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12: Encantado.




Adrian Brier

Te hechicé. Proceso rápidamente a qué se refiere con eso, antes de permitir el paso de la risa, reparo en los cambios notables a simple vista. Su cabello antes rubio rodeando sus senos, ahora le enmarca la mandíbula, de un castaño reluciente que realza sus facciones y piel.

—Te ves hermosa—pronuncio—. El castaño te queda de maravilla.

Me quedo corto en palabras, luce estupenda. Mis manos se alteran por pasar por su cabello, reconocer la textura, tengo una insistencia por impregnarme en su aroma que no acaba por desaparecer siquiera cuando ocurre.

Ella adelanta un paso más, sus manos temblando. No viste más que un abrigo inmenso y una jodida falda. Una falda, tan blanca como la nieve cubriendo la ciudad.

—Adrian, escucha, lo que te digo es algo muy serio.

—Adrian—repito, impresionado—. Primera vez que me llamas Adrian aquí—tomo sus manos y el contraste entre temperaturas me alarma—. Siéntate aquí, ¿te apetece un café? Joder, estás helada.

Camino con ella hasta el escritorio, aparto las cosas y le hago un espacio en el borde donde la siento sin problema. Busco la caja de toallas descartables y se las paso para que se sople la nariz infestada de mucosidad.

—No me tomes por loca—dice, y se escurre ruidosamente la nariz.

No lo hago, pero no está tan lejos.

—¿Escuchaste lo que me dijiste?—contesto y ella asiente con seguridad.

—Te hechicé para que te enamoraras de mí y funcionó—sacude la cabeza entre lloriqueos—, pero no me gusta saber que si llega a pasar es de mentira, porque lo compré. Esos papeles con tu nombre, las velas en mi recámara, los postres, todo lo hice siguiendo las instrucciones de esa hechicera, hasta tenía un rezo, ¿quieres oírlo?

Toda la situación me parece de chiste, pero ella luce como si decirme todo aquello le resultara un alivio.

—Sí...

Se endereza y acomoda.

—Decía así—carraspea y prosigue—. Adrian Brier, mío eres, mío serás y en nadie más que en mí, Cora Adams, pensarás, desde tu despertar, hasta tu descansar—un aluvión de lágrimas lubrica su mirada—, es por eso que te sientes de esa manera conmigo.

Un silencio incómodo le precede, Cora me contempla expectante, con el rostro hundido en la vergüenza. Me cuesta reprimir la carcajada y ella se fija en eso.

—¡Deja de reírte!

Tomo sus manos frías, las estrujo con cuidado, transmitiendo la tibieza que necesita.

Ella se limpia la nariz y arroja los papeles al tacho, no dice nada, no habla, las manos le tiemblan como un animalillo aterrorizado, esperando a mi reacción, sin embargo, no tengo ni la más remota idea que decir.

Ciertamente su decisión se maneja en los límites de alguien desequilibrado, pero es Cora, puede ser que sea algo impulsiva, pero es una mujer que sabe lo que quiere y con esto no hace más que confirmarme, que lo quiere soy yo, puede que en su inicio sea el dinero, lo sé, no soy imbécil, pero que venga ante a mí a confesarse entre llanto, me indica que ahora es más que eso.

Un calor complaciente me inunda. Es más que eso.

Masajeo sus manos un rato más, feliz de verla recuperar el color natural en sus mejillas.

—Cora—ella levanta la mirada rojiza, producto del llanto—. ¿Colocas tu fe en estos misticismos?

Su mirada vibrante se colma de pesar.

—Mi fe y mi sueldo.

Algo dentro de mí se comprime con ferocidad.

—¿Eso es lo que fuiste hacer a esa tienda en Hoboken?

El terror asalta sus facciones.

—¿Cómo sabes eso?

—Porque estuve ahí.

Me empuja levemente por el pecho, no logra que me mueva ni un centímetro.

—Me hechizaste, ¿no es verdad?—me quedo perplejo cuando abre la mirada en demasía—. ¡Adrian Brier, me hechizaste y por eso actuaba como una ridícula todo este tiempo!

Pero, ¿qué...?

—Evidentemente no, Cora, fui ahí para acompañar a mi hermana en alguna sesión estrambótica de espiritismo, magia o qué demonios sabré yo—espeto—. Te vimos salir de esa tienda, la de al lado, ¿fuiste a perder tu dinero en esa mujer?

—No fue pérdida, por algo no puedes dejar de pensar en mí.

Una suave risa escapa de mi boca.

—Eso me pasa desde hace años, ¿no te has preguntado jamás la razón de tantas citas de una noche desde que comenzaste a trabajar a mi lado? En dos ocasiones he querido negarte la renovación por el mero deseo de besarte—ella ni siquiera parpadea—. Porque trataba de compensar con otros cuerpos que no me atrevía a tocar el tuyo, porque esto ocurriría, perdería la mejor empleada que he tenido por un revolcón, si te trato como lo hago no es a causa de un maleficio y me lastima el ego que creas que es por eso, ¿no me crees capaz de complacerte?

Cuando creo que finalmente evoco mi tiempo, ganas y esfuerzo genuino en mantener una relación fructífera y estable con una mujer, resulta que ella piensa que no es por mí, es por un ridículo hechizo.

Ella zarandea la cabeza.

—No hablo de sexo, hablo de todos esos detalles...

—Son porque me dan la gana—le corrijo—, te los doy porque así lo deseo, porque los mereces, no porque una fuerza sobrenatural me lo ha dicho en un sueño.

—Puedes decir lo que sea, pero el hechizo está hecho. Cumplí con decirlo porque no me dejaba dormir en paz.

Hace el ademán de bajar, pero la detengo colocando las palmas en sus rodillas.

—Quédate justo ahí—demando y ella obedece—. Muy bien, finjamos que creo en estas cosas. Fuiste con esa mujer, pagaste por embaucarme mágicamente.

Ella afirma repetidas veces.

—Eso pasó.

Escruto su expresión ansiosa unos segundos.

—¿No has vuelto a pasarte por allá?

—Lo haría luego de firmar la renuncia, necesito—desvía la mirada avergonzada y alicaída a la pared—. Dinero para revertirlo.

Ahí es donde quería llegar.

—No conseguirás a nadie, esa hechicera no era más que una mujer desfasada de sus facultades mentales, se la llevaron a prisión quien sabe porque, pero consideremos la opinión de una experta, Soyra—un brillo nervioso le abarca las pupilas dilatadas—. Esa mujer que te atendió es un estafa, vertiste tu dinero en un fondo vacío, a mi entender financiero, adquiriste acciones caducadas. No existe ningún hechizo, Cora, solo somos tú y yo siendo algo más que un par de idiota.

Canto victoria demasiado temprano, el halo de esperanza irrumpiendo su cariz se deshace por culpa del escepticismo.

—Me estás mintiendo—me apunta al pecho, donde yace mi corazón—. Eso es un efecto del hechizo, no puedes ver nada malo en mí.

Me gana una risa. Claro que lo veo, como que no es nada paciente, no acepta ninguna resolución que no la coloque en el trono de la razón, suele ser olvidadiza con ella misma y le sonríe demasiado a los hombros que demuestran deseo por ella.

Si lo veo, incluso con esas peculiaridades, me sigue pareciendo jodidamente perfecta.

Señalo a la puerta con la cabeza.

—¿Vamos a comprobarlo?

Suspira, exhala todo lo que contenía, como si hace horas no hubiese tomado un respiro propiamente. Me conforta darme cuenta que el temblor ha desaparecido.

Aparta el cabello que se la ha quedado adherido a la mejilla y levanta el mentón.

—Crees que soy una loca, ¿verdad?—el llanto ataque pero ella lo controla—. Hacer todo eso por un hombre, Dios, qué bochorno.

Arreglo las hebras fuera del rimero, grabando la suavidad de su pelo en mis huellas.

—Pienso que no te limitas en la búsqueda de lo que quieres, incluso si no es la manera más ética, pero lo considero parte de tu encanto—una sonrisa puga por avasallar su boca pero ella presiona los labios, renuente—. Además me halaga, nadie jamás me ha hecho sentir prioridad.

Ella retuerce los labios.

—Pues es tu culpa también, tanto te gustaba que nunca fuiste capaz de devolverme una mirada.

—Eso pasa cuando existe un contrato de por medio, Cora—replico—. No bromeo cuando digo que no jodo con el trabajo.

Ella lo pasa, me concede una mirada significativa. El deseo de besarla palpita en mis labios ansiosos, desesperados. Engarzo los dedos en su nuca y con la urgencia marchitando mi escueta resistencia, desciendo al nivel de su boca.

—¿No estás enfadado?—musita, colocando una sonrisa en mi semblante.

—Estoy encantado—le rectifico—. Sígueme hechizando, por favor, no pares de hacerlo.

Atrapo sus labios desbordando la palpable tensión.

Esa es la magia entre los dos.

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Tags: #romance