Capítulo XIV
Hermes no daba crédito a lo que estaba viendo. Si unos días antes le hubiesen dicho que una humana estaría discutiendo con Zeus sobre lo que harían para salvarlos a todos de una guerra segura, los habría tomado a todos por locos. Era increíble verlos hablar, exponiendo sus opiniones como si lo hubiesen hecho toda la vida, con naturalidad. Zeus, mientras discutía con Zoe, ya no era el dios más temido del Olimpo, ni intentaba imponerle su voluntad. Era la primera vez que Hermes le veía comportarse como un igual ante alguien, y lo más curioso de todo es que se trataba de una humana.
Por otro lado, también fue una sorpresa la actitud de Zoe. Ante la aparente tregua, se había centrado por completo en la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros. Aunque pudo ver en sus ojos cierto temor por el dios, se mostraba racional y segura de sí misma al hablar. Y eso había conseguido que Zeus tomara en cuenta las palabras de la joven humana.
Increíble.
Delante de Zoe y los dos dioses, una miniatura de Tebas, la ciudad humana enmarcada por el mar Egeo y el mar Jónico, se alzaba sobre una enorme mesa de mármol. Cambiando a medida que Zeus le mostraba parte de Atenas, Delfos, llegando hasta las Termopilas, y explicándole qué seres podrían estar confabulados en la traición de su preciado trono. El traidor no actuaría solo, una enorme diversidad de seres podrían ser los posibles aliados. Así que Zeus le había explicado la naturaleza de ciertas criaturas y por qué razón querrían unirse al confabulador. Tal vez ni siquiera era un único dios, era probable que fueran más de uno.
Después de conocer las posibles traiciones y recordar la información que le habían ofrecido las Hespérides sobre la naturaleza de algunos dioses, Zoe concluyó que ninguno cercano a Zeus podría ser el traidor. Fue en ese instante que empezó el debate defendido por Zeus; asegurando que un dios cercano levantaría menos sospechas. Y rebatida por Zoe, que estaba convencida que Poseidón, Demeter, Hades o Hestia no tenían ninguna razón o posibilidad de llevar a cabo tal conspiración.
Poseidón dominaba los mares. Ese era su hogar. Una guerra entre dioses y la destrucción del mundo no sería lo que deseara. Alguien que ama el mar no contribuiría en parte de su destrucción.
Por otro lado, Demeter estaba demasiado ocupada con el problema que suponía haber tenido que renunciar a su hija durante medio año. En primavera estaba pendiente de su hija, y en invierno demasiado desanimada como para planear el fin del mundo. Además, su naturaleza impedía que destruyera la belleza del mundo que ella misma ayudaba a crear.
Luego estaba Hestia, la diosa del hogar. Tan independiente que ni siquiera se relacionaba con los dioses. Estaba claro que jamás querría tener nada que ver con ninguna guerra.
Y por último: Hades. El dios del inframundo, aunque Zeus había sospechado de él al instante y en primer lugar, Zoe no había tenido ningún problema para descartarlo. Hades tenía a su servicio a las Erinias. Teniendo tan cerca a las diosas vengadoras, no se atrevería a cometer el pecado del asesinato —que era lo que Zoe creía que habría hecho el traidor con Hera—. Es más, y con esa afirmación terminó por convencer a Zeus, había sido Hades precisamente quien las había enviado al Olimpo para que lo advirtieran de dicha traición.
Así que después de mucho discutir, decidieron que lo más adecuado era ir a la tierra y descubrir si se había puesto en marcha alguna artimaña que, desde el Olimpo, Zeus no pudiera ver ni sospechar. Para sorpresa de todos los presentes, había sido Zoe quien lo había sugerido. Sabiendo que Zeus controlaba el Olimpo, no era difícil creer que el traidor tendría dominio sobre otro espacio donde el dios no era omnipotente.
Hermes empezaba a sospechar que la razón de su señora de enviar su divinidad a una mujer humana era mucho más compleja que el simple objetivo de evitar la guerra de dioses. Había algo en Zoe que daba confianza, esperanza, seguridad. Era extraño que alguien con tantas inseguridades transmitiera tal firmeza a los demás.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó Zoe al fin.
Zeus se quedó mirando la miniatura durante unos segundos. Y Hermes se sorprendió al ver su mirada confusa. Jamás, en todos los siglos de su vida, había visto al dios más poderoso de todos dudar en algo.
—¿Qué tal si empezamos por Delfos? —sugirió Hermes por primera vez en las horas que llevaban debatiendo.
La sugerencia hizo que ambos se giraran hacia él como si se sorprendieran de su presencia. Al parecer, se habían olvidado por completo de él.
—¿Qué hay en Delfos? Me suena mucho el nombre, creo que salía algo en el libro rojo —dijo Zoe pensando en voz alta. Zeus arqueó una ceja.
—¿El libro rojo?
—Es un libro que traje de mi tiempo que habla sobre toda la mitología griega. Bueno, todo lo relacionado con los dioses, quiero decir —respondió sin darle mucha importancia.
Hermes se acercó a Zoe y señaló en la miniatura la zona donde estaban las Termopilas.
—Esto es Delfos. Allí podríamos encontrar a las Moiras. No suelen quedarse en un lugar fijo, pero si queremos hablar con ellas es muy posible que estén en Delfos.
Zeus movió la mano hacia el mapa y lo agrandó hasta que se pudo ver una perfecta miniatura de Delfos. Era una ciudad típica griega, con tres templos principales. Miniaturas de pequeñas criaturas mitológicas caminaban por las calles o se bañaban en los lagos cercanos a la ciudad. Aunque era pequeña, los alrededores estaban enmarcados por una extensa vegetación.
—Allí también reside Apolo, por eso no lo había suge... —Zeus se interrumpió, dejando la frase inconclusa—. Aunque, claro, tú no eres Hera, así que no debes albergar resentimiento alguno hacia él —Zoe esbozó una media sonrisa.
—¿Estás seguro de que no mantenías ningún tipo de relación sentimental con tu mujer? Porque para odiarte tanto, odiaba demasiado a los hijos de tus amantes.
Hermes no pudo evitar reírse ante el comentario, una risa que murió al instante cuando Zeus se dio la vuelta. La situación divirtió a Zoe, que contuvo la risa a duras penas. Carraspeó un poco antes de seguir con la conversación.
—Bien. Las Moiras. —El rostro de Zoe era un poema. Hermes estaba seguro de que o bien no sabía qué eran, o tenía una muy ligera idea y no le gustaba para nada tener que hacerles una visita—. No es que crea que no sabéis lo que hacéis, pero... ¿Las Moiras no son las que deciden cuándo muere alguien, sobre todo los mortales?
—Exacto —confirmó Zeus tajante.
—Estupendo.
—No van a matarte si no ha llegado tu hora. Además, las Moiras no solo... —empezó Hermes.
—Sí, bueno, pero resulta que mi hilo de la vida no es tan fuerte como el vuestro —dijo cruzándose de brazos—. Que tenga la divinidad de Hera en mi interior y me parezca a ella no significa que sea inmortal como lo sois vosotros. Sigo estando al borde del abismo.
Hermes hizo intento de reanudar su explicación, pero al parecer estaban empeñados en dejarle con la palabra en la boca.
—No creerás que saldrás de esta de una pieza, ¿verdad? Cuando te pregunté qué serías capaz de hacer para salvar nuestro mundo, ¿a qué creías que me refería? —Hermes volvió a intentar interrumpirlos, pero Zoe se había vuelto hacia Zeus y parecía algo enfadada.
El dios la miró a los ojos mientras esbozaba una sonrisa burlona. Zoe no se había dejado amilanar en ningún momento, y lo cierto era que no entendía por qué se empeñaba en desafiar al más temido y poderoso de todos los dioses. Mirar a Zeus de ese modo era retarlo a que la matase. Así pues, ¿qué más daba si iban a ver a las Moiras?
Zeus sonrió más ampliamente antes de girarse y empezar a salir del templo.
—Hoy no. Sé a la perfección cuándo podemos encontrarlas, os avisaré cuando sea el momento. Por ahora, intentad no llamar mucho la atención. —Cuando Zoe intentó protestar, Zeus se volvió de nuevo para añadir una última cosa—. Por cierto, las Moiras no solo son las que deciden quién muere y cuándo, también son las encargadas de decidir el destino del Universo. Estoy seguro de que lo que realmente te preguntabas era en qué podrían ayudarnos las tres diosas.
Zoe se sonrojó mientras lo veía alejarse y desaparecer por la puerta. A la par, la miniatura de Tebas desapareció sin dejar rastró, acompañando al dios.
Hermes entrecerró los ojos y se cruzó de brazos.
—Eso era precisamente lo que intentaba decirte.
Zoe gruñó mientras se alejaba de todos los insufribles dioses de ese maldito templo.
La puesta de sol desde esa altura podría llegar a desafiar a la mismísima Afrodita. Los colores anaranjados, amarillos y rojizos teñían un cielo lleno de nubes suaves como el algodón. Desde esa altura, cualquiera podría imaginar que estaba volando por el cielo hacia un nuevo amanecer. Para Zoe, que estaba sentada en el tejado del templo más elevado de todos, no le resultaba complicado hacerlo. Claro que eso podría haber sido más sencillo si fuera una mujer con la cabeza en las nubes, en lugar de en el duro suelo.
Sí. Precisamente ella, la que había tenido que golpearse cientos de veces con la cruda realidad, estaba contemplando una puesta de sol que no existía en su mundo desde hacía siglos. Viviendo una historia repleta de seres mitológicos y dioses peligrosos. Ella, que jamás había creído en nada que no fuera lo que era capaz de hacer y lo que los demás eran capaces de arrebatar. Sobre todo cuando se trataba de quitárselo a ella.
Se había convencido de que todo aquello no era real, que se trataba de una alucinación provocada por algún tipo de droga que ese Hermes le habría suministrado. Pero cada vez le costaba más mantener esa teoría. Habían pasado días desde que desapareció de su casa. Y si bien era cierto que la droga podía distorsionar el tiempo, no se sentía confusa. En realidad, estaba más que despierta. Lo que la llevaba a preguntarse si su aparente lucidez era también una mentira.
El problema, no obstante, no era si podía creer o no en lo que había sucedido. Su dilema era que quería, necesitaba pensar, que se encontraba en el verdadero Olimpo. Aquel lugar le otorgaba algo que nada le había ofrecido hasta ahora: una distracción. Un modo de escapar de su vida. Y saber que ese caos y responsabilidad era preferible a su realidad no la tranquilizaba nada en absoluto.
Creer que ella era la responsable del mundo no era una buena noticia. ¿Quién podía creerse que una joven de veinticinco años licenciada en educación infantil, sin padres y responsable de una adolescente de quince años, era la destinada a evitar una guerra que destruiría el mundo entero?
Al parecer Zeus y Hermes. Lo cual era lo mismo que decir que los duendes y los elfos creen en Santa Claus.
No importaba lo que pensara ella. Estaba allí. Por el momento no había modo de escapar, no tenía otra opción que seguir el guion de la historia. Y por ahora no iba tan mal. A excepción de ese pequeño desliz con Zeus, claro.
¿Por qué la habría besado?
Intentaba no pensar en ello. La sensación que ese dios le transmitía era cualquier antónimo a tranquilidad. Su aspecto era aterrador, amenazante, terrible. Y a pesar de que todas esas eran sensaciones que experimentaba cada vez que estaba cerca, su reacción no era la que había esperado. Sentía en lo más profundo que tenía miedo de ese hombre, o dios. Entonces, ¿por qué razón lo retaba? ¿Por qué discutía con él? ¿Por qué no se veía impulsada a apartar la vista de sus ojos? Jamás se había considerado una temeraria, y en las últimas horas nadie lo habría podido decir.
De hecho, tampoco podía culparlo por haber intentado someterla. Porque esa era la única razón que se le ocurría por la que pudiera haber querido besarla. Ella lo había provocado, intencionada y deliberadamente. Estaba tan furiosa que lo único que deseó fue que sintiera todo su desprecio. No tuvo en cuenta que Hera jamás expresó esa apasionada furia. Como Hermes había dicho, la diosa se mostraba indiferente. Su furia era caprichosa, no descontrolada. Zeus había reaccionado ante su pasión, al margen de la ira implícita en ella. Así que ahora que sabía de su humanidad, que no era una diosa, era probable que intentara someterla de nuevo.
Si se mostraba tan impertinente no lo dudaba. Zeus no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria, ni a recibir órdenes o que alguien le discutiera algo. Y Zoe no solía obedecer a nadie porque sí. Las órdenes directas eran un verdadero problema para ella.
Desde la altura del templo, mirando con decisión el sol que estaba prácticamente oculto, las preocupaciones de la joven se convirtieron en pura determinación.
No iba a permitir que ese dios, ni ningún otro, la intimidara de nuevo. No iba a acobardarse. Era fuerte. Llevaba cuatro años empeñándose en ser valiente. Y Zeus no iba a volver a acercarse a ella de ese modo. No dejaría que intentara someterla de nuevo.
Además, qué importaba ya todo. Si conseguía salvar el mundo, si lograba mantenerlo en pie y salvar a su hermana pequeña, jamás regresaría para verla de nuevo. Existía una razón por la que Zeus no la había matado aún, pero cuando todo terminara, no tenía claro que siguiera teniendo esa suerte.
Ocultó el rostro entre sus rodillas, intentado alejar esa desoladora idea de la cabeza. No era el momento de pensar en eso. El miedo no era buen compañero.
—¿Sigues dándole vueltas a lo que he dicho antes? Sabía que no podrías evitar pensar en ello.
Zoe se sobresaltó al escuchar la voz grave de Zeus. Esperaba que fuera Hermes quien la siguiera para continuar atormentándola con su deber y su destino, pero era otro tipo de tormento el que había decidido ascender por las escaleras que llevaban al tejado del templo.
Se levantó de forma acelerada. No conseguía sentirse a su altura estando sentada. Aunque era difícil incluso de pie, pues el dios medía por lo menos dos cabezas más que ella.
No sabía cuánto rato hacía que llevaba allí sentada, pero al parecer era el tiempo suficiente para que sus piernas se durmieran. Sintió el cosquilleo justo después de que le fallaran las piernas. Intentó mantener el equilibrio y, aunque lo habría conseguido, Zeus no parecía tenerlo tan claro. Notó su mano cerrarse alrededor de su cintura, obligándola a incorporarse y acercarse a él. Posó las manos en su pecho para mantener la distancia. El terror mezclado con la furia volvió a crecer en su interior. ¿Por qué siempre lograba que pareciera una débil humana insignificante?
—Intenta mantener el equilibrio, humana. Ya sé que mi presencia te abruma, pero no quiero que te mates antes de cumplir con tu palabra.
Su débil mano, intentando mantener una distancia prudencial, se fortaleció de golpe al escuchar sus petulantes palabras. Era una suerte que todo su miedo e inseguridad desaparecieran, dejando solo la furia en cuanto el dios abría la boca.
—Zoe.
—¿Cómo dices? —Las cejas del dios se curvaron por la confusión.
—Mi nombre. No me llamo humana, mi nombre es Zoe. O Hera delante de otros dioses.
Aunque seguía esperando que la fulminara con un rayo en cualquier momento, el dios volvió a sorprenderla dejando escapar una sonora carcajada. Su intención no era intimidarlo, pero por nada del mundo había querido divertirlo. «Estupendo, pensó, me he convertido en la perfecta atracción de feria.»
Frustrada y avergonzada, Zoe pasó por su lado dispuesta a bajar las escaleras y buscar a Hermes. En algún momento empezaría la misión, o tal vez podría indicarle un lugar donde poder descansar un rato. Tanta tensión en un mismo día habían terminado por agotarla. No obstante, el brazo fuerte de Zeus volvió a retenerla.
—No importa cómo te llame. Los humanos sois todos iguales. Y tengo que informarte que hasta la fecha ninguno me da la espalda —susurró el sonido gutural de su garganta.
Zoe entornó los ojos, y sintió de nuevo el impulso de contestar con insolencia. ¿Acaso estaba más loca de lo que había supuesto?
—Puede que te parezcamos todos iguales, pero esta humana tiene el poder de provocar una guerra. Y el fin del mundo, ya que estamos. Así que intenta recordar mi nombre. No creo que llegues a conocer muchos más humanos capaces de darte la espalda.
Zeus sonrió. Parecía divertido, como si disfrutara del enfrentamiento verbal. Estaba segura de que no muchos se atrevían a tanto. Zoe no terminaba de entender cómo tenía el valor de hacerlo, cuando nunca había sido capaz de llevar a cabo ni siquiera un discurso delante de sus compañeros.
—Lo dices como si estuvieras haciéndome un favor y, si mal no recuerdo, eras tú la más interesada en mantener este mundo en pie.
—Me parece que el interés es mutuo —contestó, alzando el mentón con decisión. Los ojos de Zeus brillaron con un deje divertido.
—Estoy de acuerdo, aunque no tengo claro que sepas hasta qué punto.
Zoe no supo qué quería decir exactamente con eso, pero no dijo nada mientras se alejaba de ella y descendía por las escaleras de mármol hacia el piso de abajo, dejándola de nuevo sola.
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