1. Tobías y Ana
Apenas estaba amaneciendo aquel día de primavera y ya se escuchaba el canto de los pájaros y el suave murmullo del viento en torno a la pequeña cabaña de los Alpes, el hogar de Pedro y Heidi quienes ya tenían 31 y 25 años respectivamente.
Esa mañana todo era calma y tranquilidad, o al menos eso parecía. De repente, se escucharon los pasos de los pequeños Tobías y Ana que subían corriendo a la habitación de sus padres.
-¡Papá, papá! ¡Vamos, levántate! -exclamaron los dos niños.
-Ya voy, cáscaras, en cinco minutos me levanto. -dijo Pedro todavía con los ojos cerrados.
El joven se dio media vuelta para seguir durmiendo un poco más. Acostada a su lado se encontraba Heidi, la cual no pudo evitar despertarse al escuchar las voces de sus hijos.
-Amor, sabes que no van a parar hasta que te levantes. -le susurró Heidi tiernamente.
Tobías y Ana se subieron a la cama de sus padres y empezaron a despertar a Pedro, subiéndose encima de él para jugar. El joven no tuvo más remedio que resignarse a despertarse.
-¡Cáscaras! ¡Ahora veréis! -exclamó Pedro mientras se ponía a jugar con sus hijos haciéndoles cosquillas.
Tobías y Ana no paraban de reírse alegremente. Heidi contemplaba la escena con cariño, desde que ellos nacieron hacía poco más de 6 años habían llenado de alegría y felicidad su hogar. Tanto ella como Pedro habían sido bendecidos con sus hermosos hijos y ambos se preocupaban mucho por ellos y se esforzaban por cuidarlos de la mejor manera posible.
Cualquiera que los viera podía ver de nuevo a los mismísimos Pedro y Heidi de pequeños. Cada uno había heredado algo de sus padres: Tobías tenía el cabello tan negro como el de Heidi y un carácter muy parecido al de su madre, aunque sus mejillas pecosas y sus ojos marrones eran como los de Pedro. Ana, en cambio, tenía el cabello tan castaño como el de Pedro y siempre lo llevaba peinado con dos trenzas. Tenía un carácter un poco más reservado que el de su hermano, en eso también se parecía a su padre. Sin embargo, tenía las mejillas rosadas y los ojos negros como los de Heidi. La pequeña también desprendía una dulzura parecida a la que desprendía Heidi a su edad. Pero había algo que ambos tenían en común, eran unos niños muy simpáticos y cariñosos.
-Venga mis niños, dejad que vuestro padre se levante y se vista. -empezó diciendo Heidi tiernamente después de ponerse su vestido. -Vamos abajo a preparar el desayuno, ¿me ayudáis?
-¡Sí mamá! -exclamaron Tobías y Ana a la vez.
Heidi sonrió. Los dos hermanos bajaron con su madre para preparar el desayuno mientras Pedro terminaba de levantarse de la cama y se vestía. Abajo se encontraba Brígida, quien vivía con ellos desde que Heidi se había quedado embarazada de Tobías y Ana.
-¡Buenos días abuelita! -exclamaron los niños mientras corrían a abrazar a su abuela.
-Buenos días, mis pequeños.
-Buenos días, tía Brígida.
-Buenos días, Heidi.
-Tobías, Ana y yo te ayudaremos a preparar el desayuno.
-Muy bien Heidi. -dijo Brígida sonriendo.
Y cuando el desayuno estuvo listo apareció Pedro. Saludó a su madre y después la familia entera se dispuso a desayunar unos buenos trozos de queso y pan, acompañados de unos tazones de leche bien fresca y recién ordeñada.
Pedro había tenido que agrandar un poco la cabaña haciendo más habitaciones, una para sus hijos y otra para Brígida. Pedro le había construido a su madre una pequeña habitación, al lado del taller donde el joven trabajaba la madera en invierno. Aquel taller que, años atrás, era del abuelito. Brígida ayudaba en lo que podía a Heidi con el cuidado y la crianza de los niños, y Heidi se beneficiaba mucho de sus años de experiencia. Pero, con el paso del tiempo, Brígida había empezado a sentirse más cansada y la mujer ya no estaba para tanto ajetreo. A pesar de no ser tan mayor, la edad se iba notando poco a poco y a veces tenía que tomar medicación para esos dolores. Solía ayudar a Heidi con las tareas del hogar pero casi siempre se pasaba el tiempo cosiendo e hilando en la rueca, al igual que lo hacía su anciana madre cuando esta vivía.
-Me marcho ya a recoger las cabras, no tardaré en venir. -dijo Pedro una vez que acabó de desayunar.
-De acuerdo, cariño. -dijo Heidi.
Pedro besó a su mujer, salió de la cabaña y se dispuso a bajar de la montaña en dirección a Dörfli. Era un camino largo, al menos se tardaban dos horas hasta llegar al pueblo. Tenía que levantarse muy temprano cada mañana pero lo hacía con gusto, después sus hijos le acompañarían a los pastos y algunas veces Heidi también iba con ellos.
Pedro descendió hasta llegar a la altura de la cabaña en la que antes vivía con su madre y su abuela. Esta había sido reparada por él y vendida a una pareja del pueblo que acababa de tener a su tercer hijo y necesitaban una casa más grande. Con el dinero que se sacó de la venta, el joven pudo mejorar la cabaña de Heidi y ampliarla para que la familia viviera lo mejor posible, dentro de las condiciones que había en la época y el lugar. Sin duda, Pedro se había convertido en uno de los mejores carpinteros de la zona y gracias a su trabajo con la carpintería y el que hacía cuidando a las cabras podía alimentar y cuidar a su familia de la mejor manera posible. Aunque estaba preparando y enseñando a Tobías para que, algún día, ocupase su lugar como cabrero y Pedro se pudiera dedicar por completo a la carpintería. Su sueño era poder tener su propia carpintería y no trabajar solamente en su pequeño taller casero o haciendo encargos a los aldeanos.
Por fin llegó a la plaza del pueblo, bebió un poco de agua de la fuente para recuperarse de la larga caminata y silbó para avisar a los aldeanos de que ya había llegado. Pronto, la gente del pueblo se acercó a él con sus cabras.
-Buenos días Pedro, aquí te traigo a mis cabras. -dijo un aldeano.
-Buenos días.
-¿Qué tal está la familia, Pedro? -preguntó otra aldeana. -Tus hijos están ya muy grandes.
-Están muy bien. Sí, los niños crecen muy rápido.
-Dale recuerdos a Heidi y a tu madre.
-Lo haré, gracias.
Después de conversar unos minutos con los aldeanos, Pedro silbó y comenzó su ascenso a la montaña junto a las cabras.
Mientras tanto en la cabaña, Heidi estaba haciendo algo de limpieza mientras que Brígida hilaba en la rueca. Heidi quería mucho a su suegra, la consideraba como una madre y Brígida quería tanto a la joven como si fuese su hija.
Tobías y Ana se encontraban fuera, esperando a que su padre viniera con el rebaño para subir con él a los pastos, como hacían todos los días. Mientras tanto se pusieron a jugar con Trueno, el nuevo perro de la familia desde hacía ya un tiempo. Los niños se reían felizmente jugando con él.
-¿Escuchas cómo se divierten? -le preguntó Brígida a Heidi.
-Sí, tía Brígida. El sonido de sus risas es lo más bonito que puede haber. -dijo la joven mientras observaba tiernamente por la ventana a sus hijos jugando con su perro.
En ese momento, Heidi recordó los momentos en los que el abuelito también la observaba a ella mientras jugaba con Niebla cuando esta tenía la misma edad que Tobías y Ana. La joven no pudo evitar sonreír ante esos bonitos recuerdos.
¿Y qué había pasado con Niebla? Tristemente, él ya no estaba. Era muy mayor y la muerte del abuelito también le afectó mucho. La pérdida de Niebla causó un gran dolor a todos, en especial a Heidi. Ella le quería mucho, era un miembro más de la familia. Tanto ella como Pedro recordarían siempre las veces que jugaban con él y les salvaba de ciertos peligros como las caídas por los barrancos o aquella vez en la que un pastor se peleó con Pedro cuando este era un niño. Cuando Niebla murió, Heidi se sintió muy triste y Pedro no soportaba verla así, algo tenía que hacer para que su amada esposa se volviera a sentir feliz. También pensó en sus hijos y en lo felices que se pondrían ellos también si tuvieran a un compañero de juegos y quien les cuidara.
Un buen día de primavera de hacía unos años, cuando el joven volvía al pueblo con las cabras vio que un aldeano tenía un nuevo perro y le escuchó decir que la perrita del dueño del hotel de Maienfeld había tenido cachorros y los estaba vendiendo. Pedro no dudó ni un instante en ir hasta allí, a pesar de los negros nubarrones que se estaban formando en el cielo aquella tarde, los cuales anunciaban que pronto comenzaría a llover. Cuando el joven llegó a Maienfeld descubrió que solamente quedaba un último cachorro y no dudó en comprarlo. Era marrón y blanco, casi se parecía a Niebla. En cuanto lo tuvo en sus manos se dispuso a subir hasta la cabaña de los Alpes, era un camino muy largo y ya había comenzado a llover, pero a Pedro eso no le importaba con tal de hacer feliz a Heidi y también a los niños, los cuales todavía eran muy pequeños. El tiempo pasaba y Heidi estaba preocupada porque Pedro no regresaba. La joven, intentando vencer su miedo a las tormentas, dejó a los niños a cargo de Brígida y se puso ropa de abrigo con la intención de ir a buscar a Pedro. Pero, cuando Heidi apenas salía por la puerta de la cabaña, el joven llegaba corriendo y empapado de agua con algo entre sus brazos que parecía ser un cachorro. Aquella fue una noche muy alegre a pesar de la gran tormenta y los fuertes truenos de aquella noche, de ahí nació el nombre que le pusieron al cachorro. La llegada del pequeño Trueno a la cabaña alegró mucho a Heidi y a sus hijos. Pedro también se alegró porque su familia volvía a estar feliz y completa.
De repente se oyó un silbido que sacó a Heidi de sus pensamientos.
-Ya está aquí Pedro. -dijo la joven.
En seguida, Heidi fue a buscar algunos trozos de queso y de pan para que Pedro y los niños se los llevaran y comieran en los pastos. Tobías y Ana fueron al corral a sacar a sus cabras: Campanilla, Canela y Traviesa. Las dos primeras ya habían crecido y se habían convertido en dos hermosas cabras adultas. Bonita había dejado a la familia el año anterior.
En cuanto Pedro llegó, Heidi salió afuera con la comida.
-Toma Pedro, esto es para los niños y esto otro para ti. -dijo Heidi mientras guardaba la comida en el zurrón del joven y le indicaba para quien era cada porción.
Pedro se reía tiernamente.
-Siempre te preocupas de que no nos falte de comer. -dijo el joven.
-Quiero que mi amado esposo y mis queridos hijos estén siempre muy bien alimentados. -dijo Heidi con una sonrisa.
Pedro sonrió también y la besó con cariño en la mejilla.
-Te quiero. -dijo Pedro.
-Yo más. -dijo Heidi sonriendo de nuevo.
-¡Venga papá, que ya estamos listos! -dijo Tobías desde lejos.
-¡Vámonos ya, papi! -dijo Ana.
-¡En seguida voy!
-Un momento, ¿y mi beso de despedida dónde está? -preguntó Heidi a sus hijos.
Tobías y Ana corrieron hacia su madre para darle un beso, cada uno en una mejilla, como solían hacer siempre antes de irse con su padre a los pastos.
-Os prometo que mañana iré con vosotros.
-¡¡Bravo!! -exclamaron Tobías y Ana muy contentos mientras abrazaban a Heidi.
-Adiós mis amores, que lo paséis bien y no os separéis de vuestro padre.
-¡De acuerdo! ¡Adiós mamá! -exclamó Ana.
-¡Hasta luego! -exclamó Tobías.
Los dos hermanos se fueron corriendo hacia el rebaño, el cual esperaba impaciente para irse.
-Pedro, cariño, sé que me parezco al abuelito cuando te decía lo mismo por mí pero vigila que los niños no se acerquen a los barrancos. -dijo Heidi con la preocupación propia de una madre.
El joven sonrió y asintió con la cabeza. Sabía que su querida Heidi era una buena madre que siempre se preocupaba por sus niños, en el fondo eran igual de inquietos que ella cuando tenía su edad. Muchas veces, Heidi no veía los peligros, pero Pedro siempre estaba a su lado para protegerla y cuidarla.
-Tranquila amor, conmigo estarán seguros, ya lo sabes. -dijo Pedro guiñándole un ojo.
Heidi asintió con la cabeza. El joven cabrero besó a su amada esposa y se acercó hacia el rebaño y los niños dando un fuerte silbido para comenzar el camino hacia los pastos. Heidi contempló su marcha antes de meterse en la cabaña para seguir ayudando a Brígida con las tareas del hogar.
Durante el camino, Tobías y Ana iban jugando entre las cabras mientras que Pedro no les quitaba el ojo de encima. Cuando por fin llegaron a los pastos, el rebaño se esparció para comer y Pedro y sus hijos se tumbaron en la hierba. El joven quiso echarse una siesta.
-Voy a dormir un poco, quedaos cerca de mí y no os acerquéis al barranco. -les dijo Pedro a sus hijos mientras se ponía el sombrero en la cara para que el sol no le molestara.
-Vale papá. -dijo Tobías mientras se tumbaba a su lado para observar las nubes.
Tobías quería seguir los pasos de su padre. Últimamente, Pedro había empezado a enseñar a su hijo todo lo que un buen cabrero tenía que saber: ordeñar, silbar, cuidar del rebaño... El niño deseaba convertirse en un gran cabrero para que, de mayor, pudiera tener su propio rebaño y también aprender a hacer los deliciosos quesos que preparaba su madre para después venderlos. Ana, en cambio, prefería dedicar ese tiempo a otras cosas. Agarró su mochila y sacó unas cuantas hojas de papel y unas pinturas que Clara le había regalado el verano anterior. La niña adoraba dibujar, a pesar de tener tan solo 6 años había descubierto su pasatiempo favorito. Se podía pasar horas y horas dibujando las montañas o las cabras, e incluso intentaba dibujar de la mejor manera posible las ilustraciones de los cuentos que Heidi les leía a ella y a su hermano.
Mientras tanto en la cabaña, Heidi tenía pensado hacer una tarta de queso durante el día. La joven había sacado a relucir su lado más repostero durante los años anteriores y sus dulces estrella eran las tartas de queso, encantaban a toda la familia. Heidi fue al pequeño almacén que tenía en su casa donde guardaba el queso y algunas provisiones más. Cogió unos buenos pedazos de queso y un poco de mermelada de grosellas que ella misma había hecho la semana anterior, para después ponerla por encima de la tarta. Una vez que tenía todos los ingredientes se dispuso a preparar la deliciosa tarta.
Llegó el mediodía y el sol se encontraba en todo lo alto. Pedro silbó al rebaño para reunirlo cerca y avisó a sus hijos de que ya era la hora de comer. El joven sacó la comida del zurrón y se puso a comer con sus hijos. Tobías comía con ansias, había heredado el carácter glotón de su padre, mientras que Ana comía con más tranquilidad. Una vez que terminaron de comer, Tobías se dirigió hacia una de sus cabras y se puso a ordeñarla ante la atenta mirada de su padre.
-Ya lo haces muy bien, estoy seguro de que serás un gran cabrero.
-¡Cáscaras! Gracias papá.
Pedro miraba con orgullo a Tobías. Sin duda que el niño sabía muy bien lo que tenía que hacer, gracias al buen maestro que tenía.
Cuando empezó a caer la tarde, el pequeño Tobías silbó para reunir el rebaño. Después de contemplar la bonita puesta de sol, Pedro se dispuso a bajar de la montaña con sus hijos y con el rebaño.
Dentro de la cabaña, Heidi tenía ya lista la tarta que había estado preparando durante el día, tuvo tiempo para seguir limpiando, hablar un rato con Brígida y leer alguno de sus libros. Al rato, escuchó los ladridos de Trueno y a lo lejos los silbidos de Pedro y los niños. La joven salió afuera para recibir a su marido e hijos.
-Hola mi vida, ya estamos aquí. -dijo Pedro acercándose hacia Heidi.
-Hola mi amor.
Ambos se dieron un beso.
-Tobías y Ana tienen algo para ti. -dijo el joven.
En seguida, los dos niños le entregaron a su madre un bonito ramo de flores que habían cogido en la pradera cuando antes pasaron por ella para bajar de la montaña. Heidi no pudo evitar enternecerse por ese detalle.
-¡Oh, que bonitas son! ¡Muchas gracias, mis niños! -dijo Heidi abrazando a sus hijos con cariño.
-Fue idea de papá. -dijo Tobías.
-¿Sí? -preguntó Heidi dirigiendo su mirada hacia Pedro.
-Sí, flores para la mejor esposa y madre del mundo. -dijo el joven cabrero con una sonrisa en su rostro.
-¡Os quiero tanto a los tres! -exclamó Heidi abrazando a la vez a su marido y sus hijos. -¿Sabéis una cosa? Yo también tengo una sorpresa para vosotros.
-¿Qué es, mami? -preguntó Ana.
-Pues... ¡Esta noche cenaremos una tarta de queso y grosellas!
Los ojos de Tobías y Ana se abrieron por completo y los dos hermanos se pusieron a dar saltos de alegría.
-¡Cáscaras! Entonces me voy corriendo al pueblo para devolver las cabras cuanto antes. -dijo Pedro.
-Anda corre, no tardes. -dijo la joven riendo tiernamente.
Pedro bajó rápidamente hasta Dörfli junto al rebaño para poder volver lo antes posible a casa. Esa noche la bonita familia que tenía Heidi pudo disfrutar de una deliciosa tarta de queso que ella misma había preparado con tanto cariño.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro