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Capítulo XVI

Mar Egeo

—¿Y qué obtendremos nosotras a cambio? —la insolente pregunta hizo que Afrodita frunciera el ceño.

Cuando había aceptado el trato de Ares, nadie la había advertido que tendría que encargarse del trabajo sucio. No obstante, si quería que todo saliera bien, tenía que hacerlo. Había ido al mundo humano y se había dirigido a una playa bañada por el mar Egeo. Según decían, allí vivían infinidad de sirenas recluidas en cuevas o pequeñas islas inhabitadas. Cuando un marinero se perdía en la mar, solían encontrarse con una dulce voz que acompañaba una hermosa mujer. Tras caer en el hechizo que ellas mismas creaban, morían devorados. Cruel.

—¿Qué os parecería disfrutar de todos los hombres que os apetezca en lugar de esperar meses a que uno se pierda en mitad del océano? —sugirió después de considerar si debía matarlas por su osadía o hacer un trato—. Os concederé piernas humanas todo el tiempo que queráis para que podáis pasear por tierra, y así ir en busca de la presa en lugar de que la presa venga a vosotras. No será necesario que esperéis las noches sin luna para poder salir del agua.

Las sirenas, en total tres, se miraron entre sí para pensar en lo que la diosa les ofrecía. Afrodita había aparecido en la isla gritando para que se mostraran ante ella. Aunque no tenían nada en contra de los dioses, las sirenas no toleraban demasiado a esa en particular. Al tratarse de la diosa de la belleza y el amor solía tener un temple vanidoso y muy inflexible. En algunas ocasiones había matado a alguna que otra sirena por poseer una belleza superior a la suya.

—Solo tenemos una pregunta —dijo la más joven.

Afrodita, cansada de ser benevolente y paciente, dejó escapar un suspiro pesado antes de clavar una mirada fría y llena de ira hacia la sirena de cabellos tan oscuros como la noche. A pesar de eso, la complació comprobar que las demás se sumergían un poco en el agua, temerosas de lo que ella pudiera hacer.

—Rápido. No tengo todo el día, tengo mucho que hacer. —La sirena se elevó unos centímetros por encima del nivel del agua, para poder sentarse cómodamente en una roca y mirar a la diosa al rostro.

—¿Por qué cree Ares que ahora tendrá más éxito en destronar a Zeus? Lleva millones de años intentando sabotearlo y no ha surtido efecto. Nos pides que creemos una catástrofe para que abandone el Olimpo, cuando no tenéis la seguridad de que la tierra le importe tanto como para tomarse la molestia.

Afrodita la miró por unos segundos. Cuando la sirena empezó a relajarse, Afrodita se movió tan deprisa que no tuvo tiempo de huir. Cogiéndola del cuello, la elevó hacia arriba hasta que estuvo justo en frente, manteniéndola a su altura. Cuando Afrodita indagó en los ojos oscuros de la sirena esperó ver temor, pero la criatura mestiza se recuperó rápidamente de la sorpresa y la observó con desafío.

—¿Cómo te llamas? —preguntó con cierta curiosidad.

—Pisínoe —Afrodita enarcó una ceja.

—Tú no eres Parténope —dijo seriamente—. ¡Conozco a mis creaciones, sirena!

Afrodita empezaba a pensar que esa sirena no estaba en sus cabales. Había dicho que se llamaba Pisínoe, que también era llamada Parténope. Ella había sido humana y la convirtió en una arpía, no en una sirena. Y aunque compartían cierta igualdad, la mujer que había transformado tenía los ojos azules, no tan oscuros, y su piel era tan blanca como la porcelana, no de ese color canela.

—Parténope era mi madre...

Afrodita reflexionó durante unos instantes, luego esbozó una sonrisa torcida y sus ojos adquirieron un tono blanco traslúcido. La piel canela de la joven fue extendiéndose por su mitad de pez, formándole unas hermosas y largas piernas. Dado que no llevaba nada encima, la mujer quedó desnuda delante de la diosa. Cuando la soltó, cayó al suelo de rodillas.

—¿Parténope tuvo una hija? —la joven alzó la mirada, mientras intentaba ponerse en pie sin éxito.

—Poseidón la tomó una noche que se acercó demasiado al mar. Puesto que el dios no toleraba sus alas, las eliminó durante lo que duró el apareamiento. Mi padre me otorgó las aletas para que pudiera vivir en el mar, lo consideraba más hermoso que la isla donde las Arpías se hospedaban.

Afrodita la miró por unos instantes hasta que vio cómo se alzaba y se quedaba muy quieta, pero totalmente firme y de pie. A pesar de no estar acostumbrada a las piernas, era bastante evidente que no le eran extrañas. Muchas sirenas permanecían en el mar durante las noches sin luna, pero no esta. Sonrió al comprenderlo.

—Tenía razón. Mi madre era una arpía en todos los sentidos. Nunca me quiso. El mar es mi hogar y ellas son mi familia. No necesito a nadie más.

Afrodita sonrió con devoción. Estaba claro que esa mañana, aunque no había empezado con buen pie cuando fue a ver a las Moiras, había mejorado considerablemente al encontrar a la hija de esa arpía que antaño había sido una de las humanas más hermosas que habría podido presenciar la tierra. Eso era lo que necesitaba. Alguien con las ideas claras y con un propósito en la vida, alguien que le importara perder algo.

Con un gesto de lo más hostil, Afrodita expulsó a las demás sirenas, enviándolas tan lejos como pudo. No obstante, antes las advirtió:

—Cuando salgáis del agua podréis cazar a los humanos que queráis. No obstante, si no cumplís con vuestra parte del trato, no solo se os arrebatarán las piernas, sino que también os quitaré la vida.

Pisínoe se quedó quieta en su lugar mirando a la diosa con algo de temor. ¿Qué le ocurriría?

Cuando la diosa se volvió hacia ella puso los ojos en blanco y le otorgó una túnica blanca, con la que aparentaba ser una mujer normal y corriente.

—Tú serás mi caballo de Troya. —Pisínoe la miró sin entender lo que estaba diciendo, a lo que Afrodita sonrió con más ganas—. Quiero que seas mi más fiel aliada. Si cumples con todas mis órdenes te ofreceré aquello que más ansías.

—¿Y qué crees que es lo que más ansío?

—Ser humana.

La sirena entrecerró los ojos con suspicacia y formuló la pregunta que Afrodita esperaba.

—¿Por qué crees que quiero ser humana? —la sonrisa de Afrodita se ensanchó.

—Porque es el único modo que tienes de estar al lado del hombre que amas.

Las palabras quedaron atascadas en la garganta de Pisínoe. Miró a la diosa intentando no revelar nada de lo que sentía en realidad, para poder enfrentarse a ella sin ser víctima de sus abusos. Por desgracia para ella, sabía que nada de lo que dijese podría cambiar el hecho de que, por alguna razón, Afrodita lo sabía.

—Qué te hace pensar...

—Soy la diosa del amor, querida. Tus palabras eran enternecedoras, pero inciertas. Cuando alguien habla así de sus progenitores, no puede afirmar después que sus decisiones son favorecedoras. No te hace feliz el mar. No te hace feliz estar cerca de tus padres ni de esas sirenas sin alma. Cuando hablabas tenías un deje preocupado. Cuando una mujer intenta proteger aquello que ama tiende a ser tan fría que deja ver lo que realmente piensa. No sabía qué era, pero tu firmeza me lo ha revelado. Gracias.

Pisínoe agachó la cabeza, derrotada.

—Muy bien. Si te obedezco seré humana, ¿y si no?

Entonces el rostro de Afrodita se tornó tan oscuro y terrible que logró ponerle todos los pelos de punta.

—En tal caso. Mataré al hombre que amas y al hijo que esperas para luego hacerte mi esclava, y eso también incluye si me traicionas.

Pisínoe se llevó instintivamente una mano al vientre. Luego inclinó la cabeza e hizo una reverencia.

El Olimpo

Los primeros rayos de sol fueron directamente a sus ojos. Esa mañana se sentía extrañamente relajada, como si hubiese dormido entre algodones. No recordaba por qué razón se sentía tan bien, aunque eso tampoco importaba demasiado. Lo que sí importaba era disfrutar de ese momento unos segundos más. Por eso sus ojos se negaron a abrirse, temerosos de que aquella sensación se disipara en cuanto lo hiciera. No quería ver la luz del día bañando la diminuta habitación donde seguramente se habría quedado dormida el día anterior. Saber que en cuanto se despertara tendría que ponerse a buscar trabajo, otra vez. Solo de pensar en esa posibilidad se hizo un ovillo y se tapó la cara con las manos.

—Deduzco que no has pasado una buena noche.

Al escuchar esa voz suave su cuerpo se quedó completamente helado. Al instante, como si le hubiesen dado un golpe en la cabeza, le vino a la memoria todo lo ocurrido durante esos últimos días. La llamada que la separó de su hermana, el hombre extraño que afirmó que ella era una diosa, el encuentro en su apartamento y más tarde en la biblioteca, el viaje hacia el pasado y al mundo de los dioses, el jardín de las Hespérides, el encuentro con Zeus...

Se levantó de golpe exaltada y se giró en dirección a la voz que había reconocido al instante como la de Hermes. Le costaba recordar cómo había llegado a esa mullida y enorme cama. El día anterior había avanzado con los ojos perdidos en el horizonte con una sola idea: encontrar un lugar donde poder descansar. No podía creerse que hubiese estado tan agotada como para entrar en una habitación ajena y tumbarse en una cama que no era la suya.

Los ojos abiertos de par en par y el rostro rojo de Hermes consiguieron que Zoe frunciera el ceño con extrañeza. Hasta que bajó la mirada siguiendo la dirección de la del dios y comprobó el porqué de su reacción. No solo se había metido en una cama que no era suya, sino que se había desnudado prácticamente por completo. Unas diminutas braguitas negras eran su único atuendo.

Avergonzada, arrancó la sábana de la cama y la pegó a su cuerpo al mismo tiempo que Hermes se daba la vuelta. El rojo de las mejillas del dios mensajero fue sustituido por un blanco pálido cuando la puerta se abrió, dando paso a un dios muy distinto.

—Te dije que la despertaras, no que te quedaras mirando como un imbécil —reprochó la voz grave de Zeus al entrar en la habitación—. Ve a buscarle algo de ropa. Algo digno de una diosa, sobre todo si se trata de mi esposa.

Por un instante, Zoe creyó que iba a quedarse allí quieto sin considerar siquiera la orden del dios. Sin embargo, al poco rato se apresuró a salir de la estancia y obedecer.

—¿Tienes que ordenar las cosas siempre de ese modo? —apuntó, apretando la sábana tan fuertemente contra su cuerpo que los nudillos se volvieron blancos.

—¿Cómo lo ordenarías tú?

No estaba capacitada para entablar un nuevo enfrentamiento con el dios después de los del día anterior, y mucho menos sin estar vestida. Habría querido disponer de cierto tiempo para poner sus ideas en orden, pero parecía que Zeus no estaba dispuesto a darle tregua.

Tragó con fuerza.

—Tal vez con un por favor. Seguro que si indagas en tus lejanos recuerdos, sabrás el significado de esa palabra —entornando los ojos, lo miró de arriba a abajo con cierto desprecio—. O tal vez no...

Con ambas manos sobre sus pechos empezó a enroscarse la sábana alrededor del cuerpo. Zeus no se perdió ni un solo movimiento de la maniobra, o eso pudo comprobar ella. Casi percibía la mirada del dios pidiéndole a gritos a la sábana que se desprendiera de su cuerpo.

—Si hiciese eso no sería una orden. Y conozco esa palabra, pequeña insolente, solo que no tengo la necesidad de usarla —argumentó sin apartar la mirada—. Me ha ido muy bien de este modo. ¿Cómo te ha ido a ti con la palabra por favor?

Zoe se sonrojó de nuevo, esta vez de furia y rabia ante la certera pregunta. Estaba claro hasta dónde la había llevado la palabra por favor. ¿Qué había perdido ese dios arrogante? Nada en absoluto. Y jamás, se atrevía a pensar, habría utilizado la palabra por favor en su vida. Incluso en esa situación, a punto de perder su sitio en lo alto del Olimpo, no hizo uso de esas dos palabras. En cambio, ella iba a perder toda su vida con extremada y excesiva educación.

Con el rostro encendido y la dignidad por los suelos, Zoe se apresuró a rodear la cama para alejarse todo lo posible de él.

Zeus la observó sin perder un solo detalle. Las curvas pronunciadas, la espalda lisa y descubierta. Los mechones del cabello castaño rozando el inicio de las nalgas. No entendía por qué razón le parecía tan tentadora. Tenía el rostro de su antigua esposa, su cuerpo y su belleza, pero nada en ella se la recordaba. Esa humana tenía cierta ingenuidad, dulzura e inseguridad que la hacían irresistible. Era su actitud, pudo apreciar, lo que la hacía más deseable. La frialdad de Hera había restado puntos a su belleza y sensualidad. Ahora lo veía. Su esposa había sido hermosa, pero esa humana, con la belleza de la diosa, era la perfecta combinación de lo que más deseaba. Y ella debía de saberlo. No podía ser de otra forma. Porque el modo en que había cubierto su cuerpo con la seda, su sonrojo y su caminar estaban destinados a provocarle y controlarle. Y eso lo enfurecía.

—¿Cómo he llegado aquí? —preguntó la joven, sacándolo del ensueño de la visión de su cuerpo semidesnudo.

De nuevo estaba furiosa. Parecía que se escudaba detrás de la ira para enfrentarse a él. Nunca habría sospechado que le resultaría excitante que una mujer le hablara de ese modo.

—Le dije a Eirene que te llevara a mi cama.

El rostro de la joven volvió a parecer un tomate maduro, cosa que logró que esbozara una sonrisa torcida.

—¿Por qué narices mandaste a alguien para que me llevara a tu... a tu...?

—Mi cama.

—¡Lo que sea! ¿Quién te crees para ordenar que me desnuden y me metan en tu...? —Zeus sonrió todavía más al comprobar los serios problemas que tenía de pronunciar esa simple palabra. ¿En qué estaría pensando?—. ¿Tú dónde has dormido? —exigió olvidando la pregunta anterior—. No habrás dormido aquí.

El miedo y sonrojo de la muchacha complacieron al dios, que sentía sus nervios como el más sublime de los acontecimientos.

—No, hormiguita, no he dormido contigo, si es eso lo que te perturba —aseguró intentando contener la sonrisa divertida—. Cuando regresé a mi templo, pretendía retirarme sin volver a abordarte cuando te encontré recostada en una de las columnas, totalmente dormida. —Zeus se acercó a ella—. Como comprenderás, me llevé una buena sorpresa al encontrar el objeto de mi tormento tirado en el suelo. Podría haberme aprovechado de ti, pero fui compasivo —argumentó teatralmente—. Llamé a una esclava para que te llevara a un lugar donde no estuvieras en medio del paso. Como sigues siendo mi esposa para el resto del mundo, era evidente que te traería aquí.

—¿Y por qué estoy desnuda? —se atrevió a preguntar. El recuerdo de su estado no ayudó al dios que tenía delante.

—Supongo que Hera debía dormir siempre así. Yo lo hago.

Era evidente que el comentario estaba destinado a perturbarla. O eso pensó Zoe cuando descubrió la descarada sonrisa del dios. Le habría encantado poder decir que no le importaba lo más mínimo cómo dormía, pero en lugar de eso, se mantuvo callada. Se dijo que estaba avergonzada porque se encontraba delante de él con una sábana de seda fina como único atuendo. No era ese su mejor momento para parecer fuerte y permanecer a su altura. Zeus había intentado someterla, una vez más, utilizando una nueva estrategia: abochornándola. Y había sido más efectivo que los gritos y las órdenes. Se sentiría menos estúpida si pudiera lograr que él se sintiera tan vulnerable como ella. Pero dudaba que pudiera lograr nunca algo parecido.

Mientras intentaba con todos sus esfuerzos mantenerle la mirada, Hermes entró de nuevo en la estancia como un bote salvavidas en un barco que se está hundiendo. Suspiró aliviada cuando Zeus se apartó de ella y vio a Hermes acercarse con un vestido precioso entre las manos.

—Eirene me ha asegurado que es el mejor vestido de todos los que puedas encontrar. —Al ver la mirada furibunda de su señor, carraspeó—. Ella vendrá en unos instantes.

Antes de que Zoe pudiera preguntar cualquier cosa, un grupo de cinco mujeres entraron en la habitación acaparando la atención de la joven. Una por una —dedicándole una breve, pero intensa reverencia a su señor dios del Olimpo—, empezaron a evaluar el aspecto de su señora. Zeus reprimió un gruñido, alejándose de ella y dirigiéndose a la salida, no sin antes advertir a Hermes de que hiciera lo mismo cuanto antes o se arrepentiría de ello. Zoe reprimió una sonrisa.

—Aileen, Cora y Dasha, ocuparos de prepararle un buen baño a nuestra diosa. Naida, procura que el agua se mantenga caliente. Karissa, ve a buscar un manto con el que pueda secarse, y procura que Eirene acuda aquí sin falta —ordenó Hermes con soltura.

Mientras tres de las mujeres que habían entrado se marchaban por la puerta principal, la última nombrada se acercó a un armario enorme de un tono blanco puro. La mujer llamada Naida, se quedó quieta a un lado de la cámara.

Zoe las observó durante unos instantes hasta que Karissa, la que había ido en busca del manto, salió de la estancia ondeando su cabello rojo como la sangre tras de sí. Luego miró a Hermes, con una expresión interrogante.

—Las tres mujeres que acaban de salir, Aileen, Cora y Dasha, son humanas. No te mirarán a los ojos, y te pediría que no intentaras cambiarlo. A no ser que quieras explicar por qué razón Hera se ha mostrado amable con tres simples humanas —comentó Hermes.

Zoe dirigió una mirada elocuente a la única mujer que seguía en la cámara. No parecía haber escuchado nada de lo que el dios había dicho, pero tal vez sí lo había hecho y estaba fingiendo.

Hermes pareció entender su preocupación, pues se apresuró a explicar:

—No te preocupes, no puede oír nada si antes no pronuncias su nombre. Es una maldición que Zeus le inculcó cuando descubrió a la ninfa espiándolo en el plano humano. —Zoe la escudriñó ahora con curiosidad—. Es una ninfa acuática. Está al servicio de Zeus desde entonces.

»La que acaba de marcharse ahora se llama Karissa. Es una hija de Medusa. ¿Recuerdas lo que te dije sobre ellas? —Zoe lo recordaba. Esas pequeñas de cabellos rojos, subidas con ternura sobre los centauros habían llamado su atención. Hermes la había advertido de que no se fiara de su aspecto dulce y adorable—. Cuando crecen las encomiendan a dioses. Afrodita es la diosa que tiene a su servicio más hijas de Medusa. Cree que al tener todas el cabello rojo, ella destaca más por ser rubia.

Por cómo lo había dicho, Zoe dedujo que Hermes no pensaba así.

»Eirene, la mujer que vendrá en unos momentos, es una esclava. Una semidiosa que ofrecieron en sacrificio al ser una deshonra para su familia. —La mueca que adornó los labios del dios sorprendió a la joven—. A las esclavas nunca se las escucha. No se atreverá a hablar delante de un dios. Su castigo es la muerte. Así que no te extrañes si no contesta a tus preguntas. De hecho, evita hacerlas.

En realidad, las preguntas las tenía ahora. Unas que no pudo formular, pues las tres mujeres que se habían marchado en primer lugar regresaron cada una con un par de jarras enormes llenas de agua humeante. La derramaron en un enorme cuenco de cerámica que, al parecer, servía de bañera. Karissa apareció acompañada de una mujer de cabellos dorados largos y endiabladamente rizados. Al alzar la mirada, Zoe se sorprendió al ver sus ojos. Eran del mismo color que los de Zeus.

Hermes le tendió el vestido que seguía entre sus manos sin decir ni una sola palabra, y se retiró de la habitación cerrando la doble puerta con suma delicadeza. Cuando las tres mujeres terminaron de verter el agua en la bañera de cerámica se inclinaron en una cordial reverencia y también se retiraron. Al poco rato, la joven que Hermes había llamado Naida, la ninfa del agua, se situó a un lado de la bañera y metió una de sus pequeñas manos en ella. Zoe no se atrevió a moverse un milímetro del rincón de la habitación donde se había quedado.

Cuando el vapor del agua empezó a inundar la habitación, supo la labor que estaba llevando a cabo la pequeña ninfa.

La semidiosa pasó por su lado sin dirigirle ni una sola mirada, guardando el vestido que Hermes había traído consigo en el enorme armario blanco. Karissa, la hija de Medusa, terminó de dejar las sábanas blancas sobre la cama y se marchó, siguiendo el ejemplo de sus compañeras. Naida no tardó en hacer lo mismo, dejándola a solas con la joven semidiosa.

«A las esclavas nunca se las escucha. No se atreverá a hablar delante de un dios. Su castigo es la muerte», recordó Zoe. Así que por lo visto, estaba a salvo. Esa mujer no le haría ninguna pregunta que no supiera responder. Por desgracia, pensó al cambiar la posición de los pies con cierta inquietud, tal vez no era necesario que abriera la boca para cometer un terrible error. ¿Qué se suponía que hacía una diosa en momentos así? ¿Debía dejar la sábana sobre la cama y caminar desnuda hacia la bañera, o ir hacia la bañera y quitársela allí antes de meterse en el agua? ¿Debía despojarse de la sábana, siquiera? ¿Importaría?

Inquieta, insegura e incapaz de tomar una decisión, carraspeó para aclararse la voz antes de hablar.

—Eirene —pronunció con la voz seca. Ella no respondió. Se mantuvo impasible y recta delante de la bañera de cerámica—. Puedes marcharte. No es necesario que te quedes.

A Zoe le pareció una orden adecuada, aunque carente del tono necesario para parecer una orden. Casi era una súplica, lo cual la mantuvo en tensión el tiempo necesario para averiguar que la mujer no parecía tener intención de moverse. ¿La habría escuchado? Hermes no había dicho en ningún momento que la semidiosa tuviera que ser sorda además de muda.

—Em... ¿Has oído lo que te he dicho? —preguntó con cierta duda. Se mordió la lengua ante lo mal que lo estaba haciendo. ¡Así no era el modo en que una diosa lo preguntaría!

Por desgracia para ella, sus sospechas de su nefasta actuación fueron tan certeras como mortificantes. La semidiosa había alzado la mirada por fin, y sus ojos revelaron una testarudez aplacable.

—Tú no eres Hera.

Genial. Una actuación perfecta. Perfectamente horrible. Ni siquiera había podido convencer a una esclava. ¿Cómo diablos iba a lograr hacerlo delante de los demás dioses del Olimpo?

—¿C-cómo dices? —se atrevió a decir maldiciendo el poco adecuado tartamudeo—. Podrían matarte por...

—¿Crees que soy estúpida? —la interrumpió—. No eres Hera. Ni siquiera te acercas a parecerte. Está claro que estás aquí porque no hay otra alternativa. De lo contrario, no habrían elegido a alguien tan incompetente.

La insolencia y arrogancia de la mujer eclipsaban por completo la sumisión que parecía haber tenido al principio. Era lista, de eso no cabía duda. De lo contrario, no sería capaz de adoptar ambas actitudes en tan pocos lapsos de tiempo. Sin embargo, ella tampoco era estúpida. Después de sacar adelante a su hermana, su casa y su carrera durante cuatro malditos años, no era ninguna cobarde que se amilanaba con tan poco.

—Muy bien —dijo pronunciando las palabras como si las saboreara—. Será mejor que cierres la boca en lo que a este tema se refiere y no metas esa nariz presuntuosa donde no te llaman.

—¿Y si no lo hago? —respondió con descaro—. No me importa morir, siempre y cuando este mundo desaparezca conmigo.

Zoe respiró hondo y esbozó una sonrisa premeditada.

—Por desgracia, a lo que se teme no es a morir, sino a la forma en que uno va a hacerlo. ¿Crees que tu muerte será plácida cuando tus compañeras descubran de qué dios eres hija? ¿Crees que serán compasivas contigo si saben que llevas la misma sangre del dios que las ha hecho esclavas?

Zoe sabía que estaba arriesgando demasiado. La semidiosa bien podía no importarle lo que pensaran sus compañeras. O tal vez estas ya conocían la procedencia de la esclava. Aunque lo encontraba poco probable, ya que a ninguna de ellas se les permitía hablar sin permiso. También era posible que a las esclavas no les importara, considerando que la joven semidiosa también había sido sometida por Zeus, incluso siendo su hija. Eso, sin embargo, no era algo que pudiera asegurar Eirene que fuera a suceder.

Así que esperó. Y por suerte, la sorpresa de que ella supiera una información que al parecer nadie sabía fue suficiente para plantar la duda en la esclava.

—¿Cómo sabes eso? Ni siquiera la mayor parte de los dioses conoce de mi existencia —gruñó con furia y miedo.

—Tus ojos —contestó Zoe manteniendo la compostura.

La joven agachó la cabeza tan deprisa como la había alzado. No pronunció una sola palabra más mientras se alejaba de la bañera, dispuesta a marcharse. Zoe sabía que había ganado, pero eso no la hizo sentirse mejor. La semidiosa era tan víctima de los sucesos como ella misma. Quería hacerse pasar por una diosa, no convertirse en una. Y si comenzaba a actuar con crueldad, tal vez se perdiera a sí misma.

—Eirene —la llamó antes de que abriera la puerta—, no era una amenaza, solo una advertencia. Tú me has atacado primero, solo pretendía defenderme —se excusó—. No soy muy buena haciéndome pasar por Hera, como ya has podido ver. No se me da bien comportarme como una diosa, y tú pareces saber cómo actuaba Hera. Si me ayudas con esto, podemos dejar de lado las amenazas y te prometo que no te delataré.

Cuando Eirene se dio la vuelta, Zoe dudó de sus intenciones. No estaba segura de qué reacción habría sido mejor, pero que empezara a reírse, logrando que sus ojos rebeldes y resignados brillaran con diversión, no era la reacción que esperaba. Ni mucho menos.

—Realmente necesitas ayuda —comentó intentando calmar su risa.

La semidiosa se giró de nuevo, abriendo solo un resquicio de una de las dos puertas.

—Tenemos un trato, señora —comenzó con cierta ironía antes de desaparecer por la puerta—. Báñate. Tienes que estar presentable para las Moiras. Creo que vais a hacerles una visita, ¿cierto? —y sofocando otra risa tan brillante como la anterior, la semidiosa desapareció por la pequeña apertura.

Lejos de relajarse ante tal información, tener la certeza de que había llegado la hora de visitar a las Moiras consiguió perturbarla todavía más. Se acercó a la bañera, arrastrando la sábana, sujetándola parcialmente y tropezándose con ella antes de llegar a la bañera. Frustrada, pero con cierta tranquilidad al poder evitar que la semidiosa la delatara, se despojó de la tela tirándola con furia al suelo y se metió en el agua caliente.

La ninfa había obrado milagros con el agua. Su calidez reconfortó sus músculos y consiguió que se sintiera menos furiosa. Suspiró con fuerza mientras apoyaba la cabeza sobre los brazos cruzados en el borde de la cerámica. Tendría que aprender a hablar con seguridad, no dudar de sí misma a cada maldito instante. Y la tarea se le antojaba muy difícil.

«Ojalá lo consiga, pensó con amargura. Ojalá sea mejor fingiendo ser otra persona de lo que lo he sido siendo yo misma. 

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