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Hechizo quemero parte 1

Estoy a menos de una cuadra del parque. Los árboles son garras que me señalan, empapadas de un poder siniestro. El viento golpea en las esquinas vacías y me empuja para que cruce la calle Monteagudo y suba los escalones. Pensar que alguna vez creí que él era el amor de mi vida. Ahora, estoy dispuesto a matarlo para rescatar a la persona que más amo en el mundo.

***

Unas horas antes, estaba en el café El Codo. Acababa de pagar y, mientras esperaba el vuelto, observaba los muñecos que decoraban los estantes: uno era una versión del 2000 de Man-At-Arms, con varias piezas faltantes; otro era Donatello, una de las tortugas ninja, que en vez de su bastón tenía unas espadas. También había un Spiderman descolorido, sentado junto a ellos sin ganas de seguir luchando. Los tres se giraron hacia mí y me saludaron con la mano. Casi salté en mi silla, pero antes de que pudiera reaccionar me trajeron el vuelto. Le agradecí a la moza y, cuando se fue, sacudí la cabeza. Me convencí de que resumir tanto para la tesis me había quemado las neuronas.

Aparté un mechón de flequillo castaño de mis ojos y me rasqué la barbilla, donde asomaba una barba de días. Después miré por la ventana hacia el gran parque que se encuentra enfrente. Repleto de árboles de varias especies como jacarandás, tipas blancas, palos borrachos y palmeras, abarca tres cuadras y es el verdadero pulmón del barrio y creo que de la Ciudad de Buenos Aires. Los vecinos caminan por sus senderos interiores, pasean a sus mascotas o se tiran en el pasto a tomar mates bajo el sol. Hay sectores para hacer deporte, con juegos infantiles e incluso para que corran los perros. También tiene varias estatuas y monumentos.

Abrí mi celular y vi un mensaje de Iván: "Te amo, Lucas. Te veo en casa en un rato."

Entré a su foto de perfil. Iván es lo que en la comunidad gay se denomina un oso: pelado, barbudo y panzón. La mirada dulce del cuarentón me desarmó cuando lo conocí hace dos años, en un curso de teatro.

Ambos somos periodistas, así que pegamos onda enseguida. Desde entonces, no nos separamos más. Tenía mis dudas al principio, porque me lleva diez años. Lo cierto es que es buen tipo, tierno y considerado. Sonreí, feliz. El cansancio por el estudio se había desvanecido con solo pensar en mi chico. Salí y crucé hacia la feria.

Los fines de semana, sobre la Avenida Caseros, la vereda del parque se llena de stands con toldos amarillos donde se venden remeras, peluches, artesanías, juguetes viejos, de todo. Incluso cosas truchas. No podía comprar nada, así que seguí de largo, no sin antes echar una mirada a la sede de Huracán que está enfrente. Iván es hincha fanático de ese equipo de fútbol.

Llegué hasta una plazoleta y caminé con cuidado, para no pisar los dibujos en las baldosas; unos cuerpos blancos con los nombres de personas desaparecidas durante la dictadura militar. Me quedé un segundo leyéndolos, delante de la estatua de Monteagudo.

Enseguida, comencé a ver en mi cabeza puertas que se abrían a la fuerza, sentí culatazos de escopetas en mi cuerpo, escuché gritos, olí sangre. ¡Me chocaron! Había sido un hombre, apurado por llegar a algún lado. Le pedí disculpas y seguí caminando.

En ese instante, escuché un chistido y giré para buscarlo, pero no lo hallé. Por alguna razón miré hacia la estatua de Monteagudo, que estaba frente a mí. Extendía una mano hacia el cielo, proclamando en silencio.

A medida que me acercaba a casa, fui esquivando los soretes de las veredas. Es lo primero que aprendí a hacer en este barrio, luego de llevarme varios chascos. A la gente le encanta tener perros, pero muy poca es responsable con sus desechos.

También aprendí de fútbol, algo que jamás me había interesado. Es imposible vivir en este barrio sin saber sobre Huracán, el equipo local. Además de la sede del club, están los grafitis y murales pintados que retratan a los jugadores históricos, a la leyenda local del boxeo, Ringo Bonavena, y a "El Huracán", el globo aerostático de Jorge Newbery del que el equipo tomó su nombre.

A los hinchas les dicen "quemeros" porque cerca de la cancha de Huracán estaban los terrenos que durante el siglo diecinueve y parte del veinte se usaron para las quemas de la basura de la ciudad.

Todo esto lo sabía gracias a Iván. Él vivía ahí desde que nació y me contaba una y otra vez la historia del barrio y de su equipo. Así me había ido encariñando con el lugar y sus leyendas. Ya los sentía míos. Incluso veía los partidos de fútbol con Iván y me emocionaba cuando Huracán se enfrentaba a San Lorenzo, su histórico rival del barrio de Boedo.

Pasé frente a una manzana en la que se alza una chimenea inmensa, en lo que fue una de las tantas fábricas del barrio. Muchas están siendo transformadas en oficinas, al igual que varias casas antiguas que son derribadas para hacer edificios de departamentos, desde que el lugar se convirtió en el distrito tecnológico de la ciudad. Está bueno que haya nuevos locales y puestos de trabajo, pero para mí le quitan algo del encanto que tenía la zona y que pude sentir apenas me mudé, hace unos años. Por suerte, la casa de Iván resiste.

Una vez que llegué, abrí la reja y después las puertas altas de madera. Caminé por un pasillo de baldosas y azulejos avejentados y llegué al pequeño vestíbulo. Para ir a la cocina hay que atravesar un patio pequeño (sí, un patio), decorado por unas hermosas baldosas con arabescos. Ahí está la escalera que lleva a la terraza, donde se encuentran algunos materiales de construcción y botellas polvorientas.

La casa estuvo tomada por un tiempo y cobijó a más de quince personas, hasta que la madre de Iván logró que la policía las desalojara. Las primeras veces que me quedé a dormir tuve pesadillas. Soñaba con figuras borrosas que iban de un ambiente a otro y entraban al cuarto para observarme. Me fui acostumbrando. A pesar de eso, el amor es el amor, y no dudé en mudarme cuando él me lo propuso.

Con su dulzura, Iván había disipado la oscuridad que me envolvía durante los ataques de ansiedad y en los momentos en que el estrés iba a fundirme la cabeza. Era una época difícil: estaba cansado de cambiar de trabajo sin encontrar uno que me llenara, harto de estudiar comunicación y del sueldo de mierda que me pagaban. ¿Cómo habían pasado tan rápido los últimos cuatro años? ¿Quién me había robado el tiempo? Aunque era feliz con Iván, sentía que había perdido alguna cosa que no podía recordar y que por las noches quemaba en mis manos.

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