Llevábamos mucho tiempo compitiendo y nunca tuve la intención de matarla —prosiguió, su voz asemejándose a la brisa marina—. Empezó todo como siempre, con una pequeña riña y con un simple humano como testigo.

—Pero Paris te eligió a ti mediante Helena.

Afrodita se giró un instante hacia Zoe y esbozó una sonrisa triste que parecía bastante real, al menos comparada con las anteriores. La diosa se volvió hacia la inmensidad del mar antes de proseguir.

—Sí. Y como era de suponer, Hera se enfureció. —Hizo una pausa larga ,dejando a Zoe pensando si iba o no a seguir—. Nunca juegues con humanos —citó—. ¿Sabes? Nunca entendí esa frase que Hefes me decía siempre, hasta aquel día.

Hefes, dedujo Zoe, debía de ser su marido, Hefesto. El nombre revelaba más de lo que la diosa pretendía. Realmente había tenido razón: el corazón en la entrada de su templo no era mera decoración. Hacía todo lo que hacía porque quería seguir siendo la diosa de la belleza y el amor; pero tal vez la apariencia superficial y su romance con Ares eran una fachada para competir con Hera. Tal vez todo lo hacía para poder ser quien era y que nadie más le robara su identidad. En ese sentido, Zoe pensó que la entendía perfectamente. Ella también había tenido que competir, en cierto modo, contra Hera. Porque todo el mundo la veía como una diosa, y ella no era más que una humana. A pesar de llevar la divinidad de Hera, ella jamás sería como la diosa. Y tampoco sabía si quería serlo.

—¿Por qué decía que no se debe jugar con los humanos? —se obligó a preguntar, quitándose esos extraños pensamientos de la cabeza.

—Porque los humanos... actuáis según el dictado de vuestro corazón. Y este suele ser imprevisible —respondió frustrada—. Y no.

—¿Qué? —preguntó Zoe ante la última afirmación.

—A tu pregunta sobre si lo he planeado todo —contestó Afrodita—. Mi respuesta es no. No lo he planeado. Nunca planeé que Paris se llevara a Helena, y tampoco planeé que Hera se aliara con otros dioses y con los griegos para atacar Troya. No planeé que quisiera luchar contra mí. Yo nunca planeé que ella me retara abiertamente a una guerra humana. Pero... así fue.

—Pero sí planeaste su muerte —probó a decir.

La diosa la miró con los ojos entrecerrados y avanzó hacia ella, a la vez que las olas se apartaban a su paso.

—Supongo que ese títere de Hermes te habrá contado lo que ocurrió —inquirió—. Los griegos atacaron Troya, y Troya cayó. Hera estaba a favor de los griegos porque yo estaba, y no sé muy bien por qué, con los troyanos. Tal vez ella lo interpretó así al ver a Paris y a Helena allí. No me importa. El hecho fue que quería atacarme directamente —explicó a la defensiva—. Pretendía seguir luchando hasta matarlos a ambos como venganza de lo que, teóricamente, yo le había hecho. Nunca planeé matarla, pero sin querer escuché las quejas y los insultos de Zeus hacia su esposa.

—¿Zeus? —preguntó ante la aparición del dios en la historia. Era cierto, Zeus le había quitado la divinidad a Hera.

—Sí. Zeus, siempre tan seguro de sí mismo, siempre tan prepotente y egoísta. ¡Se creía el peor y el más cruel de los dioses, pero era incapaz de escarmentar a su esposa para que dejara de guiarse por sus malditos caprichos! —La furia que destilaba su voz fue tal que Zoe tuvo que retroceder un par de pasos—. Estaba furiosa porque él decía que iba a escarmentarla, a castigarla, pero yo sabía que cuando todo terminara no haría nada. Y me vería forzada a retroceder y dejar que Hera ganara de nuevo. ¡Estaba harta!

Zoe miró hacia atrás discretamente, intentando encontrar un modo de escapar y poner a su hermana a salvo de esa diosa enloquecida. Aunque de poco sirvió, pues la historia empezaba a distraerla.

—Así que me acerqué a Zeus mientras profería insultos por doquier y le aconsejé que le quitara la divinidad a su esposa para que escarmentara y abandonara la guerra. —En ese instante, Zoe dejó de intentar buscar una salida para mirar de nuevo a Afrodita—. En ese momento no pensé en lo que aquello provocaría. Esperaba que Hera se rebajara por fin y admitiera su derrota. ¡Pero no! Ella prefería morir antes que ceder. Así que... cumplí su deseo.

La sonrisa que apareció en sus labios al decir esas últimas palabras logró que Zoe borrara toda la compasión que había empezado a sentir por ella. Era inútil, los dioses siempre serían eso: dioses. Egoístas, prepotentes, competitivos, tramposos. La vida era un juego para ellos, porque su existencia era inmortal. No les importaba nada, solo lo que ellos querían y eran.

—Y la mataste —finalizó Zoe sin poder evitarlo. Afrodita se volvió hacia ella y alzó la barbilla.

—En absoluto. ¿Qué clase de diosa del amor estaría hecha si fuera por ahí asesinado a quien me molesta? No, ese es más el estilo de Zeus —puntualizó. Con un gesto premeditado se recolocó unos cuantos mechones rubios que habían caído inocentemente hacia delante.

—Claro, tu estilo es más la manipulación y el engaño —dijo con desdén. La diosa la miró sin ninguna muestra de odio, únicamente una clara y enorme indiferencia.

—Nunca cometas el error de dotarnos de cualidades que no poseemos. Los dioses somos egoístas y egocéntricos por naturaleza, y la culpa es vuestra. Sois vosotros, los humanos, quienes nos habéis dado la importancia y el poder que poseemos. Los dioses solo cumplimos con vuestras expectativas.

—Y es por eso que en mi época ya no sois tan importantes —puntualizó en un tono mordaz.

Zoe sabía que se la estaba jugando al responder de ese modo, pero no podía evitarlo. Cuando alguien pretendía ser mejor o pasar por encima de ella, tendía a contestar e imponerse a sus palabras. Era inevitable. Aun así, cuando Afrodita la miró con esos ojos azules encendidos por la ira, retrocedió un paso más sin apenas darse cuenta.

—¡Eso no importa! —exclamó—. Porque, cuando te mate, el mundo terminará y yo gobernaré sobre todo y sobre todos.

Zoe entornó los ojos con suspicacia y volvió a avanzar aquel paso que, sin querer, había retrocedido.

—Ya mataste a Hera y has dicho que no lo hiciste directamente. ¿Por qué querrías matarme si ese no es...? ¿Cómo lo dijiste? Ah, sí: tu estilo.

Afrodita se quedó estupefacta. Si se hubiese evaporado delante de sus ojos después de gritar como una loca se habría sorprendido menos. Pero no era eso lo que había hecho, Zoe acababa de revelar algo que la diosa no había tenido en cuenta antes.

—Oh, vaya... No te lo han dicho, ¿cierto? —dijo divertida. Zoe, molesta, frunció el ceño y apretó los puños con fuerza.

—¿Decirme qué? —inquirió. Afrodita bajó la barbilla y le dedicó una mirada penetrante.

—El motivo por el que Zeus quería enviarte a tu época.

Zoe lo pensó un segundo antes de responder. Afrodita parecía saber algo que ella no sabía.

—Fue porque si desaparecía el motivo de la guerra la lucha terminaría —respondió dudosa. La diosa asintió con la cabeza, a la vez que apoyaba una de sus manos en sus caderas, deteniendo su paso cerca de ella en medio de la orilla del mar.

—Eso es cierto, en parte. Aunque, lo que intentaba evitar era que alguien te matara. —Zoe frunció el ceño—. Porque quien mata la razón de la guerra, gana.

Zoe abrió los ojos de par en par. ¿Gana? Un segundo, entonces... ¿Ellos ya lo sabían? ¿Si ella moría, quien la matara ganaría la guerra, se quedaría con el trono y reinaría? Era por eso que Zeus le había dicho, al conocerse, que ella no iba a seguir viviendo cuando todo terminara. Fue porque sabía que ella debía morir para que la guerra tuviera un vencedor. Por esa razón había dicho que no le iba a dar igual vivir o morir después de que acabara todo. Igual que Hermes, que la había traído allí.

Y a nadie le habría importado.

—Ahora lo entiendes, ¿verdad? Por eso me sorprendió que Zeus fuese capaz de entregar su divinidad para que regresaras. Quiere detener la guerra, pero estoy segura de que su plan inicial era matarte —aseguró con maldad—. Al final todo el mundo te ha estado utilizando. Hermes, Hera, Ares, incluso Zeus. En realidad, yo soy la única que he sido sincera.

Zoe apenas podía respirar. Todo empezaba a tener sentido. Su llegada allí, el trato con Zeus... Querían evitar una guerra, pero nadie le había explicado cómo lo harían. Había supuesto que tenía que hacerse pasar por una diosa, pero en realidad ella misma era la solución. Porque quien la matase terminaría con la guerra y sería el vencedor.

Mientras sus ojos empezaban a cansarse de contener las lágrimas, Afrodita hizo un gesto hacia donde estaba Eirene para que esta se acercara. Con paso decidido, la joven semidiosa obedeció sus mudas palabras, pasando por delante de Zoe. Al ver el cabello dorado de quien creía que era su amiga, alzó la cabeza. No había reparado en ella en todo el rato, ya que se había mantenido al margen. No sospechó nunca de la joven semidiosa porque había confiado en ella. No obstante, como todos, Eirene también la había engañado, y ahora mostraba su otra cara.

—¿Eirene? —Zoe estaba dolida —. ¿Tú... lo sabías? No, ¿cierto? Tú no sabías nada de esto. Hemos llegado aquí... por error, ¿no? —preguntó con voz temblorosa—. ¡¿No?! —insistió con un grito ahogado. Eirene ni se inmutó.

La respuesta a esa pregunta no fue necesaria. La mirada burlona de Afrodita y los ojos inexpresivos de la semidiosa lo decían todo. Había sido engañada por todos, nadie fue totalmente sincero con ella. Hermes le había mentido desde que la conoció; y descubrir que quería que sustituyera a Hera solo había sido el principio, porque, si las cosas iban mal, tenían pensado matarla. Zeus no había dicho toda la verdad, lo que en su situación era lo mismo que mentir. E Eirene había fingido ser su aliada y su amiga... cuando en realidad estaba de parte del enemigo. ¡Cuánto se habrían reído de ella todo ese tiempo!

—¡Eirene! —volvió a gritar.

La joven semidiosa ni siquiera le dirigió una triste mirada. Avanzó hacia Afrodita y asintió cuando esta le dijo algo en una lengua extraña. Entonces se volvió hacia ellas y, mientras sus ojos se volvían negros, con una voz que no era la suya, profirió una orden. Zoe retrocedió un paso hacia atrás, pero Eirene no avanzó hacia ella. Por el contrario y, sin previo aviso, Tatiana, la cual había estado detrás de ella todo ese tiempo sin decir nada, soltó su peplo y le arrancó el rayo que Zoe escondía entre sus manos. Con paso decidido, se apartó de su hermana y corrió al lado de Eirene. Zoe reaccionó pocos segundos después, intentando coger a su hermana sin entender por qué le había robado el rayo obedeciendo las órdenes de la semidiosa, pero Afrodita detuvo su paso en seco alzando una mano. Haciendo un pequeño sonido de negación a la vez que movía el dedo índice de derecha a izquierda, la diosa cogió el rayo que Tatiana le ofrecía. Sus ojos azules la miraron con una sonrisa en los labios.

—¡Tati! ¿Qué haces? ¡Ven aquí! —Tatiana ni siquiera le dirigió una mirada de reconocimiento—. Tatiana... —Zoe intentó avanzar de nuevo hacia ella.

—No tan deprisa —murmuró Afrodita—. ¿Estabas escondiendo esto? —preguntó mostrándole el rayo. Zoe emitió un pequeño gruñido de rabia y frustración.

—¿Qué le has hecho a mi hermana? —exigió entre dientes mientras se debatía con todas sus fuerzas contra el campo invisible que impedía que se moviese.

—Nada en absoluto —contestó sin mayor dilación.

Zoe observó a Tatiana con atención. Sus ojos estaban fijos hacia ninguna parte, sus labios, cerrados; su rostro, inexpresivo. Estaba estática, sin moverse un centímetro más de lo necesario. No parecía ni siquiera humana. La frase «¿Estás bien?», retumbó como una ironía en su cabeza, reprochándola por no haberla pronunciado. No estaba bien, algo le pasaba. La necesidad de correr hacia ella, de cerciorarse que estaba bien, fue tan fuerte que dio un paso más hacia ella. Afrodita no se lo permitió. La misma arena que antes había cubierto de manera torpe sus pies la ancló al suelo como arenas movedizas hechas de cemento. De nuevo, la impotencia y la ira burbujearon en su interior con una intensidad enfermiza.

—¡Le has hecho algo! —gritó al comprenderlo—. ¡Igual que a Eirene! —aseguró viendo el parecido comportamiento de ambas.

Afrodita abrió los ojos ante la descarada afirmación. La humana era más lista de lo que había previsto. No se había dejado engañar, y parecía reacia a pensar que su hermana pudiera estar en su contra. Bien. No tenía planeado que creyera eso.

—¿Y qué vas a hacer al respecto?

—¿No lo niegas? —preguntó sorprendida.

—No tiene sentido. Además, me da igual lo que pienses. Vas a morir —murmuró sin mayor interés. Zoe se removió en el sitio, intentando deshacerse de la arena que la frenaba, sin éxito.

—¿Y a qué estás esperando? ¿Por qué no me matas de una vez? —gritó.

Afrodita fingió estar examinando sus uñas con verdadero interés, mientras balanceaba sus caderas de un lado a otro.

—Si hiciese eso todo terminaría demasiado deprisa. Sería muy aburrido —apuntó con indiferencia—. Además, están a punto de llegar unos invitados muy interesantes.

Como si sus palabras fueran una plegaria o un conjuro, la puerta de salida que antes había intentado encontrar quedó hecha pedazos en cuestión de segundos. La nube de polvo, restos y trozos de puerta volaron por todas partes, impidiendo ver quién había detrás de ella. La espesa bruma de residuos fue cayendo al suelo, a la vez que el aire marino se llevaba la nube negra que había quedado al bombardear la puerta. De entre el polvo, Zoe pudo ver a Zeus armado con dos rayos enormes que desprendían chispas y relámpagos más pequeños. Su rostro era impenetrable. Tenía los ojos inyectados en ira y odio, y todo iba dirigido a Afrodita, la cual no parecía en absoluto sorprendida.

Zeus avanzó un par de pasos con los rayos en las manos y dejó pasar a tres inquilinos más que Zoe no esperaba por nada del mundo. Bueno, en realidad a uno sí: Hermes. La sorpresa fue Apolo, al que reconoció al recordar la vez que fue a Delfos. Pero lo qué más la asombró fue ver aparecer a Ares. «¿Qué hace él aquí?».

—Vaya, pues sí que estaba detrás de la puerta grande —comentó Ares hacia Hermes.

—Te lo dije. Ponía Afrodita —murmuró el dios mensajero.

Afrodita sonrió de medio lado al ver a los tres dioses que más esperaba que apareciesen por la puerta grande. Perfecto, ahora todo era perfecto.

Minutos antes, Ares había guiado a los tres dioses hacia el templo de Afrodita, quitándose de en medio a dioses, centauros e hijas de Medusa que se interponían en su camino. Aunque el aspecto exterior del templo era el mismo que el de los otros, completamente derruido, el interior estaba intacto.

Zeus nunca había entrado en ese templo, pues jamás había sentido la necesidad de visitar a la diosa. A excepción de cuando peleaba con Hera, Afrodita solía pasar inadvertida en el Olimpo; aunque fuera de allí fuese el centro de atención de todo aquel que estuviera cerca.

Su templo era distinto a cualquier otro que hubiera visto antes. Aunque había columnas griegas de estilo corintio por todas partes, el suelo era transparente. Caminar por allí era lo mismo que pasearse por el aire. Zeus se preguntó qué reacción habría tenido Zoe de haber estado allí. Seguramente se habría pegado a las columnas y habría fingido no tener miedo. Tal vez también se habría rebelado ante la idea de apoyarse en él para avanzar. Esbozó una pequeña sonrisa ante la imagen. Ya no le importaba reconocer que se había vuelto un adicto a las reacciones de aquella insolente joven. Podía imaginar sin esforzarse demasiado cómo actuaría en cada momento, y al mismo tiempo era consciente de que lograría sorprenderlo de nuevo. Como cuando había supuesto que estaría dormida y ajena a todo lo que estaba sucediendo con las sirenas, y en realidad montaba sobre un enorme dragón dispuesta a provocar ella sola una avalancha.

Mientras avanzaban por el amplio espacio sin muros, guiados por columnas aleatorias por todas partes, Ares empezó a contarlas una por una a medida que caminaban. Hermes lo observó en silencio sin entender muy bien cuál era el fin de ese procedimiento. De repente, dejó de contar y se acercó a una de las columnas. Palpó toda su superficie hasta llegar al borde de la cara que podían ver desde esa posición, hasta que su mano chocó contra una pared invisible.

—¿Un campo invisible? —preguntó Hermes cuando Ares apoyó ambas manos sobre la superficie transparente.

El lugar era muy complicado de encontrar, reconoció Zeus. Ahora entendía por qué necesitaban al dios para hallar a Afrodita. Si ella estaba escondida allí, nadie podría encontrarla jamás si no conocía el lugar. Toda la estancia era una especie de laberinto de espejos, pero sin espejos.

—Son campos de bucle —respondió Ares.

Hermes abrió los ojos de par en par y se acercó al espacio entre dos columnas, justo al lado del dios de la guerra. Aunque la pared contigua era sólida, la que tenía delante no lo era. Hermes introdujo una mano entre las columnas. No ocurrió nada.

Apolo, que había mantenido la boca cerrada desde que habían decidido seguir a Ares hacia el interior del templo de Afrodita, siguió a Hermes para observar lo que el dios quería comprobar.

—¿Lo veis? —dijo Ares señalando hacia el otro lado de la estancia, justo entre las dos columnas que coincidían con las opuestas a aquellas entre las que Hermes había introducido la mano.

De la nada, justo al otro lado de la ya no tan grande sala, la mano de Hermes aparecía suspendida en el aire. El dios mensajero la retiró haciendo desaparecer la mano flotante al otro lado del templo.

—Si no encuentras este lugar, puedes pasarte horas paseándote sin ver el fin —explicó Ares, concentrándose de nuevo en la puerta invisible que tenía delante de él.

—Como un bucle... —murmuró Hermes mirando alternativamente su mano y el espacio entre las dos columnas.

Con una sonrisa en los labios, volvió a introducir la mano y se fijó cómo al otro lado aparecía la extremidad totalmente sola, allí, en el aire. Luego probó a introducir medio cuerpo y se vio en medio del templo, contemplando su otra mitad al lado de Zeus, Ares y Apolo, el cual había retrocedido y se había quedado quieto junto a Zeus. Miró hacia abajo y comprobó que la parte inferior de su cuerpo no estaba. Cruzó completamente, fascinado ante ese truco, y volvió a cruzar a la inversa para quedarse de nuevo en el lado correcto del ficticio salón. Con una sonrisa en los labios, alzó la cabeza para encontrarse con Zeus cruzado de brazos. Ares, por otra parte, sujetaba la puerta invisible entre sus manos, ahora abierta, mostrando un pasadizo secreto.

—Lo siento —murmuró Hermes avergonzado. Zeus se volvió sin prestarle más atención y entró en el pasadizo que Ares había abierto.

Este mantuvo la puerta sujeta, mientras Hermes se acercaba para seguir los pasos del dios. Lo contempló un segundo mientras pasaba delante de él y sonrió con suficiencia.

—Si quieres puedo enseñarte cómo se hace el bucle —comentó. Hermes se sonrojó ante su comentario.

—Cállate —le espetó.

La puerta transparente se cerró detrás de Ares cuando este entró siguiendo a Apolo. El pasillo estrecho habría estado a oscuras de no ser por el muro transparente que los separaba de la sala del bucle, por lo que la luz de fuera era suficiente para iluminar el lugar. Hermes se quedó contemplando la increíble apariencia de ese muro invisible que los ocultaba.

—Fascinante, ¿eh? —murmuró Ares detrás de él—. Afrodita no utiliza mucho su templo visible, pero lo tiene controlado. Ningún inquilino que ose entrar puede ver este lugar, pero ella puede ver a aquel que intente entrar en su templo. —Lo que significaba que Afrodita los estaría esperando.

Hermes dejó de mirar a su derecha para avanzar por el pasillo, ignorando lo mucho que lo fascinaba ese truco. A Ares parecía divertirlo su curiosidad, y Zeus estaba bastante molesto por ello. Así que decidió ignorar al dios de la guerra y centrarse en lo que tenía delante.

Anduvieron interminables metros en línea recta, sin encontrar nada que alterara su dirección. Con la suerte que tenían ya podía tratarse de otro bucle que los haría andar recto para siempre. Por suerte, cuando pensaban que seguirían andando para siempre, el muro invisible a su derecha cambió de repente a uno lúgubre y húmedo de piedra. El pasillo era ahora una especie de paso estrecho y oscuro, más parecido a las mazmorras de castillos europeos que a un templo griego.

—¿Seguro que sabes dónde vamos? —preguntó Hermes incrédulo.

—¿Crees que me he perdido? —replicó Ares ofendido. Hermes se encogió de hombros.

—No, pero dudo que antes este pasillo fuese tan largo. ¿O me equivoco?

Las certeras palabras del dios lograron inquietar a Ares. Sí, era cierto, el pasillo no lo recordaba tan largo; pero habían logrado llegar hasta allí, por lo que Afrodita no había cambiado el lugar secreto de su templo para que él no pudiera encontrarlo. El cambio era tan sutil que se hacía evidente que no pretendía ocultarse. Si ella hubiese querido, jamás la habrían encontrado. Por el contrario, Afrodita parecía querer que perdieran el tiempo sin que ello alterara el hecho de que llegaran en algún momento a su destino. Lo que hacía pensar a Ares que tal vez ellos formaban parte de su plan.

—Manteneos atentos. Esto puede ser tanto una trampa como una bienvenida —les advirtió Ares.

O tal vez ambas, se dijo. Pues si era una bienvenida estaba seguro de que también sería una trampa.

Después de unos minutos siguiendo el pasillo sin encontrar nada, Ares adelantó a Apolo, Hermes y Zeus para comprobar que iban por el camino correcto. Sin duda lo era, pero parecía que habían atravesado un par de bucles para que este fuese todavía más extenso.

Al cerciorarse de que el pasillo terminaría cuando menos se lo esperasen, Ares no pudo evitar reducir la marcha lo justo para quedarse al lado de Zeus. Este estaba concentrado, decidido a encontrar a Afrodita cuanto antes. Ares se preguntó si se debía a su divinidad, al engaño de la diosa o a la joven que estaba en peligro. Así que no pudo contener mucho más la pregunta que había estado dando vueltas por su cabeza desde que el susodicho confesó que había entregado algo tan valioso como la inmortalidad para evitar el apocalipsis.

—¿De verdad te importa tanto este mundo como para renunciar a tu inmortalidad?

Zeus no cambió su expresión cuando la pregunta salió de sus labios. Como mucho, sus cejas se fruncieron todavía más.

—Eso ahora no importa —contestó a pesar de que Ares no esperaba respuesta alguna.

—¡Oh, vamos! Te encantó ver mi cara de desconcierto cuando me di cuenta de que había perdido mi oportunidad de ganarte. ¿O ahora me dirás que lo hiciste sin saber si iba a funcionar? —exclamó sin poderlo evitar.

Estaba seguro de que el dios lo había hecho para fastidiarlo. Que a pesar de que había ido con cuidado, cuando Zeus supo que alguien intentaba sabotearlo las sospechas habían ido todas directas hacia él. No obstante, contra todo pronóstico, Zeus desvió la mirada negándose a contestar. Ares abrió los ojos de par en par al comprender su silencio.

—¡No lo sabías! ¡No estabas seguro de si con su marcha la guerra terminaría! —dijo Ares, realmente sorprendido—. Sueles tener mucha suerte con tus intuiciones, Zeus. ¿Pero de verdad ibas a arriesgarte tanto? ¿Ibas a entregar tu divinidad para devolverla a su época sin saber seguro si con ello te beneficiarías?

—Prometí que lo haría si las cosas salían mal —contestó. Y en apenas un murmullo añadió—: no podía dejarla morir.

Por suerte o por desgracia, Ares tenía el oído muy bien desarrollado, por lo que entendió perfectamente lo que su padre había dicho. Que no podía dejarla morir era algo peor, o más preocupante que decir que no quería. No poder conllevaba algo físico. Un dios siempre podía: la diferencia estaba en el querer. Si Zeus decía que no podía hacer algo era porque había algo muy grande que se lo impedía. Algo como...

—Oh, no —murmuró Ares al darse cuenta de lo que significaban sus palabras—. ¡¿No me digas que va en serio?! —exclamó con la boca abierta. Hermes observaba de lejos la conversación sin decir una sola palabra. Apolo, por el contrario, parecía intentar entender lo que decían sin mucho éxito—. Creía que lo hacías para ganar sin importar cómo, como siempre haces. Pero es cierto, ¿no? ¡Estás enamorado de ella!

Zeus avanzó los pocos pasos que lo separaban del dios y cogió a Ares por el pescuezo mientras lo estampaba contra el muro húmedo de piedra.

—No soporto las conjeturas. Menos las tuyas —gruñó con la voz cargada de resentimiento.

Sí, pensó Zeus, era cierto; y por eso dolía más. Porque sabía que nunca podría quedarse con ella, o porque ella no podría quedarse con él. La salvaría, la devolvería a su época y ahí terminaría todo. La primera vez que realmente quería algo y era también la primera vez que no podía tenerlo.

Soltó a Ares de golpe y avanzó unos cuantos pasos, dejando a los tres dioses detrás de él. Ares lo miró avanzar erguido y en silencio.

—Va en serio, ¿verdad? —dijo en un pequeño susurro que solo Hermes logró escuchar. Este lo miró un instante.

—Eso me temo... —murmuró mientras volvía a emprender la marcha en pos del dios furioso, que seguía avanzando por el pasillo

—¿Lo sabías? —dijo asombrado. Hermes se encogió de hombros.

—¿Te crees el único que sabe leer entre líneas? —inquirió en voz baja.

Ares entrecerró los ojos y volvió la cabeza para ver si Apolo seguía su conversación. Al parecer encontraba la roca húmeda mucho más interesante, lo que hizo pensar al dios que o bien era muy tonto o muy listo.

—Esto puede ser un problema —dijo mientras fijaba los ojos de nuevo al frente.

Hermes lo miró un instante y asintió con la cabeza al entender lo que quería decir. Afrodita, diosa del amor. Si un dios mensajero y uno de la guerra habían adivinado los sentimientos de Zeus por la joven, ¿qué tanto podría saber Afrodita?

Zeus fue el primero en llegar al cruce. Después de mucho andar, el pasillo desapareció y se encontraron con tres opciones. A derecha e izquierda dos puertas, una más grande que la otra, y al frente el túnel que seguía. Ares miró a uno y otro lado confuso.

—Vaya, estas dos puertas no estaban aquí antes —murmuró—. Solo había una.

Estaba seguro de que el túnel seguiría hasta el templo de nuevo. Ese estaba allí la última vez que vino, pero entonces había una única puerta. Una más grande que la pequeña y más pequeña que la grande. ¿Cuál sería la correcta?

—Será esta —inquirió Hermes, señalando la más grande y reluciente en la que ponía en letras grandes Afrodita.

Ares la observó un instante. La puerta estaba hecha de un material difícil de describir. Su color blanco puro recordaba al mármol, pero no tenía las vetas comunes del mineral, y brillaba tanto como la superficie de una perla. Estaba dividida en dos, una entrada de dos puertas que se abría hacia adentro, pues no disponía de nada para tirar, aunque sí de una cerradura en forma de corazón. En el centro se leía el nombre de Afrodita, separado por la casi imperceptible línea que dividía las dos puertas, quedando en la primera Afro, y en la segunda dita.

—No —negó Ares—. Es demasiado evidente —meditó ante la imponente puerta.

—Y si... —intentó proponer Apolo.

—Pone Afrodita —insistió Hermes, sin rastro de humor y cortando la sugerencia de Apolo.

—Precisamente. Si fuera una diosa que quiere apoderarse del mundo, no pondría mi nombre en grande para que me encontraran. Esta puerta es como un letrero enorme que pone: «estoy aquí» —dijo Ares mientras se giraba hacia la otra puerta. Una más pequeña, de un material parecido a la grande pero totalmente virgen.

Apolo abrió la boca de nuevo dispuesto a volver a intentarlo, pero Hermes se adelantó a sus intenciones.

—Tal vez no quiere esconderse.

Ares lo había pensado. ¿Pero para qué hacerles perder el tiempo en el pasillo para luego ponerlo tan fácil presentándoles esa puerta enorme? O mejor, ¿por qué poner dos puertas si quería que la encontraran? No tenía sentido.

—O tal vez sea una trampa —dedujo al fin. Hermes lo consideró un segundo. Sí, tenía pinta de ser una trampa. Ahí, frente a ellos, estaban las dos opciones presentadas: la bienvenida y la trampa. ¿Cuál de las dos puertas sería cada una?

—Entonces, ¿qué sugieres?

—Podríamos separarnos y... —sugirió Apolo, pero enseguida se dio cuenta de que ninguno de los dos dioses tenía en cuenta sus palabras.

Ares estaba convencido de que la grande sería una mera distracción para perder más el tiempo. Si eran listos, elegirían la puerta correcta. O tal vez ninguna de las dos fuese la adecuada, o ambas lo fueran.

La discusión podía durar horas, y Zeus tenía cada vez menos paciencia y humor. Estaba desesperado por encontrar a Zoe antes de que la mataran. No podían perder más tiempo intentando adivinar las retorcidas intenciones de Afrodita. Fuera la puerta que fuese tenían que encontrarla, aunque tuvieran que destruirlo todo para hallarla.

—Probemos la pequeña—insistió de nuevo Ares dirigiéndose a ella.

—¿Y si es la pequeña la que contiene la trampa?

—O puede que sea la...

—¡Basta! —gritó Zeus mientras hacía aparecer un par de rayos en ambas manos, muchísimo más grandes que los que estaban acostumbrados a ver—. ¡Si hay una trampa, que la haya!

Sin añadir nada más, empezó a tirar rayos a diestro y siniestro hasta que todo el recinto quedó prácticamente destrozado. Los rayos empezaron a resquebrajar la puerta blanca y grande con el nombre de Afrodita escrito en ella y, de un solo golpe, Zeus logró derribarla. Los trozos de la puerta volaron de un lado a otro mientras entraba en la estancia hecho una furia.

Lo primero que vieron sus ojos al entrar fue a Zoe petrificada en medio de una playa. Petrificada pero viva, lo que logró relajar un poco su mal humor. Luego vio a Afrodita, de pie y sin el menor rasgo de sorpresa. Tal vez estaba más aliviado al ver a Zoe viva, pero Afrodita no iba a librarse de su ira.

De eso estaba seguro. 

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