Capítulo XVIII
—¿Y qué puñetas significa eso?
Cuando las palabras salieron de los labios de la pequeña, las tres Moiras desaparecieron de Delfos y este se transformó en un lugar muy parecido al Olimpo. Bien organizado, con semidioses y criaturas mitológicas caminando de un lado a otro. En cuanto las Moiras se marcharon, el mundo mágico en el que habían estado se evaporó. Y prácticamente en el mismo momento, Zeus desapareció del templo con cara de pocos amigos.
—Ese es el problema con las Moiras, siempre dicen las cosas de un modo interpretativo.
Zoe no pudo evitar pensar en ellas como alguna especie de oráculo o algo por el estilo.
—En otras palabras —concluyó, evaluando la situación con cuidado—, nadie las entiende.
Era frustrante. Se suponía que las Moiras debían servir de ayuda, enseñarla a entender qué era lo que debía hacer, qué le deparaba el futuro, cuál era su destino. Pero solo le habían ofrecido más palabras y acertijos que descifrar. Que los dos dioses que la acompañaban se sintieran tan confusos como ella no ayudaba en nada.
¿Qué se suponía que iban a hacer ahora? ¿Existía algún otro oráculo al que acudir o iban a improvisar?
Hermes la guio por Delfos, ofreciéndole unos instantes de paz. Zoe sabía que de haber querido podrían haber ido directamente al Olimpo. Pero eso conllevaría sumergirse de nuevo en el problema que no habían solucionado, e intentar deducir qué narices querían decir las tres pequeñas diosas con sus extravagantes palabras.
«El futuro del mundo depende de las decisiones que tome la persona correcta».
La primera pregunta que surgía era quién era la persona correcta. Zoe podía deducir qué significaba eso. Se suponía que ella era la diferencia, ella era quien debía hacerse pasar por una diosa. Y si la conclusión más lógica era pensar que ella era la persona correcta, el futuro del mundo tenía un serio problema. Sí, señor.
Por otro lado, en ningún momento las Moiras habían asegurado que las decisiones que tomara dicha persona fueran para el bien del mundo. Tal vez su futuro era ser destruido. Tal vez la persona correcta no era ella, sino Hera, que con su muerte había creado el caos. ¿Qué pasaría si estaban equivocados? ¿Y si el destino del mundo no era ser salvado, sino terminar destruido?
Zoe sacudió la cabeza, intentando eliminar esos nefastos pensamientos. Si empezaba a pensar así, seguro que el mundo no tendría demasiadas esperanzas.
—¿Y ahora qué? —decidió preguntar después de minutos en silencio. Hermes, que caminaba a su lado, le dirigió una mirada de reojo.
—¿Ahora qué, de qué?
—Pues... ¿Qué hacemos? ¿Cómo descubrimos a los traidores? Habrá algún modo, ¿no? —Ante la impaciencia de la joven, Hermes esbozó una tenue sonrisa que no llegó a los ojos.
—Y lo hay: el plan B. Zeus esperaba que las Moiras pudieran revelarle algo mucho más trascendental, siempre ha dependido demasiado de su futuro.
—¿Y cuál es el plan B? —recalcó, volviendo al tema que realmente importaba. Hermes detuvo el paso.
—Parece que tienes prisa.
Zoe, que había dado un par de pasos de más, se dio la vuelta quedando frente al dios.
—Solo quiero terminar con esto cuanto antes, cumplir con esa dichosa promesa y salvar este maldito mundo.
—Me parece muy curioso que maldigas aquello que pretendes salvar —Zoe suspiró, volviendo a retomar la marcha con cierto pesar.
—Por desgracia, mi hermana pequeña vive en este mundo. Así que si pretendo salvarla, que es lo único que me importa, debo mantenerlo en pie. Si hubiera otro modo, enviaría este mundo a freír espárragos.
La expresión de perplejidad que Hermes compuso no tuvo precio. Tal vez se había expresado con excesiva excitación. No dudaba que para él su comportamiento fuera a lo sumo desconcertante.
—No termino de entender qué tendría que freír el mundo, pero si te relajas un poco, estoy seguro de que no piensas eso.
Ante su respuesta, Zoe aclaró el punto un tanto sorprendida.
—Ya estoy relajada. Y lo de freír espárragos es solo una expresión.
—No lo estás. Y sigues nerviosa. Sueles levantar una ceja, mostrar cierta indecisión al presionar los labios y aprietas los puños con tanta fuerza que me sorprende que no notes la falta de circulación sanguínea —observó, señalando sus puños cerrados.
Zoe los miró avergonzada. Abrió la palma, pegándola al peplo de seda para evitar volver a cerrar las manos. Un incómodo carraspeo salió de la garganta del dios.
—Zoe —la llamó con suavidad—. El mundo no se hizo en dos días, y te aseguro que salvarlo conllevará un poco más. Si lo hacemos bien, tal vez no tengas que ofrecerte como sacrificio —bromeó. Zoe entornó los ojos, enviándole una mirada de advertencia—. Lo que quiero decir es que no voy a dejar que te sacrifiques para salvar el mundo solo porque parezca la solución más sencilla, sea cuando sea que encontremos esa solución.
—Pues si al final debo hacerlo, lo haré, Hermes. ¿Acaso no es por eso que fuiste a buscarme? Mi papel no es sobrevivir, sino evitar una guerra. Y para poder hacerlo, por ahora, todos deben creer que soy Hera. Si llegado el momento, para salvar el mundo, debo sacrificarme de algún modo, no dudes que lo haré.
—¿Morirías para salvar el mundo? —preguntó con incredulidad. Zoe esbozó una sonrisa triste.
—No por el mundo, Hermes. Solo por una persona.
La presencia de alguien más, alguien que había llamado la atención de Hermes al instante, interrumpió la conversación sin opción a retomarla. Zoe se dio la vuelta y, sin hacer falta aclaración, supo que se trataba de un dios de los importantes. Alzó el rostro, como Eirene la había aconsejado, mostrando una seguridad que no sentía.
El dios que se acercaba con pasos elegantes y ágiles podría haber pasado por un modelo de ropa interior. Su estructura ósea era perfecta. Pómulos pronunciados, ojos grandes de cejas en un rictus sensual, nariz patricia, labios plenos y curvados en una sonrisa ladeada permanente. Un par de hoyuelos decoraban sus mejillas, tensas por una mandíbula poderosa. Los cabellos en pequeñas ondas doradas caían sobre sus ojos azul electrico. De espalda ancha y cintura estrecha, dejando ver un torso desnudo limpio de vello corporal. Altura de siete cabezas, dedujo. El perfecto y típico canon griego. Estaba segura de que Calvin Klein pagaría una fortuna por contratar a un ejemplar así. Y asegurarse que ninguna otra marca conseguía anuncios semejantes.
Por esa razón supo de quién se trataba antes incluso de que llegara hasta donde estaban ellos. No cabían dudas, alguien con una belleza clásica tan marcada no podía ser otro que Apolo.
—Apolo —lo llamó Hermes deliberadamente. Zoe sonrió al comprobar que había dado en el clavo—, pensé que no ibas a dignarte a recibirnos.
—No esperaba que mi adorada madrastra fuera a hacerme una visita —confesó dirigiéndole a Zoe una sonrisa acusatoria—, por fin.
Bueno. Estaba claro que Hera no tenía mucha popularidad por esos lares. Y parecía evidente que no mantenía ninguna relación cordial con sus hijastros. O, al menos, no de momento.
Respiró lentamente, controlando los nervios que crecían en su interior. Endureciendo la mirada, esperando que eso significara soberbia y altanería en lugar del pavor e inseguridad que sentía. Se devanó los sesos, intentando encontrar algo que Hera podría haber dicho en una situación así. No se le ocurrió nada, como ya era una costumbre. Por suerte, Hermes también se había habituado a salvarle el pellejo.
—No está de visita. Ha venido por fuerza mayor —aclaró—. De todos modos, es tu obligación recibir a un dios de alto rango cuando se presenta al lugar donde resides. —Apolo contrajo el gesto, conteniendo a duras penas las ganas de arremeter contra Hermes—. Aunque no es del agrado de mi señora, ya que has decidido presentarte, te informo que esta noche se celebrará una fiesta en el Olimpo donde asistirán todos y cada uno de los dioses existentes de nuestro panteón.
—Una fiesta, ¿eh?
No había llegado a decírselo, pero en ese instante Zoe supo que el plan B debía tener algo que ver con la dichosa fiesta. Y el hecho de que todos los dioses existentes asistieran a ella quería decir que Hermes y Zeus pretendían descubrir allí al traidor. La perspectiva de dicha idea consiguió que la sangre huyera de su rostro. Por suerte, no debió notarse demasiado, pues Apolo no hizo ningún signo de ver en ella nada fuera de lo normal.
Una fiesta con una gran cantidad de dioses, delante de los cuales debía fingir ser una de ellos, ya era una idea escalofriante. Pero si además se le añadía la indudable intención de investigar cuál de ellos podría tener intenciones de sabotear el trono del dios del Olimpo... No, no era una idea muy alentadora.
¿Por qué creían que iba a hacerlo bien, para empezar? No había conseguido convencer a Zeus, apenas lo creía Hermes, e Eirene, la semidiosa, lo había descubierto en menos tiempo aún. Tendría suerte si no la mataban en la fiesta. No llegaba a entender la finalidad del plan. Estaba claro que no iban a descubrir al culpable con cuatro copas y unos pocos canapés, o lo que fuera que comieran los dioses. A no ser que Zeus hubiera sacado más de las Moiras de lo que realmente había parecido. Por lo que la fiesta sería, en lugar de una búsqueda, una persecución.
Si eso era cierto, no terminaba de decidir si agradecerles o maldecir a las Moiras su inexistente ayuda.
—Sí —escuchó que respondía Hermes, después de una pausa interminable—, una fiesta. Comunícaselo a tu hermana.
No esperó a que contestara, lo dejó con la palabra en la boca, guiando discretamente a Zoe y retomando el camino. Poco después, Hermes la dejó en el Olimpo, y se despidió de inmediato alegando que debía advertir a algunos dioses más para que la fiesta fuera perfecta.
—Así me gusta, Hermes. ¡Haciendo bien tu papel de dios mensajero!
Aunque ya lo esperaba, no pudo evitar deshacerse en carcajadas cuando lo vio dedicarle una mirada furibunda segundos antes de desaparecer del templo de Zeus.
Si en un principio había pensado que se aburriría, estaba muy equivocada. Al parecer, Eirene y otras diez mujeres más la habían llevado a una sala enorme repleta de lo que parecían ser un millón de vestidos distintos y extravagantes. Nunca en su vida había visto tanta ropa junta, mucho menos de tan bonitas telas. Todas parecían brillar con un aura celestial. Aun así, su mirada era ausente mientras las mujeres intentaban decidir qué color y qué tipo de tela le sentaría mejor, o qué peinado realzaría más sus rasgos. Ni siquiera así había podido pensar en otra cosa que no fuera la maldita fiesta de esa noche. Para la cual la estaban preparando, por cierto. Aunque su aspecto fuera el de una diosa, no estaba muy segura de lograr aparentar ser una delante de todos los dioses que asistirían. Apenas hacía unos días que había llegado a ese extraño mundo, era imposible que lograra hacerlo bien. Estaba segura de que alguien lo sabría, que haría el ridículo.
—Deberías confías más en ti misma —Zoe se sorprendió, saliendo de su ensoñación, al escuchar las palabras de la semidiosa. ¿Acaso podía leer la mente?
—Nunca lo he hecho —aseguró.
Se percató entonces que las demás siervas que habían acompañado a Eirene se habían retirado una vez finalizada la tarea. No recordaba cuántos vestidos se había probado, pero fueron más de los que se había puesto en su vida.
Eirene suspiró, retomando su tarea de atusar sus rizos y modelar los mechones, dándole un último retoque al peinado.
—En realidad, tampoco es del todo cierto —reconoció—. Antes solía confiar en mí. Pero he luchado tanto tiempo por algo en lo que he fracasado por completo que he perdido la fe en mí misma. Lo he perdido todo. No me había dado cuenta de todo lo que no tenía hasta que me arrebataron lo último que me quedaba —suspiró resignada—. ¿Acaso tener una vida tranquila y normal es pedir mucho?
—A veces sí.
Aunque no podía verla, Zoe percibió la sonrisa triste que asomó a sus labios. La semidiosa cogió unas cintas a conjunto con una tiara de oro, plata y piedras preciosas de una de las mesas de mármol blanco, y se dedicó a colocarla sobre el elaborado peinado.
—¿Qué ocurrió? —se sorprendió preguntando.
Zoe no era de las que preguntan sobre la vida de otras personas por pura curiosidad, y no era eso lo que la había impulsado a hacerlo. Para su sorpresa, se había percatado del pesar que adornaba esa escueta frase, y había querido reconfortarla de algún modo.
—Me traicionaron —Zoe no esperaba que fuera a contestar, pero no solo lo hizo, sino que continuó hablando. Sus palabras encerraban un enorme secreto que la llenó de alivio. Eirene necesitaba confiar en ella más de lo que Zoe precisaba su ayuda—. Nadie debería haber reparado nunca en mí. Pero un día, Afrodita supo de mi existencia. Y saber que vivía una humana con una belleza que podía rivalizar con la suya consiguió enfurecerla.
—Déjame adivinar. ¿Afrodita consiguió que te hicieran esclava para poder seguir siendo ella la más hermosa? —Eirene se volvió con los ojos extremadamente abiertos.
—¿Estás segura de que no eres una divinidad?
—Si conocer los cuentos populares se considera divino —suspiró.
—¿Cuentos?
—Blancanieves —contestó encogiéndose de hombros. Al ver la mirada confundida de Eirene, volvió a intentarlo—. Sí, mujer. Blancanieves y los siete enanitos.
—¿Es una leyenda?
Zoe sopesó la respuesta unos instantes, cayendo en la cuenta de que era muy normal que no conociera el cuento. Todavía no se habría escrito.
—En realidad, es un cuento para niños —aclaró intentando no confundirla más—. No importa, te lo contaré en otra ocasión. ¿Entonces, Afrodita fue quien te traicionó? —Eirene negó con la cabeza.
—No. Se podría llamar traición a lo que hizo Afrodita si hubiera confiado en ella en algún momento. No, Afrodita solo hizo lo que se esperaba de ella. Fue mi... —En ese instante Zoe notó cómo se le quebraba la voz—. Fue mi madre la que me traicionó.
Zoe no podía estar más sorprendida. ¿Su madre? ¿Por qué iba a hacer algo así su madre?
—Pero ¿tu madre? ¿Por qué...?
—Porque Zeus la había seducido, porque yo era el fruto de un error. —Sus mejillas se volvieron del color de las cerezas. Era evidente que estaba avergonzada—. Mi... la verdad es que no sé si es correcto llamarlo mi padre, puesto que no era mi verdadero progenitor. En fin, él me odiaba. Decía que no pertenecía a ese lugar, que nunca podría ser una mujer digna para ningún hombre. Que era un ser despreciable y que nunca encontraría la paz, porque mi vida estaba dividida entre dos mundos y ninguno quería tener nada que ver conmigo.
Zoe se encontró con la enfermiza sensación de no saber qué decir. Ojalá encontrara las palabras adecuadas para que ella se sintiera mejor, pero era evidente que no existían para calmar ese sentimiento. En realidad, ella misma se sentía de ese modo. Nunca había encajado en ningún sitio.
—Así que amenazó a mi madre con dejarla, abandonarla, si no se deshacía de mí —prosiguió—. ¿Qué habría hecho una mujer que me amara? Eso era lo que me preguntaba por las noches cuando Afrodita me cogió sin miramientos y amenazó a Zeus con contárselo a su esposa si no me hacía su esclava.
—Tu madre... —Eirene alzó la mirada hacia ella, asintiendo levemente.
—Fue al templo de Afrodita y empezó a difundir mis cualidades. No estoy muy segura de lo que la gente pensaba de mí, pero parecía ser inevitablemente deseable y hermosa para todo aquel que me viera. Eso no le gustó a la diosa, que no tardó en comprobar lo que mi madre rezaba en su templo. Así que... aquí estoy —se encogió de hombros, como si se tratara de algo normal y no de una traición vil y cruel de alguien que debería haberla protegido.
Con el corazón todavía encogido, Zoe se acercó a Eirene y la rodeó con los brazos. Sintió que la semidiosa se tensaba unos instantes, pero no tardó en relajarse y apoyar la cabeza sobre su hombro derecho. Ni siquiera se lo había planteado, y temía que Eirene pudiera rechazarla. Por el contrario, aunque fue evidente que no estaba acostumbrada a recibir ningún tipo de cariño, se aferró a ese abrazo con fuerza. Tal vez su fuerte no fueran las palabras, pero no siempre estas eran la solución perfecta.
—¿Zeus te hizo esclava sin más? —se atrevió a preguntar sin separarse de la joven. Eirene asintió con la cabeza—. Es un desgraciado. Se arrepentirá de todo lo que te ha hecho pasar —le aseguró convencida. Eirene se apartó un poco, sorprendida por sus palabras.
—No lo entiendo. Debe necesitar mucho que lo ayudes.
—¿Por qué dices eso? —Eirene se encogió de hombros.
—Porque he visto morir a gente por menos en sus manos. Nunca he visto a una humana pasar tiempo con él, que no sea en su cama, claro, y que salga impune.
Zoe iba a contestar que eso era porque nunca había tenido que soportar a una humana del siglo veintiuno, pero la puerta se abrió impidiendo cualquier intención de preservar la conversación. Con sus acostumbrados aires de grandeza y seguridad feroz, Zeus avanzó por la habitación, enviándole una mirada terrible a la semidiosa, la cual se encogió de miedo.
—Largo, esclava —gruñó sin detenerse.
—Se llama Eirene —replicó Zoe, llamando la atención del dios.
Por el modo que tuvo de mirarla, cualquiera habría pensado que deseaba no haber tenido que dirigirse a ella. Y tal vez así era, pues enseguida volvió a centrarse en fulminar a la semidiosa. Zoe lo ignoró, pasó una mano por la espalda de la joven para ayudarla a levantarse y marcharse. Estaba segura de que lo estaba deseando, y si tenía que ser sincera consigo misma, ella también.
La mano fuerte del dios retuvo rudamente a la semidiosa cuando pasaron por su lado. Eirene agachó la cabeza con terror.
—¿Te has atrevido a hablar, esclava? —exigió, rugiendo como una bestia.
De tratarse de su primer encuentro, Zoe se habría amedrantado también. Pero no era ese el caso, y los nervios, la ira e impotencia que sentía por lo que Eirene le había contado hablaron por ella.
—¡Oh, vamos! ¡Cállate!
La sorpresa en el rostro del dios dio tiempo a Eirene de escapar de su agarre, dedicarle una mirada avergonzada a Zoe y salir corriendo de la habitación. No pareció importarle en absoluto. Por el contrario, toda su atención se centró en ella, consiguiendo que sintiera la necesidad de seguir el ejemplo de Eirene y salir por patas. Sus ojos estaban a punto de quemarla viva, ese odio podía llegar a calar hasta los huesos y hacerlos crujir hasta partirlos en pequeñas astillas. Sin embargo, pese al miedo, Zoe se mantuvo firme. Recordándose, aunque cada vez era más difícil, que él no iba a matarla. No todavía, al menos.
—¿Te das cuenta de que eres la única que se atreve a retarme de ese modo? ¿Acaso te has propuesto morir antes de tiempo? —Zeus estaba tan cerca que casi podía percibir el calor de su cuerpo junto al suyo.
—Si quisieras matarme ya lo habrías hecho. ¿Me equivoco? —cuestionó suavemente. Suave, porque al parecer su capacidad lingüística había decidido dejarla en la estacada.
—El hecho de que no pueda matarte por razones más que obvias no significa en absoluto que no quiera hacerlo.
Zoe supo que debería callarse. Sabía a ciencia cierta que lo más prudente era cerrar la boca y dejar que él hablara. Pero al parecer había dejado de ser una mujer cauta.
—Es curioso que quieras matarme cuando hace relativamente poco no podías evitar besarme. ¿Es que los dioses soléis mezclar los deseos a placer?
No debería haber dicho eso. Estaba segura de que ese no era un buen comentario para alguien que pretendía llegar a un mínimo de cordialidad con ese dios. Para su sorpresa, Zeus esbozó una enigmática sonrisa. Sin apartar la mirada de ella, alzó una mano y le acarició la mejilla sin apenas tocarla. Era la caricia más suave que había recibido, era curioso que la hubiese impartido alguien que carecía por completo de delicadeza.
Los mismos nervios e inquietud que había sentido las veces anteriores que el dios se había acercado, volvieron a invadirla. No terminaba de entender por qué le resultaba tan complicado mantener la calma. No era el único dios con el que se había encontrado, y Hermes también se le había acercado. En realidad, incluso la había cogido en brazos. Y en ninguna ocasión sus nervios se habían disparado de ese modo. ¿Qué le sucedía?
Sí, vale. Era un dios terrible, enorme, y la fiereza de su mirada podía intimidar al más valiente. Pero por alguna razón, el miedo no terminaba de ser el sentimiento dominante. Algo la advertía que lo que preocupaba a sus nervios no era su considerable e imponente altura. Y si de ella dependía, prefería no cuestionarse qué lo hacía.
—No recuerdo haber visto a Hera tan hermosa —confesó—. Debo reconocer que eres un verdadero problema para mí, Zoe. Podía lidiar con mi esposa porque no me inspiraba ningún tipo de deseo, no uno diferente al de querer causarle dolor. Sin embargo, aunque quiero matarte, también deseo desnudarte y poseerte por completo.
Las crudas palabras lograron secarle la boca. Los nervios volvieron a hacer aparición, situándose incontrolables en la boca del estómago. Era miedo lo que sentía, tenía que serlo. Porque sabía lo que ese dios en concreto acostumbraba a hacer; seducir. Sobre todo a humanas indefensas con las que engendraba a semidioses, muchos de ellos héroes, pero no todos. ¿Cuántos serían como Eirene? Repudiados, aislados de la sociedad por algo que no era culpa suya.
—Cada vez que te veo, cada vez que esas palabras mordaces que intentan herirme y retarme llegan a mis oídos, siento un deseo irrefrenable de acercarte a mí y hacerte cosas que seguramente no sabes ni que existen. Es absurdo —se pegó más a su cuerpo—. Debería ofenderme y hacerte daño sin siquiera planteármelo. Pero cada vez que pienso en herirte me doy cuenta de que soy incapaz. Es como desear con desesperación esa espina que se te ha clavado entre los dedos.
—¿Estás diciendo que soy como una espina? —exclamó Zoe ofendida, incapaz de lidiar con otra cosa que no fuera el insulto implícito en la frase.
Zeus rio con una risa que jamás habría sospechado que emitiera alguien tan cruel y carente de sentimientos. Se acercó más a ella, intentando intimidarla. Y lamentablemente lo consiguió. No por su inquietante expresión, o su fuerza y grandeza. La exclamación que Zoe dejó escapar no fue por eso, sino por la dureza que rozó su estómago, advirtiéndola de sus evidentes intenciones.
—Solo tú podrías seguir discutiendo cuando está claro que lo único que deseo es besarte hasta dejarte sin sentido —Zoe intentó apartarse, pero sus piernas no respondieron. Su cuerpo se había quedado paralizado, descompuesto. Y no terminaba de entender por qué—. Dime que me deseas del mismo modo, Zoe. Dilo.
Deseo. ¿Eran eso los nervios? ¿Realmente sentía eso por alguien así? Estaba claro que lo detestaba, pero no había sentido desprecio ni repugnancia cuando él la había besado anteriormente. En realidad, sus impulsos lograron avergonzarla.
No estaba segura de sus propias emociones, pero negó titubeante con la cabeza, incapaz de pronunciar una sola palabra. De nuevo, la risa de Zeus retumbó por las paredes de mármol.
—Estamos perdidos —aseguró. Su mirada se había suavizado, y un deje de sufrimiento se instaló en sus profundidades ocres. ¿Sería posible que no fuera la única que se debatía con sus propios pensamientos?
—¿Por qué? —consiguió preguntar sin apenas voz.
Su mano, grande y ruda, rozó su cadera acercándola a él. Zoe no se movió. Su mente gritaba que se alejara, pero su cuerpo seguía inmóvil. Parecía haberse independizado de la razón, de la cautela.
—Pues porque dentro de unas horas tendrás que ser una experta en engaño. Y por lo que puedo comprobar, mientes muy mal.
Aunque intentó protestar, unos labios firmes la callaron consiguiendo que todo su cuerpo vibrara en consonancia. Se había jurado que no volvería a dejar que la besara. Y no solo había ignorado sus propios consejos, sino que ninguna parte de su cuerpo parecía entender por qué razón debía evitar aquello. Estaba ya segura de que había usado algún tipo de poder oculto de dios contra ella. No había otro modo de explicar el modo en que se pegó a su cuerpo y rodeó su cuello con los brazos, correspondiendo con la misma fiereza a ese absurdo despliegue de pasión. Su cabeza intentó protestar de nuevo, pero algo en su interior desconectó su parte racional.
Sin perder el contacto, y apenas en un par de movimientos tan sutiles que ni siquiera notó, Zeus la acorraló entre su cuerpo y la pared fría de mármol blanco. Ella aferró con los dedos su cabello, intentando no perder el equilibrio. La mano que había rodeado su cadera se deslizó hasta alcanzar los muslos. No protestó cuando la elevó del suelo, ayudado por la pared a su espalda y presionando para que no cayera. Es más, en lugar de detenerse, que es lo que debería haber hecho, rodeó las caderas del dios con sus propias piernas para estabilizarse. Un gemido ronco precedente de la garganta de él consiguió que Zoe se encorvara, como buscando el máximo contacto sin apenas darse cuenta. A esas alturas era absurdo negarlo; podía estar mal, y estaba cometiendo el peor error de su vida, pero a pesar de todo lo estaba disfrutando. Y se odiaba por ello.
Sintió las manos sobre su trasero, apretándola contra él como único modo de alivio. Si no fuera por el vestido, enredado entre sus piernas, y las diminutas bragas blancas que había conservado, nada habría impedido que él completara lo que se hacía evidente que quería. Pero no impedía que ella lo sintiera en toda su plenitud. Y aunque la avergonzaba pensarlo, sabía que esa era la situación más excitante que había vivido en su vida. Si no se detenían ahora, no llegarían a ninguna fiesta. Y ya no tendría que preocuparse por hacerlo bien o mal.
«Para. Ya», habló su voz interior, aquella que normalmente escuchaba y obedecía a pies puntilla. «Solo un segundo más...», protestó esa parte de sí misma que no conocía.
Al parecer, su parte racional había sido expulsada de su aparato locomotor. Nada de lo que decía tenía concordancia con lo que hacía. Y habría seguido con ese segundo más interminable de no ser por el pequeño golpeteo procedente de la puerta. Aunque Zeus no permitió que se separara de él, sí detuvo el beso lo justo para contestar con un gruñido frustrado y furioso.
—¿Quién diablos es?
—¡Hermes, señor! Los invitados están llegando.
La voz de Hermes impartió la lucidez que creía que no iba a conseguir por sí sola. Estaba avergonzada y se sintió ridícula. Cuando su exnovio la dejó días atrás, se juró que el próximo por quien se volvería loca sería un hombre de confianza. Tenía que ser responsable y amable, suficientemente atractivo como para atraer su atención, y que su sola presencia consiguiera tranquilizarla y hacerla sentir segura. Besarse con Zeus era el antónimo irrefutable de todo aquello. No necesitaba perder la cabeza por un hombre, o dios, que estaba segura la apartaría en cuanto ya no la necesitara. Lo había sentido desde el instante en que lo vio; era peligroso. Y besarse con él era lo menos sensato que había hecho jamás.
Avergonzada y con las mejillas sonrojadas, Zoe bajó las piernas y se deslizó por el fuerte cuerpo de Zeus. Al dios no pareció gustarle un pelo que se apartara, pues sus manos ascendieron por su trasero hasta llegar a su cintura, sin apartarla de su cuerpo ni un milímetro. Parecía reacio a dejarla ir. Con toda la fuerza de voluntad de la que fue capaz, Zoe interpuso sus pequeñas manos entre ella y su cuerpo, y se apartó de él obligándolo a soltarla. Se escabulló por debajo de sus brazos, comprobando con cierta sorpresa que no se lo impedía. Al llegar al espejo que reposaba en una de las esquinas de la habitación, sintió que le faltaba el aire.
Su cabello, con ese peinado majestuoso al que Eirene había dedicado tanto esmero, estaba completamente arruinado. Su vestido, de telas hermosas, se había arrugado de forma irremediable. Colgaba desordenado, careciendo por completo de la gracia con que la habían dotado las siervas que la habían ayudado a vestirse. Ya no hablar de su aspecto físico. Mejillas sonrojadas, labios rojos e irritados, ojos brillantes. Con un solo beso, Zoe parecía tener el aspecto de una mujer que acababa de tener una noche movidita.
Intentó inquieta alisar el vestido, limpiando a la vez los restos de maquillaje esparcido por sus labios sin lograr resultado alguno. Antes de que sus nervios terminaran por arruinar su aspecto decente, las manos poderosas de Zeus se posaron sobre sus hombros, tensándolos al instante. Intentó protestar, pero una fina capa de luz cubriéndola entera selló de nuevo sus labios. Las arrugas de su vestido desaparecieron, y volvió a colocarse solo con la misma gracia de antes. De su rostro, aunque conservó el sonrojo y el brillo de los ojos, desapareció por completo el pintalabios esparcido y la irritación de su piel. Y por último, ante su mirada fascinada, los rizos desordenados de su peinado se recolocaron entretejiéndose con la tiara de oro, plata y piedras preciosas, aportando en el proceso un recogido más hermoso del que llevaba, si eso era posible.
A través del espejo, Zoe clavó su mirada verdosa en los ardientes de él. Estaba sorprendida. Avergonzada. Impresionada. Fascinada. Y confusa. Sobre todo confusa. Debía ostentar un enorme poder. No solo por lo que había conseguido que ella hiciese, sino por haberlo arreglado en tan poco tiempo.
—Salimos enseguida, Hermes. —Zoe había olvidado por completo que el dios mensajero seguía fuera—. Ocúpate de los invitados mientras arreglamos un par de cosas antes de ir.
—Como desee, señor —se escuchó desde el otro lado de la puerta.
Por los pasos que secundaron, Zoe dedujo que Hermes se alejaba para obedecer las órdenes de su señor. Empezaba a ser demasiado previsible, como lo fue también la tensión que se adueñó de su cuerpo al ser consciente de que volvían a estar a solas. Y que ya nadie iba a interrumpirlos.
Se dio la vuelta con rapidez, dando un paso hacia atrás para poner más distancia entre ambos. Zeus alzó una ceja al ver su reacción. Debía parecer una estúpida, pero prefería eso a que volviera a besarla.
—Tranquila, no volveré a tentarte. No ahora, al menos —se burló.
—No eres muy modesto, ¿verdad? —Por suerte había recuperado el habla. Al parecer, solo eran necesarias unas pocas palabras prepotentes de Zeus para que recuperara el valor perdido.
—Se llama evidencia, Kardia.
—No me llames así. Y no vuelvas a acercarte a mí —le ordenó agitada—. Y tampoco digas cosas como...
—¿Como que te deseo? —la interrumpió—. ¿Que me gustaría volver a besarte ahora mismo y sé que tú sientes la misma pasión por mí?
—Yo no siento... —Negó con furia y vergüenza. Sacudió la cabeza al ver lo que pretendía. No iba a perder de nuevo los nervios, era más lista que eso—. No te deseo. Y sí, eso es exactamente lo que no quiero que digas.
Los ojos entrecerrados, llenos de suspicacia, inquietaron a Zoe. No se lo tragaba. Y no era para menos después del modo en que se habían besado.
—Es decir, no quieres que te diga la verdad. ¿Es eso?
Perpleja, Zoe parpadeó dos veces, no pudiendo evitar una mueca de disgusto.
—¡No! ¡Yo no he dicho eso! —gritó perdiendo los nervios. «Estupendo, ahí está tu autocontrol, pisoteado y enterrado bajo las losas de mármol»—. ¡Eres insufrible! Lo único que quiero es que dejes de engatusarme. Sé perfectamente que no soy el tipo de mujer por el que alguien podría perder la cabeza, así que ese truco es inútil conmigo. Lo único que quieres es que me someta a ti, utilizando las estratagemas más rastreras...
—¿Para qué querría hacer eso? Se supone que debes ser la diosa perfecta. Hera, mi esposa. ¿Por qué debería querer someterte cuando quien debes fingir ser no lo hacía? Si fallas, puedo perder mi trono. ¿De verdad piensas que lo arriesgaría?
Zoe tragó fuerte ante la evidencia. Sus ojos volaron de un lado a otro, exasperados por encontrar un argumento plausible.
—¿Entonces por qué? ¿O acaso pretendes que crea que realmente te sientes atraído por mí? —le gritó sin detenerse—. Estoy segura de que debe de haber otro motivo. Es una especie de venganza, ¿verdad? Por cómo te he hablado, por cómo me he enfrentado a ti. Se supone que nadie se atreve a desobedecerte, y seguro que es frustrante para ti que una humana lo haga sin despeinarse. Bueno, más o menos —lo acusó rozando un instante su peinado, antes totalmente destrozado—. Tiene que ser algo así, porque no he dejado de darle vueltas y no consigo concebir otro motivo.
—No entiendo por qué te cuesta tanto creer que me siento atraído por ti. Existen muchos motivos para ello —reconoció, recorriéndola de arriba abajo con descaro—. Aunque no negaré que me satisface enormemente saber que tu impresión era que me estaba vengando —aseguró, ladeando los labios en una sonrisa perversa. Zoe sacudió de nuevo la cabeza, ignorando sus palabras.
—No. Ya he jugado suficiente a ese juego como para conocer las dobles intenciones. Sé que no soy atractiva, así que ahorrémonos este trozo de la conversación y ve directo a la parte en la que me explicas qué pretendes exactamente.
El rostro de Zeus pasó de la picardía a la absoluta incredulidad, finalizando en un desconcierto que no pudo ocultar. Un par de ojos ocres, redondos de cejas alzadas, la observaban sin pestañear. Realmente parecía perplejo, pensó Zoe son sorna.
—¿Me tomas por tonto, mujer?
La voz de Zeus denotaba cierta ofensa, parecida a la que empleaba cuando le profesaban un enorme insulto. Tal vez se debiera a lo poco acostumbrado que estaba a ese tipo de contestación.
Se acercó a ella cauteloso. Sus pasos fueron inseguros por primera vez, incapaz de concebir lo que había escuchado. ¿Realmente creía que no era atractiva? No lo había dicho para desorientarlo, sus palabras eran sinceras.
No lo comprendía. No lograba entender por qué una mujer que despertaba en él esa pasión desenfrenada tenía una opinión tan mediocre de sí misma.
—¿Qué? —consiguió decir ella minutos más tarde, viendo cómo él se acercaba con todo el cuerpo engarrotado por la duda y la inseguridad.
Tal vez eso la había hecho ver que hablaba en serio.
—¿Estás diciendo que me has seducido, besado y, de no ser por Hermes, te habría poseído aquí mismo, contra la pared, sin considerarte ni por un momento hermosa? —su voz, llegando al chillido, dejó caer la pregunta con toda la confusión que sentía.
Los labios de la joven dudaron por un instante.
—No. Lo que estoy diciendo es que me has besado e intentas seducirme por otro motivo, porque no me creo que alguien como yo pueda hacer sentir así a un hombre como tú —evidenció Zoe—. Bueno, dios —rectificó.
Zeus limitó la distancia entre ellos tan deprisa que Zoe no puedo reaccionar a tiempo. Su cuerpo ardía. No había perdido la calidez desde que la había soltado. Cogió su mano, delicada, fina y pequeña, y la dirigió a cierta parte de su anatomía que seguía completamente despierta, incapaz de relajarse en presencia de la joven. Vio con satisfacción los ojos dilatados de ella, sorprendidos por lo que había hecho.
—Atrévete a decir eso otra vez. Atrévete a decir que no me resultas deseable, ni hermosa —rugió con tal gravedad que Zoe reprimió un grito desesperado, atascado en su garganta—. O mejor, intenta decírselo a esto. —Y con descaro, esto se reafirmó sobre su pequeña mano, atrapada entre ambos.
—A los-los hombres se os levanta con mu-muy po-poco —tartamudeó.
—No soy un hombre, Zoe. Soy un dios. Siempre me he considerado muy exclusivo con mis preferencias. Te aseguro que si no te deseara, si no me parecieras hermosa, esto —la presión sobre su mano se intensificó—, no estaría así. No me importa cómo, pero si estás diciendo todo esto, si intentas engañarme de algún modo para quitarme el trono...
—¡¿Qué?! —exclamó horrorizada—. ¿Piensas que intento seducirte deliberadamente para quitarte el puesto?
Zeus entrecerró los ojos, intentando adivinar sus pensamientos. Sí, lo había creído. Había estado convencido que ella sabía lo que le inspiraba, que conocía sus armas y las estaba utilizando con experta maestría.
—Eso creía. Por eso me enfurecías —cambiando su expresión, Zeus elevó ambas cejas con asombro—. No lo entiendo. ¿Cómo puedes pensar que no eres atractiva? Una mujer como tú tendría un imperio a sus pies si te encontraras en el mundo humano. Al fin y al cabo, Hera siempre había sido muy hermosa. De no ser así, jamás podría haberse enfrentado a Afrodita por ser la mujer más bella.
Los ojos de la joven lo miraron confusos, y con un cierto brillo de esperanza que no le pasó por alto.
—¿Lo dices en serio? ¿Crees que puedo compararme con-con Afrodita? —su temblorosa pregunta evidenció sus nervios y el miedo a la respuesta.
—No —respondió. La mirada verdosa de ella se apagó, agachando la cabeza como si quisiera fundirse con el suelo. Había querido dejarlo así para demostrarle de algún modo que no lo afectaba tanto, pero al ver su expresión decaída, fue incapaz. Alzó su rostro de nuevo, instándola a que lo mirara a los ojos—. Hera podía compararse con ella. Tú eres incomparable.
Zeus se alejó de ella al instante, de un empujón y con brusquedad. Zoe se quedó quieta, observándolo avanzar hacia la puerta de salida.
—Y por eso te odio —sentenció, endureciendo de nuevo sus facciones—. Intenta no meter la pata en la fiesta. Te estaré observando. No tardes.
Zoe permaneció en el sitio, sin moverse ni un solo milímetro. La rudeza seguía presente en él, pero había algo más que solo comenzaba a asomar la cima. A pesar de lo mezquino que siempre parecía, Zeus acababa de regalarle algo que nadie nunca había podido ofrecerle; confianza. Sonrió hacia la puerta cerrada. Sabía que sus palabras no habían querido reconfortarla, y sin embargo era lo más tierno que le habían dicho nunca.
Después de todo, tal vez no fuera el dios cruel y despiadado que todo el mundo creía que era.
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