Capítulo IX
Cuando se reflejó en el lago cristalino no se reconoció. El agua de ese manantial había hecho de espejo para que pudiera ver su cambio. Las tres ninfas la habían arreglado mientras la acribillaban a preguntas e información. A esas alturas, no sabría asegurar si estaba allí realmente o en el fondo tenía una artista en su interior con una imaginación desbordante. Mientras su mente y su sentido común se empeñaban en creer lo segundo, su parte más fantasiosa y soñadora ansiaba creer lo primero.
—Estás preciosa —dijo Hesperia con voz dulce.
Y así se sentía.
Tenía que reconocer que nunca se había sentido de ese modo. Normalmente no prestaba mucha atención a su aspecto. Se había acostumbrado a decepcionarse cada vez que se miraba en un espejo, así que había optado por evitarse el mal trago. No es que le importase mucho, a veces pensaba que sentirse hermosa era para aquellos que pretendían triunfar en el mundo mediante su belleza. Pero ahora que se contemplaba en su reflejo y no obtuvo decepción alguna, esbozó una tenue sonrisa satisfecha. Sentirse y verse hermosa era más importante de lo que se había intentado convencer. Lograba que se sintiera más segura de sí misma, más capaz de hacer cualquier cosa.
Jamás pensó que un simple atuendo pudiera cambiar tanto a una persona. Pero así era. El peplo con el que la habían ataviado, de un tono verde oscuro, resaltaba sus ojos sorprendentemente, y disimulaba sus excesivamente anchas caderas y pronunciaba su estrecha cintura. La caída de la tela sobre el pecho conseguía que este pareciera un poco más voluminoso de lo que era, y el conjunto conseguía un resultado que no había visto en su vida. Era una mujer con curvas pronunciadas y, tal vez, excesivas, pero a diferencia de otras veces, en esta ocasión las encontró perfectas. También sus cabellos, normalmente desordenado y fácilmente enredado, caía sobre sus hombros en ondas definidas y brillantes. Se sorprendió al pasar la mano por uno de los rizos y sentirlo suave. La tiara de oro y perlas que Aretusa le había colocado sobre la cabeza, adornando así sus rizos, consiguió que pareciese una mujer con clase, importante, hermosa. También las aguas del manantial habían obrado maravillas con su tez. Limpiándola de imperfecciones, manchas o cualquier otra cosa que pudiera estropear su piel. No era necesario el maquillaje, esas aguas eran un milagro por sí solas.
Su aspecto había cambiado considerablemente. Ya no veía a una joven de veinticinco años que había fracasado en todo, ahora veía a una Diosa. A Hera. Así debía de haber sido ella.
Sin saber por qué, su rostro empezó a entristecerse a medida que veía su reflejo en el cristalino manantial. Era cierto, estaba allí para fingir ser Hera. No se sentía como Zoe Vinarós, la habían convertido en una Diosa. Era tan perfecta y se sentía hermosa porque ya no era ella. Ya no era Zoe.
Las tres ninfas la miraron con el ceño fruncido. Aretusa dejó de observarla y se alejó de ellas, así que fue Eritia quien se acercó y puso su pequeña y blanquecina mano en su hombro.
—¿Qué ocurre? ¿No te gusta? —La comprensiva voz de la pelirroja consiguió arrancarle una sonrisa mientras asentía débilmente con la cabeza.
—Sí. Claro que me gusta. Es la primera vez que miro mi reflejo y veo a alguien que vale la pena mirar. Lástima que no sea yo. —Zoe volvió a sonreír y sacudió la cabeza mientras se alejaba de las dos ninfas que la evaluaban con preocupación—. Solo necesito un rato a solas. Creo que es demasiada información para un solo día. Necesito hacerme a la idea de esto y de todo lo que me habéis contado.
—¿Estás segura? —preguntó Eritia mientras Zoe se alejaba del manantial donde estaban las ninfas.
—Sí. No os preocupéis. Este es mi jardín, ¿no? Iré a explorar un rato.
No muy convencidas, las ninfas asintieron con la cabeza y dieron media vuelta preparándose para darse un baño en el manantial. Seguramente, eso era lo que hacían todo el tiempo en ese jardín.
Zoe, antes de irse, se acercó a un árbol hueco que había encontrado poco después de que Atlas le presentara a sus tres hijas. Allí había guardado, sin que nadie se diera cuanta a excepción de Hermes, el gordo libro rojo que había robado de la biblioteca. Con el ejemplar en la mano y ataviada solo con el peplo, la tiara y unas sandalias tan finas que bien podría haber ido descalza, se dirigió hacia el árbol de las manzanas de oro. No sabía por qué razón iba hacia allí, pero sentía curiosidad por ese animal enorme que había visto hacía ya horas.
Vio el árbol dorado incluso a lo lejos, pero sobre todo vio al dragón con todas las cabezas recostadas en el suelo. Al parecer, estaba durmiendo. A unos prudentes metros del árbol y del dragón, dejó el libro en el suelo y empezó a acercarse poco a poco hacia el animal. Escuchaba sus suaves ronquidos cada vez mejor a medida que se acercaba. Justo cuando estuvo delante de él, se dio cuenta de que en realidad no era tan terrible. Al menos, no dormido. Tenía cerrados los ojos almendrados, y las cabezas apoyadas sobre el césped con una tranquilidad absoluta. Las patas del animal estaban a lado y lado de la cabeza principal del dragón, haciendo que sus mejillas se elevaran un poco. Tenía un rostro bonito, elegante. Y sus orejitas estaban giradas hacia atrás.
Zoe se quedó observando esa cabeza con ternura. Tal vez sí fuese su mascota. Bueno, la mascota de Hera.
Cuando creía que ya no tenía nada que temer, vio cómo las orejas del animal se levantaban levemente, y antes de que pudiera retroceder o hacer cualquier movimiento, la cabeza del dragón se elevó con los ojos verdes completamente abiertos. Zoe se quedó estática en el sitio incapaz de moverse. El animal estaba completamente despierto delante de ella y había tenido que inclinarse hacia atrás para poder mirarlo. Con el cuerpo tumbado, solo su cabeza alzada medía el triple de su estatura. Era enorme.
El dragón ladeó la cabeza un poco mirándola con curiosidad. Cuando creía que iba a comérsela, el dragón la sorprendió olisqueándola. Luego sus ojos cambiaron al reconocerla, sacó su lengua viperina y la lamió de arriba abajo. La fina lengua del dragón le hizo cosquillas y no pudo evitar reír. Ante el gesto, sintió que todo su cuerpo se relajaba, y el animal la lamió de nuevo provocándole una carcajada. Como si aquello fuera suficiente, Zoe notó que el miedo la abandonaba y era sustituido por una ternura extrema que la dejó sin aliento. Sí. Estaba claro. Ese dragón había sido su mascota, su amigo. Lo sentía en lo más profundo de su ser, y eso la asustó como nada aún lo había hecho. Con cada minuto que pasaba más claro lo veía todo. Todo.
¿Quién era ella? ¿Alguna vez había sido, simplemente, Zoe Vinarós? Empezaba a dudarlo todo. Su existencia, su vida, la de su familia. Si ese era su destino, si ser Hera, una Diosa, era su sino... ¿Significaba eso que toda su vida había sido planeada? ¿Su familia había muerto porque debía morir? Desolada ante esa idea, se dejó caer de rodillas y abrazó al dragón por la cabeza mientras las lágrimas salían sin control rodando por sus mejillas. No sabía por qué lloraba, ni qué la había impulsado a aferrarse a ese ser que, momentos antes, la había aterrado. Tal vez se debía a que era el único que le había dado una pequeña muestra de cariño desinteresado. O simplemente necesitaba un abrazo. Sentir que era alguien más aparte de la pieza clave de un plan bien diseñado.
La lengua del dragón acarició su espalda con cariño. Aunque lo más lógico hubiese sido gritar y tener miedo, cuando el dragón la sujetó por la cintura con la lengua y la elevó del suelo, se sintió protegida. No era un acto extraño, sino más bien natural y sincero.
Con tanto cuidado como si fuese una muñeca de porcelana, el dragón la dejó sentada en una rama del árbol de las manzanas de oro. Zoe se aferró al tronco mientras acariciaba al animal con una mano y le sonreía.
—Ladón, eres un buen dragón. Reconoces a tu dueña en mí más de lo que me reconozco yo misma. Ojalá no me reconocieras. Eso significaría que no soy ninguna Diosa, que siempre he sido Zoe.
Las lágrimas cesaron por unos segundos y se las enjugó con el dorso de la mano. Ladón la lamió de nuevo y apoyó la cabeza en su regazo para que siguiera acariciándole. Ella sonrió mientras complacía al animal y se recostaba en el árbol intentando calmar las ganas de huir, de llorar, de gritar.
—¿Cómo voy a convencerles de que soy una Diosa, si ni siquiera sé quién soy?
Habían pasado exactamente cuatro días desde que Hermes dejó el jardín de las Hespérides. Si en algún momento había pensado que estaba sufriendo una alucinación debido a algún tipo de droga, ya no lo tenía tan claro. No era posible que los efectos durasen tanto. Y casi no recordaba dónde había estado y qué estaba haciendo antes de aparecer en ese extraño pero hermoso paraje.
Ya no se sentía tan confusa. En realidad, se había habituado con bastante éxito a ese jardín y a las tres jóvenes y el gigante que lo habitaban.
Durante esos cuatro días, las tres ninfas se habían encargado de describir a Hera con suma precisión. Incluso por la noche, algo que sin duda había lamentado profundamente. Las ninfas, y era un dato de lo más curioso, no dormían. Zoe había preguntado por ello, pero ellas la habían mirado de un modo extraño cuando hizo referencia al sueño y al querer dormir.
—¿Dormir? ¿Es algo que necesitas de tu mundo?
Eritia formuló la pregunta con inocencia. Estaba claro que no habían oído nunca ese término, Hera no debía ir a su jardín a dormir. Si los Dioses dormían, claro. Empezaba a pensar que el libro rojo no la ayudaría demasiado en ese aspecto.
Después de explicarles qué era el sueño y cuan necesario era para ella dormir, las ninfas preguntaron por qué perdían los humanos el tiempo sin hacer absolutamente nada cuando sus vidas eran tan limitadas. La pregunta la dejó sin aliento al ser consciente de que, muy a su pesar, tenían razón. ¿Por qué nunca se lo había preguntado? Seguramente se debía a que nunca había conocido a nadie que no durmiera. Lo consideraba tan natural como respirar.
Respirar. Otra cosa que las ninfas no necesitaban. Había observado cómo se zambullían en los manantiales, y a veces se pasaban horas debajo del agua. La primera vez que lo hicieron se asustó tanto que fue a rescatarlas. Algo realmente estúpido, sin duda. Ellas se habían reído de ella, y Zoe las acompañó cuando le contaron que no se estaban ahogando. El agua jamás las mataría. Al fin y al cabo, tanto las flores, como el agua, como todo lo que las rodeaba, formaban parte de su naturaleza. Ellas eran el jardín.
Esa fue también la primera noche que esperó durante horas a que se cansaran de contarle cosas sobre el Olimpo y sus Dioses.
Ya le habían explicado qué tipo de relación llevaba con todos ellos: A Zeus lo odiaba, por lo que lo único que tenía que hacer era responderle y mirarle con desprecio. Seguramente la parte más sencilla, pues no tendría que fingir lo mucho que la molestaba esa situación. Con las Diosas Afrodita y Atenea tenía una especie de rivalidad obsesiva por descubrir quién de las tres era la más hermosa. A Apolo y Artemisa, según las ninfas, ni siquiera los nombraba. Por lo visto, estaba todavía enfadada con Zeus por su infidelidad con Leto, con la que tuvo a los gemelos. Por otro lado, la advirtieron que nunca hablara con Artemisa en público. Cuando ella preguntó por qué, ellas se encogieron de hombros. Fue Atlas quien, en ese momento, las interrumpió e informó que Artemisa se había enfrentado a ella para ser catalogada como Diosa del Olimpo, y por ello tuvieron una fuerte pelea. Artemisa y Apolo consiguieron su objetivo, pero Hera jamás hablaba con ellos.
Zoe se estremeció ante esa información. ¿Qué clase de persona había sido Hera? Pero ese era el punto, no era una persona. Los Dioses podían ser tan raros como crueles. Y Hera había sido, además, muy desconcertante.
Luego, cuando Atlas hubo terminado con su intervención, las ninfas prosiguieron con su explicación. Esta vez hablaron de Demeter, aunque no dijeron mucho. Simplemente era su hermana, y aunque según aseguraban todavía le guardaba rencor por haber tenido una hija con Zeus, nunca se habían llevado bien. Demeter la ignoraba, del mismo modo que Hera la ignoraba a ella. Según ellas, tenía ya bastantes problemas como para malgastar su tiempo enfadando a Hera. Como bien decían las leyendas, al secuestrar Hades a su hija Perséfone, Demeter pasaba medio año triste y el otro medio consintiendo a su única hija en todo lo que ella le pidiese.
Zoe no profundizó mucho en ese tema, ni en ningún otro a partir de ese. La noche había hecho que se preguntara cuántas horas había pasado despierta y cuántas horas más debía aguantar esa charla incesante.
Escuchó un par de Dioses más, como Hefesto que no lo apreciaba mucho. Pues lo echó ella misma del Olimpo. También hablaron de Ares, Hestia y Dionisio, pero recordaba vagamente lo que habían dicho de ellos. El sueño era tan pesado que fue entonces cuando hizo la genial pregunta: ¿Es que no dormís nunca? A lo que conllevó tener que explicar a tres ninfas que nunca dormían por qué los humanos, ella incluida, tenían la necesidad de hacerlo.
En aquel momento se encontraba a la sombra de un árbol frondoso con el libro rojo abierto reposando sobre su regazo. Dejó de leer un instante, interrumpiendo la explicación sobre las Moiras, y dejó escapar una suave risa ante el recuerdo de ese pequeño episodio con las ninfas. Su risa se escuchó tan melódica que llegó más allá de sus propios oídos. Por un momento, no supo si aquello lo había hecho realmente ella o había tenido algo que ver con su parte divina. Fuera como fuese, el eco de una voz en su cabeza la hizo estremecerse, sabiendo al instante que había metido la pata sin siquiera proponérselo.
«Dulce risa. Hacía mucho tiempo que no la escuchaba. ¿Dónde te has metido?»
No reconoció la voz, ni siquiera pudo averiguar de dónde procedía. Tampoco sabía si debía responder o mantenerse en silencio. ¿Qué sería mejor? O mejor dicho, ¿qué sería peor? No obstante, no tuvo que devanarse los sesos mucho más tiempo intentando encontrar una respuesta a esas preguntas.
«Sigues enfadada. Supongo que es comprensible. ¿Cuándo vendrás a hacerle una visita a tu esposo?»
Zoe se estremeció al saber al instante quién era el dueño de esa voz. Zeus. Por primera vez desde que empezara toda esta locura, se encontraba con un problema de verdad. Y sin saber muy bien por qué, supo exactamente lo que debía decir.
—Nunca.
Fue un impulso. Y supo que eso sería lo que la verdadera Hera habría dicho cuando escuchó la risa socarrona de Zeus en su cabeza. Y también supo, al igual que él, que esa afirmación solo era una quimera.
«Yo también te quiero, Kardia. Y sigo esperando.»
Sin atreverse a contestar, Zoe esperó hasta que su presencia desapareció del todo. Sabía, de algún modo, que ya no estaba en su cabeza. Pero no se atrevió a moverse. El libro rojo que seguía en su regazo resbaló y cayó al césped con sigilo, justo en el instante que alguien aparecía delante de ella totalmente alarmado.
—Her... —Las palabras se le atascaron en la garganta.
Zoe tembló cuando lo vio levantarla de golpe e instarla a correr hacia el árbol de las manzanas de oro. Ladón estaba dormido en esos instantes, pero en cuanto escuchó que se acercaban se despertó. Hermes se paró justo delante del animal y la miró pensando que se asustaría por estar de nuevo cerca del dragón, aunque tampoco le dio mucha importancia al comprobar que le era indiferente. Al parecer pasaba algo mucho más relevante.
Pasaron por delante del animal y Hermes la detuvo justo debajo de la copa del árbol sagrado. Solo entonces empezó a respirar y a relajarse. Zoe no se atrevía a abrir la boca, así que esperó a que fuera él quien hablara primero.
—¿Qué te ha dicho?
La pregunta fue tan repentina como inesperada. Al principio no supo a qué se refería, pero pronto lo comprendió. De algún modo, Hermes sabía que Zeus había contactado con ella.
—¿Cómo...?
—¡Eso no importa! ¿Qué te ha dicho? —repitió bruscamente.
Era evidente que estaba pasando un infierno mientras esperaba su respuesta, y lo peor era que no sabía si lo que iba a decirle serían buenas o malas noticias.
—Solo me ha preguntado cuándo vendría a verle y dónde estaba. ¿Siempre es tan controlador?
Hermes pareció relajarse un poco. Mientras se apoyaba en el tronco del árbol, se apartó el pelo de la cara y suspiró intentando regular de nuevo la respiración.
—¿Qué le has contestado? ¿Le has contestado? —preguntó tan seguido y tan rápido que tuvo que pensar unos instantes para saber exactamente lo que debía decir.
—No mucho, la verdad.
—¿A qué contestaste? —insistió.
—Cuando me preguntó cuándo iba a ir a visitarle. Fue un impulso, así que supuse que no estaba muy equivocada al pensar que «nunca» sería la respuesta correcta.
El suspiro que dejó escapar Hermes en esa ocasión fue de puro alivio. Eso era todo lo que necesitaba saber. Con Zeus tendría que ser tan breve como clara, algo realmente positivo después de todo. Intentaría decir lo menos posible. Así también evitaría meter la pata lo menos posible. Era sencillo.
Hermes se alejó un poco del árbol y la observó durante unos segundos, luego sonrió.
—Estás preciosa. Perfecta, la verdad. Nadie se dará cuenta, no tienes que estar nerviosa. Por ahora nadie sospecha nada. Solo ha sido una falsa alarma —dijo para tranquilizarla, pues ella seguía con la respiración entrecortada.
—De acuerdo —musitó muy despacio.
Hermes le tendió la mano y Zoe la aceptó para alejarse del árbol. Al parecer, el peligro había pasado. Aunque no sabía qué peligro era del que habían huido. ¿De Zeus?
Cuando pasaron por delante de Ladón este la lamió con cariño. Hermes intentó interponerse, pero Zoe se adelantó extendiendo una mano y acariciando una de sus cabezas. El gesto lo dejó desconcertado, mirándola boquiabierto.
—¿Desde cuándo no le tienes miedo al dragón de cien cabezas?
—Desde que me ayudó a superar un bajón humano.
Hermes elevó una ceja y se cruzó de brazos.
—¿Un bajón humano?
—Sí. Como no tengo muy claro cómo son los bajones que tienen los Dioses, he preferido especificar. Mis bajones no son de los de eliminar ciudades enteras ni desterrar al inframundo a personas inocentes —aclaró.
Ante esa idea, Hermes no pudo hacer más que reír abiertamente. Decididamente, esa mujer humana sentaría muy bien al Olimpo. Un soplo de aire fresco en esa multitud de seres egoístas. Zoe era lo que los Dioses necesitaban.
—Vamos, Campanilla, tenemos que dejar Nunca Jamás.
Zoe sonrió ante esa referencia, pues eso era exactamente lo que era el jardín de las Hespérides, el país de Nunca jamás.
Encontraron a las ninfas bañándose en el lago cristalino. Las tres jugaban como niñas pequeñas chapoteando en el agua. Y por primera vez desde hacía siglos, Atlas las acompañaba. Hermes las observó primero a ellas y luego a Zoe. Era extraño ver exactamente la apariencia de Hera sin que esta se mosqueara por la actitud de Atlas. Lo que le recordaba que Zoe no era su Diosa.
—¿Por qué no está Atlas en su puesto? —quiso saber.
—No me gusta su puesto. Y nos hace compañía durante el día. Es agradable estar a su lado, ¿no te parece? —apuntó encogiéndose tiernamente de hombros—. Le pedí que se quedara con nosotras. Para persuadirlo tuve que decirle que necesitaba mucha información y él podría proporcionarme gran parte de ella. Eso lo convenció.
Hermes dejó de mirarla en cuanto hubo terminado de decir la última palabra. En ocasiones, Zoe era tan inocente que parecía un Dios recién nacido. Aunque claro, los humanos no tenían ocasión de madurar hasta el punto en el que lo hacían los Dioses. Precisamente por esa razón los humanos podían hacer tantas estupideces por aquello en lo que creían.
—¿Qué es Kardia? —Hermes se volvió de nuevo hacia ella con asombro.
Zoe había estado dándole vueltas al significado de esa frase que Zeus había pronunciado al escucharla reír. Fue evidente, tanto por su tono de voz como por su forma de decirlo, que sus palabras habían sido puro sarcasmo. Aun así, no había entendido la totalidad de la frase, y sabía perfectamente que era debido a esa palabra en un idioma que no entendía.
—¿Quién te ha dicho eso?
Zoe se encogió de hombros antes de contestar.
—Zeus. Antes de irse me dijo: Yo también te quiero, Kardia. Y sigo esperando. Exactamente de este modo y con estas palabras —contestó imitando en lo posible la voz de Zeus.
Hermes se revolvió el pelo —de un modo muy humano— con preocupación.
—Kardia significa corazón en griego —explicó pronunciando cada palabra con sumo cuidado—. Zeus suele burlarse de vuestro matrimonio con el idioma y con palabras cariñosas humanas. Hera se marchaba enfadada todas las veces que utilizaba esos apelativos. He llegado a creer que lo hace precisamente por eso. Te odia por encima de todos los demás Dioses porque sabe que tú eres la única que puede dominarlo. Y eso no es algo que acepte el Dios entre los Dioses. Es demasiado importante como para que una mujer, aunque sea una Diosa, sea más fuerte que él.
Zoe dejó escapar un suspiro pesado y puso los ojos en blanco.
—¡Hombres! ¡Da igual que sean humanos o Dioses, siguen siendo hombres!
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