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Capítulo XXII

Pocos quedaban ya en el Olimpo cuando la guerra entre esfinges y arpías comenzó. Las calles habían quedado desiertas y los dioses que nunca salían del Olimpo, hijas de Medusa y centauros, se habían ocultado en el interior de los templos. Zeus lo miraba todo desde la parte más alta, encima de su propio templo. Por otro lado, Hermes acababa de llamar a los grifos, así que no tardarían en llegar.

—Cora, corre a buscar a Hera y hazla venir cuanto antes —ordenó Hermes a la joven sierva de Zeus.

La muchacha inclinó la cabeza una vez y se retiró, apresuradamente, para obedecer la orden. Hermes suspiró con cansancio y se volvió hacia donde Zeus tenía los ojos clavados. Las esfinges estaban haciendo un buen trabajo con las arpías, aunque estuvieran perdiendo el tiempo. Lo realmente preocupante eran las sirenas. Fuera quien fuese quien las había provisto de piernas, tenía una buena razón para ello. Tal vez destruir el mundo poco a poco. De todos modos, no tenían elección. Era su obligación detenerlas o no habría humanos por los que mantener el mundo en pie.

—Tendrás que hablar con Poseidón, ¿verdad? —preguntó Hermes, cruzándose de brazos.

—Poseidón solo puede hacer algo si las sirenas vuelven al mar. Mientras estén en tierra firme dependen de mí.

—Entonces... ¿qué tienes pensado hacer? —Zeus suspiró, mientras las esfinges se ocupaban de las últimas arpías.

—Atenea ya se ha preparado para atacar. Seguramente en estos momentos estará enzarzada en una buena batalla —dijo con severidad—. Ares debería estar allí también, o eso me ha asegurado Afrodita hace unos minutos.

—¿Llamarás a los Manticoras? —preguntó Hermes con temor.

Zeus se mantuvo callado unos instantes mirando al horizonte. Los Manticoras eran unas bestias muy peligrosas, incluso teniendo en cuenta que en muchas ocasiones habían ayudado en guerras junto con Atenea y Ares. Sin embargo, eran más leales a Ares que a Atenea, por lo que los hacía todavía más peligrosos. Eran unos seres despiadados con cabeza de hombre, cuerpo de león y cola de escorpión. Poseían tres hileras de dientes afilados y un montón de dardos venenosos en la cola. Si uno solo lograba rozarte un poco la piel, ya podías darte por muerto. También eran extremadamente peligrosos por su hambre voraz, pues devoraban absolutamente todo de su víctima: piel, huesos, ropa, incluso sus pertenencias. Zeus nunca consideraba llamarlos si no era completamente necesario.

—Por ahora veremos qué ocurre con las arpías. Si las esfinges están capacitadas para arreglárselas solas con las sirenas no será necesario llamar a los Manticoras —dijo con suavidad—. De todos modos, Atenea parece estar arreglándoselas muy bien, creo que la están ayudando los Rocs.

—¿Los Rocs? —dijo Hermes, extrañado—. ¿Por qué habrán decidido meterse en una guerra relacionada con los dioses?

Zeus frunció el ceño con preocupación y apretó los labios hasta formar una fina línea.

—No lo sé, pero sea lo que sea no es bueno.

No. Definitivamente, que los Rocs hubiesen decidido pelear contra las sirenas no era una buena señal, porque no eran ellos quienes lo decidían, sino los gigantes.

Los Rocs eran enormes aves parecidas a águilas con plumaje marrón y dorado, eran algo así como las mascotas de los gigantes. Y si estos estaban interesados en hacer volver a las sirenas al mar quería decir que estas habían decidido invadir su hábitat, lo que significaba que habían llegado hasta las montañas más altas de Grecia. Eran demasiado rápidas, y ellos demasiado lentos. Si la cosa seguía así, en poco tiempo las sirenas habrían invadido el mundo entero.

Zeus se dio la vuelta justo cuando Eirene entraba en el ático del templo junto con Zoe. La semidiosa se habría encargado de decirle a Cora que se marchara, que ya se ocuparía ella de que Hera llegara donde se la requería. Dado que ninguna sierva quería pasar mucho tiempo con un dios, no debería haber supuesto ningún problema convencerla.

Zoe se aproximó jadeando hacia ellos.

—¿Dónde te habías metido? —preguntó Zeus, con el ceño todavía fruncido por la preocupación ante lo ocurrido.

—¿Y eso me lo dices tú? —dijo Zoe indignada, mientras intentaba respirar—. No soy yo quien se ha largado sin esperar a nadie.

—Deberías habernos seguido.

—Claro, perdona, es que había olvidado cómo desaparecer —apuntó con ironía.

Zeus la miró sin ningún rastro de buen humor en sus ojos. Seguramente habría contestado a eso, pero, de repente, unos seres enormes alados sobrevolaron sus cabezas para aterrizar justo en medio de los dos, separándolos. Con un tamaño tres veces superior al de un león normal, la bestia observó a Zoe fijamente, logrando que la joven olvidara cualquier cosa que hubiese estado dispuesta a decir. Tuvo que alzar la cabeza hasta el punto de dolerle el cuello para poder mirar al animal. Era realmente espectacular, con su plumaje oscuro y su pico afilado. Parecía un águila gigante a excepción de la parte inferior, pues pertenecía al cuerpo de un león.

—Zoe, te presento a Lion, nuestro mejor grifo —dijo Hermes, acercándose a ella y sujetándola por la espalda para impedir que retrocediera.

—¿Un... gri... gri... grifo? —tartamudeó.

—Exacto —confirmó Hermes sonriendo.

Mientras la chica intentaba asimilar la información, Zeus se había acercado hasta quedar a su lado. Hermes se apartó con cautela al ver la mirada asesina del dios. «Nota mental —se dijo Hermes—: no acercarse a Zoe estando Zeus delante

—Esperad —dijo la muchacha, intentando retroceder mientras extendía las manos hacia delante—. ¿Qué pretendéis hacer con un grifo?

—Ir a tierra firme, claro —contestó Hermes despreocupado. Zoe lo miró sin entender, o más bien sin querer entender.

—¿Qué... qué quieres decir exactamente con ir a tierra firme? —murmuró con miedo.

—Quiere decir que él —dijo Zeus mientras señalaba al animal con la cabeza— nos va a llevar a tierra.

Zoe se giró hacia el dios con los ojos abiertos.

—¿Te refieres a ir montada encima? —gritó.

Zeus enarcó una ceja y se cruzó de brazos. Hermes se tapó la boca, reprimiendo una carcajada al ver cómo Zoe hacía señas extrañas ante lo que pretendían hacer a continuación.

—¡Estaréis de broma! No se puede ir en... en... —balbuceó.

Antes de que pudiera añadir nada más, Zeus la cogió en volandas dispuesto a montarla en el grifo. Zoe empezó a patalear asustada, cogiéndose fuerte al cuello del dios.

—¡Espera! ¿No podemos ir como cuando fuimos a Delfos? —intentó disuadirlo.

—Imposible. El mundo humano no pertenece a los dioses, es físico. —Sin prestar mucha atención a ese dato, Zoe se aferró más a Zeus.

—Y... ¿no tendréis alguna criaturita que no sea una mezcla de dos animales salvajes y letales? Como, por ejemplo,... un Pegaso o algo parecido —dijo esperanzada. Zeus se la cambió de brazo y la miró a los ojos con una sonrisa irónica.

—Claro, si quieres te bajo en un arcoíris. ¿Qué te parece? —Zoe, aunque sabía que estaba de broma, lo miró por un segundo y sonrió atemorizada.

—Me parece una idea estupenda —con un suspiro cansado y una sonrisa que no pudo ocultar, la montó encima del grifo.

Zoe se quedó quieta sobre la enorme bestia. El ser se removió inquieto y se giró para mirar a la nueva intrusa. La joven no apartó los ojos. Era difícil, pero tenía que intentar que no viera el miedo que realmente sentía, los animales podían notarlo.

Respiró profundo mientras el grifo la escudriñaba con cautela. Los ojos dorados del ave la observaban con una intensidad extraña para tratarse de un animal y, sin saber muy bien por qué, empezó a relajarse.

O eso pensó dos segundos antes de que Zeus se montara justo detrás de ella. Su musculoso cuerpo quedó pegado a su espalda. Era cálido y sus brazos pasaron rozando su cintura para coger una especie de riendas. Aunque era consciente del animal en el que iba montada, Zoe tenía todos sus sentidos centrados en el hombre —o dios en este caso—, que se había situado a su espalda. No podía evitarlo, la ponía nerviosa. Justo cuando creía que podía calmarse encima de esa gran criatura se dio cuenta de que sería incapaz de lograrlo si Zeus seguía estando tan cerca. No podía pensar en otra cosa que no fuese en la dureza de su cuerpo contra el suyo, y el aroma penetrante que no tenía nada que ver con ningún otro olor que hubiese percibido nunca.

Sin darse cuenta empezó a temblar, cosa que empeoró su situación, porque Zeus creyó que era por miedo y no por los nervios que él le causaba. Que la rodeara con sus brazos para estrecharla más contra su cuerpo no disminuyó los temblores, sino que los acentuó.

—No tengas miedo —susurró cerca de su oído—, recuerda que no puedo dejar que te maten.

—No tengo miedo —dijo Zoe, demasiado deprisa como para pensar en lo que había dicho.

—Claro.

Gracias al cielo, Zeus interpretó su negativa como testarudez, algo muy común en la joven. Así que, antes de que el dios se diera por aludido, Zoe decidió aprovechar la oportunidad que le había ofrecido.

—Es un alivio saber que no puedes matarme, pero no está de más ser precavida, ¿no?

—Cierto. De todos modos, temblar no va a protegerte y solo conseguirá poner nervioso a Lion —dijo, apretándola todavía más contra sí.

En ese instante, Zoe fue totalmente consciente del animal que tenía debajo. Estaba a su merced. Y, por mucho que le fastidiara, Zeus tenía razón. Si no dejaba de temblar acabaría por propinarle un buen picotazo, y dado el tamaño de su pico era mejor no tentar a la suerte.

Con aire molesto, retiró las manos del dios de su cintura y se separó de él. Zeus no hizo ninguna intención de volver a acercarse a ella, pero la joven no pasó por alto la risa silenciosa que emitió contra su cabello. ¡El muy sinvergüenza sabía por qué lo había hecho! Esa pequeña risa lo decía todo. ¡Zeus había sido consciente de su reacción todo el rato y la había hecho creer que no lo sabía! Justo cuando iba a darse la vuelta para decirle cuatro cosas, aunque lo cierto era que no tenía muy claro qué cosas eran esas, el grifo abrió las alas y alzó el vuelo tan deprisa que tuvo que sujetarse con fuerza a la grupa del animal.

Zeus volvió a aproximarse a ella y la sujetó con fuerza, impidiendo que cayera. Esta vez Zoe no prestó atención. Tenía problemas mayores de los que ocuparse: por ejemplo, evitar caer de un animal enorme que sobrevolaba el cielo. ¿Llegarían a encontrar algo de su cuerpo si caía desde esa altura, o se convertiría en puré?

—Vaya pregunta más estúpida —murmuró Zoe para sí.

—¿Dónde están? —gritó Zeus dirigiéndose a Hermes, el cual volaba con otro grifo un poco más pequeño que el de ellos.

—No estoy muy seguro —contestó Hermes—, pero si tengo que apostar, apostaría por Macedonia. La zona costera del mar Egeo está plagada de sirenas.

—¿Te refieres a Olinto?

—Es bastante tranquilo y amplio. ¿Tienes otro lugar pensado?

Zoe, aunque intentaba seguir el hilo de la conversación, empezaba a dudar de que fuera capaz de entender una sola palabra. Los movimientos bruscos del animal habían empezado a marearla, y solo atinó a entender que se dirigían a Macedonia. «¡Estupendo!», pensó irónicamente.

Las manos de Zeus se aferraron a las riendas con firmeza, y, con un movimiento premeditado, logró hacer descender al grifo. Ella deseó que no lo hubiese hecho.

—¿Estás bien? —preguntó el dios en un grito.

El grifo había plegado un poco las alas y descendía como si se tratase de un cohete en sentido contrario. Aunque Zeus la había pegado a él, el movimiento fue tan inesperado que Zoe se quedó muda y blanca al instante. La velocidad era tal que no le dio tiempo ni siquiera de gritar, por lo que le era imposible contestar. Aunque sí atinó a negar frenéticamente con la cabeza mientras mantenía una posición rígida sobre la grupa del animal. Estaba tan aterrada que ni siquiera se dio cuenta de que Zeus se había pegado a su oído y le susurraba palabras dulces.

—Tranquila. No permitiré que te ocurra nada, ¿me oyes? Mientras siga a tu lado jamás dejaré que nada te suceda. Confía en mí, Zoe.

Si no hubiese estado tan asustada, Zoe se habría quedado de piedra. ¿Era ese el mismo dios orgulloso y autoritario que había conocido? ¿El mismo que la había llamado hormiguita y que deseaba matarla? Aunque, claro, también la deseaba en el sentido más literal de la palabra. De todos modos, dulce no era un adjetivo que se pudiera relacionar con el dios. Y, sin embargo, allí estaba, intentando aplacar su miedo.

Justo cuando el grifo iba a tocar tierra, abrió las alas de golpe y frenó en seco. Luego, empezó a descender poco a poco hasta posar sus patas sobre suelo firme. Zeus bajó primero para luego volverse hacia Zoe, la cual no se había movido un milímetro a pesar de que el animal había dejado de moverse.

Sus pequeñas manos estaban aferradas con fuerza al pelaje del animal, sus ojos fijos en la cabeza de Lion y sus labios permanecían apretados. El pecho de la joven subía y bajaba con frenéticos intentos por coger aire, o bien para calmarse. Aunque lo más preocupante era lo pálida que se había vuelto su tez. Zeus intentó cogerla para que pudiera bajar, pero ella le retiró la mano con brusquedad.

—No —murmuró—. ¿Her... Hermes... puedes... puedes bajarme, por favor? —preguntó con la voz apagada.

Hermes echó un vistazo al dios para saber si debía hacer o no lo que ella le pedía. Pero el dios se había quedado callado y se retiró sin mirar a ninguna parte. Sin entender muy bien la reacción de su señor, Hermes se aproximó a Zoe y la bajó con cuidado. Cuando la iba a soltar, la chica se aferró a él con fuerza y cerró los ojos. Zeus la miró por unos instantes con el ceño fruncido —aunque no dijo nada—, y se alejó a paso lento hacia el pequeño puerto de Olinto, sin esperar a que lo siguieran.

Zoe se sentía mareada y no estaba segura de ser capaz de no vomitar. Aunque normalmente no vomitaba, no podía asegurar tener la misma suerte esta vez. La joven pensó que todavía podría contenerse siempre y cuando Zeus no la tocara. No podía arriesgarse a ponerse más nerviosa, estar cerca de él hacía que sintiera más dolor de estómago, y eso era lo último que necesitaba en esos momentos. Así que la única solución había sido pedírselo a Hermes. Si se apoyaba en él, y sabía que lo necesitaría en cuanto tocara suelo firme, no se sentiría turbada por su presencia. Era muy atractivo, pero no la atraía del mismo modo que lo hacía él, y eso era un problema en esos momentos. Porque Zeus pretendía pegarse a ella, y Zoe lo único que quería era alejarse de él.

De todos modos, aunque lo intentó con todas sus fuerzas, no sirvió de nada. Con brusquedad, se apartó de Hermes, se acercó a un árbol cercano y devolvió lo poco que había ingerido, que consistía en las uvas de la noche anterior y algún que otro tentempié que había tomado en la fiesta. Hermes se acercó por detrás y acarició con suavidad su espalda. Cuando Zoe se calmó, se apoyó contra el árbol.

—Lo siento —murmuró.

—No te preocupes. Aunque... en estos momentos tienes un aspecto muy humano, y no nos conviene —dijo Hermes mientras se acariciaba la barbilla, pensando una solución—. Puede que te marees un poco.

—Ya estoy mareada. ¿O crees que he vomitado porque me apetecía? —le espetó Zoe con mal humor.

—Cierra los ojos —murmuró Hermes. Ella lo miró con el ceño fruncido, sin entender sus intenciones—. Tú ciérralos. Créeme, será mejor que los tengas cerrados.

A regañadientes, cerró los ojos justo antes de sentir un pequeño remolino en su estómago y una suave brisa por todo su cuerpo.

—Ya puedes abrirlos.

Zoe obedeció sintiéndose distinta. No tenía el gusto raro en la boca que queda después de devolver, ni se encontraba mal. Su vestido parecía estar en mejores condiciones que antes, y su cabello estaba otra vez recogido. Su aspecto, en general, era el mismo que el de la noche anterior antes de la fiesta.

—¿Sabes la de problemas que me habría ahorrado con este truquito vuestro? —dijo Zoe, mirándose con una sonrisa en los labios.

—No lo sé, pero intentemos ahorrarnos un problema por culpa de este truquito y vayamos hacia la costa, ¿qué te parece?

Zoe recordó entonces que había rechazado la ayuda de Zeus y que este no se encontraba en esos momentos con ellos. ¿Se habría enfadado? No. Si ese hubiese sido el caso se habría quedado y habría hecho alguna locura. Cuando el dios se enfadaba no agachaba la cabeza y huía, sino todo lo contrario.

—Vamos —dijo ella con una pequeña risa nerviosa.

Con paso rápido, aunque algo más lento de lo que a Hermes le habría gustado, llegaron a un lago que desembocaba al mar. Zoe no había parado de mirar a todas partes, contemplando una ciudad civilizada, rodeada de vegetación y montañas no muy altas. La construcción era acogedora, con un montón de casas pequeñas de color blanco formando callejuelas estrechas. La leve pendiente daba la sensación de que el pueblo estaba situado en lo alto de una colina, rodeada por montañas.

Hermes la guio por las callejuelas, tirando de su mano. La joven observó todo a su alrededor sin aminorar el paso. Aunque sabía que debían darse prisa, nunca había visto Grecia antes, mucho menos en su época de máximo esplendor y en una región extinta, así que era normal que sus ojos fueran de un lado a otro mirando los detalles más absurdos: como los carteles artesanales de madera, los grabados en las casas, la arquitectura, los mosaicos y relieves... Y, aunque todo le había parecido precioso, cuando perdieron de vista el pueblo y llegaron a la costa, deseó poder borrar esa visión. Zeus estaba parado justo en un saliente del mar, pero Zoe no pudo fijarse en lo que el dios hacía. A su alrededor había un montón de cadáveres de hombres. Algunos estaban cerca de las rocas, con mordeduras por todo el cuerpo, otros estaba esparcidos por el suelo del puerto costero, haciendo que este brillara con un tono rojo macabro. Las redes de pesca rotas se encontraban cubriendo algunos cuerpos que habían sido parcialmente devorados.

No quedaba nadie vivo, todo lo que había allí estaba muerto.

Zoe sintió ganas de vomitar otra vez. Se cubrió la boca con las manos e intentó mantener la compostura, pero no lo logró del todo. Hermes cubrió su rostro contra su pecho, impidiendo que siguiera viendo aquella masacre.

—No mires —murmuró.

—No puedo creerlo, no ha quedado nadie...

—Las mujeres y los niños se habrán marchado al ver a las sirenas, solo se alimentan de los hombres —explicó Hermes. Y tuvo que contener la respiración y obligarse a seguir con la mentira cuando vio a un par de niños muertos tirados en el suelo. Sus cuerpos estaban intactos, pues las sirenas solo devoraban a los hombres después de aprovechar todo el placer que estos podían proporcionarles. La muerte de esos niños a manos de las sirenas había sido solo un acto cruel y sin sentido—. Únicamente hombres...

—Es horrible —murmuró, aferrándose a su pecho. Hermes la apretó contra sí mientras retiraba la mirada de los niños.

—Lo sé, por eso tenemos que detenerlas.

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