Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo XXX


—¿Crees que ha sido una buena idea no avisarla de que iríamos sin ella? —preguntó Hermes encima de un Vipertooth de color castaño. Zeus miró hacia abajo, atento a la aparición de las sirenas.

—De haberla avisado no habríamos ido sin ella —contestó con simpleza.

Los gigantes se habían situado al pie de las montañas. Las columnas de nieve a lado y lado eran abundantes y muy frágiles. Un solo golpe de los gigantes sobre las rocas y formarían una avalancha que descendería a gran velocidad. Tenían que ser muy exactos, si no las sirenas huirían antes de poder sepultarlas bajo la nieve.

—Creía que Poseidón había enviado a las oceánides para devolver a las sirenas al mar. ¿No se enfadará si las matamos?

La pregunta de Hermes había sido aquella que había estado dando vueltas en su cabeza desde el día anterior. Sí, había hablado con Poseidón para que las mandara, pero estaba seguro de que en su gran mayoría, en lugar de devolverlas al mar, las matarían. No se caracterizaban por ser unos seres compasivos y pacientes, más bien todo lo contrario. Zeus no había visto ni una sola desde que las sirenas habían empezado a ascender las montañas, y lo más probable era que no aparecieran por allí. Las malditas ninfas se negaban a pisar el territorio de los gigantes. Y, por supuesto, eso los seres del mar lo sabían. Estaba seguro de que era ese el motivo que las había impulsado a refugiarse en ese lugar, esos monstruos debían haber supuesto que Poseidón enviaría a las oceánides para matarlas. Solo una pequeña parte de ellas regresaría de nuevo al mar. Así que la trampa era lo mejor que podía hacerse. Y sabía muy bien por qué Zoe había pensado en una trampa letal. La impresión de la joven para con las sirenas había sido nefasta. Había visto el pueblo lleno de sangre y hombres mutilados. También había visto la aldea de los gigantes, los niños, las mujeres embarazadas... Zeus se había dado cuenta de que tenía una especie de debilidad por los niños. Algo que, sin duda, lo había fascinado. ¡Quién sabe por qué! Así que la muchacha se había transformado en las últimas horas y había decidido que no irían al Olimpo sin detener a las sirenas. Había actuado pasando por encima de él. Incluso Hermes se había asustado cuando la había escuchado hablar a los gigantes con esa naturalidad.

Por primera vez, Zeus se sentía asombrado y confuso ante alguien. Zoe luchaba por lo que creía que valía la pena luchar. Podía parecer insegura e ingenua a veces, pero actuaba diferente cuando las circunstancias requerían una reacción. Y en cuestión de segundos había encontrado una solución al problema de los gigantes. Ella no había visto gigantes. Lo supo ver en su mirada, por cómo observaba a los niños y cómo hablaba con los guerreros. Había visto personas. Había visto seres vivos. Había visto inocentes que necesitaban ayuda. Dejó de lado su miedo, su inseguridad, y actuó como una diosa. O como una estratega, pues la idea era sublime. Los gigantes la habían aclamado y habían seguido sus órdenes, y si estaban allí era gracias a ella. Y él... él estaba más que sorprendido. Se sentía innegablemente fascinado por ella. Todo lo que hacía lograba dejarlo con la boca abierta, y no era un dios fácil de impresionar. No solo la deseaba como mujer, también la admiraba. Era la humana más tenaz e impulsiva que jamás había visto. Y al mismo tiempo insegura y desconfiada. Nunca sabía cómo reaccionaría, ni cómo actuaría. Era una caja de sorpresas, y eso era lo que más le gustaba de ella.

—Las sirenas o los gigantes —contestó Zeus finalmente—. Las oceánides no aparecerán por aquí, ya lo sabes. Y si dejamos que sigan avanzando... —dijo mirando hacia abajo.

No se veía capaz de encarar a Hermes. No sin matarlo, claro. El hecho de verlo besándola... ¡Lo había matado! Le habían entrado ganas de aparecer sin más y estrangularlo. Quería desquitarse con él. Y sabía lo que eso significaba. ¡Por primera vez... había sentido celos! ¡Estaba celoso de Hermes! ¿Cómo era posible?

—Zoe quiere proteger a los niños gigantes —afirmó Hermes. Y esa simple afirmación logró que la cólera en su interior surgiera de nuevo. Porque eso confirmaba que Hermes la conocía muy bien, y no le gustaba nada en absoluto—. Ha actuado como una verdadera diosa. No había miedo ni inseguridad en sus palabras. Y su idea... —Zeus sintió la mirada del mensajero encima de él—. No es un simple capricho, ¿verdad?

—Sabe lo que se hace. Quiere evitar que mueran los gigantes, no quiere demostrar nada, únicamente quiere salvarlos. Nunca he creído que se tratase de un capricho —murmuró Zeus. Hermes se quedó callado unos segundos.

—No me refería a eso... Y me parece que lo sabes —dijo con suspicacia. Zeus se volvió hacia él y lo fulminó con la mirada.

—¿A qué te referías, entonces?

Aunque pareció una pregunta, el tono de voz era un claro desafío. Un desafío directo a Hermes, retándolo a que dijera lo que pensaba. No lo hizo, porque en el fondo ya sabía su respuesta. No. Zoe no era un simple capricho. Y fue por eso por lo que no dijo nada más al respecto. Cuando él había amado a Hera, Hermes supo que Zeus jamás sería un problema, pues no sentía nada hacia su mujer. Salvo, tal vez, odio. Pero ella no era Hera, y la prueba estaba justo delante de él. Zeus.

—Esto es muy extraño —dijo de repente. Hermes miró hacia abajo.

—¿Qué? —murmuró.

—Las sirenas. Los gigantes tendrían que haber llegado ya con ellas —murmuró con el ceño fruncido—. No hay tanto tramo de aquí al pie de la sierra. Algo no anda bien.

—¿Crees que han descubierto la trampa? —preguntó Hermes, totalmente serio. Zeus negó con la cabeza.

—Cuando van en grupo y tienen tanta hambre no piensan, solo actúan —dijo el otro dios, mientras sostenía las riendas del Vipertooth que montaba.

Hermes imitó su movimiento, pues sabía que tenían intención de ir a ver qué andaba mal. Sin embargo, Zeus no emprendió la marcha. Se quedó quieto observando a los gigantes.

—Creo que ellos también se lo están preguntando —murmuró Hermes.

—Están discutiendo las opciones. Parece poco probable que fallara algo. El grupo enviado era rápido y poco numeroso, además de llevar unos cuantos Rocs con ellos. Las sirenas los seguirían. El otro camino posible es demasiado arduo, y ellas siempre optan por el camino más sencillo.

Hermes lo pensó, pero no se le ocurría qué motivo tendrían para tardar tanto.

—En tal caso... ¿Por qué no están aquí?

Zeus miró hacia abajo un segundo y apretó los dientes con impotencia.

—No tengo ni idea —murmuró antes de descender en picado.

Zoe corría por el pasillo del templo hacia el exterior, en busca de alguno de los gigantes que se habrían quedado en la aldea. Su vestido ancho y fino volaba a su alrededor resultando ser un verdadero incordio cuando la tela se enganchaba entre sus piernas, impidiéndole correr con normalidad. No obstante, no se detuvo. Bajó las escaleras del templo principal deslizándose por el borde de mármol que había a lado y lado —que parecía más bien un tobogán— sin pensarlo ni un segundo, y aterrizó encima de la hierba de rodillas. Miró a todas partes para comprobar si alguien la había visto, pero el lugar estaba desierto.

Se levantó sin prestar mucha atención a las raspaduras en sus rodillas y anduvo rápido hacia la aldea. Tardó unos pocos minutos en llegar, pues aunque para un gigante serían unos diez u once pasos, para ella eran muchísimos más.

Una vez allí, se sintió aliviada cuando encontró a la misma mujer con la que había hablado la noche anterior tendiendo la ropa, acompañada de su pequeña niña Dasha.

—Cressida —la llamó, intentando controlar la respiración y su acelerado corazón. La mujer se volvió y miró hacia abajo.

Theá mou —dijo llamándola «mi diosa» en griego.

Cressida la había llamado así la noche anterior, y supo qué significaban esas dos palabras gracias a Dasha. La pequeña había preguntado a su madre la razón por la que llamaba a esta mujer tan bonita su diosa. Zoe no pudo evitar sonreír a la niña cuando hizo referencia a ella como «mujer bonita». Los niños eran tan dulces...

—¡Hola, Theá! —dijo la pequeña Dasha, corriendo hacia ella y dejando de jugar con la ropa que su madre intentaba tender.

Desde que su madre la había llamado de ese modo, Dasha comenzó a imitarla llamándola diosa. Su madre puso todo su empeño en rectificar los modales confiados de la pequeña, pero de nada había servido. Los niños no entendían de divinidades, lo único que veían era a alguien que les gustaba o no. Y aunque no debería actuar de ese modo, Zoe no podía evitar ser amable y sentirse feliz al lado de la niña.

—Ahora no, Dasha. Ve y diviértete, ¿de acuerdo? —La pequeña hizo un mohín, para luego despedirse de ella y marcharse corriendo con una sonrisa—. Disculpa, tiene mucha energía.

—No te preocupes, es una niña preciosa —dijo Zoe con una sonrisa. Luego se puso seria de nuevo y miró a Cressida—. Zeus y Hermes se marcharon temprano, ¿no? —Esta asintió con la cabeza.

—Dijo que no la despertáramos, que había tenido unos días muy duros y que no debíamos molestarla.

—¿Quién lo dijo? —preguntó, sorprendida por la singularidad de la frase.

Theós Zeus. —Zoe miró hacia el suelo un segundo.

Zeus. Él había impedido que fuera con ellos. La había dejado al margen. El sueño de esa misma noche volvió a su memoria y logró que se sonrojara. ¿Podría ser... sería posible que no hubiese sido solo un sueño?

Fuera como fuese, ahora no podía pensar en eso. No iba a permitir que siguieran manteniéndola al margen. No quería huir de las sirenas. Además, esa había sido su idea, tenía que estar presente.

—Muchas gracias, Cressida —le dijo con una sonrisa en los labios. La mujer se la devolvió y la observó correr, alejándose de las casas de la aldea y dirigiéndose hacia unas rocas apartadas.

La hierba envolvía el valle, y el sol daba un ambiente cálido a pesar de que en las montañas hacía frío. Del mismo modo que había ocurrido con el templo principal de los gigantes, allí se acumulaba un calor agradable que conseguía que no extrañara un abrigo con el que taparse. Y puesto que llevaba puesta una tela bastante fina, era un verdadero alivio que así fuese.

Caminó unos pasos más, alejándose bastante de la aldea. Allí estaba tendido sobre la hierba el Vipertooth que los había llevado al Monte de los Gigantes. Sonrió al ver que ni Zeus ni Hermes se habían llevado al pequeño dragón.

—Vamos, lagartija, tenemos algo importante que hacer. ¿Vas a ayudarme? —murmuró Zoe, acercándose poco a poco al Vipertooth.

El pequeño dragón alzó la cabeza y se levantó de golpe al verla. El rabo empezó a moverse de lado a lado como si de un perro se tratara, y se acercó a ella muy contento.

—Vaya... Yo también me alegro de verte —lo saludó con una sonrisa, mientras la lengua viperina lamía su mejilla.

Con las manos firmes sujetó la cabeza del Vipertooth y lo miró a los ojos.

—Tienes que hacerme un favor, lagartija. Necesito que me lleves donde están Zeus y Hermes, donde los gigantes esperan a las sirenas. ¿Puedes hacerlo?

El Vipertooth lamió su mejilla de nuevo y se dio media vuelta para estirarse en la hierba. Giró la cabeza y la miró con intensidad. Era el mismo gesto que había hecho la mañana anterior cuando los dejó montar en su grupa. Sonrió ante la bienvenida y montó en el pequeño dragón sin pensarlo dos veces. Y, como la vez anterior, no tardó nada en alzar el vuelo y obedecer a la joven.

Algo asustada al principio, se sujetó a los cuernos del Vipertooth como pudo y se dio cuenta al instante de lo diferente que era montar sola en un dragón. Cuando iba con Zeus se sentía segura, pues sabía que él jamás dejaría que cayera. Ahora solo dependía de ella no caer.

Frunció el ceño con decisión y recordó la promesa que le había hecho a Zeus. Tenía que creer en ella misma. «Puedes hacer todo lo que te propongas. Desconfiando de ti solo perderás lo que sé que puedes lograr Te necesitamos. Te... te necesito, Zoe. Yo confío en ti. ¿Y tú?». Había logrado algo que nunca nadie había conseguido; que se diera cuenta de lo mucho que dudaba de ella misma, que viera lo mucho que necesitaba que alguien la necesitara. Dependía más ella de su hermana que su hermana de ella. Quería que hubiese alguien, una sola persona en el mundo que la necesitara.

—Lo haré. Confío en mí —dijo en voz alta para sí con una sonrisa. Sí, tenía que hacerlo. Iba a intentarlo, no iba a dudar más. ¡Iba a hacerlo!

Las montañas empezaron a invadirles, y el Vipertooth disminuyó la velocidad. Gracias a eso Zoe empezó a relajarse un poco y se atrevió a mirar hacia abajo. Las rocas puntiagudas, la hierba, algunos animales que se veían muy pequeños a esa distancia... y...

—Oh, no —maldijo con la voz acongojada. Aferró los cuernos del Vipertooth y lo obligó a frenar su marcha—. Espera un segundo, lagartija. Creo que tenemos problemas —murmuró hacia el dragón. Este empezó a volar lentamente en círculos hasta que se detuvo en una roca puntiaguda que estaba a pocos metros del suelo.

Zoe se bajó de encima del Vipertooth y se asomó un poco para mirar bien la situación. Algo había provocado una avalancha antes de hora y había obstaculizado el paso hacia las montañas. Zoe sabía que si seguían recto encontrarían el lugar donde habían planeado la emboscada, sin embargo, la nieve había bloqueado ese paso. ¡Era imposible que las sirenas hubiesen pasado por allí! Y no tenía forma de saber si la avalancha había caído antes o después de que estas pasaran. O si las había sepultado allí en lugar de en el cañón. Sin embargo, de ser así, el grupo pequeño de gigantes estaría allí o habría regresado al pueblo. Tal vez habían ido a informar al resto para que regresaran a la aldea. Pero seguramente no, pensó, pues no había huellas en la nieve que acabada de caer, lo que afirmaba que nadie había pasado por el paso. Tal vez las sirenas habían decidido recular o estaban muertas.

—¿Pero... y si no ha sido así? ¿Y si... y si las sirenas han salido ilesas y han cogido el único camino posible? —murmuró, mirando el paso que giraba hacia la izquierda.

Se trataba de un camino lleno de rocas y bastante escarpado. Si las sirenas se habían visto obstaculizadas por un muro de hielo, lo más seguro era que siguieran por el otro camino. Un camino que llevaba directo a la aldea de los gigantes, una aldea desprotegida. Los guerreros estarían esperando en el cañón, nadie los podía haber avisado de esa avalancha.

Sin pensarlo mucho más, Zoe volvió a montar encima del Vipertooth y lo instó a alzar el vuelo.

—Cambiaremos el rumbo ¿vale, lagatija? Tenemos que saber qué ha pasado con las sirenas y con el grupo de gigantes. ¡Vamos! —gritó.

El Vipertooth la miró un instante y alzó el vuelo. Siguieron el sendero rocoso no muy deprisa, pues Zoe quería mirar bien por si veía a los gigantes o a las sirenas. No tuvo que recorrer mucho más para encontrar a los gigantes.

—Mierda... —murmuró mientras se aferraba al Vipertooth con fuerza.

Tres de los gigantes estaban tirados en el suelo. Las ropas estaban rotas y desde esa altura se podía apreciar una gran cantidad de sangre envolviéndolos. Parecían haber sufrido un montón de mordeduras y desgarrones. Dos de ellos estaban tendidos boca abajo, por lo que no pudo ver bien sus rostros, sin embargo, el tercero estaba vuelto hacia arriba y el suyo estaba desfigurado por completo. Lleno de mordeduras e irreconocible. Eso dejaba claro que las sirenas seguían vivas y que habían pasado por allí. Estaban bastante cerca del cruce, lo que significaba que los gigantes se habían enfrentado a ellas intentando detenerlas. La posición de sus manos, los rastros de sangre detrás de ellos... Habían luchado.

Descubrió al acercarse un poco más, pues quería corroborar que no estuvieran vivos, que también había unas cuantas sirenas muertas cerca de ellos.

—Luchasteis hasta el final... —murmuró. Aferró los cuernos del Vipertooth y frunció el ceño con decisión.

Theá Hera... —Zoe miró hacia abajo al escuchar la débil voz de uno de los gigantes tendidos boca abajo. El Vipertooth obedeció su muda orden y descendió hasta la cabeza del gigante que había hablado.

—Arsen... —murmuró sorprendida, pues no sabía que el gigante que había estado a su lado la noche anterior fuese a ir en el grupo de señuelo.

—Señora... Las... las sirenas...

—Shh... Sí, lo sé, han cambiado el rumbo. Estoy aquí.

—Hay... hay dos gigantes más que han logrado escapar. Les dijimos que... que nosotros... —La voz se le quebró y ahogó un grito de dolor. Sin embargo, apretó los dientes y se obligó a seguir hablando—. ... que nosotros las entretendríamos. Las... hemos retenido unos pocos minutos... pero...

—Habéis hecho un gran trabajo, sois muy valientes —dijo con una sonrisa. Arsen la miró y sonrió con dulzura.

—Sabía... que erais más que una diosa... Soy leal a vos... siempre... —añadió—. Tenéis que salvarlos. No... no dejéis que mi pueblo muera —Zoe se sintió abrumada por las emociones y acarició la mejilla de Arsen con cariño. Frunció el ceño y habló como nunca antes lo había hecho.

—Te prometo que salvaré a tu pueblo, Arsen. Te lo prometo.

La sonrisa del gigante fue lo último que regaló al mundo. Zoe se sintió abrumada de que dicha sonrisa fuese dirigida a ella.

Apretó los puños y se levantó del suelo, donde se había arrodillado para hablar con el gigante. El Vipertooth la esperaba. Montó de un salto y lo arreó como si de un caballo se tratase.

—Necesito que seas veloz, lagartija. Tan veloz como seas capaz.

No. No iban hacia las sirenas. No, tampoco iban hacia los gigantes que esperaban en el cañón. Zoe se dirigía de nuevo al pueblo, un pueblo fuerte. Y por primera vez decidió confiar en ella, confiar en aquello que todo el mundo consideraba débil.

—No es cuestión de fuerza.

El Vipertooth llegó al pueblo en cuestión de segundos. Zoe se sintió mareada cuando aterrizó, pero no se detuvo. Saltó de su grupa y fue tambaleándose hacia el pueblo. El dragón alzó el vuelo enseguida, dirigiéndose donde ella le había dicho que fuese; a avisar a Zeus, a Hermes y a todos los guerreros. No obstante, no tenían tiempo para esperarlos. El cañón estaba lejos del pueblo, por esa razón lo habían elegido para la emboscada, porque si fallaban la lucha no afectaría a la aldea. Sin embargo, la otra ruta era mucho más rápida a pesar de ser escarpada. Las sirenas no tardarían en llegar. No tenían mucho tiempo. Solo deseaba que lo que había pensado fuese efectivo.

—¡Gente de la aldea! —gritó—. ¡Salid todos y venid!

Todos la escucharon al instante, y los que no, la noticia llegó enseguida a sus oídos. En pocos segundos todos los gigantes estaban fuera de sus casas.

—¡Necesito a los hombre y mujeres más fuertes de la aldea!

Todos se miraron entre sí unos segundos, hasta que finalmente empezaron a avanzar los más fuertes. La mayoría carpinteros, algunos que picaban la piedra o hacían ladrillos, los que conreaban la tierra... Algunas mujeres, a excepción de las embarazadas o las que tenían hijos pequeños, también avanzaron con algo de indecisión.

—De acuerdo, necesito que cojáis toda la madera, telas, muebles viejos, cualquier cosa que pueda ser inflamable —dijo hacia los presentes.

—Eh... Theá Hera... ¿Qué es lo que ocurre? —preguntó uno de ellos, de forma insegura.

—¡No hay tiempo para explicaciones! ¡Haced lo que os digo! ¡Llevadlo todo al desfiladero de rocas!

Los gigantes miraron un segundo a Zoe sin comprender, pero la mirada decidida de la chica logró hacer que obedecieran sin rechistar.

La muchacha suspiró un tanto aliviada, aunque no estaba ni mucho menos tranquila. Se aproximó a los gigantes que quedaban y en esos instantes se sintió realmente fuerte.

—Las mujeres embarazadas y los que tengan niños pequeños que cuidar, quiero que os quedéis dentro de casa y lo cerréis todo completamente. No quiero que nadie salga hasta que yo lo ordene, ¿queda claro? —preguntó con firmeza. Un grupo de mujeres y hombres obedeció, asintiendo con la cabeza.

Quedaron siete gigantes: tres mujeres y cuatro hombres.

—Acompañadme —dijo antes de salir corriendo hacia el desfiladero.

No sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero no tardarían en llegar. Era cuestión de minutos. Se volvió hacia ellos con decisión.

—Las sirenas no han ido por el camino correcto. —La exclamación ahogada que esperaba llegó al instante, pero el pánico no se reflejó en sus ojos. Los gigantes entendieron al instante por qué estaban allí, tenían que provocar una avalancha del mismo modo que lo habrían hecho sus compañeros de haber podido—. Necesito fuego. Vamos a hacer una enorme hoguera justo allí —dijo señalando la entrada del desfiladero, donde los gigantes estaban amontonando un montón de madera, ropajes y demás—. El paso es ancho, y la avalancha insegura.

—¿Vas a asegurarte de que no pase ni una sola sirena, Theá Hera? —Zoe sonrió y miró la hoguera improvisada.

—¡No pasará ni una! ¡Esta hoguera tiene que ser más grande que la de San Juan! —gritó emocionada.

—¿La de... qué? —Zoe se ruborizó al instante. Cierto, San Juan era una fiesta no solo de otro país, sino de otra época.

—No... no importa. Cuando la hoguera se haya prendido, provocaremos la avalancha. Y necesito que os aseguréis que la hoguera es lo suficientemente alta en un tiempo récord. ¿Sabréis cómo hacer eso?

Uno de los gigantes sonrió de medio lado y asintió con suficiencia.

—Creo que sé exactamente lo que se necesita.

Los gigantes corrieron hacia una cueva cercana a la aldea, mientras sus compañeros terminaban por colapsar la entrada con todo tipo de objetos inflamables. Zoe acompañó a los siete gigantes sentada encima de una de ellas, mientras intentaba calcular el tiempo que debía faltar para que las sirenas llegaran.

Había perdido unos pocos segundos para llegar de nuevo a la aldea, y también cuando habló con Arsen. El nombre del gigante le provocó un nudo en la garganta. Lo haría por él, por lo que le había prometido. ¡Tenía que salvar a su pueblo! Si no estaba equivocada, debía haber unos diez minutos como mucho del cruce a la aldea. Puesto que las sirenas no eran demasiado buenas escalando, era probable que tardaran unos minutos más. No sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero no dudaba que debían quedar poco menos de cinco minutos. ¡Tenían que encender la hoguera ya!

—Cógelos, Charis —dijo uno de los gigantes. El grupo entero se había detenido en frente de la cueva, y la joven gigante llamada Charis avanzó hacia el interior.

Zoe miró a la gigante en la que estaba subida. Su rostro estaba concentrado en la cueva, como si lo que fuera a salir de allí no le gustara un pelo. También lo notó por el leve temblor que recorría todo su cuerpo, estaba nerviosa. Sin poder evitarlo, empezó a incomodarse también. Pasaron unos segundos más que se hicieron eternos. No podía evitar mirar cada poco hacia atrás para comprobar que los gigantes terminaban de preparar la hoguera. Tenían que darse prisa.

Los pasos empezaron a acercarse acompañados de otros, mucho más ruidosos. Tanto que incluso la montaña donde estaba la cueva empezó a temblar. Charis, la gigante que había entrado hacía pocos segundos, salió en primer lugar con unas cuerdas de hierro entre las manos, o eso le pareció a Zoe.

Theá Hera, le presento a Bvilion, Mnion y Psion.

Zoe abrió los ojos de par en par cuando tres dragones enormes salieron de la cueva.

—Dra... dragones —dijo Zoe, con los ojos abiertos de par en par.

Los tres eran distintos, tenían el tamaño de un Vipertooth en comparación con los gigantes. Para ella, en cambio, eran del tamaño de una ballena. Sin duda, con solo uno de esos dragones ya habría suficiente para encender una hoguera en condiciones. Con tres, sería el fuego más rápido jamás prendido.

Charis avanzó con los dragones por delante. El que iba en medio era del mismo color que el que había visto en el aire, de tonos rojos y anaranjados. El de la derecha era de tonos verdosos, sin un solo cuerno en su piel llena de escama. Sus ojos eran negros y sus colmillos blancos eran tan largos que sobresalían de su boca. El de la izquierda, sin embargo, fue el que llamó más la atención de Zoe. Era blanco, un blanco perlado precioso, y sus ojos eran del mismo color, lo que le daba un aspecto extraño pero muy hermoso.

Corrieron de nuevo con ellos hacia la improvisada hoguera, donde los demás gigantes del pueblo esperaban el regreso de su diosa. Zoe no terminaba de acostumbrarse a ser tan importante y ser tratada de un modo tan distinguido, y no podía evitar empezar a comportarse como ella misma.

Todos los gigantes se apartaron de la trayectoria de los dragones, y empezaron a murmurar en voz baja sobre ellos. Zoe no quería revelar todavía la inminente llegada de las sirenas, pero cada vez se hacía más evidente el problema que tenían entre manos y que ella intentaba evitar.

Charis y otros dos gigantes se repartieron los dragones y los incitaron a escupir fuego hacia la madera y las telas. La hoguera se alzó en cuestión de segundos, justo cuando Zoe empezó a escuchar unos gritos espeluznantes seguidos de un temblor de rocas. El mismo ruido escalofriante que había presenciado en el Monte Olimpo.

—¡Las sirenas! ¡Ya están aquí! —gritó una de los siete gigantes que habían venido con ella.

Los demás empezaron a empalidecer y a ponerse nerviosos ante la vista de las sirenas. Aunque el fuego era bastante grande, no lo era lo suficiente todavía. Zoe gritó todo lo que pudo, pero parecía que nadie la escuchaba. Encima de una roca, donde la joven gigante la había dejado, buscó algo que pudiera hacer para que la escucharan, pero era demasiado pequeña. Las sirenas se acercaban deprisa. Decidió gritar a Charis, que estaba retirando al dragón blanco de la hoguera.

—¡Por favor! ¡Dígales que se calmen! —gritó a pleno pulmón. Charis la miró por un segundo frunciendo el ceño, sin embargo, en cuestión de segundos hizo que el dragón blanco expulsara una llamarada de fuego hacia los gigantes, que aunque no fue suficiente como para quemarlos, sí llamó su atención.

—¡Callaros! ¡Theá Hera nos ha reunido aquí para salvarnos a todos! ¡Obedeced a nuestra diosa! —Zoe se quedó maravillada al ver a todos los gigantes mirarla al instante, y sin añadir una sola protesta más.

De repente se sintió fuera de lugar. No era capaz de hacer aquello, era demasiado. No era más que una humana insignificante que pretendía ser una diosa. El recuerdo de sus padres la alcanzó como un rayo y sintió una punzada en el corazón, no había podido hacer nada para salvarlos. ¿Cuántas veces pensó en que habría hecho cualquier cosa si se le hubiese presentado una sola oportunidad? Por muy insignificante que fuese. ¿Cuántas veces había querido retroceder en el tiempo y advertirles que no fueran a Grecia, que no cogieran ese maldito avión? Esa situación era igual, pero la diferencia era que ahora tenía la oportunidad de salvarlos. Tenía dos opciones, o resignarse o luchar hasta el final a pesar de que el resultado fuese el mismo.

Zoe apretó los puños con fuerza y miró a los gigantes con decisión.

—¡Sí, son sirenas! —chilló—. ¡Y sí, también carecemos de los guerreros que fueron a combatir contra ellas! —continuó, mientras avanzaba en la roca—. ¡Pero vosotros también sois gigantes! ¡También sabéis combatir! ¡Puede que no seamos muchos, que no tengamos la fuerza de un guerrero, pero tenemos algo mucho más fuerte que todo eso! —exclamó. Los gigantes se miraron entre sí, asustados, luego miraron a las sirenas que se habían detenido intentando encontrar un modo de entrar al poblado—. ¡Tenemos un motivo! ¡Alguien por quien luchar! ¡Alguien a quien proteger! Allí —exclamó, señalando hacia la aldea—. ¡Allí están las razones por las que ellas no pueden ganar! ¡No somos muchos, ni somos fuertes, pero tenemos la fuerza de aquellos por los que luchamos! ¡Así que no vamos a permitir que esas... sirenas sobrepasen la hoguera de fuego! ¡Y seremos capaces de hacer lo mismo que habrían hecho nuestros compañeros!

Todos los gigantes sonrieron y empezaron a gritar entusiasmados, dispuestos a lograr lo que sus guerreros no habían tenido oportunidad de hacer. Sí, había un motivo. Sus vidas. E iban a ganar.

—Lograremos hacer caer esa nieve —murmuró Zoe mirando hacia las cimas de las montañas, mientras los gigantes se ponían en marcha.

Los dragones seguían expulsando fuego de sus bocas, alimentando la hoguera. Solo dos o tres sirenas habían logrado franquear la barrera, pero fueron carbonizadas al instante por uno de los dragones. Zoe había intentado organizar a los gigantes con ayuda de Charis, que había empezado a distribuir a sus compañeros a lado y lado de la montaña. Empezaron a empujar las rocas, pero parecían estar cimentadas unas a otras. No lograban moverlas.

—Esto es inútil, Théa Hera. Las rocas son gruesas y demasiado pesadas. No son tan débiles como en el cañón. Las cimas son menos fuertes, pero dudo que resistan el peso de uno de nosotros sin que ello suponga caer también —dijo Charis, intentando empujarlas.

Todos los gigantes estaban empujando al unísono la enorme montaña, pero parecía que nada lograría hacer caer la nieve de sus cimas. Y las sirenas empezaban a arriesgarse a atravesar las llamas menos densas para pasar al otro lado.

Charis tenía razón, si algún gigante subía hasta las cimas para provocar una avalancha, caería con ella. No. No podía arriesgar la vida de ninguno de ellos, aunque parecía no haber otra solución.

—Subiré, no queda otra —dijo Charis con firmeza, sujetando al dragón blanco con fuerza.

Zoe miró atenta al dragón, luego a Charis y una idea absurda, descabellada, y que sería candidata a una completa locura pasó por su cabeza. Se inclinó hacia atrás para observar las cimas de las montañas. Para provocar una avalancha era necesario un fuerte golpe, un ruido enorme o un pequeño desequilibrio. El ruido era claro que no funcionaba, el golpe estaba resultando inútil. Así que, tal vez...

—Espera, Charis —dijo Zoe sin dejar de observar las cimas. La gigante se detuvo a medio camino de intentar subir la montaña, y se volvió hacia la joven—. Para que surta efecto tendría que caer la nieve de las montañas a la vez. A lado y lado. Si subes tú, tan solo podrás hacerlo en una de ellas.

—Avisaré a uno de los gigantes del otro lado que suba también. Dos sacrificios valen la vida de un pueblo.

—¡Ni hablar! Le prometí que salvaría el pueblo entero y así lo haré —sentenció Zoe, impidiendo que Charis saliera corriendo. La joven gigante la miró extrañada, pero no preguntó a quién se lo había prometido. La chica tragó saliva con fuerza y encaró a la gigante, no del todo segura de su propia idea—. ¿Cuán dócil es este dragón?

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro