Capítulo XXXI
Cuando vio llegar al Vipertooth supo que algo malo había ocurrido.
Los dioses habían bajado para poder hablar con los gigantes sobre la tardanza de las sirenas, y de ese modo poder hacer algo al respecto. Todos estaban de acuerdo de que aquello no era normal, y que algo debía haber fallado en el plan para que el grupo que había ido en su busca no llegara. No obstante, las sospechas se confirmaron cuando apareció el dragón que los había transportado al Monte de los Gigantes. Zeus bajó del suyo en un salto perfecto sin esperar que aterrizara. Corrió hacia el otro y lo detuvo de las riendas. No había hecho falta decir nada, se montó de un nuevo salto al animal y se apresuró a ir hacia el valle.
Sabía que tanto Hermes como los guerreros lo seguían de cerca, así que no los esperó. El Vipertooth tenía una dirección marcada e iba a gran velocidad, lo que confirmó que era urgente. Mientras llegaban se tropezaron con el pequeño grupo de gigantes que había ido en busca de las sirenas, ahora un pelotón algo más reducido. Tres hombres. Frenando al animal de golpe, Zeus bajó hacia donde estaban para poder preguntar lo que había ocurrido. Los gigantes lo miraron angustiados.
—Fue un accidente. La montaña se derrumbó encima de nosotros cuando las sirenas aparecieron. Algunas fueron sepultadas, pero la gran mayoría logró escapar por el otro camino —explicó uno de ellos—. Intentamos detenerlas pero... Solo quedamos nosotros —dijo avergonzado.
Zeus apenas le prestó atención. Algunos gigantes ayudaron a los tres malheridos, pero el resto siguió avanzando a gran velocidad hacia la aldea. El dios maldijo por lo bajo al entender lo que había ocurrido. Las malditas sirenas habían optado por el único camino libre, y los gigantes intentaron detenerlas muriendo algunos de ellos en el proceso. Estaban hambrientas, y el clima montañoso las alteraba mucho. No debían avanzar demasiado deprisa, pero sí lo suficiente como para estar a punto de llegar a la aldea, eso si no lo habían hecho ya.
Un escalofrío recorrió su columna al recordar que Zoe estaba allí, durmiendo en el templo. Aunque había ocultado su humanidad, las sirenas lo invadirían todo. Si la encontraban, estaba seguro de que la matarían antes de que pudiera hacer nada para salvarse.
—¡Mierda! ¡Vamos, más deprisa! ¡O te convertiré en carne asada! —gritó con desesperación.
El simple hecho de imaginarse a Zoe muerta lo volvía loco. No. No podía estar muerta. ¡La había dejado allí para que estuviera a salvo! Por primera vez se dio cuenta de que estaba muy preocupado. No había podido dejar de pensar en ella, y el simple hecho de saber que estaba en peligro lograba enloquecerlo. Nunca había sentido tal ansiedad, tanta desesperación por mantener la seguridad de alguien. Era un dolor casi físico. No podía soportar la idea de que ella estuviera en peligro, que alguien pudiera hacerle daño.
—Por lo que más quieras, que esté bien... —murmuró con el rostro contraído por la preocupación.
El Vipertooth no tardó mucho más en llegar a la aldea, y la sorpresa que encontró fue muy grande. Los gigantes que se habían quedado en casa parecían más fuertes de lo que había supuesto. No pudo más que observar en silencio cómo esa enorme hoguera quemaba la entrada por la que acababa de pasar por encima a unos veinte metros de distancia. La misma entrada que un millar de sirenas intentaba atravesar.
¡Los gigantes habían tenido una idea perfecta! La hoguera impedía que las sirenas entraran en el poblado como una plaga, si alguna llegaba a pasar podían matarla con mucha facilidad. Suspiró tranquilo al ver que la aldea estaba a salvo y, por consiguiente, Zoe también. Lo más probable era que estuviera durmiendo en el templo principal sin percatarse de na...
—¡Tire de las riendas cuando quiera que escupa fuego! ¿Cree que es buena idea? —escuchó que gritaba una gigante hacia un enorme dragón de color blanco.
—¡Muchas gracias, Charis! ¡Y no, no lo creo en absoluto!
Zeus observó al dragón blanco. ¿Acababa de contestar a la gigante? No. El dragón no era quien había hablado, sino su jinete.
—No puedo creerlo... —murmuró mientras observaba a Zoe montada en el dragón, decidida a sobrevolar las cimas de las montañas.
La joven parecía tener ciertas dificultades en permanecer encima del enorme animal. Lo cogía por los cuernos con fuerza mientras mantenía las riendas sujetas, pero sin tirar de ellas. Miraba hacia un punto concreto, ajena al hecho de que podía caer de la montura en cualquier momento —si a eso podía llamarse montura, claro—. Zeus se descubrió boquiabierto mientras veía a Zoe sobre el dragón, cual amazona. Su cabello brillaba con el sol de la mañana, volando y rozando su rostro. Su vestido cubría lo justo y la seda sobrante se enredaba entre sus piernas, dejando ver los muslos apretados en torno al animal. El dios tragó con fuerza al verla. No podía creer que la deseara incluso en una situación como aquella, pero el hecho era que lo había fascinado. Era luchadora, no tenía nada que ver con las mujeres humanas que había seducido con anterioridad. Había imaginado que seguiría durmiendo, ajena a lo que había ocurrido con las sirenas, pero la realidad era una muy distinta. Estaba allí, al pie del cañón, luchando codo con codo con los gigantes, dispuesta a vencer a las sirenas. Había llegado antes que él. Debía haber sido ella quien había enviado al Vipertooth a advertirles que regresaran. El pequeño dragón había hecho muy buenas migas con la joven, y confirmó sus sospechas cuando escuchó el graznido alegre que exclamó el pequeño animal. Sí, era evidente que se alegraba mucho de verla. Y tenía que reconocer, a pesar de que no le gustaba un pelo, que él también.
Vio cómo el dragón blanco se alzaba hasta llegar a las cimas nevadas de las montañas. Zoe parecía estar buscando algo entre la nieve, y decidió que tal vez ese era un buen momento para ir en su encuentro. Vaciló unos segundos antes de descender con el animal y se grabó esa imagen a fuego en su mente. Se había sentido aliviado al verla viva, y totalmente cautivado al comprobar la guerrera que guardaba en su interior.
Sonrió sin dejar de observarla y arrió al pequeño dragón para que descendiera unos metros.
Aunque al principio había sentido un miedo terrible y estaba segura de que se había vuelto loca, debía admitir que una vez encima del dragón se sintió muy viva. Fue la sensación más asombrosa que había experimentado nunca, así que en ningún momento se le ocurrió que su comportamiento era diferente al de una diosa, y que Charis habría empezado a sospechar que no era quien decía ser. No obstante, ahora lo importante era hacer descender esa nieve.
Después de desechar esa idea muchas veces, pues era una locura, Zoe había llegado a la conclusión de que si quería salvar a los gigantes, ese era el único modo. Charis tenía razón, ningún gigante podría escalar esas montañas sin caer. Eran demasiado frágiles en su cima. Así que no le había quedado otro remedio que ser ella quien lo hiciese. Podría haberle dicho a la gigante o a cualquier otro que montara el enorme animal, pero habría llevado un buen rato explicarle a cualquiera de ellos su plan, y tiempo no era algo que les sobrara. Así que en unos pocos segundos se subió encima del dragón con ayuda de Charis y ascendió volando por la montaña.
Había tardado unos segundos en acostumbrarse a ir montada en un enorme dragón, pero se sujetó con fuerza y mantuvo las riendas firmes sin arriar al animal. La gigante la había advertido que si lo hacía el dragón escupiría fuego, y eso era lo que quería, pero en el momento y en el lugar preciso.
Con la mirada fija, Zoe empezó a buscar el lugar donde la nieve se acumulaba. Ese frágil punto en el que toda la de encima se aguantaba gracias a la de más abajo. Tenía que estar cerca del principio de la cima. Sin embargo, allí la nieve era escasa, así que tuvo que ascender un poco más para encontrar el lugar en el que había muchísima más. En su búsqueda, incluso olvidó que iba montada en un enorme dragón. Sin duda debía haberse vuelto loca, pero no había podido dejar de pensar en Zeus y en sus palabras. Le había prometido que confiaría en ella misma y de ese modo conseguiría hacer grandes cosas, y eso era lo que estaba haciendo.
El dragón siguió avanzando cuando llegaron a un punto donde la nieve era más abundante, solo tenía que arriar al animal para que expulsara el fuego justo en esa zona. De ese modo, el calor desharía el hielo y toda la nieve de encima descendería provocando una avalancha. Lo más difícil era tener que salir corriendo, o en este caso volando, para llegar al otro lado y hacer lo mismo con la otra montaña. Esa era la única sutura que tenía su plan. Había dos montañas que deshacer y ella era solo una.
Cogió las riendas con fuerza mientras instaba con un puntapié al dragón para que se detuviera en el aire. No obstante, el animal frenó tan en seco que Zoe resbaló. El corazón de la joven martilleó con fuerza en su pecho mientras caía de la grupa del dragón. Intentó cogerse con todas sus fuerzas, y en el último instante lo logró sujetándose a una de las patas. Miró hacia abajo con el corazón latiéndole a mil por hora. No podría aguantar mucho tiempo más si el animal seguía moviéndose de ese modo y la caída no sería demasiado agradable. ¿Moriría... así? ¿De un modo tan patético y sin poder cumplir su promesa?
Era inútil, había estado equivocada, no podía confiar en ella. Lo había intentado, pero había fallado. Iba a condenar a todo un pueblo por su temeridad e incompetencia.
Su mano empezó a desprenderse y, después, cayó... O eso pensó unos segundos antes de encontrarse entre unos brazos que conocía muy bien.
—Está claro que una humana no puede hacer el trabajo de un dios —dijo la voz grave de Zeus sin mirarla. Zoe alzó los ojos hacia él y sonrió aliviada.
—Menos mal que has llegado, ya me veía convertida en una tortita —dijo con una pequeña risa nerviosa. Estaba claro que se había asustado muchísimo.
Zeus bajó la cabeza y deseó al instante no haberlo hecho. Había estado tan preocupado por ella que verla allí, entre sus brazos, sana y salva, con sus ojos fijos en él llenos de alivio ante el terror que había sentido momentos antes, fue demasiado para él. La risa nerviosa de Zoe se apagó al ver cómo el dios la miraba. Se incorporó un poco, quedando sentada en el Vipertooth, abrazada todavía a él, y saboreó el instante en el que acarició su mejilla y la examinó, comprobando que estuviera bien.
—Deberías estar en el templo Principal, y no montando dragones enormes y luchando contra sirenas —la regañó con el ceño fruncido.
—Para empezar, tenía que ir con vosotros al encuentro con las sirenas. Fue una suerte que fuera a buscaros y descubriera el cambio de planes.
—Eres demasiado testaruda. Y, para empezar —la recriminó imitando su reproche—, deberíamos estar ya en el Olimpo, y no luchando contra unas sirenas por la vida de unos cuantos gigantes.
Zoe abrió la boca indignada y frunció el ceño.
—¿Y qué habrías hecho tú? ¿Dejarlos tirados? —Zoe le tapó la boca al instante y negó con la cabeza, mientras cerraba los ojos y miraba hacia otro lado—. ¡No, mejor no me contestes! ¡No quiero saberlo!
—Entonces no hagas preguntas estúpidas —murmuró él sobre su mano.
—No son preguntas estúpidas. Quien no es razonable eres tú. ¡Además, no tenemos tiempo! Hay que provocar esa maldita avalancha —exclamó furiosa. Zeus enarcó una ceja.
—¿Y cómo piensas hacerlo?
—Pretendía hacer que el dragón deshiciera el hielo de esa zona —dijo señalando la nieve más débil—. Tengo que montar de nuevo en él, debería hacerlo a la vez en los dos lados, pero no tengo ni idea de cómo, así que estaba improvisando. Pensaba salir volando en cuanto el dragón escupiera fuego, ir hacia el otro lado y... —Zoe había empezado a hablar por los codos y señalar de un lado a otro. Y fue precisamente por eso que Zeus supo lo nerviosa e histérica que estaba—. ¿Me estás escuchando? —dijo al ver que él no apartaba la mirada de ella, pero no parecía prestar atención.
Impidiendo que dijera nada más, Zeus la cogió por la cintura y la acercó a él uniendo sus labios, callándola al instante. El beso terminó tan deprisa como había empezado, pero fue suficiente para enmudecer a Zoe. Parpadeó confusa cuando él se separó con brusquedad.
—Ahora que estás más relajada. Sí, te he escuchado. Yo me ocuparé de la otra montaña —dijo con sequedad.
—¿Qué...?
—Cuando te beso sueles relajarte y callarte al instante. Es un método sencillo y rápido —dijo, encogiéndose de hombros. Zoe se quedó de piedra mientras Zeus cogía las riendas del Vipertooth y lo instaba a volar hacia el otro dragón. Se situó justo encima de él y la ayudó a descender hasta su lomo—. Intenta no caerte de nuevo, esta vez no estaré para evitar que te conviertas en una tarta.
—Tortita —lo rectificó ella.
Sujetándola de las manos, la depositó con cuidado en la grupa del animal.
—Lo que sea. Agita la mano en la que tienes el brazalete hacia arriba para que pueda saber cuándo vas a provocar la avalancha —dijo de nuevo, situado encima del Vipertooth.
—¿Es que tiene un cascabel o algo así?
—No. Pero es de oro, brilla con el sol —dijo como si fuera evidente. Y en realidad, pensó Zoe, sí lo era.
El dios la miró por última vez y arrió el Vipertooth para dirigirse a la otra montaña, no sin antes girarse una vez más y observar a la chica con devoción. La joven se quedó un instante sin aliento.
—Ten cuidado. —Y aunque fue tierna la expresión, cambió a una brusca tan deprisa que no supo si no lo habría imaginado—. Te necesitamos en el Olimpo cuando todo esto de los gigantes termine.
Zoe estaba muy confundida. Por un instante creyó que el dios había estado preocupado por ella, pero segundos después la trataba como si solo fuera un utensilio. Algo que necesitaba para conseguir otro algo. Estaba claro que los dioses eran incomprensibles y difíciles de tratar. El modo de comportarse Zeus era muy extraño. La había deseado, luego se le había pasado, o eso era lo que había dicho que pasaría cuando se acostara con ella. La dejaba allí, en el templo para que estuviera a salvo... ¿o tal vez era para que no estorbara? También la había besado para que se callara, ¿o tal vez había sido porque había estado preocupado por ella?
No entendía nada, no estaba segura de nada. No sabía el motivo por el cual el dios hacía las cosas. Las alternativas distaban tanto unas de otras que había empezado a pensar que lo hacía por ambos motivos. Zoe sacudió la cabeza. De ningún modo podía ser que al dios le importara algo su vida. Lo debía haber malinterpretado todo. No estaba preocupado, solo le interesaba su seguridad y que ella confiara en sí misma, porque necesitaba a Hera para evitar que el que estaba detrás de todo esto le quitara su preciado trono. No era por ella, no era por nadie salvo por sí mismo. Siempre había sido así.
—¡Vamos allá, dragoncito blanco, tenemos que helar a estas sirenas!
Zoe posicionó al dragón como pudo y cuando estuvo preparada sacudió con fuerza su mano, haciendo brillar el brazalete. El graznido de su lagartija se escuchó tronar y supo que era el momento. Cogió las riendas y tiró de ellas con toda la fuerza de la que fue capaz. Apretó los dientes mientras el dragón blanco escupía fuego, derritiendo una buena parte de la nieve. La que estaba encima empezó a resquebrajarse e inició el descenso. Zoe miró con alegría cómo en la otra montaña ocurría lo mismo.
—¡Genial! ¡Lo hemos hecho, dragoncito!
La alegría se extinguió al instante cuando el enorme dragón retrocedió con brusquedad, quedando de lado al ver la avalancha precipitarse encima de ellos. Zoe se sujetó con fuerza a las riendas. Por suerte, como intentaba escapar de la nieve, ignoró lo que aquello significaba y no expulsó fuego por su garganta y, gracias a eso, la joven pudo mantenerse encima del animal.
El dragón hizo un par de vueltas sobre sí mismo a gran velocidad y terminó el recorrido a unos metros por encima de las cimas de las montañas, planeando con tranquilidad. Zoe respiró con dificultad ante la montaña rusa sin seguridad en la que acababa de montarse sin querer. Sus cabellos estaban revueltos, y no se atrevía ni a mirar su ropa. Alzó la cabeza poco a poco y sonrió mientras su corazón volvía a la normalidad. Después de comprobar que el dragón no volvía a moverse, alzó los brazos y profirió un grito de júbilo para descargar toda la adrenalina contenida.
—¡Dios mío! ¡Qué pasada! —exclamó riendo.
—No dijiste lo mismo con los grifos —dijo la voz de Zeus detrás de ella. Montado en el pequeño dragón, el dios se veía muy atractivo con el cabello alborotado y los músculos tensos. Zoe tuvo que aclararse la garganta para poder hablar sin que su voz temblara.
—¿Ha funcionado? —preguntó dudosa. Zeus miró hacia abajo y sonrió por primera vez desde que se marcharon del bosque de las Sílfides.
—Vamos a comprobarlo.
Sin esperar un segundo más, Zeus encabezó la marcha y descendió poco a poco hacia el poblado. Zoe alzó la cabeza un segundo y miró el horizonte. Las montañas se veían pequeñas, los pueblos, los ríos, las colinas, los lagos... todo parecía una maqueta desde aquella altura. Sería un lugar tranquilo y perfecto para quedarse, si no fuera porque acababan de provocar una avalancha para sepultar a miles de sirenas locas y hambrientas. Así que, sin demorarse más, arrió al dragón blanco y siguió a Zeus hacia abajo.
Los gigantes estaban muy contentos celebrando que las sirenas habían terminado todas sepultadas bajo la nieve. Unas pocas habían logrado escapar de la avalancha, solo para ser consumidas por las llamas. Y otras fueron aplastadas por los gigantes que se habían quedado cerca de la hoguera. Zeus, el cual ya había llegado a tierra, observaba cómo los gigantes gritaban y reían ante la victoria. Luego se unieron a la fiesta los hombres y mujeres que se habían escondido en sus casas con los niños y, finalmente, los guerreros aparecieron por el otro camino, encontrando sanos y salvos a su gente. Todos estaban aliviados de que los que habían dejado en la aldea estuvieran bien.
—¡Todo ha sido gracias a Théa Hera! —gritó Charis con una sonrisa cómplice que envió a Zoe, la cual acababa de aterrizar con el dragón blanco.
Todos los gigantes se acercaron a ella, Charis le tendió la mano y la subió a su hombro. Zoe se sujetó con fuerza a uno de los cabellos de la gigante, mientras observaba cómo todos se acercaban a ella para demostrar su gratitud. Nunca se había sentido tan querida y apreciada. Al final, todo había salido bien.
—Parece que aprende más deprisa de lo que creíamos —escuchó Zeus que comentaba Hermes.
El dios mensajero se había detenido a su lado con el Vipertooth que había utilizado para ir al cañón. Observaba orgulloso a la joven, que en poco tiempo se había convertido no solo en una diosa sino en una valerosa guerrera.
—Deberíamos presentarla a Atenea, estoy seguro de que harían buenas migas. Tiene unas ideas asombrosas —apuntó Hermes. Zeus observó a Zoe y a los gigantes con una sonrisa en los labios y asintió con la cabeza.
Lo cierto era que tenía razón. Era asombrosa. No solo era preciosa, también era decidida cuando hacía falta, y valerosa. Era la única mujer que lo había fascinado, y era por eso que no le extrañaba que Hermes se hubiera enamorado de ella. Y tampoco le extrañaba que él también lo hubiese hecho.
Zeus abrió los ojos de par en par cuando se dio cuenta de lo que acababa de pensar. De lo que su mente había afirmado sin su consentimiento. Miró de nuevo a Zoe, sonriendo y hablando feliz con los gigantes, como si no existiera ninguna diferencia entre ella y ellos. La joven no hacía nunca distinciones. No lo había tratado como a un dios, sino como a un hombre, igual que a los gigantes. No eran seres enormes sobrenaturales, eran personas. Como ella.
—En realidad, de no ser por Zeus nunca lo habría logrado —escuchó que murmuraba ella desde el hombro de Charis.
Los gigantes se volvieron hacia ellos y empezaron a acercarse, pero a pesar de eso él se dio cuenta de que sus ojos no podían apartarse de los de la joven. Zoe lo miraba con ternura, una expresión que lograba reafirmar los sentimientos que él mismo albergaba por ella, unos sentimientos que no deberían existir y que quería que desaparecieran. No obstante, al verla sonreír mientras se acercaba subida a hombros de la gigante, supo que era inútil. Esa estúpida humana se había introducido tan hondo en su corazón que ya nada podría sacarla de allí.
—Le damos las gracias por salvar a nuestro pueblo. Su esposa es increíble, y haremos cualquier cosa que nos pidáis a cambio —dijo cortés uno de los guerreros gigantes al lado de la que llevaba a Zoe.
Zeus se quedó serio por un instante. Miró a Zoe sin ninguna expresión y luego encaró al gigante guerrero.
—En tal caso, ya es hora de que nos dejéis alguno de vuestros Rocs para poder regresar al Olimpo —dijo de un modo algo brusco.
Los gigantes asintieron con el temor escrito en sus rostros. Zeus se volvió un segundo hacia Zoe, para luego apartar la mirada y emprender la marcha hacia el templo principal. Hermes evaluó un instante la extraña conducta del dios, para luego seguirle. Los demás gigantes también emprendieron la marcha, dispuestos a cumplir con su ofrecimiento. En pocas horas estarían de vuelta al Olimpo, y ninguno de ellos regresaría siendo el mismo. Las cosas habían cambiado mucho, nada ya sería igual.
Después de todo lo ocurrido, por fin Zoe descubrió lo que era un Roc. Desde que había escuchado el nombre y supo que se trataba de un animal mitológico como el Grifo o el Vipertooth había estado preguntándose qué aspecto tendría. Había imaginado muchísimas cosas, aunque lo único que había mantenido siempre era que el animal debía poseer alas.Y sí, alas tenía, pero aparte de eso lo demás no se acercaba ni mínimamente a su imagen mental.
En total, ofrecieron dos Rocs. Por suerte, los gigantes supusieron que al ser la esposa de Zeus iría con él. Y dijo por suerte no porque quisiera ir a su lado, sino porque era imposible que ella montara sobre ese animal totalmente sola. Sí, había volado sobre un dragón enorme, y también en un Vipertooth, pero ese no tenía nada que ver con ninguno de los seres mitológicos que había visto hasta entonces.
El Roc era una especie de águila enorme con plumaje marrón y dorado. Bueno, en realidad, decir enorme se quedaba más bien corto. El maldito animal era tan grande que ella, en comparación, era igual de alta que una de sus uñas. El dragón blanco a su lado era una miniatura. ¿Cómo iban a montar un animal tan grande? O, mejor dicho, ¿cómo iban a subir en él para empezar?
—Deja de poner esa cara de sorpresa —le murmuró Hermes, cerca de su oído.
Zoe cerró la boca al instante y miró hacia otro lado. Era cierto, no podía quedarse embobada mirando al Roc como si jamás hubiese visto uno, aunque fuese cierto. Se volvió hacia los gigantes y vio a Hermes dirigirse a ellos con paso tranquilo. Estos se agacharon un poco, para quedar más cerca del dios, y le tendieron las riendas de los enormes pájaros. Hermes las cogió e inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.
—Os damos las gracias por vuestra hospitalidad y por los Rocs que nos habéis prestado.
—Somos nosotros quienes debemos agradeceros. Habéis salvado a nuestro pueblo —dijo el guerrero que parecía ser el líder. Zoe no lo resistió y se acercó a los gigantes de nuevo.
—Arsen me pidió que os salvara a todos —exclamó, llamando la atención de todos. Zoe se quedó quieta delante de ellos y retorció nerviosa sus manos—. Me encontré con él cuando iba a reunirme con ellos... —dijo mirando a Hermes y luego a Zeus, el cual se mantuvo apartado y sin mirarla en ningún momento—. Luchó valerosamente para detener a las sirenas, él y dos guerreros más. Sufrieron muchas mordeduras y murieron defendiendo a su gente. Fue a él a quien prometí salvaros. De no ser por Arsen no habría... —Zoe iba a decir podido, pero rectificó a tiempo. Pues una diosa jamás dudaría de sí misma—. No lo habría hecho —finalizó.
Los gigantes esbozaron una sonrisa y se miraron entre sí. Charis fue la que avanzó entre los gigantes hasta quedar delante de Zoe. Bajó el puño cerrado y cuando estuvo justo en frente de ella extendió la mano. En la palma, diminuto y brillante, había un colgante blanquísimo. La cuerda era rudimentaria, pero la joya que colgaba era extraordinaria. Su forma pretendía ser redonda, aunque no lo lograba definitivamente, y era tan blanca que parecía tener luz propia.
—Se trata de una escama del dragón blanco —explicó Charis—. Los dragones de esta especie suelen obedecer a aquel que posee una de sus escamas. Es difícil dominarlos porque es muy complicado conseguir una.
Zoe observó a Charis con los ojos muy abiertos. Le estaba entregando una escama del dragón blanco. Eso quería decir que...
—Te entregamos la escama del dragón blanco que te ayudó a salvar nuestro pueblo como muestra de agradecimiento —dijo la gigante, mirando hacia atrás para corroborar sus palabras—. Con esta escama... el dragón te obedecerá a ti y solo a ti.
Zoe miró a los gigantes por unos segundos, dudando si coger o no la escama del dragón. Finalmente, se volvió hacia ella, la cual sonreía con cariño. La joven le devolvió la sonrisa y aceptó gustosa el regalo. Al tocar la escama la notó caliente. Recordó entonces el tacto del dragón blanco cuando montó en él, su piel también era cálida, como la escama.
—Si precisas de su ayuda, solo hace falta que encierres la escama entre tus manos y pienses en él —explicó la gigante. Zoe asintió mientras miraba la escama con asombro.
—Gracias... —Charis asintió con la cabeza y todos los gigantes se levantaron para dejar espacio a los dioses. Zoe se dio la vuelta dispuesta a irse con Zeus y Hermes cuando Charis la volvió a llamar.
—Hera —murmuró. Zoe se dio la vuelta. Por un segundo pareció que dudaba, mirándola de un modo distinto, como si se hubiese dado cuenta de algo importante—. ¿Quién...? —Pero se detuvo dejando la pregunta inacabada, sacudió la cabeza y sonrió—. De nada —dijo finalmente.
Zoe la miró con los ojos expectantes unos instantes. Luego esbozó otra sonrisa. Asintió con la cabeza y se volvió de nuevo. Estaba a punto de llegar donde estaban los dioses cuando un graznido la obligó a volverse.
—¡Lagartija! —exclamó con una sonrisa en los labios, mientras se acercaba para acariciar al pequeño dragón—. Tengo que irme... —murmuró a la vez que lo miraba a los ojos. Sin embargo, el Vipertooth acercó el morro y volvió a protestar cogiéndola por el peplo. No quería que se marchara—. No puedes acompañarme, pequeño. Pero te prometo que volveremos a vernos, ¿vale? —dijo con una sonrisa cariñosa.
Sin embargo, el pequeño se negaba a soltarla. Con un gesto cariñoso, Zoe acarició su cabeza, provocando que el pequeño dragón cerrara los ojos complacido. Segundos después estaba completamente dormido. La joven sonrió y se agachó a medida que su lagartija se tumbaba en el suelo. Alzó la cabeza hacia los gigantes y murmuró.
—Cuidad de él hasta que despierte.
—Lo haremos —le aseguraron todos los gigantes. Zoe asintió y, sin añadir nada más, se levantó del suelo y se dirigió hacia Zeus y Hermes.
Antes de ser consciente de lo que tenía que ocurrir a continuación, Zeus la había cogido en brazos y de un salto la subió a lomos del Roc. El animal no se movió ni un milímetro, hasta que el dios ató las riendas que los gigantes le habían entregado y lo instó a emprender el vuelo.
Las enormes alas del Roc se abrieron, obligándoles a todos los presentes a retroceder. Zoe pudo ver a Charis cogiendo con delicadeza a su lagartija con una mano.
—Es la hora —murmuró Zeus detrás de ella. Zoe se tensó al instante. Casi había olvidado por qué estaban encima de ese enorme animal, casi...
—¿Quién crees que ha hecho todo esto? —preguntó Zoe en apenas un murmullo.
—Tengo una ligera idea, si no estoy equivocado... —La frase inacabada fue peor que si la hubiese terminado. Por el contrario, Zoe no tenía ni idea de quién podía ser. Aunque no le extrañaba nada, pues no conocía a todos los dioses y no podía imaginar quién querría traicionarlo. O más bien quién no querría hacerlo, conociendo a Zeus—. Intenta comportarte como Hera a partir de ahora. No has logrado convencer a los gigantes, y los dioses no serán tan considerados.
La afirmación logró corroborar las sospechas que había tenido. Charis había querido preguntar exactamente lo que había pensado que quería preguntar. Quién era ella realmente.
Era cierto, a pesar de salvar a los gigantes, no había logrado convencerlos de que era una diosa. Tal vez su error había sido precisamente ese; salvarlos. Los gigantes se lo habían agradecido, pero Zeus tenía razón. Los dioses no considerarían acertada a Zoe porque esperaban ver a Hera. Y ahora mismo no podía estar más alejada de ser una verdadera diosa.
—Pase lo que pase ahí arriba, Zoe, te prometí que regresarías con tu hermana. —dijo cerca de su oreja—. Y pienso cumplir esa promesa.
Zoe se giró hacia él y lo miró a los ojos. Sin querer, su corazón se resquebrajó ante esa idea.
—¿Y si no quiero que la cumplas? —murmuró cerca de sus labios.
Zeus la miró a los ojos, asombrado, pero su expresión solo duró unos pocos segundos. Sí, tal vez era una pregunta egoísta por su parte, pero nunca había sentido un dolor tan grande ante una perspectiva tan idónea.
—No importa, no puedes quedarte. —Y eso fue lo último que dijo el dios antes de que el Roc acelerara hasta llegar a las nubes del Olimpo.
Delante de ellos se alzaban los templos de los dioses, delante de sus ojos estaba su futuro. Finalmente había llegado el momento. En ese lugar y en ese instante.
Solo una joven era capaz de hacerse pasar por Hera. Solo una de convertirse en una diosa.
—Allá vamos... —murmuró, intentando calmar el latido desbocado de su corazón.
Solo esperaba que esa capaz de lograrlo fuera ella.
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