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Hechizo de viento y sombra parte 1

—Sabés cómo es el trato —me dijo Uriel, flotando en las alturas, y sonrió con esa barba tupida que reflejaba los rayos de la luna.

—Todavía lo estoy pensando —respondí, antes de saltar de la terraza hacia la calle, iluminada por las luces de mercurio.

Las bestias de barro que marchaban debajo giraron hacia mí y rugieron. Mientas caía, giré mi mano en el aire antes de dirigirla hacia ellas. En ese instante, se escuchó el rugido del mar y una ola enfurecida se manifestó en la calle, arrastrando a los monstruos.

Aterricé y caminé sobre el agua, observando a los enemigos disolviéndose debajo de mí, dentro del líquido espumoso. Giré hacia Uriel, que me miraba sentado en la rama de un árbol.

—¿Por qué no podemos amarnos así como somos?—le pregunté, observando su pecho amplio y velludo, más allá de la camisa entreabierta.

El hombre de piel blanca como el marfil acomodó su flequillo oscuro y me sonrió.

—Podemos, pero va a estar sujeto a las leyes terrestres, que ya casi te son ajenas. —Al pronunciar esto, dirigió la mirada hacia mis pies, sostenidos sobre el agua por la magia—. Eso significa muerte, decaimiento, imperfección.

—Si me convierto...

—Si te convertís, va a ser amor eterno, como te prometí —dijo de pronto y mi corazón se aceleró. Clavé la mirada en sus ojos pardos y sentí algo arremolinarse en la boca de mi estómago—. Lo mismo pasará con tu cuerpo, una vez que tengas el don oscuro.

—La inmortalidad, que los sentimientos no cambien, son hechos contrarios a los ciclos naturales.

—Un mago del caos hablando del orden natural de las cosas. —Uriel se rió—. Sos tan lindo, Antonio, que a veces creo que sos lo único bueno que dio este mundo. Y no pienso dejar que el tiempo te devore.

En cuanto terminó de hablar, Uriel desapareció como una sombra que se hundió en el cielo huérfano de estrellas de la ciudad. El agua bajo mis pies descendió y pude pisar el suelo.

***

Pospuse la alarma cinco veces hasta que logré despertar, todavía enredado en un sueño que era un recuerdo. Me bañé, salí del departamento y bajé rápido las escaleras del edifico. No quería llegar tarde a mi reunión con María José. No importaba si lo hacía con el estómago vacío.

Mientras esperaba el colectivo que iba a llevarme hasta Colegiales, empecé a sentir hambre. Pensé en la boca de Uriel y me invadió un escalofrío. Una vez sentado en el bondi, me puse los auriculares y busqué entre los artistas que solía escuchar: Britney Spears, Madonna, los Pet Shop Boys, Enigma. Elegí una playlist de Sofía Oportot. Estaba tan lejos de ser una criatura de la oscuridad... ¿Qué carajo veía Uriel en mí?

Abrí la cámara del celular y posé para hacerme una selfie. Iba a subirla a Instagram, etiquetando a Majo. Observé mi rostro de piel oscura, mi pelo negro con largos mechones y una onda cayéndome sobre la frente. La barba candado cortada con prolijidad. Cosas que daba por sentado. Lo cierto era que nunca me había detenido a pensar cuánto iba a durar así. Ya tenía algunas canas, me cansaba más que a los veinte y mi vista iba desmejorando. Cosas normales, a las que me había acostumbrado. Jamás había pensado en una posibilidad como la que me ofreció Uriel...

Justo subió al colectivo un viejo, moviéndose con un andador y le cedí el asiento. Me imaginé como él con la barba canosa, lleno de arrugas, pelado. Débil.

Publiqué mi foto en la red social y subí el volumen de la música que sonaba en mis auriculares. Cerré los ojos y recordé lo que pasó en los últimos años, desde que la magia había llegado a mi vida.

Solía trabajar en una editorial donde lo que me pagaban apenas me alcanzaba para el alquiler. La inflación del país hacía que mi sueldo valiera cada vez menos y había semanas en las que solo comía arroz.

Los tipos que me levantaba me daban bola hasta cogerme y después me dejaban. Ya había transcurrido una década de mi vida buscando formar una pareja de verdad, pero nunca lograba superar los tres años de noviazgo.

Una noche de sábado en la que hacía mucho calor, me tiré en la cama a mirar el techo y reflexionar. Del otro lado de la pared a la que daba la cabecera de la cama, las vecinas se gritaban sin parar. No quise meterme de nuevo, no después de lidiar con sus insultos y amenazas. En cuanto se fueron, sus perros se pusieron a ladrar sin parar, como siempre.

Y yo sin un mango para, aunque fuera, rajarme a tomar una birra.

Trataba de distraerme leyendo en el celu una novela sobre magos gais que había bajado de un blog, pero el ruido me distraía. Eso, más el odio y el cansancio que sentía por mi vida miserable. Era mi casa. Quería vivir en paz.

No podía irme de ese lugar porque no trabajaba en blanco ni tenía una garantía, requisitos mínimos para alquilar algo más decente. Estaba harto de tirar currículums por todos lados. Harto de que mi trabajo como editor valiera cada vez menos. Harto de no encontrar un flaco que valiera la pena. Harto de mis vecinas de mierda y los ladridos de sus perros.

Salí del libro que estaba leyendo y llegué a otro sitio con libros para bajar. Y ahí apareció: Magia Real.

Lo descargué, creyendo que iba a ser otra novela, y leí la primera frase:

Este libro es para aquellos osados que quieren recuperar el control de sus vidas.

Sentí un cosquilleo en mi entrecejo, como una pequeña llamarada invisible. Me pasé una mano por la frente. Magia real, recuerdo que pensé, riéndome.

Lo terminé en una noche y al otro día ya estaba haciendo mi primer hechizo, lleno de bronca y desesperación. Los perros de las vecinas murieron al atardecer. Me enteré cuando las escuché llorando a los gritos en el pasillo.

Quería sentir culpa, una culpa inmensa, y en vez de eso, cada vez que pensaba en el asunto, una sonrisa inmensa se formaba en mi rostro. Ellas y sus animales me habían torturado tanto tiempo... Me dio un poco de lástima, no lo voy a negar. Sin embargo, entendí que ese era el precio a pagar por conocer el poder de la magia.

Las vecinas se mudaron al poco tiempo. Y yo seguí haciendo hechizos.

Pasaron unos meses y cambié de trabajo; entré a otra editorial, en blanco y con el doble de sueldo. Me acostaba con tipos divinos que después tenía que volver a hechizar para que me dejaran en paz y pudiéramos separarnos en buenos términos. Encontré manuscritos míos olvidados en un pendrive; los corregí, los publiqué en Amazon y tuve buenas ventas.

Al año, me había mudado a un departamento mejor, muy silencioso. Lo más importante era que tenía un balcón en el que me pasaba las tardes disfrutando de la vista al parque y tomando mate.

En ese lugar invoqué a los elementos y aprendí a controlarlos. Era bueno, en especial para convocar a las nubes y a la tormenta. A veces creía que tenía un don natural para eso; otras, pensaba que era resultado de mi deseo de aire y frescura tras haber pasado tanto tiempo en un departamento interno.

Cuando se cumplieron cuatro vueltas alrededor del sol desde que me bajara el primer libro de magia, durante una ceremonia en la terraza del edificio para cargarme con la luz de la luna llena, algo hizo clic en mí. Ya no necesitaba sigilos ni invocaciones. Sentía la energía primordial del caos de la creación circulando en mi interior.

Aquella noche volé por primera vez.

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