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Capítulo VI

Zoe no sabía cuánto tiempo había pasado desde la aparente tregua, pero estaba convencida de que, si sus profesores supieran lo que su mente estaba imaginando en esos momentos, nunca volverían a decir que no tenía imaginación.

Hermes le había mostrado, desde las alturas de lo que él había llamado «una parte del Olimpo», lo que le había ocurrido a Hera. Como había dicho, la diosa era una mujer caprichosa y muy orgullosa, y ese orgullo había sido el detonante de su muerte. Reconoció al instante lo que estaba ocurriendo en la visión que Hermes le mostraba. Se trataba de la guerra de Troya. Recordaba haber estudiado algo sobre eso, pero los libros contaban que no era más que una leyenda explicada en el libro de la Ilíada. Otra cosa más que su mente había introducido en esa extraña historia.

Hermes no había parado de mostrarle y hablarle sobre todo lo que había ocurrido en el Olimpo. De la relación que Hera tenía con su esposo, Zeus. Y de la relación que tenían él mismo y la diosa. Aunque se tratara de un sueño, a Zoe no le fue difícil imaginar por qué Hermes quería que Hera regresara. Su mirada al hablar de ella lo decía todo. A pesar de que Hera fue una de las más importantes diosas del Olimpo y Hermes solo el mensajero, estaba segura de que la amistad que había dicho que compartían y la lealtad que él sentía hacia ella era solo una pequeña parte de sus sentimientos hacia la diosa. Aquella idea logró que esbozara una pequeña sonrisa que no pasó desapercibida por el dios, el cual interrumpió su historia para volverse hacia ella sorprendido.

—¿Por qué sonríes? ¡Deberías estar escuchándome como si de ello dependiera tu vida! Y, de hecho, depende.

Zoe, desde las escaleras del basamento del tempo donde habían terminado ambos sentados, sonrió más ampliamente y apoyó la cabeza sobre el dorso de la mano.

—La amabas mucho, ¿verdad?

Hermes se levantó de golpe en cuanto la pregunta llegó a sus oídos. Zoe se quedó allí sentada, sin moverse, mientras confirmaba sus sospechas con cada segundo que pasaba. Los puños del dios se apretaron con fuerza y supo que se debatía entre lo que sentía y lo que debía sentir.

—Lo primero que tienes que saber es que nosotros, los dioses, no albergamos sentimientos humanos. El amor, el odio, la esperanza, los sueños... Todo eso es efímero, y nosotros somos eternos. Y tú, como diosa que serás, no debes reaccionar nunca de acuerdo con esos sentimientos.

Zoe suspiró mientras se levantaba también. Se quedó delante de Hermes, con los brazos cruzados y una ceja levantada.

—Lo que tu digas. Quizás tú sepas esconder esos sentimientos efímeros, aunque por lo que he visto no demasiado bien, pero hay reacciones que no se pueden evitar. Como el dolor, por ejemplo. O el miedo. Y por si no te has dado cuenta, y puesto que no dejas de decir que los dioses son eternos puede que sí, hay algo que los mortales no podemos ocultar.

—¿El qué? —preguntó con cierto cansancio en la voz.

—La muerte. Además, ¿no es por esa razón que tu diosa murió? ¿Porque se volvió... mortal?

Aquellas palabras hicieron pensar a Hermes. Había ido a buscar a la humana que albergaba la divinidad de Hera, pero... ¿hasta qué punto era una diosa esa mujer? ¿Seguiría siendo mortal? La observó con detenimiento. Sabía que en su interior estaba su alma, pero aparte de eso, no parecía más que una humana normal y corriente. Y físicamente eran idénticas. Con sus labios carnosos y sus ojos con ese verde que solo ella poseía. Y no solo eso, también sus cejas se enarcaban en la misma posición que Hera. Y su cabello, aunque no tan largo como el de la diosa, tenía el mismo castaño claro con las mismas ondas suaves. Esa mujer no era Hera y, sin embargo, lo era más que cualquier otra mujer que hubiera visto jamás. No se comportaba igual que ella, pero seguía pareciéndose tanto que solo con mirarla le dolía.

Sin poder evitarlo, tuvo que retirar la mirada de nuevo.

—Supongo que tienes razón. No serias capaz de hacerlo bien —sentenció.

Zoe miró a Hermes mientras sus brazos, antes cruzados, volvían a colgar a lado y lado de su cuerpo.

—¿Que no sería capaz?

—Eres como ella, pero no te comportas como una diosa. Puede que seas su viva imagen, pero si te llevo al Olimpo no solo sabrán que no eres ella, sino que además descubrirán que yo soy el responsable y te castigarán duramente por tu osadía.

Los ojos verdes de la joven se abrieron por la sorpresa. Así que eso era lo que estaba diciendo, gritando, su mente. Se estaba cuestionando su capacidad. Ese era el punto. Estaba tan frustrada, tan cansada, que se había rendido. ¿No era capaz de cuidar de su hermana? Dios. No. No lo era. Porque la habían alejado de su lado. Esa era la verdad. Y quizás, ese hombre, el que había ido a su casa, era la personificación de sus temores. No ser capaz de proteger lo que quedaba de su familia.

Había estado dando palos de ciego, siguiéndole la corriente al hombre de su alucinación. Pero ahora lo entendía. Todo. Ella... se había rendido. Se había alejado de su hermana, y aunque había ido a la policía, no había luchado con todas sus fuerzas para hacerlos comprender. No había buscado pruebas, había actuado de manera irresponsable. Preocupada como estaba en el trabajo, no había visto que su hermana no iba a clase y frecuentaba malas compañías. Había dejado de ser su hermana, intentando ser una madre. Pero ella no era la madre de Tatiana. Quizás habría sido mejor comportarse como su hermana, compartir con ella sus preocupaciones. No alejarla de ellos, de ella.

De nuevo volvió a recordar a Érica. Un día concreto, cuando le contó el caso de uno de sus pacientes. El hombre había sufrido una especie de alucinación donde una mujer extraña le decía que era un fracasado y no servía para nada. Eso después de asegurarle que era el mejor hombre que existía en el mundo y que solo él podría lograr hacerla feliz. Érica le había aconsejado al hombre que se enfrentara a la mujer cuando le dijese que no valía para nada. Que para hacer frente a ese miedo de fracaso debía enfrentarse al fracaso. Zoe no sabía si ese caso podía aplicarse a lo que ella sufría en esos momentos, pero no le quedaba más remedio que aferrarse a esa pequeña esperanza. Y si hacía caso al consejo de su amiga, lo que debía hacer ahora era enfrentarse a sus temores. Que, por lo visto, habían tomado la forma de un dios mensajero que tenía millones de años.

—No. No soy ella. Pero soy perfectamente capaz de hacer cualquier cosa —dijo con decisión—. Puede que las cosas no hayan salido como quería. Pero he logrado salir adelante. Y no me rindo fácilmente. Existe una razón por la que no pienso rendirme por mucho que las cosas se compliquen. Puede que creas que no soy capaz de hacerlo, y puede que tengas razón. Pero lucharé para lograr mis objetivos. Y tengo algo por lo que esforzarme en cumplir con ellos.

— ¿El qué? —Zoe sonrió.

— Un objetivo; recuperar a mi hermana.

***

Zoe despertó en su casa, con el teléfono todavía en la mano. Estaba confusa, pero recordaba el sueño muy real. No era igual que sus sueños de siempre. Y había estado allí, tendida en el sofá con el teléfono de casa en la mano, toda la noche. La luz entraba ya por la ventana, dando paso a un nuevo día. Estuvo tentada de llamar a la policía, como tenía pensado antes de desmayarse. Pero descartó la idea.

¿Hasta qué punto era real o no lo que había pasado el día anterior? ¿Realmente había entrado ese hombre a su casa? No tenía pruebas. Ni siquiera la había herido. No tenía nada que asegurara su presencia. Igual que en su sueño, la aparición de ese hombre podría haber sido también una alucinación. No. No podía llamar a la policía sin estar segura de lo que ocurría. Y tampoco podía ir a Reus en ese estado de terror y cansancio. Esas personas que tenían a su hermana podían decidir si querían que no pudiera visitarla nunca más. Los jueces harían más caso a esa gente que a ella. Pese a ser ella su familia más directa. No podía arriesgarse.

Pensó de nuevo en Érica. Aunque habían perdido contacto, seguía siendo amiga suya. O al menos lo fue. Quizás podía ir a hacerle una visita. Contarle lo que le había ocurrido y rezar por que pudiese ayudarla. O darle algún tipo de explicación. Y esperar que no le cobrara la visita. O que al no poder pagarla en caso de que se lo pidiera, no la denunciara por no estar en su sano juicio.

Genial. ¡Eso es! La confianza era su fuerte, sin duda.

No. Llevaba mucho tiempo sin confiar en nadie, razón por la que había perdido a todos sus amigos. Intentaba convencerse de que era porque se había alejado de ellos, pero lo cierto era que ya no confiaba en nadie. Y mucho menos en sí misma.

Descartando la idea de ir a ver a Érica, Zoe pensó en una alternativa. Sacó la cartera para ver cuánto tenía y qué opciones le quedaban. Solo le quedaban cinco euros y algunos céntimos. Y tarjetas. Entre ellas la de la biblioteca pública.

Bueno, si no pensaba confiar en nadie, podía buscar respuestas por sí misma. Los libros no irían a la policía y la alejarían de su hermana para siempre.

No tenía muy claro si podría sacar nada en claro, pero quizás el viaje hasta allí le aclaraba la mente. Necesitaba pensar. No precipitarse como el día anterior. Era posible que el estrés la hiciera soñar cosas muy vividas. Podía llegar a confundir sus sueños con situaciones reales. Le había ocurrido alguna vez, aunque no durante tanto tiempo. Pero podía suceder.

***

Ese sábado la biblioteca estaba bastante vacía. Algún estudiante o padres con niños en la zona infantil. Zoe no pudo evitar detenerse un momento. En una de las mesas había una madre con su hija. Estaba contándole un cuento en voz baja, y la pequeña la observaba fascinada mientras hacía preguntas sobre las ilustraciones de los libros. Zoe sonrió. «Los niños están llenos de ilusión, esperanzas, sueños. Ojalá pudiera volver a esa época, donde nada era importante y todo tenía solución. Un mundo sin preocupaciones, sin malicia», pensó. Pero el tiempo tiene que seguir hacia delante. Y ella había dejado de ser una niña hacía mucho.

Con pasos pesados se acercó a «Información». El puesto estaba vacío, y tuvo que esperar unos pocos minutos. Pronto se encontró con una mujer cargada de libros con cara de pocos amigos. Con educación, Zoe intentó detenerla sin mucha eficiencia. Como no había nadie más, la siguió unos pasos y se atrevió a hablar en voz alta.

Disculpe. Pero la mujer la hizo callar al instante con un «Shh» que le sentó peor que una patada en el estómago. Sin embargo, no se rindió y volvió a seguirla hasta situarse a su lado—. Perdone, solo quería preguntar por unos libros...

—No trabajo en esta zona —dijo dejando los libros encima de una mesa y cogiendo solo unos cuantos—. No viene nadie aquí hasta las once. Si te esperas media hora, podrás preguntar. —Paró un instante y se giró. Lo pone ahí dijo señalando el cartel encima de la mesa donde había estado antes parada.

Zoe lo contempló unos instantes, luego su reloj y abrió los ojos de par en par. Fingió una sonrisa y se disculpó con la mujer. ¿Cuánto tiempo había dormido? Ni siquiera había cenado la noche anterior, y no había desayunado. En realidad, no se sentía descansada en absoluto. No quiso darle mucha más importancia. Quizás estaba tan cansada que no había tenido suficiente, y sufrir pesadillas no ayudaba. Se dirigió de nuevo a la mujer, pero había seguido su camino y ahora estaba colocando libros en unos estantes a lo lejos. Pensó en ir hacia allí y preguntarle si sabía dónde estaba la sección de psiquiatría, pero lo descartó en cuanto vio el rostro ceñudo y la posición estirada de la mujer. No importaba, ya la encontraría ella sola.

Miró en la planta baja, pero después de revisar todos los carteles de las distintas secciones decidió subir a la segunda planta.

Los pasillos repletos de libros estaban desiertos y las mesas que los estudiantes acostumbraban a ocupar, lo mismo. Suspiró consciente de que nadie la escucharía, y se dispuso a ir hacia la izquierda y empezar a buscar por el fondo.

Los pasillos de la biblioteca eran tan estrechos que apenas podía pasar sin chocarse cada dos por tres con las estanterías. Los libros más gruesos tenían una pegatina roja, distintivo para advertir que solo podías consultarlos en la biblioteca y estaba prohibido alquilarlos. Siguió revisando apartados: Arte moderno, Arte Clásico, Arquitectura. Y la sección más larga: Historia. Zoe suspiró al ver el título. Estupendo. Ya tenía suficiente de historia por hoy, gracias.

Se disponía a dar media vuelta cuando un libro que no debería estar en esa sección llamó su atención. Se agachó de cuclillas y miró el lomo con atención. Si no fuese por esa manía suya de mirar siempre al suelo en vez de hacia delante, ni siquiera habría reparado en él. Pero por desgracia o por fortuna el color rojo de ese lomo despertó su curiosidad. Se agachó para cogerlo y se levantó de nuevo con el libro entre sus manos. Leyó el título.

Mitología Griega, veo que estás haciendo los deberes.

La inesperada voz aterciopelada consiguió asustarla. Dejó caer el libro al mismo tiempo que gritaba, se tapaba la boca, se giraba y chocaba contra la estantería de libros a su espalda. Todo a la vez.

Shh... Estamos en una biblioteca, no querrás que nos echen, ¿verdad? —susurró el mismo hombre que la había atormentado en sus pesadillas. Por cierto, no sirve de nada que te tapes la boca si vas a chillar de todas formas.

Zoe lo miró con los ojos desorbitados, repitiéndose que aquello era imposible. Era él. Él estaba allí.

Intentó serenarse y pensar con coherencia. Ese tipo podía estar allí por un millón de razones que no tuvieran nada que ver con lo que imaginaba. Aunque había soñado con él hacía apenas un par de horas, ese hombre no tenía por qué saber eso. Así que, con un pequeño temblor en la voz, intentó hacer una pregunta normal y lógica.

¿Qué-qué haces aquí? consiguió decir.

Quería saber si cumplías con lo acordado contestó de forma concisa.

Zoe optó por no sacar conclusiones precipitadas, otra vez. Si todo aquello era producto de su imaginación ese hombre estaría preguntando y hablando de cosas distintas, y si respondía lo que para ella era evidente podría pensar que estaba loca. Lo que acarrearía consecuencias catastróficas para ella y para su hermana.

¿Lo acordado?

Sí. Te dije, antes de instarte a despertar, que si veía que eras digna de ser una diosa te daría la razón y aceptaría que eres capaz de cualquier cosa. De lo contrario, nos marcharíamos inmediatamente. Me prometiste que vendrías a buscarme si te daba unas horas para arreglar algunas cosas.

El rostro de Zoe se volvió blanco, tanto que su piel rivalizaba con los estantes que tenía detrás. Hermes tuvo que sujetarla para que no cayera al suelo.

Sabía que no era buena idea. Deduzco por tu comportamiento que todavía no me crees. ¿Qué tengo que hacer para que no pienses que estás loca y que todo esto es cierto?

Zoe lo pensó un instante mientras intentaba mantenerse en pie.

Muy bien, supuesto dios mensajero. Supongamos que todo es cierto, que estás aquí y me necesitas.

No te necesito dijo muy deprisa. Zoe alzó las cejas y esbozó una pequeña sonrisa.

Entonces, ¿puedo olvidar todo esto e irme?

Vio cómo Hermes reculaba unos centímetros y dudaba.

De acuerdo, sí, necesito tu ayuda en esto aclaró.

Zoe permaneció en silencio unos instantes. Estaba claro que no se lo iba a quitar de encima ni en sus sueños ni en la realidad, así que, si su locura no iba a irse, tendría que enfrentarse a ella. Fuera del modo que fuese.

Bueno, pues supongamos que todo es cierto. ¿Qué debería hacer? —Y matizó—: quiero decir, aparte de hacerme pasar por una diosa.

Con una pequeña sonrisa en los labios, la separó de los estantes para guiarla hacia fuera. Antes de que empezaran a andar, Zoe lo detuvo y se agachó para coger el libro que antes había tirado sin querer. Hermes enarcó una ceja. Se volvió hacia él con el libro aferrado contra su pecho, como haría una madre con su bebé.

Si voy a volverme loca, al menos que sea con todas las de la ley.

No puedes llevarte el libro. Podrían descubrirte.

Me descubrirán si no me lo llevo. He estudiado educación infantil, no mitología griega.

Hermes lo consideró por un instante. Zoe dedujo que habría aceptado su razonamiento, pues la cogió del brazo, mientras ella se colocaba bien el libro en el otro, y la llevó corriendo hacia las escaleras que descendían. Zoe lo paró clavando los pies en el suelo.

¡No podemos irnos con un libro sin pasarlo por recepción antes! —¡Claro, se dijo, porque eso es lo que más te preocupa!

Hermes puso los ojos en blanco y sujetó a Zoe por las piernas hasta situarla sobre uno de sus hombros, cual saco de patatas. La sorpresa la dejó helada, justo antes de que el miedo y la desconfianza regresaran con fuerza haciéndola reaccionar. Intentó zafarse de su agarre, pero él era mucho más fuerte que ella. La tenía sujeta por las piernas, y aunque intentó mover los brazos para deshacerse de él, el libro dificultaba sus movimientos. Estaba segura de que minutos más tarde pensaría en lo estúpida que había sido de no tirar el libro para tener más movilidad. ¡Igual que con la escobilla del váter!

Por mucho que intentes deshacerte de mí, no lo vas a lograr. Más vale que te pongas cómoda, el viaje puede ser movidito.

Antes de poder decir nada o intentar otro modo de deshacerse de su agarre, vio cómo Hermes sujetaba un frasco con su mano libre y se bebía el contenido. Luego la hizo deslizarse hasta que quedó pegada a él, la sorpresa consiguió desconcertarla el tiempo suficiente para que pudiera verter una diminuta y apenas perceptible gota sobre sus labios.

Lo primero que sintió fue el sabor agridulce de la sustancia que acababa de invadir su lengua, seguido por una aterradora sensación que hormigueó por todo su cuerpo. El cuerpo del hombre que la mantenía cautiva empezó a desaparecer poco a poco, lo que la llevó a pensar que la sustancia que había ingerido debía ser algún tipo de alucinógeno. Dejó de pensar en ello, si más no, cuando la transparencia que parecía envolver al supuesto dios la cubría también a ella. Segundos más tarde todo se volvió negro. Ya no se encontraba en la biblioteca. Lo único que podía sentir eran los brazos de su captor y un libro gordo que seguía aferrado con fuerza entre sus manos.

Luego, volvió la luz.

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