Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo XII

Que el dios con el que tenía que enfrentarse empezara a bajar las escaleras de su templo con esos pasos fuertes y seguros, sin apartarle la mirada, no había hecho sino empeorar los nervios y el miedo que se había apoderado de ella al verlo por primera vez.

La descripción que Hermes había hecho del dios había sido breve e insípida, y ahora entendía por qué. Si hubiera dicho cómo era de forma más explícita, no habría pisado ese templo por nada del mundo.

Zeus era terrible. Esa era sin duda la palabra que mejor lo describía. No le costaba trabajo entender por qué razón era el dios entre los dioses. Su sola presencia intimidaba y aterraba a cualquiera. ¡Hermes le había tendido una emboscada! Ni siquiera se sentía capaz de hablar como una humana, mucho menos como una diosa.

—Por fin te dignas a presentarte —su voz ronca y grave le arrancó un escalofrío—. La verdad es que me sorprende que no lo hicieras antes, con lo que te complace regodearte cuando me ganas en algo. Supongo que estarás contenta por la victoria de los griegos.

Zoe estaba tan aterrada ante la voz y la presencia del dios, cada vez más próxima, que no escuchó nada de lo que había dicho. Tuvo que alzar la cabeza para poder mirarlo a la cara, y sus pensamientos fueron directos a la enormidad de su cuerpo y lo alto que era. ¿Cuántas cabezas le sacaba? ¿Tres?

Cuando terminó de bajar las escaleras, a pocos metros delante de ella, recostó todo su peso en una pierna y la observó con curiosidad. Al instante, Zoe supo que estaba metiendo la pata sin siquiera decir nada.

—¿Ocurre algo? ¿De repente no tienes lengua? Me cuesta creerlo.

En ese momento, Zoe reaccionó. ¿Qué estaba diciendo? ¿Qué era lo que le costaba creer? ¡Dios! No podía arruinarlo todo por algo que nunca le había ocurrido. No solía juzgar a la gente por su apariencia física. Se había enfrentado a profesores que daban tanto miedo que ninguno de sus alumnos había replicado jamás sus injustas calificaciones. Logró educar a una joven de once años entrando en la adolescencia mientras intentaba superar la muerte de sus padres. ¡Y acababa de enfrentarse a lo que creía ser un ladrón en su casa, un gigante en un jardín enorme y un dragón de cien cabezas! Ese dios no podía ser mucho más aterrador que todo eso.

Sacudiendo la cabeza interiormente, se propuso apartar la mirada y centrarla en algún otro punto hasta que estuviera preparada. Necesitaba decir algo que Hera también dijese... ¿Pero el qué? Se suponía que se odiaban, ¿qué diría ella a alguien a quien odiase?

Con Hermes había sido muy sencillo. Solo tenía que imaginar algo irritante que él hubiera hecho. Algo que pudiera molestarla, como... ¡Invadir su intimidad! ¡Claro! ¡El muy sinvergüenza se había metido en su cabeza sin ningún permiso! Estaba segura de que Hera no lo toleraría. Por desgracia para Zoe, antes de poder decir nada, Zeus ya estaba delante de ella. La sujetó por el mentón, alzándole el rostro.

—Estás muy rara...

Esta empezó a hiperventilar y sustituyó al instante el temor por ira. ¡No podía permitir que todo se fuera al traste por su culpa! Estaba su hermana. Su familia había muerto por culpa de ese hombre. Su vida era una farsa y había sido separada de lo único que le quedaba a causa de él. Si no hubiese eliminado la parte divina de Hera, ella no se encontraría en ese desastre de época, ni se vería envuelta en toda esa locura. ¡Si no fuera por él, su familia seguiría viva y ella sería feliz!

—¡Aparta! —gritó con ira, dándole un empujón.

Zeus abrió los ojos, aturdido, pero no pareció afectarle el empujón.

—¡No te entrometas en mis cosas! —vociferó—. ¡Y no vuelvas a meterte en mi cabeza ni en mis asuntos!

Zeus cruzó los brazos mientras sonreía divertido.

—Así que te has enfadado porque he escuchado cómo te reías, ¿no es así? —dijo Zeus, acercándose de nuevo—. ¿Por qué reías, por cierto? Nunca te había escuchado emitir un sonido tan mágico. Si lo hubiese hecho, tal vez nunca habría ido a buscarlo fuera de este templo.

Zoe no pudo evitar sonrojarse ante sus palabras. A pesar del miedo que suscitaba, algo en él conseguía que se sintiera inquieta. Una inquietud que nada tenía que ver con el temor y que no terminaba de comprender. No recordaba haber sentido jamás algo parecido.

Zeus observó su rostro con asombro. No entendía cómo podía estar allí quieta sin desatar sus poderes divinos contra él. Le había robado la divinidad para castigarla, y ella no se había vengado por ello todavía. Es más, no la había visto desde que se inició la guerra de Troya.

Recordaba esa pelea como si fuese ayer. Su esposa iba a favor de los griegos por una disputa con Afrodita. La razón era evidente: Hera competía constantemente contra ella para demostrar quién era más hermosa. Era absurdo, nadie podía competir contra la belleza de la diosa del amor. Ni siquiera Hera.

De todos modos, en esos instantes, sin entender muy bien por qué, tuvo la sensación de que sí podría competir contra ella. E incluso ganar. Cuando la miró de cerca, a pesar de que su aspecto era el mismo, encontró algo distinto. Sus ojos eran más verdes y su mirada más cálida. No. En realidad era abrasadora. Había logrado quemarle, encenderle, y eso era algo que nadie conseguía con facilidad.

Después estaba su voz. Cuando había hablado, aunque intentaba herirle, era cálida y dulce, como cuando la había escuchado reír unas horas antes. No destilaba frialdad y odio, era igual de cálida que sus ojos. Una voz aterciopelada que había logrado desconcertarlo.

Extraño.

Y más extraño aún fue cuando sujetó su muñeca. Su piel no era fría y casi inexistente, sino suave y delicada. Cuando la había tocado tuvo un impulso. Había querido acercarla todavía más a él para poder comprobar si el resto de su piel era tan cálida y suave como su muñeca. Había querido comprobar si esos labios carnosos, y ligeramente más rojos y húmedos, tenían la misma calidez que había notado en el resto de su cuerpo.

—Señor...

Notó el sobresalto que recorrió el cuerpo de Hera cuando la voz de Megera, una de las Erinias o Diras, diosas del castigo y la venganza, resonó por el templo justo antes de aparecer delante de ellos.

Los cabellos de la Erinia eran tan largos que le llegaban por debajo de los glúteos. Los llevaba rizados y adornados con cintas y tiras de color negro puro, un color que contrastaba con su cabello rubio rojizo. Su piel era tan blanca que parecía esculpida, amenazando con romperse con un simple roce. Sus ojos, tan oscuros como la noche, contrastaban muchísimo con su piel pálida y jugaban una sensación extraña con la pupila blanca. Sus labios eran carnosos y rojos como la sangre, y tenía unos dientes tan blancos que parecían perlas. A diferencia de Hera, Megera era muy alta, tan alta que incluso superaba a Zeus. En lugar de vestir un peplo o una túnica griega, llevaba todo el cuerpo tatuado y cubría su intimidad y sus pechos con una simple cinta negra. Por otro lado, sus pies iban descalzos y sin ningún tatuaje que estropeara su piel.

—Megera... —susurró Zeus, girándose hacia la mujer que acababa de entrar—. ¿Qué es lo que ha ocurrido para que una de las Diras venga a mi templo?

Las Erinias o Diras eran tres diosas del inframundo que se encargaban de vengar y castigar a los que cometían las mayores atrocidades del mundo. Megera juzgaba a los que atentaban contra el matrimonio —o el amor—, en su gran mayoría la infidelidad. Alecto, otra de las Erinias, era la llamada la Implacable, se encargaba de los delitos morales. Tisífone, la Vengadora, castigaba a los que quitaban la vida a los inocentes. Aunque en el inframundo eran llamadas las Erinias, cuando Zeus pedía sus servicios las nombraba Diras.

—Evidentemente, no por gusto propio, puedes estar seguro —dijo la diosa, dirigiéndole una mirada fugaz a Hera—. Hades me manda.

Zeus se alejó de su esposa, dedicándole a la Erinia una mirada suspicaz.

—¿Mi hermano? ¿Se puede saber qué quiere ahora? Dejé muy claro que mis asuntos no le conciernen en nada.

Hacía eones, él y Hades habían hecho un pacto. Él no se involucraba en sus asuntos y su hermano hacía otro tanto con los suyos. Así de simple. Solo requería la presencia de las Diras cuando Zeus las necesitaba, no al revés.

Megera lo miró con el ceño fruncido, dejando claro que no estaba allí porque ella quisiera. Saber que de todos modos había venido una de las más temidas Erinias, hacía pensar que debía ser algo de suma importancia.

—Lo sabemos —afirmó—. De todos modos, es importante que sepas lo que está ocurriendo. Te concierne tanto a ti como a Hades. Y, por supuesto, a todos nosotros.

—¿Me cabe esperar entonces que Hades no sabía nada de esto hasta que vosotras se lo dijisteis?

—Nosotras somos las únicas que podíamos saberlo antes que nadie, señor. Como diosas de la venganza y el castigo de los pecadores, es nuestro deber saber lo que ocurre en el plano humano. Y, por supuesto, en el divino.

Zoe sintió un escalofrío recorrer su columna de arriba abajo. Desde que esa mujer había aparecido, experimentó una especie de incomodidad extraña. Zeus la había llamado Megera, pero con lo poco que sabía de mitología no tenía ni idea de quién se trataba. Por suerte, la misma diosa la había sacado de dudas. Megera era una diosa de la venganza y el castigo.

Ahora que lo pensaba, recordaba una imagen en su libro rojo que hablaba de ellas. Se acordaba porque le había llamado la atención el sobrenombre que tenían: la Implacable, la Seductora y la Vengadora. Si no recordaba mal, a Megera la llamaban la Seductora, pues se encargaba de vengar a los que habían sido infieles o habían causado algún dolor a la persona que debían fidelidad. Como era de esperar, la imagen no se asemejaba en nada a la mujer que tenía delante.

—¿Qué es lo que ocurre, Megera?

En cuanto se formuló esa pregunta, Zoe tembló. ¿Sería posible que esa mujer supiera quién era ella? ¿Que era una impostora? Fuera así o no, la mujer no paraba de enviarle miradas fugaces de tanto en tanto, y eso la ponía de los nervios.

—Como ya sabéis, nosotras no podemos saber cómo ha ocurrido, pero sí las consecuencias que ello conlleva. Si alguien es infiel, en mi caso, no sabré nunca por qué lo ha sido ni cómo, solo sabré que lo es y qué consecuencias traerá. —Zoe seguía sin moverse, esperando cualquier cosa que le diera una pista de lo que aquella mujer sabía o dejaba de saber.

—Lo sé. ¿Qué es lo que va a ocurrir? No me hagas perder el tiempo, Megera —gruño Zeus, acercándose a un enorme trono adornado con piedras preciosas y oro bruñido y se sentaba en él.

—Lo mismo dijo Hades, pero después de lo que voy a decirte te aseguro que no lo verás de ese modo. —Zeus se alzó de nuevo, quedando frente a la Erinia—. Sabemos a ciencia cierta que hay un traidor entre nosotros, y que dicho traidor será el causante del fin del mundo, tanto terrenal como divino.

Ante dicha información, Zeus se giró de golpe, dando una patada a su trono y enviándolo lejos. Su ira la impresionó tanto que no pudo evitar emitir una pequeña exclamación. Por suerte para ella, la impresión de las palabras de Megera fue tan asombrosa que no reparó en su extraña alteración.

—¿Cómo lo sabéis? —voceó.

La Erinia no se inmutó, parecía acostumbrada a la furia que la voz del dios destilaba.

—Gea está enferma —informó—. Como bien conoces, por tu propio mandato, vamos a ver a Gea de vez en cuando para comprobar que siga el mundo en orden. La última vez que fuimos no fue así. Algo la está contaminando. Su pena es tan grande como si hubiera perdido a un hijo.

—¡Eso es imposible! Los dioses no caemos enfermos, Gea ha aguantado torrenciales más fuertes, y si algo hubiese ocurrido lo sabría. No hay un solo dios en el Olimpo que no sepa dónde está a cada segundo y qué es lo que está haciendo.

Zoe se estremeció. ¿En todo momento? ¿Cómo era posible, entonces, que no sospechara de ella? ¿Sería posible que Gea, la diosa Tierra, estuviera enferma por su culpa? Según Hermes, si la descubrían, no solo podría causar una guerra, sino también destruir la Tierra. Y si Gea era la Tierra, la diosa Tierra, seguramente era normal que ella fuese la primera en caer. De algún modo, saber que esa diosa estaba enferma por su culpa logró que se sintiera culpable.

—Pero solo puedes saberlo en el Olimpo. Quien te ha traicionado puede que tenga poder sobre otro campo. No te fíes, Zeus. No te fíes ni de tu propia sombra. Si lo haces, puede que el mundo tal y como lo conocemos sufra las consecuencias de un mal mandato.

Un rayo atravesó a Megera en cuanto hubo pronunciado esas palabras. Zeus tenía la cara marcada por la ira, y estaba preparando otro rayo contra la Erinia cuando Zoe se interpuso en su camino.

—Sal de ahí, Hera. Esto no va contigo —dijo con los ojos encendidos.

Zoe había actuado por puro impulso, pero tuvo la certeza de que ese era su lugar con cada instante que pasaba. No conocía la relación que tenía Hera con esa Erinia, pero ver cómo ese rayo había atravesado su cuerpo, dejándola aturdida en el suelo, había sido suficiente para saber que debía interferir.

—Lo que vaya o no conmigo lo decidiré yo. —Luego se volvió hacia la Erinia y dijo con firmeza—. ¡Lárgate! Ya has dicho lo que tenías que decir.

Mientras miraba a la Erinia dudó por unos instantes. No obstante, Megera bajó la cabeza en señal de agradecimiento para luego evaporarse en la nada. Zoe sonrió cuando Megera desapareció, y confirmó que al menos la Erinia más temida de todas no sospechaba de ella. Aunque la sonrisa no le duró mucho. En cuanto se dio la vuelta y vio a Zeus, todo signo de buen humor desapareció y dio lugar a un siniestro y poco aconsejable terror. Había pensado que el impulso y el valor que había experimentado segundos antes, habrían conseguido evaporar por completo el miedo. Se equivocaba. Podía asegurar sin duda alguna que ese dios, con una sola mirada, conseguiría postrar de rodillas al más terrible de los humanos. Y, sin embargo, sabía a ciencia cierta que ella, Hera, no debía hacerlo. Si suplicaba o veía debilidad, estaría perdida. Porque entonces sabría que era la traidora.

Cuando Zeus se acercó con el rostro todavía encendido por la ira, Zoe tuvo que hacer acopio de todo su valor para mantener la mirada y la posición sin moverse un solo milímetro.

«Hera podía ser muchas cosas, pero cobarde no es una de ellas, Zoe. Mientras te enfrentes a Zeus y le plantes cara, él nunca dudará de ti.»

Recordaba que Hermes se lo había dicho en una ocasión, seguro de sí mismo. Por lo que sabía, tenía que aferrarse a eso con uñas y dientes. Si algo podía salvarla...

—Merecía un castigo —rugió—, nadie me habla de ese modo. ¡Si sigues interponiéndote en mis decisiones tendrás que asumir las consecuencias!

Zoe dudó un instante en qué contestar pero, sin saber por qué, una furia creciente empezó a dominarla.

Cuando alguien le hablaba en ese tono, podía sucederle dos cosas; o se avergonzaba y amedrantaba, o se enfurecía. Al parecer, el dios había conseguido lo segundo. Tal vez por lo injusto que le pareció su afirmación.

—No creo que debas castigar a todo aquel que diga la verdad, Kardia —respondió con una insolencia que desconocía que albergara—. Sé que duele cuando alguien la dice, pero no por ello debe ser castigado.

La mano de Zeus voló hacia su cuello y la sujetó mientras la miraba a los ojos. Zoe, aunque por dentro estaba temblando, mantuvo la compostura. Si apretaba un poco más no podría seguir fingiendo. A pesar de todo, seguía siendo humana, y que la cogiera de ese modo la asfixiaba sin que ella pudiese fingir otra cosa. Por suerte, Zeus aflojó el agarre. Pero no apartó la mano. Y la sonrisa que apareció en su rostro a continuación fue toda una sorpresa.

—¿De dónde has sacado ese ardor y ese fuego? ¿Has tenido un amante, Hera? ¿Por esa razón has salvado a Megera, para que te deba una y no te castigue por tu infidelidad?

Las preguntas lograron enfurecerla y sorprenderla al mismo tiempo. Aunque sabía que no era cierto y la acusación no iba dirigida a ella, eso no tuvo importancia en esos momentos. El miedo que había sentido por él al verlo por primera vez empezaba a sustituirse por una ira que no terminaba de entender. Se suponía que debía fingirla, pero el dios le inspiraba cierta furia incomprensible e ilógica. Tal vez su instinto de diosa estaba actuando por fin. Así que no la sorprendió que apartara la mano de Zeus de un manotazo, encarándose a él con el temor por completo extinto.

—No soy yo la que comete infidelidades, si mal no recuerdo. Ni te atrevas a insinuarlo siquiera cuando tú no eres un ejemplo a seguir.

—¿Son celos lo que veo? —preguntó con sorna.

Guiada todavía por la furia, se acercó un poco más a él, enfrentando sus ojos encendidos como el sol. Si dejaba de lado lo imponente y el miedo que transmitía, tuvo que reconocer que era realmente atractivo.

Sintió palpitar su corazón con fuerza, incapaz de creer todavía que fuera ella, Zoe Vinarós, la que estaba hablando y actuando.

Guiada por una subida de adrenalina y excitación al reconocer que era capaz de cumplir con su parte del trato incluso mejor de lo que Hermes suponía, sonrió con suficiencia y forzó un poco más la paciencia del dios que tenía delante.

—Ni en tus mejores sueños estaría celosa por alguien como tú.

La satisfacción que había sentido segundos antes se evaporó al instante al percatarse del grave error que había cometido. De haber sido menos ingenua, habría sabido que los ojos del dios no estaban teñidos de furia o ira, sino de lujuria. Se había equivocado por completo. No estaba actuando como Hera. La diosa se mostraba indiferente y fría, no furiosa y apasionada. Y la diferencia era más que notable para Zeus. El cual tuvo una reacción a sus palabras que no habría imaginado por nada del mundo.

Aunque lo que más la sorprendió no fue su reacción, sino la suya propia.

Cuando notó su cuerpo pegado a su pecho, fuerte como el acero, supo que estaba perdida. No obstante, cuando esa boca se posó sobre la suya, no sintió el miedo que creía que tendría. En realidad, si el dios le había transmitido temor alguno con anterioridad, este se evaporó por completo al sentir sus labios cubriendo los suyos.

Un escalofrío de puro deleite recorrió todo su cuerpo cuando las enormes y firmes manos del dios la sujetaron por la cintura para aproximar su cuerpo al de él. Se sentía pequeña a su lado, pero aunque indagó en su interior, en lugar de la inseguridad e insignificancia a la que estaba acostumbrada, encontró una firmeza que no reconocía. Por puro instinto, desobedeciendo la voz interior que gritaba lo estúpida que era, rodeó su cuello con los brazos y correspondió al beso con una fuerza superior a la de él. Era incapaz de pensar con coherencia. De lo único que era consciente era de las sensaciones que ese simple y devastador beso estaba provocando en ella.

Antes de perder la cordura por completo el sentido común regresó, fulminándola ante la inmensidad de sus acciones. Se apartó de él con tal brusquedad que tuvo que recular un par de pasos, hasta estar segura de que no caería sobre el mármol del templo. Todavía conmocionada, miró el suelo intentando recobrar la compostura.

¡Por Dios! ¿Qué había pasado?

—Hacía mucho tiempo que no probaba esa pasión. Casi había olvidado la razón por la que quise casarme contigo.

Zoe respiró entrecortadamente una vez más, intentando recobrar la calma. Intentó buscar en su interior lo que creía que encontraría: un arrepentimiento de los que dejaban los años locos del instituto a la altura del betún. No obstante, no encontró nada. Ni un solo indicio de lo que acababa de permitir. ¿Cómo podía no sentir ni un ápice de remordimiento?

—Pues vuelve a olvidarlo porque no ocurrirá de nuevo —fue todo lo que pudo decir.

Se había preocupado tanto por cómo debía actuar que no tuvo en cuenta lo que no tenía que hacer. Al parecer, dejarse llevar por la supuesta diosa que llevaba dentro no era una buena idea. «En realidad, pensó, tal vez la que ha actuado no es mi diosa interior, sino la Zoe oculta que no conozco y permanece encerrada dentro de mí.»

Antes de poder alejarse, Zeus alzó su rostro para ver sus ojos. La sonrisa dio a entender que se creía ganador de esa batalla. No obstante, la guerra que estaba en camino no la había vencido aún, y ella no iba a dejarse ganar.

—Cuando algo ocurre una vez, siempre sucede una segunda, y una tercera, y una cuarta... Del mismo modo que las traiciones, la pasión siempre se repite cuando la llama ha sido encendida. Y tú, querida, hace tiempo que habías sumido tu pasión en el hielo más profundo. No sé por qué ha despertado, pero te aseguro que no va a volver a irse.

Aunque sus palabras querían ser amenazantes, no tuvieron el efecto esperado. Zeus había dicho algo que la hizo pensar que tal vez no era ella la traidora. O al menos no a la que se referían las Erinias.

—¿Has dicho como las traiciones? —Zeus se apartó bruscamente de ella.

—Las Erinias. No saben quién es el traidor, pero muchos dioses han intentado destronarme en más de una ocasión. No me cuesta mucho creer que esto sea otro truco para arrebatarme mi puesto en el Olimpo. Lo sabes muy bien, la lista es infinita. Todos ellos han recibido su castigo, pero no puedo matar a un dios importante sin que ello suponga una guerra. Así que no me extraña que sea uno de ellos el traidor. —Zeus la miró con una ceja enarcada ante su mirada incrédula—. ¿Acaso creías que no lo intentarían de nuevo?

No. Claro que no. Porque ella no podía imaginar a otra persona que pudiera terminar con el mundo. Porque era ella la que lo ponía en peligro fingiendo ser Hera. Aun así, tal vez, y solo tal vez, no fuese la que las Erinias habían catalogado como traidora. Quizás hubiese un dios en el Olimpo que quisiera destronar a Zeus y hacerse con el mundo entero. No costaba mucho de creer, aunque sí de imaginar. Al menos para ella.

Poco a poco, la sospecha de que su presencia allí tenía algún motivo más que el simple hecho de que Hera hubiese fallecido, fue instalándose en su cabeza. Y supo que la muerte de la diosa tenía más que ver con eso que con una simple consecuencia de su orgullo. Si aquello era cierto, quería decir que alguien en ese lugar —además de Hermes— sabía que ella no era la verdadera Hera. Y eso solo podía traer problemas.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro