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Estadio "La Rosaleda", Málaga. 20 de diciembre de 2022.

—¡Por Artemisa! Estás cosas son las que me hacen recordar por qué prefiero estar con los animales —dijo Agria mientras despegaba sus pies del suelo, pues habían quedado atrapados entre cerveza, comida y fluidos corporales.

Conseguir entrar al estado había sido una aventura digna de las epopeyas antiguas. Homero se hubiese sentido orgulloso de nuestros héroes que sorteaban borrachos, banderas y bengalas en la Avenida Luis Buñuel. El fútbol movía tal cantidad de gente en la capital que, a pesar de encontrarse el equipo al filo del desastre en Segunda División, era imposible respirar sin que las fosas nasales se inundasen con el desagradable olor de miles de personas.

Habían llegado a las entrañas del estadio cuando la noche se empezó a dejar intuir en un horizonte que ellos no veían pero supusieron al ver como los focos del campo se encendían con fulgor y la gente comenzaba a gritar con más ímpetu, si es que eso era posible. Encima, Orfeo les había llevado por el lugar donde se encontraban los aficionados del equipo rival mientras cantaba a voz en grito el himno del Málaga. Si no llega a ser por la intervención de Agria, ya que Hilo y Helena se desentendieron del problema, con sus poderes para calmar a los enfurecidos seguidores Orfeo hubiese acabado siendo apaleado en los pasillos del estadio.

—No ha sido mi culpa, mujer —dijo Orfeo colocándose de nuevo a la cabeza de la expedición—. Los cordobeses son unos brutos. Tienen que respetar, que están en el palacio del fútbol y no en su estadio ruinoso a medio construir.

—¡Ya basta, Orfeo! —recriminó Hilo con voz grave—. Llevamos unas horas juntos y ya estoy harto de tus tonterías. Espero que no nos des más vueltas y estemos en el camino correcto porque si no...

Se encaró con él, poniendo la pose amenazante de la que tanto le gustaba hacer gala mientras Agria y Helena ponían los ojos en blanco. El joven músico retrocedió y, con una sonrisa en los labios, extendió los brazos señalando unas anchas y oscuras escaleras de hormigón.

—Las señoras primero —dijo acompañando su gesto con las manos, a lo que fue respondido por parte de Helena con un empujón haciéndole trastabillar por las escaleras mientras se esforzaba en mantener el equilibro, cosa que consiguió.

—¿Qué hace una entrada al Inframundo debajo de un estadio de fútbol? —preguntó Agria, extrañada.

—Supongo que tiene un poco que ver con el sentido del humor de los dioses —respondió Orfeo guiando a la comitiva por las escaleras—. Hades decidió colocarla aquí hace unos dieciséis años y ahí comenzó el declive de mi querido Málaga.

Fingió limpiarse una lágrima y continuó andando en silencio, algo bastante extraño en él. Tras unos minutos de descenso, que para Helena y su prótesis se hicieron eternos, llegaron a un pasillo sin salida donde un muro de hormigón se alzaba cortándoles el paso.

—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó la rubia mientras se cruzaba de brazos.

Como respuesta, Hilo dejó su mochila en el suelo y sacó un gran mazo de color dorado que parecía pesar más que el propio héroe. Lo levantó por encima de su cabeza y golpeó la pared con fuerza. Agria se tapó los oídos esperando el estruendo, pero ni Helena ni Orfeo se inmutaron, pues sabían lo que iba a pasar. El martilló rebotó dejando la pared intacta y a Hilo desconcertado.

—La fuerza bruta no te servirá aquí, compadre.

Orfeo, con tranquilidad, sacó de la misma bolsa una pequeña lira y, tras un tiempo de preparación, comenzó a tocar una triste melodía. Todos los presentes sintieron la magia que escapaba de cada una de las suaves notas del instrumento. Agria fue transportada a su reserva natural donde los animales paseaban libres y tranquilos en el bosque. Hilo, con expresión ausente, recordó los entrenamientos con sus hermanos cuando eran pequeños. Y Helena, bueno... ella solo pensó en lo mucho que extrañaba, en lo más hondo de su ser, el campo de batalla.

De repente, Orfeo dejó de tocar haciendo que parasen sus melancólicos pensamientos y se dieron cuenta de que los bloques que conformaban la pared se habían movido creando un pasadizo iluminado con tonos azulados y un fuerte olor a azufre.

Sin mediar palabra, Helena tomó la bolsa que se encontraba en el suelo y buscó su armadura. Las expediciones al Hades siempre habían sido complicadas y no quería que le pillase vestida de calle. Además, allí residían criaturas con las que tenía una reputación que mantener. Sin ningún pudor comenzó a desvestirse. El brillante color dorado de sus prendas relucía dentro de la penumbra del lugar y su corta falda amarilla hacía destacar sus anchos muslos. Hilo hizo lo propio con una vestimenta muy parecida a la de su examante y amiga, aunque los detalles eran en color rojo. Por último, Agria se colocó una túnica a juego con el color fuego de su pelo y tomó una pequeña bolsa que se ciñó a la espalda donde guardaba varias pociones que creía podían servirle de utilidad en esta aventura.

Cuando todos estuvieron preparados y armados con su arco, espadas e instrumentos, comenzaron a caminar hacia las entrañas de Gea entrando en el reino del más caprichoso e incomprendido de los dioses primigenios. Las paredes del ancho pasillo estaban esculpidas en piedra con trazos irregulares que desprendían el fulgor azul que habían notado al abrirse el pasadizo. Hilo iba en cabeza seguido por Orfeo, Agria y, por último, Helena en la retaguardia a unos pasos del grupo y preparada para utilizar su arco en caso de que fuese necesario. A pesar de parecer un lugar tranquilo, no debían subestimar a ninguno de los habitantes del Inframundo.

—Primera parada de nuestro viaje, nenes —dijo Orfeo levantando su brazo en forma de saludo.

Helena, que seguía vigilando las espaldas del grupo, giró para darse cuenta de que habían llegado a un pequeño embarcadero de madera podrida y oscura. Delante de ellos se extendía el río Estigia donde las almas perdidas de los mortales que habían perecido sin pena ni gloria vagaban por toda la eternidad en su frío caudal. En la pequeña plataforma se encontraba una figura alta y fornida vestida con una corta túnica marrón que dejaba poco a la imaginación y con aspecto cansado y descuidado, pues la barba y el pelo que poblaban su cabeza parecían haber pasado tiempos mejores.

—¡Orfeo, amigo mío! ¡Cuánto tiempo sin verte! —gritó el hombre con una voz de ultratumba.

—Ya te digo, Flegias. ¿Cómo tú por aquí? —Le estrechó la mano mirando alrededor—. ¿Dónde está Caronte? Venía preparado a usar mi gran talento persuasivo para que nos llevase.

—Se está tomando unas vacaciones. Anda un poco estresado últimamente.

—¿Por qué?

Flegias dibujó una expresión de cansancio en su rostro mientras señalaba con la cabeza a un punto detrás de él. Nuestros héroes se asomaron para descubrir una pequeña figura agazapada cerca de la larga barca. El joven parecía inmerso en una ardua labor que consistía en intentar deshacer un nudo con los dientes. Tras unos minutos en un silencio incómodo, solo cortado por los gruñidos que escapaban de sus labios por el esfuerzo, pareció conseguirlo y se levantó con satisfacción en su imberbe rostro sosteniendo en alto la derrotada cuerda.

—Te presento a Julio —y añadió en voz baja—. La razón por la que Caronte ha decidido tomarse un descanso.

—Encantado de conocerles, caballeros y señoritas —dijo el chico con voz animada—. Han tenido suerte, llevaba desde hacer horas sin poder desamarrar la barca, pero ya podemos ofrecerles el viaje. ¿Verdad, Flegias? —Una sonrisa adornó su inocente cara mientras el barquero ponía los ojos en blanco.

—Claro que sí, Julio. Solo llevamos un retraso de unas horas que no podremos recuperar y tendré que explicarle al jefe por qué hemos tenido que derivar a las almas por los demás ríos. —respondió de forma irónica.

—¿Qué son unas horas comparadas con la eternidad que les espera? —dijo Orfeo dándole una palmada en la espalda al joven mientras subía a la barca.

Nuestros restantes héroes contemplaban la escena con impaciencia, así que aprovecharon la oportunidad que se les ofreció y siguieron a Orfeo dentro de la barca sin mediar palabra.

—También me alegro de verlos, chicos —dijo Flegias embarcando y cogiendo su gran remo—. Ha pasado mucho mucho tiempo. Helena, la vida eterna te ha tratado regular, ¿eh?

Orfeo reprimió una carcajada al darse cuenta de cómo miraba su compañera al barquero. El incómodo silencio volvió a aparecer en la barca mientras recorrían el río repleto de almas que, de vez en cuando, intentaban subirse, pero Julio las espantaba con una gran vara de madera. El trabajo no era tan difícil, aunque no lo parecía viendo al chico intentarlo.

—Tengo que preguntarlo —dijo Agria mientras tomaba asiento, pues le estaba costando mantener el equilibrio con Julio recorriendo la barca—. ¿Quién es este chico y por qué está aquí?

—Programa de prácticas para barqueros —contestó Flegias con pesadez—. Sinceramente, creo que el jefe está aburrido y ha decidido ampliar nuestro castigo eterno mandándonos a la criatura más inútil de la Costa del Sol.

Si Julio escuchó estas palabras no pareció darle importancia y continuó con su torpe labor sorteando los grandes cuerpos de Hilo y Helena en el intento. No pasó mucho tiempo hasta que llegaron a su destino donde otro pequeño embarcadero estaba preparado para recibirles. Bajaron de la barca mientras Orfeo se despedía de su antiguo amigo con efusividad y le daba unas monedas como pago por el servicio. Agria necesitó unos minutos para recomponerse del mareo que le había causado el viaje. Una gran ironía, pues era la hija de uno de los mejores navegantes de todos los tiempos.

—Tenemos que darnos prisa —dijo Helena instando al grupo a caminar delante de ella—. Perderé el trabajo si les dejo tirados la víspera de Nochebuena con todas las reservas que tenemos.

No era del todo cierto, pues sabía que podía estirar aún más el poder que tenía con su jefe, pero sabía que había opciones de que la cosa se pusiese demasiado violenta con Don Francisco y más después aún de pasar unos días junto a Hilo. Abandonar Málaga no era una opción.

Hilo emprendió la marcha sin mediar palabra a través de un pasadizo parecido al que habían encontrado debajo del estadio. Sin embargo, el olor a azufre era más fuerte y la temperatura había bajado considerablemente, aunque ninguno parecía notarlo. Todos, hasta Orfeo, estaban en guardia pues sabían que el Hades estaba lleno de trampas, criaturas y monstruos.

—Es muy raro —murmuró Orfeo haciendo que todos se detuviesen.

—¿El qué? —preguntó Agria sabiendo que su compañero no continuaría hablando si nadie le insistía.

—Que todavía no ha aparecido el chucho. Suele olerme a kilómetros y puede evitar ponerse furioso porque sabe que le va a tocar echarse una pequeña siesta como buen andalú. —Pasó los dedos por su lira acompañando sus palabras.

—Puede que esté harto de ti, de tus tonterías y haya decidido...

Agria no pudo terminar la frase, pues delante de ellos apareció una criatura tan grande que hizo que Orfeo se cayese al suelo. Helena tensó el arco, preparada para cualquier movimiento extraño, e Hilo colocó su espada en posición. No querían ser los primeros en atacar, pues la primera regla de cualquier héroe griego que hubiese sobrevivido tanto tiempo era no empezar nunca una pelea. El monstruo comenzó a caminar de un lado a otro de la oscura galería, desplazándose a cuatro patas de una forma sinuosa. Se quedó parado en mitad y, de repente, unas alas blancas y brillantes se deplegaron para volver después a su posición original.

—Mierda —dijo Orfeo que aún no se había levantado del suelo.

—¿Quién es? —preguntó Agria, siendo la única que no tenía el placer de conocer a la majestuosa criatura que ante ellos se presentaba.

—Esfinge —contestó el músico mientras el bello rostro de mujer de la susodicha se hacía por fin visible y acompañado de una sonrisa—, mi exnovia.



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