Capítulo XXXIV
El Olimpo distaba mucho de ser como todos recordaban. Las nubes se habían oscurecido, ahora eran tan negras que en el mundo humano parecería de noche. La guerra había empezado, y con ello también la destrucción del templo. Estos fueron saqueados y destrozados a medida que los usaban como campo de batalla. En las calles, hijas de Medusa, esclavos y centauros luchaban entre sí por el dios al que servían.
Zeus había hecho aparecer rayos enormes de sus manos y, usándolos como espadas, combatía contra varios dioses a la vez. Dichas armas, a diferencia de unas normales, emitían pequeñas explosiones, de las cuales escapaban relámpagos que destrozaban columnas y muros de mármol con rapidez. Atenea había logrado derrotar a muchos de sus esclavos, y también algunos centauros que se habían cruzado en su camino. No obstante, Zeus se percató de que la verdadera intención de todos los dioses residía en atacarle a él. Lo que complicaba mucho más la tarea de recuperar el control y detener la guerra.
No le quedaba mucho tiempo. Lo que le había entregado a Hermes llegaría a manos de Kayros pronto, y entonces ya no podría hacer nada. Sabía que no volvería a ser el rey de los dioses nunca más, pero debía evitar que la guerra llegara al mundo humano, aun a costa de su vida. Porque Zoe dependía de ese mundo. ¿Acaso pedía mucho?
No hacía tanto, ella le había preguntado por qué luchaba, qué le hacía fuerte. Entonces le había dicho que ser un dios lo fortalecía, y que luchaba porque era lo único que conocía. Si en esos momentos volviera a preguntárselo, Zeus sabría exactamente qué responder. Luchaba por ella. Quería ganar para que ella viviera. Eso le hacía fuerte.
«¿Qué te hace fuerte a ti?», le había preguntado. En esos instantes desearía que ella estuviera allí para repetirle su respuesta: «Tú. Tú me haces fuerte.»
Por desgracia, eso ya no era posible. Con la suerte que tenía, y conociéndola como la conocía, no habría comprendido la magnitud de sus palabras cuando le había dicho que la quería. O tal vez ni siquiera lo había escuchado. No importaba. Ahora ya nada importaba, salvo ganar y con ello salvar la Tierra. Conservar el mundo donde ella tenía que vivir.
Con fuerzas renovadas, dio otra estocada a la espada con la que luchaba Atenea, para después volverse y encararse a Apolo, el cual había decidido unirse a la lucha al lado de su hermana Artemisa. El joven dios había optado por una espada curva hecha por Hefesto. Como era de suponer, Zeus logró mantener la espada a raya hasta que Apolo se vio obligado a retroceder. Artemisa, con su arco y flechas, intentó ayudar a su hermano, pero Zeus desintegró la flecha con uno de los rayos que desprendió el relámpago que utilizaba como arma, al chocar contra la espada de Apolo. Aunque había supuesto que Artemisa pretendía ayudar a su hermano, al ver cómo Hefesto también lo atacaba por detrás, no tuvo claro si ella estaba de parte de Apolo, o simplemente todos estaban en contra de él. Al parecer, los dioses habían coincidido en algo después de todo; en matarlo. Y no los culpaba. Sin embargo, en esos momentos esa alianza era lo que menos le convenía, porque en cuanto él muriese seguirían peleando, y podía deducir a simple vista quién sería el primero en caer. Una sonrisa asomó en sus labios cuando una idea cruzó por su mente ante ese último pensamiento.
—Bonita espada —comentó a Apolo, mientras volvía a contener una estocada—. Deduzco que es obra de Hefesto.
Apolo apretó los dientes y volvió a atacarlo.
—¿Y qué con eso? —dijo cortante.
Zeus sonrió y se encogió de hombros. Mientras, volvió a desintegrar un par de flechas que Artemisa le había enviado mientras luchaba con Dioniso, el cual llevaba una ballesta.
—No, lo decía porque supongo que tendrás claro que no vas a ganar, ¿verdad? —Apolo pareció desconcertado un segundo, no obstante, se recompuso a tiempo de retener una estocada por parte del dios.
—¿Qué te hace pensar eso? —dudó.
—El hecho de que Hefesto jamás te daría un arma que pudiera terminar con su vida. Por lo tanto, cuando luches contra él, te derrotará. —Apolo pareció pensarlo un segundo, y su gesto se desencajó un poco al caer en la cuenta de que tenía razón.
Con el ceño fruncido, volvió a atacarlo con más fuerza.
—¡Eso no tiene que preocuparte! Me las apañaré —dijo con voz agresiva.
Zeus sonrió con indiferencia y detuvo otro ataque, mientras giraba la mano izquierda para detener la espada de Atenea. Esta había derrotado ya a su contrincante y volvía a por él.
—Estoy seguro, pero yo podría ayudarte —dijo—. Si tú me ayudas a mí.
Apolo volvió a atacarlo con furia.
—¡Vete al infierno! —gritó.
—Tengo a mi hermano allí, y no creo que necesite mi ayuda. Sin embargo, creo que tú serás bienvenido.
Apolo se volvió tan blanco como las paredes derruidas del templo. Hades no era un dios con el que se llevara especialmente bien, y si Hefesto terminaba con él...
—¿Qué quieres? —preguntó con desconfianza. Zeus se dio la vuelta un segundo y apartó a Atenea de un solo golpe, tirándola al suelo con brusquedad. Volvió sobre sus pasos y encaró a Apolo.
—Mis rayos son los únicos que pueden hacer algo contra Hefesto. Te daré un poco de mi poder en la espada que llevas si tú me ayudas a detener esto.
Apolo abrió los ojos de par en par.
—¿Detenerlo? ¿Quieres detenerlo? Creí que querías ganar. —Zeus hizo desaparecer el rayo de su mano derecha y se la ofreció con confianza.
—Solo quiero que esto termine. ¿Tú no?
Apolo miró su mano con cierta desconfianza, pero en las palabras del dios detectó algo que nunca había captado antes: sinceridad.
Con algo de indecisión, sonrió y aceptó su mano.
—Sí.
En cuanto sus manos se unieron, algo de su poder llegó hasta la espada que Apolo sujetaba, volviéndola más fuerte e indestructible.
Sin perder más tiempo, la espada de Apolo se interpuso entre Zeus y Atenea, provocando que esta retrocediera con brusquedad. El primero miró a su nuevo aliado y asintió agradecido. Esa debía ser la primera vez que se unía con alguien y que, además, se lo agradecía.
—Veo que no solo Hera ha cambiado —murmuró. Zeus se volvió, mientras daba otra estocada a un centauro que había decidido encararse al dios.
—¿Qué quieres decir? —Apolo se encogió de hombros y se agachó para evitar una de las flechas de la ballesta de Dioniso.
—Me refiero a que años atrás jamás me habrías considerado un aliado digno de un dios como tú, ni habrías dejado que te quitaran el trono. Mucho menos habrías defendido a una humana que se hace pasar por tu esposa.
Zeus cortó las patas delanteras del centauro con rabia ante las certeras palabras del dios. El medio hombre medio caballo cayó al suelo, al mismo tiempo que Zeus le cortaba la cabeza de un solo golpe y se volvía hacia Apolo, acercándose amenazante. Este retrocedió unos pocos pasos a la vez que Zeus alzaba la mano con el rayo, dispuesto a partirlo en dos. Apolo cerró los ojos cuando el relámpago cayó a gran velocidad. Creyendo que aquel sería su fin, el dios esperó la inminente muerte. Sin embargo, el rayo nunca llegó. Con la piel de gallina, abrió los ojos poco a poco para ver la espada brillante incrustada en uno de los esclavos de Atenea. Apolo se volvió a tiempo de observar cómo caía al suelo, junto con la espada que había estado a punto de atravesarlo.
—¿Qué tal si dejas de deducir estupideces y te concentras un poco? —dijo Zeus mientras retiraba el relámpago con rapidez.
Apolo tragó con fuerza y sujetó su espada con más firmeza, para seguir luchando al lado del dios que hacía poco había sido su superior.
Zeus siguió dando estocadas y evitando ataques con ayuda de Apolo, el cual se defendía bastante bien a pesar de ser el dios de la belleza. Aunque sus rayos seguían golpeando fuerte, sus ojos se desplazaron en busca de Ares. Tenía muchas ganas de enfrentarse a él y terminar con su miserable vida. Era tiempo de cambios, y si la siguiente era podía empezar sin ese dios en concreto, muchísimo mejor.
Lo vio cerca de allí, terminando con la vida de algunas hijas de Medusa acompañadas de centauros. Ares luchaba con elegancia, pero era letal. Como dios de la guerra, no tenía piedad de nadie. Cuando sus ojos fijaban una víctima, esta terminaba muerta. Estaba seguro de que Zoe habría terminado así si no la hubiese sacado de allí cuanto antes.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Apolo.
—Ares es quien lo ha planeado todo. Terminaré con él y luego...
—Espera, si eso es cierto... ¿Por qué no intenta matarte? —preguntó extrañado. Zeus se volvió con el ceño fruncido, sin entender al dios.
—¿Por qué querría...? —Pero sin terminar la pregunta supo la respuesta. Abrió los ojos de par en par, recordando cómo todos los dioses habían intentado matarlo como si se tratase de un complot—. Todos creéis que yo he provocado la guerra, ¿cierto?
Artemisa se interpuso entre su hermano y Zeus para intentar matarlo de nuevo, sin embargo, Apolo le dio un fuerte empujón a su hermana y la apartó de Zeus.
—¿Por qué crees si no que estábamos intentando matarte? —cuestionó como si fuese evidente.
Zeus apretó los dientes al comprenderlo. Claro, por eso habían permitido que Zoe se marchara y por eso no la habían seguido. Todos creían que él era quien había provocado esa guerra y, por consiguiente, quien lo matara sería el vencedor.
La primera guerra fue provocada por Crono, su padre. Cuando este se comió a todos sus hijos, él fue el único que pudo matarlo y salvar a todos los dioses que se había tragado. Como Crono había comenzado la guerra y había sido él quien lo mató, Zeus se convirtió en el rey de los dioses. Desde entonces, todo el mundo sabía que si un dios, humano o bestia comenzaba una guerra, esta terminaría y sería ganada por aquel que lo matara. No era una casualidad que los dioses del Olimpo hubiesen intentado matarle, lo hacían porque creían que si lo lograban podrían ganar.
No obstante, si eso era cierto...
—¿Por qué has aceptado mi trato, entonces? —preguntó desconfiado. Apolo sonrió y se encogió de hombros.
—Porque en cierto modo tenías razón. Me has hecho pensar que la espada no era mía, por lo que si te ganaba y te mataba, sería Hefesto quien reclamaría el trono. —Zeus puso los ojos en blanco y suspiró—. Pero si lo que dices es cierto... Entonces tenemos que matar a Ares, ¿no?
Zeus agachó la cabeza y negó. Si todo fuera tan sencillo... Pero no había sido Ares quien la comenzó. Todo ocurrió con la muerte de Hera, por lo que todo terminaría cuando su sustituta muriese. En otras palabras, quien matara a Zoe, ganaría. Por esa razón, no podía permitir que ella se quedara, por eso no terminaría la guerra si moría él o si moría Ares. Por supuesto, esto ya lo sabía cuando la conoció. Por eso entonces no le prometió su seguridad en ningún momento. Si la guerra estallaba, estaba decidido a matarla él mismo para recuperar su trono. Pero las cosas habían cambiado. Ya no estaba dispuesto a perderla para terminar la guerra. Y, por supuesto, no iba a permitir que nadie lo hiciese por él.
—Ares no es quien ha comenzado la guerra. Él solo aprovechó las circunstancias. —Apolo abrió los ojos de par en par al comprender lo que quería decir.
Saliendo del templo prácticamente en ruinas, Zeus instó a Apolo a esconderse detrás de unas columnas, mientras un grupo de centauros atravesaban la gran puerta y bajaban las escaleras a brincos.
—Ares pretende matar a quien ha sustituido a Hera. Pero la ha dejado escapar. Eso me hace pensar que tiene un aliado o...
—O que antes quiere terminar contigo —terminó Apolo por él—. Piénsalo, quién sino tú podría arruinarle sus planes. Le conviene que todos crean que eres quien terminará con esta guerra. Ares siempre ha querido matarte.
Zeus asintió con la cabeza, sin embargo, no lo veía tan claro.
—De todos modos, me parece que quiere vuestra confianza. Lucha sin prisa, como si tuviese todo el tiempo del mundo. Debe de pensar que mientras todas las miradas estén puestas en mí, nadie matará a la verdadera detonante de la guerra.
——Y la matará haciéndonos creer a todos que ha ganado por casualidad, muy listo —murmuró Apolo, llegando a la misma conclusión que Zeus—. Bueno, en tal caso, nosotros ya lo sabemos. Solo tenemos que encontrar a esa humana que se hace pasar por Hera y matarla.
Zeus lo cogió del cuello con brusquedad, estampándolo contra la columna. Sus ojos de fuego llamearon con ira cuando miró los ojos azules del dios de la belleza.
—No. Nadie va a tocarla, ¿queda claro? —Apolo lo miró unos instantes, confundido, y asintió con la cabeza. Zeus lo soltó de golpe con un gesto hostil. Con las manos en el cuello, Apolo intentó suavizar la quemazón que el dios había provocado entorno a su garganta—. Ella no morirá. Se irá de aquí y tú no dirás nada de lo que te he confiado. Porque si hablas... —le amenazó.
—Soy una tumba —dijo con rapidez. Zeus lo encaró con la mirada helada y sin ninguna expresión en el rostro.
—Bien, porque de lo contrario te convertiré en una.
Sin esperar un segundo más, salió de detrás del muro. Sin embargo, alguien los recibió con un mandoble perfecto que, de no ser por los reflejos del dios, habría terminado cortándoles la cabeza.
—No sabía que eras de los que se escondían, padre... —Su voz sonó grave. Zeus alzó la mirada llena de odio hacia uno de los pocos hijos que Hera y él compartían.
—Ares.
La extraña luz de un día apocalíptico iluminó sus facciones cuando salió, segura de sí misma, del templo de Zeus. Se volvió hacia atrás para mirar el rostro confundido de Tatiana. Luego miró a Hermes, el cual la miraba con el ceño fruncido. Zoe supo por su expresión que algo no andaba bien, y que debía contarle algo importante.
—Ya estamos fuera —informó Eirene en cuanto todos salieron del pasadizo secreto.
Zoe sonrió, había llegado el momento. En cuanto fueran a ver a Kayros y su hermana hubiese regresado, estaba dispuesta a usar la escama del dragón blanco para combatir contra los dioses y ganar la batalla. Detener el fin del mundo era algo que no sabía si podría lograr, pero estaba dispuesta a intentarlo. Costase lo que costase. Volvió a mirar a su hermana pequeña. Antes de que se marchara tendría que contarle la verdad. Su rostro estaba ido, como si el simple hecho de estar allí no fuera con ella.
Su actitud le resultaba algo extraña. Había esperado una lluvia de preguntas, pero Tatiana no había abierto apenas la boca. No tenía muy claro si intentaba no entrar en pánico o si simplemente no lo terminaba de asimilar. No obstante, fuera la razón que fuese, lo solucionaría más tarde. Ahora debían irse.
—Eirene —dijo Hermes, sin apartar la mirada de Zoe. Esta se adelantó sin decir nada e inclinó la cabeza hacia el dios—. Puedes quedarte con esta joven un momento, necesito hablar con Zoe antes de partir.
Eirene asintió con la cabeza y le tendió la mano a Tatiana para que la siguiera. Ella miró por primera vez a su hermana, con la duda reflejada en sus ojos, intentando saber si hacía lo correcto dejándola sola o no.
—Tranquila, solo será un momento. Todo saldrá bien —la animó ella con una sonrisa. Tatiana asintió y siguió a Eirene.
Zoe avanzó unos pasos, apartándose de las dos mujeres. La guerra había invadido gran parte del Olimpo, pero esa zona todavía estaba desierta. Justo ante ellos se alzaba el templo perteneciente a Hera. La primera vez que lo había visto había sido cuando llegó al Olimpo, acompañada de Hermes. Entonces lo visualizó desde lejos, ahora estaban en frente.
Miró una última vez a su hermana, para comprobar que estaba bien, y luego se volvió hacia Hermes.
—Si intentas hacerme cambiar de opinión... —comenzó a decir.
Antes de que ella pudiera seguir hablando, Hermes había sacado aquello brillante que Zeus le había entregado antes de marcharse y enfrentarse solo a la guerra. Miró el extraño rayo dorado y brillante que tenía el mensajero entre las manos y, confundida, frunció el ceño.
—¿Sabes qué es esto? —preguntó. Zoe negó con la cabeza, a la vez que lo miraba a los ojos—. El dios a quien vamos a visitar, Kayros, es el dios del tiempo. Uno de los más poderosos que existen. Si él quisiera, podría gobernarnos a todos y al mundo entero. —La chica se quedó muda, incapaz de decir nada ante esa nueva información—. Es el dios al que acudí cuando Hera murió. Gracias a él pude llegar al futuro y encontrarte. Tardé, pero logré hacerlo gracias a esto. —Hermes hizo aparecer un frasco, ahora vacío, con unas letras en griego antiguo que no supo leer—. Esto es Aión, un elixir que permite viajar en el tiempo. Únicamente Kayros lo posee, pero su precio es demasiado alto para que un dios pueda adquirirlo.
—¿Cual... es el precio? —interrogó ella sin poder evitarlo.
Ante su explicación, había entendido lo que Hermes quería contarle. Ese elixir, Aión, es lo que necesitaban para que Tatiana pudiera regresar a su época. Si se lo estaba contando era porque el precio a cambio de su regreso iba a ser excesivo.
Hermes, en lugar de contestar a su pregunta, alzó de nuevo la mano que sujetaba el rayo dorado que Zeus le había entregado. Fuera lo que fuese, eso debía ser lo que Kayros quería a cambio del elixir Aión, y algo le decía que no era cualquier cosa.
—Solo hay una cosa que Kayros pide a cambio de un favor. Algo que ningún dios querría ofrecerle. Esto —dijo, mostrándole el rayo—, es lo que Zeus está dispuesto a ofrecer para que regreses a tu época.
Zoe miró el rayo, intentando adivinar de qué se trataba. Los ojos de Hermes la miraban serios.
—No puedo abandonar esto. Por fin quiero enfrentarme a la razón por la que he venido. No puedes traerme aquí y luego echarme como si nada —le suplicó.
Aunque pretendía que sonara sensata, sus palabras fueron más bien un ruego. Un ruego que Hermes tuvo que declinar.
—¿Y si te dijera que con ello salvarás el mundo?
—¿Qué quieres decir?
El mensajero suspiró y cerró el puño con el rayo entre sus dedos. Respiró hondo y miró los ojos verdes transparentes de la joven.
—Solo existen dos modos de terminar una guerra entre dioses. O bien se destruye el mundo, o a la persona, ser o dios que la ha iniciado. —Zoe abrió los ojos de par en par al comprenderlo todo—. Si te marchas...
—¿Terminará la guerra? —preguntó. Hermes asintió.
—No estamos seguros, esa es la teoría de Zeus y coincido con ella. Pero no sabía lo que pretendía hasta que me entregó esto —dijo, mirando el rayo con la palma abierta—. Él ha decidido darlo todo por este mundo, pero yo creo que es por ti. Si tú regresas, no existirá quien lo inició todo, así que tampoco existirá el motivo de la guerra.
Zoe supo al instante por qué Zeus había llegado a esa conclusión. Debía recordar la absurda explicación que ella misma le había dicho cuando él preguntó si echaba de menos a su hermana. «Bueno, ella todavía no ha nacido en esta época, por lo tanto, no debería echar de menos a alguien que no existe». A lo que él había contestado: «Esa es la lógica más absurda que he oído nunca. Sobre todo, porque siguiendo esa teoría ni siquiera tú has nacido».
—Dímelo, Hermes. ¿Qué es lo que pide Kayros a cambio de un favor? —le exigió. Hermes lo pensó un segundo. Finalmente suspiró resignado.
—La divinidad.
Zoe se quedó quieta, asimilando las palabras del dios. La divinidad, su inmortalidad. Ese era el trato.
—Eso es... —murmuró, mirando el rayo luminoso que Hermes tenía entre las manos. Este asintió con la cabeza.
—Sí... Zeus me ha entregado su divinidad para que puedas regresar. Por eso no puedes quedarte, por eso...
La chica asintió con la cabeza, apartando los ojos, incapaz de sostenerle la mirada. Zeus estaba dispuesto a renunciar a su divinidad para salvar el mundo, y ella no podía desbaratar sus planes solo porque... No, en realidad no había querido quedarse para salvar al mundo. Había actuado de un modo egoísta, porque el único motivo había sido su corazón. Quería quedarse porque lo amaba.
«No, Zoe, te estoy diciendo que te quiero», recordó. Sus palabras seguían dando vueltas en su cabeza una y otra vez. Quería preguntarle si lo había dicho en serio, si ese te quiero era porque se había enamorado de ella como ella lo había hecho de él. Había tenido la esperanza de poder preguntárselo cuando la guerra hubiese terminado, porque por primera vez había confiado en ella y en su capacidad por salir vencedora. Pero ahora todo era distinto. Porque la solución no estaba en quedarse, sino en marcharse.
Zoe miró hacia su hermana una vez más. Por ella luchaba, ella le daba fuerzas. Entonces... ¿Por qué sentía que su vida estaba a punto de terminar con su siguiente decisión?
—Cuando llegué aquí por primera vez, lo odié. Quería marcharme, deseé que todo fuera un extraño sueño del que despertaría enseguida —murmuró, mirando cómo Tatiana hablaba con Eirene. Luego volvió la cabeza hacia Hermes y sonrió—. Pero no lo era. No era un sueño, era real. Y ahora... ahora no quiero que desaparezca. No quiero volver a despertar en una habitación diminuta lejos de todo lo que he aprendido a amar. —Su voz comenzó a temblar—. Amo este lugar, amo todo lo que he conocido aquí. Los gigantes, los dragones, las ninfas de mi jardín, Atlas. A Ladón, mi dragón de cien cabezas. Mi Lagartija. A ti... y... a... a Zeus... —murmuró. Hermes era incapaz de decir nada—. Lo amo, Hermes. De verdad lo quiero —dijo sin poder mirar al dios a los ojos—. Pero si algo supe cuando vine aquí y vi que en realidad esto no era una pesadilla, sino un hermoso sueño, es que cuando algo maravilloso ocurre llega un momento en el que tienes que despertar —alzó la cabeza decidida y sonrió—. Y este es el momento de hacerlo.
Hermes asintió con la cabeza a duras penas. Cogió su mano y depositó con cuidado el rayo entre sus dedos.
—Ahora sí eres una diosa.
—¿Soy... digna de ser Hera? —preguntó, sin poder contener la risa. Hermes negó con la cabeza.
—No. Nunca fuiste la sustituta de Hera. Fuiste la única capaz de convertirse en una diosa. —Zoe lo miró un segundo, y sin poder contenerse más se tiró a sus brazos para darle un fuerte abrazo.
Hermes aceptó el gesto con una sonrisa en los labios. Siempre sería leal a Hera, pero Zoe había llegado hasta su corazón.
—¿Puedo pedirte una última cosa? —le preguntó, sin separarse de él. Hermes asintió con la cabeza.
—Claro.
—Quiero que te quedes —le pidió—. Sé lo que debo hacer, tengo lo que preciso para regresar y cumplir con mi parte, pero necesito que te quedes. Cuando me marche será humano, mortal. Por favor... sálvalo —le rogó.
Hermes la miró a los ojos. Habría querido negarse, pues le había prometido a Zeus que la llevaría ante Kayros él mismo, pero ella tenía razón. En cuanto ella se marchara, el dios perdería la inmortalidad y los dioses podrían matarlo sin ningún esfuerzo.
Zoe se apartó de él y lo miró a los ojos. Hermes sonrió y asintió con la cabeza.
—Está bien, te lo prometo —respondió al fin—. Os llevaré hasta el mundo de Kayros, y me quedaré para salvarle el culo a ese idiota.
—Díselo de mi parte —rio—. Que es... un idiota y un estúpido. Pero que yo también... lo quiero.
Hermes le acarició la mejilla con dulzura y asintió, aceptando su petición.
—Se lo diré.
Ella sonrió y ambos regresaron hasta donde estaban Tatiana e Eirene. Su hermana la miró un instante y luego estudió a Hermes, intentando deducir lo que habían hablado. No obstante, no dijo nada.
—Nos vamos —dijo Zoe decidida, con el rayo entre sus manos.
—Cogeros de las manos.
Algo confundida por la petición del dios, Eirene se giró hacia ella intentando saber lo que ocurría.
—¿No viene? —preguntó aturdida. Ella negó con la cabeza y le dio la mano a Tatiana.
—No... Tiene... que cumplir una promesa. —Eirene calló de golpe y le tocó el hombro, quedando detrás de Tatiana.
—¿Preparadas? —consultó. Zoe asintió con la cabeza y miró a su hermana.
—Sí. Supongo que sí. —dijo la joven, con la voz entrecortada.
Hermes asintió con la cabeza. Alzó una mano, dispuesto a tocar la frente de su diosa cuando esta se miró la muñeca, recordando algo importante.
—Espera —pidió mientras miraba el brazalete que Zeus le había regalado. Se lo quitó y se lo dio a Hermes—. Esto no creo que deba llevarlo yo.
Hermes la miró y sonrió.
——Creo que precisamente tú eres la única que podría llevarlo —dijo, dejando a la joven algo desconcertada—. Quédatelo, así podrás recordarnos.
Ella sonrió y asintió con la cabeza, a la vez que acariciaba el pequeño sol que colgaba del brazalete y volvía a colocarlo en su sitio. Volvió sobre sus pasos y le dio la mano a Tatiana.
—Te quiero, Zoe —susurró antes de posar su mano sobre su frente y hacerlas desaparecer.
—Y yo a ti...
Y su respuesta se escuchó incluso después de que su rostro desapareciese.
Un resplandor cegador la obligó a cerrar los ojos. El movimiento vertiginoso de la sacudida logró revolverle el estómago, pero se mantuvo firme sujetando con fuerza la mano de su hermana. Sus dedos estaban fríos y algo húmedos, estaba asustada. La primera vez que viajó de ese modo, recordó Zoe, no había sentido ese ajetreo. Era muy distinto al día que fueron al Olimpo o que se trasladaron a Delfos. Estaba aturdida cuando sus pies lograron tocar suelo firme, y tuvo que arrodillarse sobre el mármol frío en cuanto volvió a materializarse. Tatiana siguió sus pasos, dejándose caer y apoyando las palmas de las manos sobre el suelo. La vio toser como si estuviera ahogándose, y ella estuvo tentada de hacer lo mismo. Sin embargo, se agachó a la altura de su hermana para ayudarla a levantarse.
—¿Estás bien? —Zoe notó en su mirada un deje de sorpresa, y un vacío que había apreciado desde que la vio por primera vez junto a Ares. Frunció el ceño, y estuvo a punto de repetir la pregunta antes formulada, aunque con un significado totalmente distinto.
Eirene interrumpió sus intenciones.
—Sigamos.
De pie, como si la sensación que tanto ella como Tatiana habían experimentado no la molestase, las estudió con los ojos inexpresivos. Zoe no se apartó del lado de su hermana, pero su atención estaba todavía puesta en la semidiosa. Sus manos se cerraron en un puño mientras sus ojos, del mismo color que los de Zeus, la escudriñaban con atención. Su vestido, algo rasgado y sucio, voló sobre su cuerpo cuando se dio la vuelta. El pasadizo era estrecho y oscuro, iluminado solo por las antorchas que salían de las paredes blancas de mármol. La iluminación era demasiado rural para las decoraciones y el material del que estaba hecho el templo, pues, a pesar de que no podía ver mucho, Zoe supo al instante que se trataba de otro templo, tal vez por el olor. Todos tenían una fragancia característica, como a algún tipo de hierba o flor, aunque no podía identificar qué era exactamente. Tal vez el mármol del que estaban hechos los grandes templos de los dioses olía de ese modo especial.
Aun así, Zoe pudo comprobar que ese lugar era muy distinto a los templos que había visto con anterioridad. Era más lúgubre, y algo húmedo. Ahora entendía por qué Tatiana tenía las manos tan heladas y algo mojadas, no era por el miedo o el sudor, la humedad de su mano procedía del ambiente.
Con las manos heladas por la brisa que corría por el pasillo estrecho y oscuro, apretó la mano de su hermana entre la suya, y el rayo que Hermes le había entregado con la otra. La divinidad de Zeus, aquel rayo era su inmortalidad. Sin él sería humano.
Cuando lo conoció, el dios era muy distinto. Estaba segura de que la habría matado sin pestañear si no la hubiese necesitado. En ese entonces jamás habría hecho ni un solo sacrificio por la humanidad, mucho menos por ella. Y ahora se encaminaba hacia Kayros, el dios del tiempo, para entregarle lo que él había querido conservar desde el principio y por lo que había hecho el trato con ella; su trono y su condición de dios. ¿Había sido ella quien lo había hecho cambiar de opinión?, ¿ella quien lo había cambiado? Parecía imposible, surrealista. Y sin embargo...
Con melancolía, miró su muñeca y acarició el fino brazalete de oro. Ojalá hubiese tenido la oportunidad de decirle lo que sentía por él. De confesar que estaba enamorada de ese dios testarudo, egoísta y superficial, pero que era tan tierno y considerado al mismo tiempo. ¿Cómo habría reaccionado ante sus palabras? ¿Se habría burlado de ella o, por el contrario, se habría sentido agradecido y complacido por sus sentimientos? ¿La habría... correspondido del mismo modo?
Eso ya no importaba, se reprochó. Porque jamás lo sabría. Iba a marcharse, salvaría el mundo y el mundo se olvidaría de ella. Ahora lo sabía, su mundo terminaría ese día. En realidad, era cierto. Podía salvarlo, pero nunca podría salvarse a sí misma.
—Seguidme. Es por aquí —pidió la voz de Eirene.
Los pasos de la semidiosa no se detuvieron ni un segundo, avanzaron por el pasillo sin esperar a que ellas la siguieran. Zoe ayudó a su hermana a levantarse. No parecía encontrarse muy bien, pero pronto todo terminaría. Harían el trato con Kayros y volverían a su vida de antes. Tatiana podría quedarse con ella de nuevo, pues Hermes era quien la había apartado de su lado para que pudiera cumplir con su misión. Ahora que lo veía desde esa perspectiva, se preguntaba qué misión era exactamente; si salvar su mundo o destruir el suyo.
—Zoe —murmuró Tatiana con la voz ahogada—. Este sitio...
—Siento todo esto, Tati —dijo, ayudándola a andar.
—¿Has... estado aquí todo este tiempo? —preguntó, alzando la cabeza. Su hermana la miró a los ojos y asintió—. Entonces... ¿esto es...?
—Sé que cuesta de creer, yo no creí en ello hasta que me lo mostraron. Bueno, y aun así...
—Siempre has sido una escéptica —se burló con una sonrisa socarrona. Ella le dio un pequeño empujón, sin borrar la sonrisa de sus labios.
Ambas siguieron andando en pos de Eirene, concentrándose en el camino. Parecía que el pasillo no iba a terminar nunca. Zoe no sabía qué más decir. Había tanto que contar que no tenía ni idea de por dónde empezar.
—Has cambiado —dijo Tatiana de repente. Su hermana la miró con ojos sorprendidos—. No es un cambio que se vea con los ojos. Es... algo más —le dijo con una sonrisa en los labios.
—Supongo que luchar contra sirenas y montar sobre dragones puede llegar a cambiar a una persona —respondió con voz irónica. Tatiana abrió los ojos de par en par al mismo tiempo que dejaba la boca colgando ante la sorpresa de sus palabras.
—¿En... serio? —exclamó. Zoe suspiró.
—Sabía que te encantaría este sitio y te harías a la idea más deprisa que yo. Cuando llegué aquí pensé que tú lo harías mucho mejor que yo, lo de ser una diosa.
Los ojos oscuros de la joven la evaluaron con gran interés. Su hermana tuvo que asumir el papel responsable de la familia para poder cuidar de ella, pero en realidad era la que más ayuda necesitaba. Siempre lo supo, pero también que ella necesitaba sentirse útil. Y cuidarla la hacía seguir adelante. Quería a su hermana y deseaba que fuera feliz.
—Cuando tu ex novio me trajo aquí me asusté muchísimo, ¿sabes? —comenzó—. Pero cuando escuché que estabas aquí y quería utilizarme a mí para hacerte daño... Debo confesar que tenía miedo, pero las ganas de verte y de volver a casa contigo eran más fuertes.
Zoe observó a su hermana con atención. Sí, era muchísimo más fuete que ella. En su lugar, habría hecho mil preguntas de las cuales ninguna habría tenido una respuesta. Tatiana no era así, ella intentaba encontrar las preguntas y explicaciones precisas. ¿Para qué hacer preguntas, respuestas de las cuales no necesitaba? Así que se limitaba a averiguar solo lo que quería saber.
—Ares... se refiere al dios de la guerra, ¿cierto? —indagó. Ella asintió con la cabeza—. ¿Y... el tío bueno rubio que teóricamente se llamaba Daniel es... Hermes, el dios mensajero? —volvió a asentir ante su pregunta, sin añadir nada más. Tatiana tragó con fuerza y la miró de nuevo—. Y Zeus... es...
—Sí, Tatiana. Son dioses —afirmó. Y entonces hizo la pregunta que esperaba que hiciese y que todavía no había formulado. Una pregunta que debería haber hecho desde el principio.
—Y... ¿tú qué tienes que ver con todo esto?
Angustiada, se detuvo de golpe y miró a su hermana. La cogió por los hombros e intentó que las palabras salieran exactamente como las había pensado.
—Tatiana... yo soy...
—Hemos llegado —la interrumpió Eirene, mientras entraba a una sala más grande e iluminada.
Zoe alzó la cabeza y sus ojos verdes quedaron asombrados ante lo que vieron. La luz de un sol pequeño iluminaba la habitación, pero eso no era lo más sorprendente. El salón donde acababan de entrar sin apenas darse cuenta era un paisaje marino precioso. La arena, el sol, las olas... El pasillo estrecho y lúgubre daba paso a una hermosa y tropical playa. Y en el centro, avanzando con elegancia y sensualidad, se acercaba una mujer cubierta por una pequeña y vaporosa tela transparente que apenas tapaba su desnudez. Sus cabellos largos envolvían su cuerpo perfecto, y sus ojos la miraron con una sonrisa pintada en los labios.
Zoe se puso delante de su hermana. Algo en la mirada de esa mujer lograba inquietarla. Nunca la había visto, pero todo apuntaba a que estaba en peligro. Guardó el rayo detrás de su cuerpo, protegiéndolo, y encaró a la mujer.
—Bienvenida a mi templo secreto, Hera —dijo la voz melodiosa de la mujer—. ¿O debería decir Zoe?
La aludida dio un paso al frente, dejando a su hermana detrás de ella, y alzó el mentón, intentando no acobardarse a pesar de que la mujer sabía quién era ella.
—¿Tú eres... Kayros? —preguntó. Era extraño, en realidad no se le había ocurrido pensar que fuese una mujer.
La diosa dejó escapar una risa excelente de sus labios perfectos. Estaba burlándose de ella y eso solo logró incomodarla. Sus carcajadas se detuvieron bruscamente y la encaró con intensidad.
—Eres más estúpida de lo que pensaba, humana —dijo con desdén—. ¿Acaso creías que iba a ser tan sencillo?
Zoe retrocedió un paso, obligando a Tatiana a hacer lo mismo. Con posición protectora, retó a la mujer con la mirada.
—¿Quién eres? —preguntó.
Sus manos retiraron con elegancia un mechón de cabello y sus pies descalzos avanzaron sobre la arena, dejando pequeñas huellas al andar. Huellas que desaparecieron a medida que avanzaba. De repente, sus pies se detuvieron, quedando a pocos metros de ella.
—Soy la diosa del amor —murmuró alzando la barbilla, orgullosa—. Soy Afrodita.
La espada de acero y el relámpago chocaron provocando miles de chispas. Zeus se limitó a devolver cada mandoble con otro perfecto, dejando que Ares llevase la voz cantante.
—¿Dónde está tu mujercita? ¿O debería decir mi ex amante? —lo provocó. Zeus emitió un fuerte gruñido y contraatacó con fuerza.
—¡Ella no te importa! —gritó. Ares dejó escapar una leve risa escalofriante y siguió atacando con eficacia.
—Por supuesto que me importa, me interesaba mucho en su época. Era... un buen entretenimiento. Aunque ahora lo que deseo realmente es cortarle ese hermoso cuello que tiene —dijo cerca de Zeus con la espada y el rayo como únicos intermediarios. Zeus dio un empujón y volvió a atacar con destreza.
—Te aseguro que no vas a volver a tocarla.
—Apuesto a que te encantaría que eso fuera cierto —sonrió de forma artificial.
—Así que no lo has visto... —respondió Zeus, algo aliviado. Ares frunció el ceño.
—¿Qué debería haber visto?
—Se ha ido. Se marchará a su época y no podrás apoderarte del trono. Ni tú ni nadie. Cuando se marche todo habrá terminado —afirmó..
—Eso es imposible, el único que puede devolverlas a su época es Kayros y su precio es demasiado alto para pagarlo —dijo seguro de sí mismo. Zeus lo empujó con fuerza con su rayo y lo dejó a una distancia prudencial, mientras sonreía con orgullo. Ares abrió los ojos de par en par al comprender lo que había hecho—. ¡Imposible! ¿Le has ofrecido tu divinidad a cambio?
Apolo, que estaba detrás de él cubriendo sus espaldas, se volvió unos instantes para exclamar un «¿Qué?» realmente sorprendido.
—Cuando ella regrese habrá desaparecido. ¡No existirá, por lo que tampoco existirá el motivo de esta maldita guerra! —Luego empuñó con ambas manos su rayo y frunció el ceño enfurecido—. Por eso voy a matarte antes de que ella se marche y antes de que la guerra termine.
Lo cierto era que no estaba del todo seguro de que fuera así. En un principio lo único que había querido fue mantener la seguridad de Zoe. No obstante, después de pensarlo mucho llegó a la conclusión de que el único modo de terminar con la guerra, era que el motivo de dicha lucha desapareciese. Si ella regresaba a su época, dejaba de existir en el pasado, por lo que el motivo de la guerra también dejaba de existir.
Claro que eso solo era una teoría.
Ares contraatacó ahora más furioso que antes e hizo retroceder un poco a Zeus. Las espadas chocaban cada vez más deprisa y con más ira, dejando que chispas y trozos de acero volaran en todas direcciones. La lucha era bastante igualada y muy violenta, por lo que mantenía alejados a la mayoría de dioses que habían querido atacar a Zeus. A pesar de ser el dios de la guerra, Ares no era rival para él. No obstante, la ira contenida del dios había logrado que tuviese que agacharse y esquivar algún que otro ataque imprevisto. Ares había perdido la frialdad con la que solía luchar al darse cuenta de que su modo de ganar había escapado, y esa ira y pasión en la lucha no eran adecuadas para alguien como él. Aunque sí lo eran para Zeus, que esperaba paciente a que su entusiasmo menguara y diera un paso en falso.
—¡Tal vez quien debería morir, al fin y al cabo, eres tú! ¡De no haberle quitado la divinidad a Hera nada de esto habría ocurrido! Aunque, claro, si la muy insolente no hubiese querido competir contra Afrodita...
Zeus evitó otra estocada mientras las palabras de Ares le llegaban con fuerza. No había pensado en ello ni un segundo desde que ocurrió, pero el muy idiota tenía razón. Todo había comenzado cuando él le quitó la divinidad a Hera... Quitarle la divinidad no había sido su modo natural de actuar con la diosa. No era lo más grave que había hecho y tampoco la primera vez que lo retaba. Esa actitud por parte de Hera solía ser normal. Así que él nunca le habría hecho tal cosa a su esposa de no ser por...
—¡Mierda! —gritó con furia, a la vez que desarmaba de una estocada a su contrincante enviando la espada lejos. Ares se quedó quieto y muy sorprendido cuando vio cómo Zeus lo había vencido de un solo golpe y con una furia extraña. Con la mano en la que empuñaba su rayo, señaló a Ares para que se mantuviera quieto—. ¿Cómo sabes que le quité la divinidad a mi esposa? —Ares se dio cuenta al instante de que Zeus sabía el porqué, así que se mantuvo callado y expectante, dispuesto a hacer aparecer otra espada si era necesario—. Asi que tienes un aliado, ¿eh? O mejor dicho, una aliada. Esa maldita zorra nos la ha jugado bien.
Ares frunció el ceño ante su acusación. ¿Qué quería decir con eso? Estaba claro que al revelar una información que no debería saber le había confesado a Zeus que tenía un aliado. Sin embargo, se suponía que no debía saber quién era dicho compinche. Afrodita le había asegurado que descubrió que Hera había perdido la divinidad por casualidad, y fue por eso que tuvo tiempo de ver cómo la mataban y cómo le pedía a Hermes que fuera al pasado en busca de su sustituta. Si no hubiese sido por Afrodita él jamás habría visto morir a Hera y no habría planeado nada de todo aquello. Pero, al parecer, Zeus había adivinado al instante quién era su aliada gracias a un dato que, teóricamente, no debería significar nada para él.
—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo has sabido al instante quién era? —preguntó furioso. Zeus lo miró un instante, para luego emitir una fuerte carcajada.
—¿Que por qué lo sé? Lo sé, marioneta idiota, porque fue ella quien me aconsejó que le quitara la divinidad a mi esposa para que aprendiera la lección. —Ares se quedó de piedra ante la nueva información y lo que ello significaba—. Vaya, por lo visto empiezas a utilizar ese cerebro tuyo que normalmente está de adorno. ¡La muy zorra nos ha estado manipulando para conseguir sus propios objetivos, idiota!
—No. Ella... ella nunca haría eso... Estamos juntos en esto... —murmuró Ares mirando al suelo, desconcertado.
—¡Claro! Estoy seguro de que ha estado trabajando codo con codo contigo para que tú consigas el trono. Típico de Afrodita. —El sarcasmo en la frase era tan evidente que era incluso insultante.
Ares miró a Zeus con asombro. No podía creer que Afrodita se la hubiese jugado. Había sido él quien había ido a su templo para explicarle el plan, él quien le había mandado lo de las sirenas y quien lo organizó todo. ¿Cómo era posible que ella fuera, en realidad, el cerebro de la operación? No obstante, si lo pensaba bien, tenía cierto sentido. Había sido ella quien dijo lo que Zeus planeaba para Hera, y también quien lo aconsejó sobre lo que debía hacer con Zoe. Ella quien fue a buscar a las sirenas. Y, a pesar de que había confiado en Afrodita, ahora nadie podía asegurarle que se hubiese limitado solo a dotarlas de piernas. Había actuado solo en su plan creyendo que la diosa estaba allí para lo que necesitara, pero en realidad quien había estado sola había sido ella. Al mantenerla al margen de sus planes, ella también lo había apartado a él de los suyos. Lo que significaba... que llevaba ventaja.
Demasiada ventaja.
—¡Maldita sea! —gritó furioso al darse cuenta del engaño. Zeus puso los ojos en blanco y desvió la mirada hacia un punto que llamó su atención.
No muy lejos de allí, luchando contra Demeter, la diosa de la agricultura, estaba Hermes. La joven y tenaz diosa llevaba en la mano una hoz enorme y afilada que descargaba sobre Hermes con furia. Este, a su vez, empuñaba una lanza corta cuya empuñadura, en lugar de ser de madera, estaba hecha de acero en su totalidad. Recordaba esa lanza, se la había regalado Hera cuando lo nombró su fiel consejero y guardián. Desde entonces, esa había sido su arma para defender a la diosa. E incluso ahora, después de muerta, seguía protegiéndola. No obstante...
—Si Hermes está aquí... ¿Dónde está Zoe? —dijo en un susurro. Se volvió hacia Ares, el cual miraba en su dirección, y ambos asintieron al deducir lo mismo.
Como si jamás hubiese habido ninguna afrenta entre ellos, Zeus y Ares corrieron hacia donde estaba Hermes, el cual se defendía como podía de Demeter.
Apolo, por su parte, dio una última estocada a un centauro que intentó seguirlos y lo alejó con brusquedad de él para poder correr en pos de los dos dioses, sin entender demasiado lo que estaba ocurriendo.
—¡Esperad! —gritó.
Hermes, concentrado en la batalla, se sorprendió al ver cómo una espada y un relámpago se unían a la lucha. Con los ojos abiertos de par en par miró a un lado y al otro, asombrándose de cómo Zeus y Ares lograban apartar a Demeter de su camino. Y aunque la diosa intentó defenderse, enseguida desistió y se retiró.
—No es que no lo agradezca, pero me parece que no termino de entender las alianzas entre dioses, y eso que soy uno de ellos —dijo mirando alternativamente de Zeus a Ares.
—Digamos que es más bien un cambio de orientación —aclaró Ares. Zeus ignoró a Ares y apagó su rayo.
—¿Dónde está Zoe? —preguntó.
Hermes miró un segundo por encima del hombro de Zeus cómo Apolo se acercaba sin intenciones de atacar. No, no entendía nada. Se encogió de hombros y volvió a encarar a Zeus.
—Mientras escapábamos nos encontramos con Eirene, la joven esclava que tú...
—Sé quién es —lo cortó.
—Bueno, pues la joven nos ofreció su ayuda, y nos guió por unos pasadizos ocultos hasta el exterior —explicó, haciendo desaparecer su lanza. Aunque la guerra seguía activa, parecía que nadie se atrevía a acercarse al pequeño grupo de dioses que se había congregado allí.
—¿Y por qué estás aquí? —exigió Zeus furioso.
Hermes se encogió un poco ante el tono del dios, pues llevaba tanto tiempo a su servicio que reconocía cuándo estaba a punto de matar a alguien. Y ese era uno de esos momentos.
—Tuve que prometérselo a Zoe. Ella pretendía quedarse, ya la conoces. Después de desatar la guerra no estaba dispuesta a abandonar. Quería devolver a su hermana a su mundo y regresar después. Así que tuve que contarle lo que pretendías.
Zeus dejó escapar un gruñido de impotencia al entenderlo todo. No se lo había contado a Zoe porque no estaba seguro de ello, y después de lo que había descubierto referente a Afrodita estaba seguro de que se había equivocado.
—Se ha marchado, entonces —murmuró.
—Las he enviado donde reside Kayros y le he dado... —Zeus asintió antes de que terminara de hablar.
En realidad era lo mejor. Ahora sabía lo que debía hacer y ella estaría a salvo. No tenía que preocuparse más por ella, estaría feliz al lado de su hermana. Sin más dioses y sin preocupaciones. Viviría la vida que siempre había querido. No tenía por qué sacrificarse por el mundo, ella no lo había elegido. Y ahora él tenían un objetivo; Afrodita.
—Al parecer debíamos estar equivocados. La guerra no ha terminado a pesar de que ha regresado —dijo Hermes. Zeus miró a su alrededor.
—Eso es porque Zoe no es quien comenzó la guerra. —Hermes lo miró asombrado.
—¿Qué quieres decir?
—Fue Afrodita —contestó Ares.
—¿Afrodita? —preguntó. Él asintió.
—Ella era mi aliada, teóricamente. Me ha engañado. Fue ella quien lo planeó todo. —Hermes bajó la mirada, intentando asimilar la nueva información.
—¿Eso quiere decir que a quien tenemos que destruir es a Afrodita? —tanto Ares como Zeus asintieron con decisión.
Los tres dioses, dispuestos a luchar, se armaban de nuevo para dirigirse al templo de Afrodita cuando una voz detrás de ellos los detuvo de golpe.
—Pero sí la humana ha hecho el trato con Kayros, ¿por qué sigues siendo un dios?
Los tres se detuvieron de golpe.
Zeus abrió los ojos de par en par cuando escuchó a Apolo decir aquello que ninguno había tenido en cuenta. Era cierto, seguía siendo un dios. Lo que significaba...
—¡Maldita sea, el presumido tiene razón! ¡Zoe no ha regresado! —gritó furioso.
—¿Pre... presumido? —preguntó un desconcertado Apolo.
—Pero eso es imposible. Deberían haber regresado. Yo las envié allí y le di a Zoe el rayo —dijo Hermes, abriendo los ojos de par en par e ignorando a Apolo por completo.
—¿Por qué presumido? —siguió cuestionándose a sí mismo.
Ares apretó los puños y miró el templo de Afrodita, el cual estaba en el mismo estado de demolición que los demás, con la certeza de que ella estaba detrás de todo aquello.
—No, si ella las ha interceptado. —La posibilidad provocó que tanto Zeus como Hermes se volvieran hacia él. Ares miró a los dos dioses como si jamás hubiese planeado sus muertes—. Afrodita sigue creyendo que debe matar a Zoe para ganar.
Zeus se volvió furioso hacia el templo de Afrodita. Ares tenía razón, el plan de la diosa seguía vigente, por lo que la chica debía ser su as. Con ella creía que ganaría, de ningún modo permitiría que la joven que aseguraría su trono se escapara. Y si estaba en lo cierto, Zoe estaba en peligro. Ante esa idea, Zeus se volvió hacia Hermes dedicándole una mirada más que elocuente, este asintió al instante. Segundos más tarde, ambos se dieron la vuelta dispuestos a ir hacia el templo de Afrodita.
—No la vais a encontrar tan fácilmente —dijo Ares detrás de ellos. Ambos se volvieron expectantes. El dios de la guerra no parecía estar jugando, estaba decidido a vengarse de la diosa que lo había traicionado, y eso lo convertía en un buen aliado—. A mí tampoco me gusta la idea, pero por una vez me parece que tendréis que confiar en mí.
Zeus se acercó a él con el ceño fruncido, incapaz de confiar en el dios que había intentado traicionarlo.
—¿Y por qué debería? —preguntó.
Ares no cambió su expresión y tampoco se movió. Entendía su desconfianza y la aceptaba. Pero eso no cambiaba las cosas.
—Porque yo soy el único que puede llevaros donde está Afrodita y donde probablemente se encuentre la humana que pretendes salvar.
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