4: Encuentro.
—...Y por eso creo que boté mi dinero a la basura, ¿qué piensas tú?
Hannah para de trabajar en su lienzo para enfocarse en mi un instante. Ha estado escuchando mis quejas y lloriqueos desde la cena, hace más de dos horas.
La piel de las mejillas aún me arde de la rabia del mediodía causada por ese hombre hermoso de temple adusto y sonrisa irónica. Me fui de casa gastando lo que me sobraba en efectivo en un taxi que Hannah tuvo que completar.
Podría intentar embrujarlo con mis preciados orgasmos, pero jamás le daría el gusto de obedecerle.
No en ese caso específico, al menos.
—No, pero, ¿escuchas lo que has dicho?—remoja el pincel en agua—. El hechizo funcionó, te habló de algo más que planillas contables, recuerda que la hechicera dijo que ese hombre es hueso duro de roer.
Si lo dice de esa manera...
Ruedo sobre mi estómago, tensa ante esa perspectiva. Sí, reaccionó a mí, pero no de la forma que esperaba. Adrian Brier confía que puede patearme con la punta del pie y salirse con la suya.
Algo habrá hecho esa mujer, en lugar de amansarlo le añadió espinas.
—Es que no lo sé, me hizo sentir mal lo que dijo, ¿sabes? Le gusta que me rebaje por él—respiro con fuerza por la nariz, indignada hasta el apellido—. Hasta el último momento estuve ahí de ofrecida, ¿y qué recibí? Que me echara de su casa, ¡lo odio, lo odio, lo odio!
La almohada recibe mis golpes, uno tras otro. El rápido desgaste me advierte lo necesitada de una rutina de ejercicio que estoy.
—¡¿Hasta ahora te das cuenta?!
Me lamento en quejidos que ahogo en mi mano.
—Estaba cegada por el amor.
Sus risas me dan ganas de echarme a llorar. La vergüenza es inevitable.
—¿Cuál amor, estúpida? Lo que necesitas es salir a divertirte, ¿hace cuánto no pisas un club?
—No lo sé.
—¡Meses!—estoy segura que su grito se oye por toda la cuadra—. Por amor a Dios, no haces más que trabajar y masturbarte pensando en ese imbécil que tienes por jefe, esta noche salimos así tenga que amenazarte con sacarte un implante con mis propias manos para dártelo de comer.
La amenaza me provoca un dolor en las tetas incomprensible. Tiene razón, quedarme a mirar las mismas paredes, oyendo a las ratas tratando de rasgar la pared del vecino para invadir este espacio, no es un plan que me ayudaría a avanzar.
¿No era lo que quería? ¿Su atención?
Sí, pero no esperaba que fuese así. La desilusión sabe tan salada como las lágrimas.
—Acepto, pero con una condición.
Ella traza líneas azules encima de un fondo amarillo.
—¿Cuál?
—Si pagas la primera ronda o no llegaré a fin de mes.
Voltea a verme, subiendo y bajando las cejas antes de volver a su lienzo.
—A dónde iremos no nos ensuciaremos las manos tocando dinero. Tú tranquila.
Θ
A los veinticinco la piel disminuye la producción de colágeno, algunos comienzan a preferir la compañía de una mascota, a otros, a mí, no irrita el ruido y la vida nocturna.
Es una tragedia, hace tres años no podía esperar que llegara el fin de semana para lucirme en el último vestido que conseguí en la tienda de segunda mano. Me picó el bicho de la amargura de la vejez demasiado temprano, ahora ver al montón de gente bailando ridículamente en la pista me provoca vergüenza ajena.
Tomo un trago del segundo mojito de la noche, si el siguiente viene tan bajo de alcohol, me levantaré a reclamarle al bartender este crimen. Aunque el sabor del alcohol me provoca náuseas debido a los resquicios de la borrachera de anoche, la sangre me pide más y más veneno.
—¿Qué planes tienes a futuro, Bella Cora?
El intento de voz seductora de un hombre que alcanza los cuarenta años en completo descuido quitan mi atención de Hannah y su novia pasándola bien en la pista.
Apenas ocupamos una mesa, los ofrecimientos no demoraron en llegar. Con ganas de beber mi peso en tragos, accedí a que este hombre ocupara la silla disponible. Respeta mi espacio, no se ha atrevido a tocarme y no espera que se acabe mi vaso para pedir el siguiente.
Bajo el vaso a la mesa y peino mi cabello.
—No hablo de esto con recién conocidos, pero me has caído bien—contesto y la escena del mediodía viene a mi cabeza—. Espera, creo que cambiaron. Si me lo hubieses preguntado hace dos días te hubiese dicho, mmm, casarme enamorada con el hombre que me gusta y me ama, tener cuatro hijos, dos niñas y dos niños y quisiera inaugurar mi salón de belleza especializado en el cuidado del cabello, pero ahora... ahora espero tener dinero para abrir mi salón, me di de baja en el amor.
Se reacomoda los anteojos, interesado.
—¿Por qué dices eso?
Bebo un trago más y le apunto con mi uña.
—Porque ustedes los hombres son una porquería, ¡deberían de agradecer que siquiera les pongo la vista encima!
Él abre los ojos y una sonrisa le levanta los labios resecos, escondidos bajo un bigote tan espantoso como el de ese genocida alemán.
—Yo estoy agradecido de tener tu compañía.
Bufo, revirando los ojos.
—Estás casado, Norman, puedo ver la franja de sol en tu dedo, y aquí estás pagando por mis tragos y escuchando mis lamentos con la fantasía de llevarme a un hotelucho tres estrellas, ¡y merezco uno de cinco!
Merezco, merezco, merezco, y ese estúpido de Adrian no hace más que mofarse de mí.
El sujeto agranda su sonrisa como si el verse descubierto.
—¿Pero está funcionando?
Una risotada irónica se me escapa. Es tan imbécil, ni siquiera es capaz de inventarse una mentira, decirme que está divorciado o en proceso. Parece que le excita hacer el mal. Enfermo.
—Todos son iguales—espeto al borde de un ataque de rabia—, ¡todos!
—¡No puede ser!—el grito a mi espalda casi me hace escupir el trago sobre la mesa—. Cora, ¿eres tú?
Con una mano en la boca conteniendo la bebida, giro el rostro para dar la muchacha morena de largos rizos.
—Susie...
—¡Si eres! ¡Adrian! ¡Mira a quién conseguí!
El rostro del señor Brier, mi jefe, la razón que me tiene aquí tratando de aplacar la rabia con mojitos, se ilumina cada tres segundos por las luces de neón del local.
En mi interior una avalancha de emociones me comprime el estómago.
—Buenas noches, Cora—dice, apenas pude oírle por el volumen de la música.
Es lo que faltaba, conseguirme a este... bestia en mi noche de desapego. Ese hechizo debe ser demasiado efectivo y aquí es donde comienzo a notar los efectos adversos.
Así, con su altanería y su desdén hacia mí por certificar que lo deseo, no lo quiero y es como se me ofrece.
—¿Por qué no vienes con nosotros?—sugiere la linda Susie—. Bebamos un trago, luego regresas, me quedo solo esta noche en la ciudad y estamos con unos amigos.
Apunta a la barra y ahí, justo ahí, diviso a la mujer que Yula pregonaba ser la novia de mi jefe. Un malestar me cala fuerte. A lo mejor el tipo está buscando anillo de compromiso para ella mientras yo desperdicio mi dinero en rituales.
Pues eso se acaba esta noche. Bebo un trago más del mojito, mirando a Susie.
—Su hermano ha dicho que soy el trabajo—le indico, encogiéndome de hombros—. Así que no pretendo molestarlo en su momento libre con mi presencia.
Apoya la mano en el borde del asiento y se inclina un poco hacia mí, enloqueciendo mi pulso.
—La ridiculez no te queda bien—murmura y me cuesta contener la mano para no abofetearle.
—Me pregunto quién le pidió opinión—escupo y él se aparta, sonriendo como un infeliz.
Susie nos observa con el interés brillando en su mirada.
—¿Desde cuándo tienen tanta confianza?—pregunta como si contuviese una sonrisa.
—Desde que la señorita Adams decidió que emborracharse en una reunión de trabajo era la mejor idea—responde él—. Agradezca que continúe en su puesto.
Siento mi rostro contorsionarse, colérico.
—Écheme, lo reto, le aseguro que no conseguirá a nadie tan capacitada como yo—repongo y su respuesta en aspirar hondo.
—Se queda callado porque sabe que es verdad—se burla Susie. Me regala un apretón en el hombro—. Nos veremos en otra oportunidad, Cora.
Me brinda una mirada que no puedo descifrar y se van. El calor me inunda completamente y se afianza en mi nuca con maldad.
Mi precario acompañante levanta mi vaso y me lo ofrece.
—¿Mojito?
Le pego un manotazo a la mesa. Puede soñar con sacarme de aquí, no me iré con él borracha, mucho menos sobria. Tuve suficiente.
—Agua mineral, pendejo—replico.
Tomo mi cartera y me pongo de pie. Necesito tomar aire y permanecer al menos cinco minutos lejos del ruido. El tipo me dice algo, le doy las gracias y la vista de mi espalda cuando me retiro a la salida.
Empujo a las personas lejos de mi camino, esto pasa cuando no alcanza para una mesa en la zona VIP, todos estorban.
El miedo arrasa conmigo cuando cerca de la salida, en un espacio dónde la luz es una promesa, una mano me toma de la muñeca y me hace girar sobre mis tacones. Por instinto levanto mi bolso lista para atestar golpes, me quedo perpleja al notar que se trata de mi jefe.
El enojo levanta la bandera de nueva cuenta, retuerzo la mano obligándole a soltarme.
—¿Qué quiere?—replico con altanería—. No tengo lapicero ni mi bloc de notas, no estoy en horario de trabajo.
Me contempla como si tratase de resolver un enigma complejo. Las luces pasan cerca, ninguna nos aborda o roza.
—Estás despedida.
La sangre me baja a los pies.
—¿QUÉ?
Se pasa una mano por el cabello, desordenándolo.
—Por esta noche, estás despedida—reitera y sin esperarlo, me besa.
Me. Besa. El señor Brier me besa.
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