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Capítulo XXIX


—No tendréis que esperar mucho más.

La voz del dios retumbó por toda la colina como si hubiese hablado por un altavoz. Zoe se contuvo a poner los ojos en blanco y soplar con cansancio ante su aparición teatral. No podía descubrir su presencia de un modo normal, tenía que hacerlo por todo lo alto. Sin embargo, ahora no era el único que aparecía en escena.

—Zeus, Hera —murmuró uno de los gigantes—. Creíamos que nunca llegaríais.

Hermes sonrió ante la presencia de ambos en las montañas. Había estado mucho tiempo con los gigantes, prácticamente todo el tiempo que había luchado contra las sirenas para retenerlas al pie de las montañas. Los Rocs habían ayudado, pero no había sido suficiente para detenerlas a todas y muchos habían perecido en batalla. El dios mensajero había estado ayudando a los gigantes en cuanto escapó del Monte Olimpo, y desde hacía un día y medio se hospedaba en la aldea. Claro que las sirenas eran tan abundantes que apenas había podido descansar. Ellos solo seguían luchando por la promesa de que Zeus en persona vendría a solucionar el problema.

—Hemos tenido algunos problemas por el camino. Necesitamos a uno de vuestros Rocs para regresar al Olimpo —dijo con la voz grave. Zoe se quedó quieta y con la mirada inexpresiva.

—Pero... creíamos que solucionaríais el problema con las sirenas —murmuró uno de los gigantes.

—Para solucionarlo tenemos que regresar al Olimpo —sentenció.

—¿Cómo lo va a solucionar desde allí arriba? —gritó la mujer guerrera, con un deje indignado.

—Zeus y Hera deben regresar. Es el único modo de detener esta locura en la tierra —se apresuró a explicar Hermes, sin moverse del sitio donde estaba subido.

Uno de los gigantes se giró en su dirección y lo fulminó con la mirada.

—Nos dijiste que vendrían a ayudarnos. Estamos exhaustos, no nos quedan apenas Rocs para luchar contra ellas. ¿Cómo vamos a desprendernos de uno con la falta que nos hace?

Hermes intentó decir algo, pero se vio incapaz de argumentar aquello. Zeus se mantuvo callado, y los gigantes empezaron una serie de murmuraciones que se convirtieron en una especie de rumor de fondo.

Zoe vio lo que estaba ocurriendo. Ellos no habían ido al Monte de los Gigantes para ayudarlos con las sirenas, es más, hasta donde ella sabía, estas avanzaban hacia allí a paso ligero. ¿Tanto tramo habían recorrido? De todos modos, estaba segura de algo. Los gigantes estaban preocupados por su gente. Y ella también. Podía entender que quisieran defender a los suyos, y no se veía capaz de ignorarlo. Algo tenían que poder hacer para detener a las sirenas antes de regresar al Olimpo.

De repente, Zoe alzó la cabeza para mirar las cimas de las montañas, mientras una idea iba formándose en su cabeza.

—¿Y... una trampa? —dijo Zoe en voz alta.

Zeus se giró en su dirección con el ceño fruncido. Debía creer que no era buena idea que ella hablara. Tal vez tenía razón.

—¿Qué quieres decir? ¡No podemos tender una trampa a esas bestias! Son demasiado fuertes y hay muchas —dijo uno de los gigantes, dirigiéndose a ella.

—¿Incluso más que la naturaleza? —inquirió.

Hermes bajó de la columna en la que había estado subido y se acercó a ellos. Zeus negó con la cabeza, pero Zoe decidió ignorarlo.

—¿Qué quieres decir..., Hera? —preguntó Hermes, con voz cautelosa y mirándola para instarla a cerrar la boca. Pues, aunque su pregunta era para que siguiera hablando, su tono daba a entender que mantuviera silencio.

Zoe ignoró a los dos dioses y avanzó hacia los gigantes.

—Vosotros mismos lo habéis dicho. Las sirenas son peces asquerosos, el mar salado es su hábitat natural. La temperatura y la liquidez del agua las hace sobrevivir. Pero... ahora no están en el mar, ¿cierto?

Los gigantes la miraron atentos, y uno de ellos le tendió su mano para que se subiera y pudiera hablar encima de la torre donde Hermes había estado antes. Dudó un segundo. Hablar en público no era lo suyo, pero ahora era Hera. Tenía la confianza de la diosa. Podía hablar si era una diosa, ¿no?

Subió con decisión y se quedó quieta encima de la columna donde la depositó el gigante. Tenía la atención de todos ellos.

—¿Qué propones? —preguntó el joven guerrero.

Zoe inspiró hondo y se armó de valor.

—Propongo que las guiemos a un lugar estrecho. He venido volando hasta aquí, he visto un camino rodeado de montañas, tenemos que hacer que la lucha sea allí —dijo con firmeza.

—¿Por qué? ¡Eso nos impediría movilidad, es una locura! —murmuró uno de ellos.

—Os impide movilidad a vosotros y también a la nieve —dijo esbozando una sonrisa enigmática. Los gigantes empezaron a murmurar con exclamaciones asombradas e incrédulas—. ¡Escuchad! —gritó Zoe—. Las sirenas creerán que os tienen atrapados pero será entonces cuando estén perdidas, ¡porque su verdadero enemigo caerá desde las cimas como una avalancha helada!

—¡Las sepultaremos bajo la nieve! —gritó uno de los gigantes entusiasmado.

—No solo las sepultaréis a ellas sino que, además, impediréis que otras sigan avanzando, porque el paso quedará cerrado.

Los gigantes la miraron con asombro y uno de ellos se puso al lado de Zoe con decisión.

—¡Nuestra diosa acaba de salvarnos la vida! —gritó el gigante—. ¡Quien esté a favor de la emboscada que grite: ¡Eímaste megáli!

Zoe no entendió una sola palabra de esa frase, pero la conmovió muchísimo escuchar esas dos palabras en la boca de todos los gigantes. Y más aún cuando todos alzaron la mano izquierda apretada en un puño y la aclamaron. «¡Hera, Hera, Hera!», se escuchaba tronar. Y aunque Hera no era su nombre real, ese pequeño gesto logró conmoverla.

La tarde había dado paso a la noche y los gigantes se habían reunido para planear la emboscada. Habían permitido que los dioses se quedaran en una de las salas del templo Principal, y Zoe fue la mejor tratada, por supuesto. La habían guiado hasta los baños sagrados para que pudiera relajarse, y le ofrecieron una de las mejores telas para que utilizara como vestido.

Acababa de atarse la seda del modo que Eirene la había enseñado en el Olimpo cuando Hermes entró en las termas.

—Veo que sigues igual de impulsiva —murmuró, avanzando hacia ella con pasos grandes.

Zoe sonrió hacia el dios y, sin pensarlo dos veces, corrió hasta él y lo abrazó con fuerza. Hermes se quedó helado sin saber qué hacer. Jamás habría pensado que ella lo recibiría de ese modo, así que no era de extrañar que tardara en reaccionar.

—¡Gracias a Dios que estás bien! Estaba preocupada, creía que las sirenas...

Finalmente, aceptó el gesto y sonrió con ternura.

—Estoy bien, son unas guerreras salvajes y bastante repugnantes, pero me las he apañado bien —comentó—. Sin embargo... ¡Tú sí eres temeraria! ¿Cómo se te ocurre exponerte de este modo? ¿Sabes que has hecho una completa locura? —dijo apartándola un poco para mirarla a los ojos. Zoe sonrió y se encogió de hombros.

—Solo se logran grandes cosas si se hacen completas locuras —murmuró con la nostalgia teñida en la voz—. Mi madre solía decirlo.

Hermes se quedó quieto un segundo, observándola. Sus mejillas estaban sonrojadas por el vapor del agua, y su cabello seguía húmedo del baño. Estaba muy hermosa. Natural. La exquisita tela la cubría como un peplo normal y corriente, aunque un poco mal puesto. Sonrió para sus adentros al caer en la cuenta que la joven todavía no sabía utilizar esas prendas de la forma correcta. Siguió su examen visual hasta que reparó en su mano izquierda. De su muñeca colgaba un brazalete de oro que reconoció al instante. La sangre se le congeló en las venas al descubrir la joya y lo que significaba. El sol... Zeus... En realidad, no debería sorprenderle. Lo sabía. Lo sabía desde hacía tiempo, pero no por ello dolía menos. La miró de nuevo a los ojos y no pudo resistirlo.

—Sé que no debería. Y puede que me gane la condenación eterna, pero...—Zoe iba a preguntarle a qué se refería, pero no le dio tiempo.

Los labios del dios se habían unido a los de ella mientras la encerraba en un fuerte abrazo. Zoe se quedó muy quieta ante la sorpresa. ¿Hermes... la estaba besando? ¡Dios mío! ¡Hermes la estaba besando!

Notó cómo los labios del dios suavizaban el contacto para besarla con más ternura, y lo que había comenzado como un beso torpe y brusco se convirtió en uno tierno y dulce. Zoe cerró los ojos segundos más tarde y disfrutó unos instantes del beso. Era suave y delicado. Pero enseguida se dio cuenta de la evidente diferencia. No era lo mismo, no sabía igual que los de Zeus. Sin embargo, algo en ese beso logró conmoverla. Tal vez el sentimiento en él, tal vez el cariño y la ternura.

Cuando el dios se separó y la miró a los ojos, Zoe no supo qué decir. Él agacho la cabeza con las mejillas algo sonrojadas.

—Lo siento... —se disculpó—. Tenía que hacerlo. —Su mano se quedó más tiempo del necesario en la muñeca donde llevaba el brazalete que Zeus le había regalado. Sonrió con tristeza y se separó de ella—. Eres una gran mujer, Zoe. Envidio al hombre que tenga tu corazón.

Y sin añadir nada más salió por la puerta.

Ella se quedó quieta. ¿Que envidiaba al hombre que tuviera su corazón? Ojalá él también lo envidiara. Por desgracia, el dios a quien se lo había entregado jamás lo apreciaría. Y ella nunca tendría el suyo.

Hermes se apoyó contra una de las enormes columnas de mármol y suspiró resignado. ¿Cómo había podido hacer aquello? Era una locura. Ella no estaba a su alcance, y sabía que su corazón nunca sería suyo. Como nunca lo había sido el de Hera. Era un imbécil.

Se incorporó un poco y decidió dirigirse al salón principal. Tenía que olvidarse de aquello cuanto antes, porque si llegaba a saberlo alguien más que ella o él, entonces... Antes siquiera de dar el primer paso hacia el comedor, una fuerte mano lo cogió del cuello y lo estampó contra el muro. Los ojos ámbar del dios que tenía delante lograron arrancarle un pequeño escalofrío, haciendo que perdiera la esperanza de mantener en secreto su pequeño desliz. Zeus.

—Me parece que tientas demasiado tu suerte —dijo la voz gélida del dios.

Hermes apretó los dientes intentando contener las ganas de empujarle. Zeus era más poderoso que él, eso estaba claro. Si hiciese algo que lo molestara... ¡Diablos! ¡Ya había hecho algo que lo había molestado!

—No me arrepiento de nada, si es... lo que quieres... preguntarme —dijo con la voz ahogada.

El dios apretó los dientes del mismo modo que él había hecho y lo miró con ojos asesinos. Hermes tuvo la firme impresión de que su muerte estaba cerca. Lo percibía. Así que cerró los ojos esperando el final. Y justo cuando creía que iba a matarlo, lo soltó de golpe sin apartarse de su lado.

—Vuelve a tocarla y lamentarás tu propia existencia —dijo carente de emoción.

Hermes vio cómo se daba la vuelta dispuesto a irse, pero ya estaba harto. Él era sincero, sabía cuáles eran sus sentimientos. Zeus era el único que huía de ellos alegando mal humor.

—¿Por qué? —dijo con descaro. El dios se detuvo a medio camino y se giró lentamente.

—¿Cómo dices? —murmuró, con el ceño fruncido y una expresión terrorífica.

—Digo que por qué debería hacerlo —reafirmó—. La amo. La quiero y deseo protegerla y cuidarla. Ansiaba besarla —dijo con firmeza—. Te lo dije y te lo repito ahora. Daría mi vida por ella. ¿Qué te da derecho a ordenarme que me aleje de su lado si tú no eres nada suyo? ¡Ni siquiera es tu verdadera esposa! —le gritó.

Zeus lo miró largo y tendido y se acercó a él con paso pesado. Se detuvo a apenas unos metros.

—Tampoco es tuya. No es Hera. —Hermes apretó los puños y los dientes al mismo tiempo y le lanzó una mirada envenenada.

—Sé quién es —murmuró.

—No lo parece. Amabas a Hera. Lo sé, siempre lo he sabido. Y ahora amas a Zoe. Me parece que lo único que quieres es sustituirla —dijo con simpleza.

—¡No! ¡Eso que dices no es...! —gritó.

—¿Cierto? Zoe es más cercana, más segura. Es por ello que quieres quererla. Siempre has tenido envidia de la capacidad de los humanos por valorar la vida. Nunca has valorado la tuya, por eso querías amar a alguien para saber cuán valiosa puede ser. —Zeus lo miró con los ojos fríos e inexpresivos—. Es humana, Hermes. Los humanos son frágiles. Puedes hacerle daño con ese sentimiento que ni tú mismo entiendes.

—¿Y tú? —dijo a la defensiva. Zeus, que ya había decidido dar por terminada la conversación, lo miró con una ceja alzada.

—¿Yo qué?

—¿Crees que no me he dado cuenta? Lleva el brazalete. El brazalete que llevaba Afrodita y que su marido creó para que todo el mundo supiera que era suya. El mismo brazalete que Hefesto hizo para ti para que le ofrecieras a tu esposa. Un brazalete que jamás le diste —dijo con resentimiento—. Has hecho más que besarla mientras yo luchaba contra las sirenas, ¿verdad? ¿Por qué piensas que vas a hacerle menos daño con tus actos?

Zeus se quedó callado unos segundos sin demostrar ninguna emoción. Cuando habló, Hermes no pudo añadir nada más.

—Sabe que no debo sentir nada por ella. Lo que hayamos hecho ha sido por su bien. Quiere regresar, y es exactamente eso lo que voy a hacer. No somos nosotros quienes no podemos amarla, ella es quien no puede amarnos a nosotros. —Zeus se dio la vuelta para marcharse, no sin antes lanzarle una mirada por encima del hombro, dedicándole unas últimas palabras—. Va a regresar porque desea volver a ver a su hermana. Deberías entender eso mejor que nadie.

Hermes sabía que se refería a Hera. Porque deseaba poder volver a verla a pesar de todo. Y en cierto modo entendía a Zoe. Lo que no significaba que quisiera dejarla marchar. No. No quería que se marchara. Y en ese sentido se sentía más egoísta que Zeus.

Las palabras del dios todavía flotaban en el aire mucho después de que desapareciera. Hermes se había quedado helado junto al muro de mármol gigante. No podía dejar de dar vueltas a lo que le había dicho Zeus. Por primera vez, las palabras más desinteresadas y consideradas que jamás había pensado que pudieran proceder de sus labios. No hacía las cosas por él, no estaba actuando de forma egoista como había supuesto.

Creía que la estaba utilizando, que intentaba confundirla y jugar con ella, sin embargo, era el único que pensaba en los deseos de Zoe. No quería retenerla, pero la besaba y le había regalado el brazalete de la unión que Hefesto había forjado. Aquel que identificaba a la joven como su única mujer, aquella a la que sería fiel. Nunca se lo había ofrecido a Hera porque no la quería de ningún modo. No obstante, Zoe lo llevaba puesto, y aun así pensaba dejarla marchar.

—Es imposible... —murmuró hacia el vacío.

Pero todo indicaba lo mismo. No había otra explicación posible a su comportamiento. Tal vez ni siquiera él mismo lo sabía. Estaba seguro de que no se había dado cuenta de ello. Hacía las cosas porque las sentía, era un dios, y sus acciones se limitaban a lo que él deseaba.

Aun así, había dicho que iba a dejar marchar a Zoe a pesar de no querer hacerlo, solo porque ella quería regresar.

Parecía imposible pero, solo había una explicación a ese comportamiento.

—La ama...

Zoe se había quedado con la boca totalmente abierta ante la exhibición de comida en el gran salón. Por suerte, logró disimular el asombro antes de llegar a la mesa.

Los gigantes habían organizado una cena de cinco estrellas, pensó ella. ¡Claro que cinco estrellas muy grandes! La comida era de unas dimensiones imposibles de comer, o imposibles de comer con dignidad, al menos. Cuencos enormes de salsas, fuentes altas llenas de bollos que todavía humeaban. Platos llenos de un tipo de verdura bastante grande cocinadas con una salsa cremosa de color miel por encima, un cuenco con lo que parecían ser albóndigas, aunque no estaba muy segura de ello. Sin embargo, lo más destacable era la especie de pollo gigante que había en medio de la mesa. Sus alas eran membranosas y tenía cuernos por el cuerpo. Lo que la hacía pensar que... ¿Sería acaso...?

¡Dios, sí lo era! Se trataba de un dragón. No pudo evitar que se le revolviera el estómago al ver a ese dragón asado, como si se tratase de un pollo, en medio de la mesa. Algo que si pensaba profundamente no tenía mucho sentido, ¿acaso no hacían los humanos lo mismo con vacas, ovejas y pollos? La diferencia era que ese era un dragón, un ser mitológico que había descubierto que existía hacía poco menos de un día. Y daba la casualidad de que al único dragón que había conocido, le había cogido cariño. Por suerte, el Vipertooth era tan pequeño que no serviría ni para alimentar a un niño gigante.

Con paso cauteloso, se dirigió al círculo creado por los gigantes. No había mesas, ni sillas. La comida estaba en el suelo, del mismo modo que lo estaban ellos. Los gigantes habían dejado un espacio vacío, de ese modo, antes de entrar en la habitación, había podido observar tres cosas. La primera; la espectacular comida. La segunda; todos los gigantes de la aldea que se habían reunido a su alrededor. Y la tercera; a Zeus sentado en el hueco que los gigantes habían dejado libre.

A Zoe le extrañó muchísimo que el dios se hubiera sentado como un igual junto con los gigantes. Comía algunos trozos de comida que habría despedazado de algún alimento mucho más grande. Al instante, se rectificó al ver cómo el dios agitaba la mano y hacía desaparecer trozos de comida del centro para luego hacerla aparecer delante de él.

Era cierto. Zeus era un dios. Casi olvidaba ese pequeño detalle en las últimas horas.

Sin darle mucha más importancia se aproximó hacia donde él estaba y se sentó a su lado. Ni siquiera la miró, a diferencia de los gigantes, los cuales dejaron incluso de comer.

—Es un verdadero honor tenerla entre nosotros —dijo uno de ellos, dedicándole una sonrisa avergonzada. Zoe no pudo evitar devolverle la sonrisa a pesar de saber que tal vez no debería hacerlo. El gigante, si lo tomó en cuenta, no lo demostró—. Antes de una batalla, siempre lo celebramos —explicó. Ella miró la mesa y la gente riendo y conversando, pero no dijo nada—. Tal vez os preguntéis por esta extraña costumbre —dijo con voz débil.

Zoe supuso que esa información no debía ser asunto de dioses. Miró disimuladamente a Zeus, pero este no se había girado ni un solo instante hacia su dirección. Parecía... ¿molesto? Sacudió la cabeza ante esa idea. No. No estaba molesto, lo que veía era indiferencia.

—¿Deseáis que me mantenga callado? Siento si la he ofendido dirigiéndome a vos con tanta confianza —dijo con todo el respeto del que fue capaz.

Zoe dedujo que el gigante habría malinterpretado el movimiento de su cabeza como una negativa, y ante la equivocación del gigante no pudo hacer otra cosa que hablar. Algo que no tenía muy claro si era buena o mala idea.

—Oh, no. No me molesta en absoluto —dijo con toda la tranquilidad de la que fue capaz. El gigante se quedó quieto observándola y otros gigantes dejaron de hablar para mirarla también.

Un sudor frío se situó detrás de su nuca y sintió que empezaba a marearse. ¿Había metido la pata tan pronto? Antes de decir nada más que pudiera empeorar las cosas, los demás gigantes empezaron a reír a carcajadas. Todos excepto el que había estado hablando con ella.

—¡Tendrías que haberte visto la cara, Arsen! —le gritó uno de los gigantes.

—¡Parecía que hubieras comido carne en mal estado! —gritó otro a la vez que más carcajadas seguían a las primeras. El gigante que se hacía llamar Arsen agachó la cabeza avergonzado y rió un poco por lo bajo.

—¡Discúlpelo, siempre habla de más! —dijo uno de ellos dirigiéndose a ella.

Zoe no supo qué decir. Era una situación extraña. Hacía apenas unos segundos creía que la habrían descubierto, y ahora estaban todos riendo. Al parecer, habían creído que sus palabras eran amenazantes, o al menos lo había creído el tal Arsen. Observó cómo todos parecían divertidos con la expresión asustada de su compañero. Uno de ellos cogió con una mano un muslo del dragón que había en medio y le dio un mordisco enorme. Otro bebió de su copa sin dejar de reír, lo cual provocó que su boca pareciera una especie de aspersor. Una mujer levantó a uno de los niños, que corría por allí, y lo sentó en su falda mientras lo obligaba a comer algo que tenía ella en su plato. Y otro hombre manoseó su trasero, provocando que la mujer diera un pequeño saltito y lo recriminara al instante. Sin embargo, todo se detuvo al instante cuando Zeus se levantó del sitio y miró con ojos fulminantes a todos los presentes.

Zoe lo observó expectante. No se había atrevido a volver a hablar después de que todos rieran, y empezaba a no saber cómo manejar la situación. Zeus se había mantenido callado, lo que significaba que no estaba en peligro. ¿Quería decir eso que ahora sí lo estaba?

—Mucho me temo que habéis dejado a mi esposa con la duda —dijo con voz helada. Zoe miró al dios con los ojos abiertos de par en par. Nunca había escuchado ese tono, y el deje en la palabra esposa era más que elocuente. Cuando Zeus la miró con una ceja alzada, no supo qué pensar—. ¿No es así?

Sin añadir nada más, se dio media vuelta y salió de la sala. Lo siguió con la mirada hasta que desapareció de su vista, y continuó mirando hacia el lugar por donde se había marchado unos segundos más. La había dejado sola. Totalmente sola con los gigantes. Su pequeña mano se cerró inconscientemente entorno al brazalete que él le había regalado, y rezó por no meter la pata de nuevo.

—¡Eh... claro! En tal caso... Arsen, ¿qué tal si sigues con tu explicación? —dijo el gigante que había cogido la pata del dragón.

Zoe se volvió hacia el tal Arsen y le dedicó una débil sonrisa.

—Realmente me gustaría que lo explicaras ——dijo Zoe sin poder contenerse. El gigante la miró extrañado unos segundos para luego sonreír y explicar todo, absolutamente todo, sobre las costumbres gigantescas.

El tema era muy interesante. Arsen le había contado que antes de una batalla los gigantes se reunían y lo celebraban. Un gigante llamado Colin exclamó con diversión que si lo celebraban antes de ganar se aseguraban que nadie faltara a la fiesta. «¡Los que mueren en batalla también tienen derecho a celebrar la posible victoria!» Y era cierto. Si ganaban y celebraban la victoria, solo la disfrutarían aquellos que habían sobrevivido, tal vez incluso a costa de aquellos que habían muerto. De ese modo, todos podían asistir a la fiesta y despedirse de sus seres queridos.

Zoe descubrió asombrada que muchos de los guerreros eran mujeres, y muchos de los que se quedaban en la aldea eran hombres. Los niños jugaban hasta tarde a pesar de que deberían irse a dormir. Los padres estaban allí, en la fiesta, y no querían marcharse antes de hora. Así que mientras servían los postres Zoe descubrió que estaba muy cómoda hablando con una gigante llamada Cressida, de cabellos dorados y trenzados hacia atrás, jugando con una enorme niña pequeña de no más de un año llamada Dasha. A pesar de ser mucho más grande que un bebé normal, se dio cuenta de que no importaba el tamaño que tuviera el niño, se llevaba igual de bien con ellos.

Comió y bebió, y se sintió contenta de poder divertirse de verdad en esa fiesta. Al terminar la velada, algunas mujeres y hombres se marcharon con los niños y se quedaron solo los guerreros. Explicaron técnicas de batalla, y planearon cómo actuar. Habían decidido emprender la marcha al alba. Un grupo pequeño de gigantes con uno o dos Rocs servirían de señuelo. Atraerían a las sirenas y las llevarían directas a las montañas. Una vez allí, todos los gigantes esperarían a la señal de los tres dioses, que desde el cielo advertirían la llegada de las sirenas. Entonces... ¡La nieve caería!

Zoe intentó prestar atención a esos últimos momentos. Sin embargo, el sueño había empezado a hacer mella en ella y, cuando los gigantes se marcharon a sus respectivas casas, Zoe se había quedado sola en el salón intentando mantener la compostura como fuese. No duró ni diez segundos.

El duro suelo dejó de estar bajo su peso. El cálido abrazo de unos brazos fuertes la llevó en volandas hacia otro lugar. El sueño era muy placentero. Se sentía envuelta por un calor agradable. Luego sintió el suave tacto de las sábanas y el blando contacto de una cama. Unas manos fuertes retiraron la tela de su cuerpo, y la brisa de la noche rozó su piel cual caricia. Sin embargo, no era el viento quien la acarició, sino las manos fuertes de un hombre. Tocó sus pechos, rozó su estómago y bajó poco a poco hasta rozar su intimidad. Los dedos jugaron con los rizos en esa zona y Zoe deseó no despertar nunca de ese sueño. Porque reconocía esas manos, porque sabía a quién pertenecía ese olor.

—Por favor... —murmuró entre sueños.

Los dedos se detuvieron un instante y Zoe sintió que moriría. Antes de ser consciente de lo que ocurriría a continuación con ese sueño, un cuerpo fuerte aplastó el suyo. Nada cubría dicho cuerpo, y notaba la dura erección contra su entrada. Odiaba que aquello fuese solo un sueño. Quería que él volviera a tocarla de ese modo, que dejara de tratarla con indiferencia. Ansiaba que la deseara todavía con la misma intensidad.

Los labios de su dios besaron su mejilla y siguieron hasta el lóbulo de la oreja. Mil sensaciones recorrieron su cuerpo mientras la besaba como si no existiera el mañana. Las manos abrieron sus piernas todavía más, y una de sus manos logró alcanzar esa zona que tanto deseaba ser acariciada. Un pequeño gemido escapo de sus labios, era la primera vez que tenía un sueño así de húmedo y explícito. Normalmente no eran tan detallados. Supuso que después de que la imaginación fuera enseñada de un modo tan perfecto la noche anterior, era lógico que su mente creara escenarios similares.

Los besos empezaron a arder por su cuerpo, regueros de fuego teñían sus pechos, su ombligo, regresando a su cuello y sus labios. Notó cómo se introducía en su interior, y sintió que se desataba dentro de ella una sensación de plenitud que nunca creyó posible. Aferró el cuerpo de su dios con las manos y deseó que ese momento no desapareciera y fuese real.

El momento culminante se acercaba sin freno, y gritó al mismo tiempo que él gruñía al alcanzar el clímax. El peso del dios cubrió su cuerpo desnudo, y ella se quedó tendida sin poder hacer nada más que respirar.

—Al parecer, ya no soy tan considerado como para llevarte a la cama sin tocarte.

La voz de Zeus cerca de su oreja logró hacer que sonriera. La primera vez que la encontró tirada en el templo le dijo algo parecido, pero al revés. No la había tocado. Ahora, sin embargo...

Espera. Un segundo. Aquello era...

Zoe abrió los ojos de golpe y se incorporó. La luz del día inundaba la habitación. Se hallaba en una sala blanca y enorme con una cama también grande pero a nivel del suelo. Tan fina que podía bajar de ella sin que ello fuera un verdadero problema. Las sábanas cubrían su cuerpo, y cuando las retiró...

—Ha sido un sueño... —murmuró mientras tocaba la tela de su vestido, que seguía estando en su sitio.

Lo único distinto era que estaba en una cama, lo cual demostraba poco, pues bien podía haberla llevado alguno de los gigantes o bien ella misma somnolienta. Fuera como fuese, Zeus no estaba. Y no había ninguna señal ni de él, ni de Hermes, ni de nadie.

Ante la mención de Hermes, Zoe sintió un pequeño escalofrío. Era cierto, la noche anterior no había vuelto a aparecer desde que... desde que la besó. ¿Cómo debía actuar con él ahora? No haberlo visto después de aquello supuso un alivio enorme para ella, pero en algún momento tendría que encararlo, de eso estaba segura. ¿Y qué le diría entonces? Ni siquiera tenía claro qué debía sentir al respecto. No había sido repulsivo, eso estaba claro. En realidad, no le había desagradado, todo lo contrario. Pero no había sido... extraordinario. No era como cuando Zeus la besaba. Era muy distinto.

Zoe sacudió la cabeza ante esos pensamientos. Si seguía pensando en él, cuando se marchara acabaría doliéndole muchísimo más.

—Es cierto. Voy a marcharme... —murmuró.

Y aunque su voz tendría que estar alegre ante la certeza de poder regresar a casa, lo cierto era que estaba triste. Decepcionada. Dolida. Porque no quería marcharse. Porque era una estúpida y había tenido que cometer la gilipollez más grande de todas las que había cometido en toda su vida. Se había enamorado de un dios. ¡Ni más ni menos!

—Soy idiota —murmuró mientras sacudía la cabeza para quitarse esos pensamientos de la cabeza.

Se levantó de la cama con cuidado y miró hacia la enorme ventana. El sol estaba en lo alto, los gigantes ya debían estar en la batalla.

Batalla...

—¡Dios mío! ¡La batalla!


Somos grandes en griego. Είμαστε μεγάλη.


Somos grandes en griego. Είμαστε μεγάλη.

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