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Capítulo XXVIII


Una extraña humedad en su mejilla la obligó a despertar. Se asemejaba al contacto de un pincel mojado, o una lengua lamiendo su cara. «Sin embargo, pensó Zoe sin abrir todavía los ojos, es imposible, porque el contacto es más bien frío». Sonrió ante esa dulce caricia sin poder evitarlo, y entonces empezó a abrirlos. Delante de ella vio unos enormes y brillantes ojos que la observaban con curiosidad. Una lengua viperina sobresalía de su boca, haciendo pequeños lametones al aire. Aunque al principio no supo qué estaba pasando, enseguida lo reconoció. Se trataba del dragón... del Vipertooth.

Ante el susto, Zoe se incorporó de golpe. El dragón ni se inmutó. Siguió mirándola, e incluso se acercó todavía más a ella. El animal emitió un pequeño graznido que apenas fue audible, y le acercó el morro ansioso. Zoe adivinó enseguida lo que quería, el dragón pretendía que lo acariciase de nuevo.

—Ni hablar, lagartija. No habrá más caricias hasta que nos lleves al Monte de los Gigantes —dijo en un susurro, poniendo los brazos en jarra.

El dragón insistió y le acercó de nuevo el morro, y Zoe lo apartó con cuidado con las manos apoyadas en él. Aunque al principio lo hizo de un modo suave, al final se vio apoyando todo su peso sobre el animal para poder moverlo unos pocos centímetros. Y no fue hasta que se puso de rodillas para poder apartar al dragón que se dio cuenta de un hecho muy básico: ¡estaba completamente desnuda!

De repente todas las imágenes y todo lo ocurrido la noche anterior acudieron a su mente. Las caricias, los besos... todo. Había dejado que el dios la tocara, había dejado que hiciera con ella lo que le diera la gana. Acababa de acostarse con Zeus...

Las mejillas le ardieron al instante, pero la conmoción duró apenas unos segundos. El tiempo que tuvo para girarse y ver la expresión tranquila del dios durmiendo a su lado.

Estaba boca arriba y algunos cabellos negros cubrían su rostro, vuelto un poco hacia la derecha, en su dirección. Su expresión era tranquila, con el ceño relajado y sin esa mirada seria. Cuando estaba despierto parecía mayor de lo que en realidad era. Aunque en realidad así tenía que ser, pues tenía tantos siglos como el mismísimo mundo. No obstante, en esos momentos parecía un joven adolescente. Sus labios entreabiertos lograron que deseara acortar las distancias y besarlos de nuevo. Los músculos relajados de su abdomen y los de sus brazos hicieron que quisiera acariciarlos con la punta de los dedos, recorriendo cada centímetro de su piel incluso con la lengua.

Zoe se sorprendió, sonrojándose ante la idea, y retiró la mirada al instante.

—Yo diría buenos días, ¿no crees? —su voz grave logró sorprenderla. Pero... ¡¿no estaba dormido?!

Zoe se volvió a girar y vio al dios apoyado tranquilo sobre su mano izquierda. La miraba con una sonrisa torcida en los labios, desnudo y con el pelo alborotado. Zoe era incapaz de albergar pensamientos coherentes. Acababa de tener sexo con alguien que ni en un millón de vidas habría imaginado. ¡Ella! Una joven en la que ningún hombre había reparado nunca en toda su vida. Bueno... con su ex novio salió durante un tiempo, pero era tan frío y sus movimientos eran tan calculados que ahora que lo pensaba, ni siquiera la había deseado una sola vez. Claro que, cuando salió con él, estaba tan poco acostumbrada a que un hombre como ese pudiera fijarse en ella, que no supo que sus reacciones y su modo de tratarla no eran las de un hombre deseoso por una mujer. Sin embargo, ahora que sabía cómo reaccionaba un hombre ante un irrefrenable deseo, vio más claro que nunca que él jamás estuvo interesado en ella. Lo que la llevó a otra pregunta: ¿por qué estuvo con ella?

El pequeño graznido del Vipertooth y un pequeño lametazo en su mejilla la sacaron de su ensoñación. El animal había apoyado la cabeza en su hombro, confiado, y la lamía instándola a que volviera a acariciarlo. Zoe miró al dragón y frunció el ceño.

—¿Qué te he dicho, lagartija? No hay caricias hasta que nos lleves al Monte de los Gigantes. ¡Que te duermes! —dijo hacia el animal.

Este dejó escapar otro graznido algo más afligido y se tumbó en la hierba, con las alas plegadas hacia abajo. Zoe lo miró y esbozó una pequeña sonrisa.

—Parece que le has caído bien —dijo la voz grave del dios. Ella se dio la vuelta y sonrió ampliamente.

—Eso parece... —sonrió. Zeus se quedó mirándola sin aliento. La joven se había girado hacia él sin ningún tipo de pudor, y su desnudez... era... era extraordinaria.

La había visto desnuda esa misma noche, pero a la luz del sol, sentada delante de él, sin cubrirse, con el cabello alborotado algo más rizado y con ese exquisito rubor en sus mejillas... ¡Mierda! ¡Ya la deseaba otra vez!

Zeus giró la mirada y buscó desesperado sus pantalones de lino blanco y el vestido de seda de Zoe. La ropa de ella estaba tirada a pocos metros, así que la cogió y se la tiró sin mirarla a la cara. Se levantó sin decir una sola palabra, dispuesto a vestirse.

—Vístete, nos marchamos enseguida —dijo con la voz ronca.

Se había visto obligado a darse la vuelta para que ella no viera la inminente erección que había crecido al verla desnuda. No. Ella debía creer que todo estaba bien ahora, que haría lo que tenía que hacer. Zoe se había entregado para que él fuera lo suficienre eficiente para salvar el mun... no, para salvar a su hermana.

De ninguna manera iba a confesar que seguía deseándola igual o más que antes.

Zoe se había quedado quieta con el vestido entre sus manos. Hacía unos segundos parecía estar bien junto a ella. Parecían... amantes. Pero se había equivocado. Zeus era Zeus. Un dios ni más ni menos. Jamás se rebajaría hasta tal punto como para tratarla diferente después de haberse acostado con ella. Lo había dejado muy claro la pasada noche. Después de lo ocurrido solo cabía esperar que perdiera el interés en ella y se concentrara en las sirenas y su trono. Era esa la razón por la que había aceptado. Era por eso que había cedido al deseo y se había entregado a él. Lo que les esperaba no era nada sencillo. Zeus parecía confiar en que ella podría hacerse pasar por Hera, y también confiaba en que, al llegar al Olimpo, podría solucionarlo todo lo mejor posible. Ella ya no era una distracción. Esa noche había remediado eso. Y no debería sentirse mal, porque ahora todo iría bien, porque él se centraría y haría todo lo posible para que ella regresara a casa junto con su hermana. Todo habría terminado en unos pocos días... o incluso unas pocas horas. Debería sentirse feliz y aliviada por ello, porque toda esa locura terminara por fin.

No obstante, la verdad era una muy distinta. Cada paso que daba hacia su regreso al presente era un golpe más a su corazón, uno que parecía romperse con cada acción que tendría que ser correcta. Sentía como si le faltara el aliento, como si le estuvieran arrancando algo que no sabía ni que tenía. No pudo evitar mirar el brazalete que descansaba sobre su muñeca con preocupación. Gracias a él tenía oculta su humanidad. Nadie sabría que era humana, y ella solo tenía que fingir ser una diosa. Debía confiar en ella... Aunque la tarea se le antojara imposible.

—Sube —dijo Zeus con firmeza.

Zoe se giró tras anudar el vestido en su sitio y colocarse la capa de terciopelo marrón, luego miró al dios sentado encima del dragón. Este seguía agachado para que le fuera más sencillo subir. Zoe obedeció y se sentó delante de Zeus sin decir una sola palabra. El brazalete centelló un instante con la luz del sol y, al mismo tiempo, el Vipertooth se levantó e inició el vuelo con una velocidad sorprendente. Zoe se vio obligada a agacharse un poco y sujetarse fuerte al animal. El dios la sujetó con cuidado por la cintura, pero se mantuvo firme y sin moverse.

Zoe intentó mantener la calma, la experiencia del grifo había sido aterradora y montar en un Vipertooth no era mucho mejor. Era más pequeño, pero muchísimo más rápido. Estaba aterrada pero a su vez quería verlo todo lo que iba dejando atrás. Las montañas, los bosques, los lagos...

Habían avanzado mucho cuando vio que entraban en una sierra de montañas. Rocas y más rocas a lado y lado, y cada vez más estrechas. Pudo ver que en las alturas había algunas cimas que estaban nevadas, y no pudo evitar recordar aquella vez que fue a esquiar con Tatiana y sus padres.

Antes de que pudiera recordar nada más, unos graznidos provenientes de su derecha la instaron a girar la cabeza. Volando con unas alas enormes y a una velocidad similar a la que el Vipertooth llevaba, había tres dragones algo más grandes. Uno de ellos escupió fuego por la boca y carbonizó en cuestión de segundos una roca puntiaguda que se había interpuesto en su camino. Era de un color rojo oscuro con reflejos anaranjados, y tenía un montón de cuernos en la cara y en el lomo. Daba algo de miedo, sobre todo después de esa demostración de poder. Los otros dos eran algo más pequeños que el primero, pero se parecían mucho al mayor, por lo que Zoe supuso que serían sus crías. Uno de ellos era de color negro, y el otro era violeta oscuro. Los dos tonos se parecían tanto que si no fuera por los rayos de sol que de vez en cuando se filtraban entre algunas montañas habría pensado que ambos eran negros.

—Son... sus crías, ¿verdad? —preguntó Zoe sin poder evitarlo.

—Sí. Cuando los dragones son pequeños suelen ser negros. A medida que van creciendo se les va definiendo el color —explicó Zeus de un modo muy frío.

Zoe se estremeció ante sus palabras, pero decidió ignorar el modo tan indiferente con el que hablaba. Tal vez así tendría que haberla tratado desde un principio. Tal vez no es que fuese frío con ella, sino que, como él dijo, después de que se acostaran perdería el interés. Tal vez, solo la estaba tratando como trataba a todo el mundo...

Aquello logro destrozarla. Por lo que se obligó a sacudir la cabeza y exterminar esos tormentosos pensamientos.

—En tal caso... el que es completamente negro es más pequeño que el que parece ser violeta, ¿verdad? —inquirió. Aunque parecían del mismo tamaño.

—Estará a punto de cambiar, deben llevarse cincuenta o setenta años como mucho.

Zoe abrió los ojos de par en par. ¿Cincuenta o setenta años? Espera...

—¿Cuántos años viven los dragones? —dijo sorprendida.

—Varios siglos. No sabría decirte un número exacto. Todo depende del dragón —contestó tajante.

Eso quería decir, que esas crías de dragón tenían más años que un anciano. Y una persona normal jamás podría ver crecer a un dragón.

—A los ciento cincuenta o los doscientos años suelen llegar a su edad adulta. Crecen rápido —explicó Zeus como si nada.

Zoe no pudo evitar girarse y mirar al dios como pudo. Adquirió una expresión ufana, pero no se separó del pelaje del Vipertooth en ningún momento.

—Crecen rápido... —repitió con ironía—. Pues me encantaría crecer igual de rápido que ellos.

Zeus la miró a los ojos de un modo extraño. No comprendió su expresión. No era lujuria ni nada parecido al deseo. Zeus la miraba con los ojos atormentados, como suplicándole que se diera la vuelta y no volviera a girarse en su dirección nunca más. Las emociones que reflejaba esa simple mirada bastaron para que centrara la vista al frente y mantuviera la boca cerrada el resto del viaje.

Llegaron a las montañas de los gigantes cuando el sol ya bajaba. Otro día más. Y a la mañana siguiente era posible que regresaran al Olimpo y... Zoe reprimió un escalofrío al pensar en ello.

El Vipertooth los había seguido, o más bien la había seguido a ella, hasta llegar a una especie de poblado enorme. Y no enorme en el sentido de extenso, sino en el de que todo era mucho más grande. Las casas tenían la misma distribución que las polis griegas, pero estas eran mucho más altas. Medían el cuádruple de una casa normal. Un escalón podía ser más grande que ella misma, y los caminos eran tan anchos como las ramblas de Barcelona. Había herramientas del tamaño de árboles, y carros grandes como casas.

En comparación ella era una...

—Dios mío, ahora mismo sí me siento como una hormiguita —murmuró con apenas voz.

Un pequeño graznido cerca de su brazo y un pequeño toque con el morro mojado del Vipertooth la advirtió que seguía a su lado. Giró la cabeza un segundo y sonrió al dragón.

—¿Qué pasa, lagartija? ¿No tendrás miedo? —dijo con un deje socarrón.

—Vamos. Tenemos que llegar al templo principal —interrumpió Zeus sin detenerse.

Zoe caminó a unos pasos por detrás de él. Su espalda seguía tensa. No le había dedicado ni una mirada, ni una sola palabra más. Avanzaron por la calle de los gigantes sin encontrarse con ninguno, y Zoe entendió por qué cuando llegaron al templo principal. Todos estaban reunidos allí. Mujeres, hombres y niños. No eran para nada hechos de piedra, como aparecían en algunas leyendas, ni tampoco eran gordos y feos. En realidad, había de todo: gordos, flacos, guapos, feos... Mujeres hermosas, mujeres embarazadas, mujeres altas y bajas, niños pequeños, bebés, adolescentes... Eran humanos, en cierto modo, solo que mucho más grandes.

—No podemos seguir reteniendo a las sirenas. Hemos perdido a muchos Rocs en la última batalla —escuchó que decía uno que estaba de pie al lado de una mujer con un niño en brazos.

—Si seguimos así llegarán a nuestros dominios. Y ya sabéis cuál será su objetivo.

—Los niños —dijo una mujer que parecía ser una guerrera—. Son asquerosos peces sin corazón, una plaga. Parece que cuantas más matamos más aparecen.

—¿Qué propones hacer, entonces? Si seguimos luchando dejaremos a los niños desprotegidos, pero necesitamos a todos los gigantes posibles para matar a esas... a esas... —dijo un joven indignado.

—¡Tendremos que irnos! ¡No nos queda alternativa! —gritó un anciano.

—¡Pero este es nuestro hogar! ¡Hace millones de años que los gigantes vivimos aquí! —le contestó el joven que anteriormente había hablado. Aunque debería haber sido al revés, pensó Zoe.

—Podríamos prepararles una emboscada aquí. ¿Qué mejor lugar que luchar en casa? —propuso otro.

—¡¿Y poner a los niños en peligro?¡ ¿Estás loco? —exclamó una joven mientras apretaba su abultado vientre con terror.

Todos empezaron a murmurar a la vez ante esa nueva propuesta, pero nadie parecía ponerse de acuerdo. Zoe empezaba a pensar que no les harían nunca caso. Y no entendía por qué Zeus se había quedado quieto sin darse a conocer, hasta que escuchó una voz conocida.

—¡Os dije que solo tendríais que esperar unos pocos días! ¡Pronto llegarán! —Zoe siguió la mirada de Zeus y vio a Hermes de pie, en lo alto de una torre, hablando a gritos con los gigantes.

No pudo evitar sentir una alegría y un alivio inmenso cuando lo vio allí, sano y salvo. Las sirenas no habían podido con él. Estaba bien...

—¡Eso dijiste hace unos días, y aún estamos esperando! —protestó la mujer embarazada.

Zoe no pudo evitar avanzar unos pasos hacia donde estaba. Estuvo a punto de gritarle para que la viera, pero Zeus la cogió del brazo y negó con la cabeza sin apenas mirarla.

—Son gigantes. Eres Hera ahora, recuérdalo.

Entonces, Zoe fue consciente de que se le había acabado la tregua. Y que había llegado el momento de la verdad. 

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