10: Presagio.
Paso el tercer vaso de agua a ojos cerrados y una mano encima del corazón, percibiendo la férrea velocidad de mis latidos disminuir. Después de una cena y regalos, muchos regalos de parte de mi jefe-novio, coger hasta que la luna llena se asoma por la ventana era el desenlace de fin de semana que codicié estos años.
Diciembre ha vivido sus primeros diez días, puedo afirmar que nunca he tenido tanto sexo en mi vida como estas semanas.
El sudor se seca en mi piel, pero el ardor avasallante entre mis piernas no se iba. Siempre quiero más, nunca me sacio y tengo dudas de que ese hechizo tenga un efecto rebote.
Es incómodo, la sensación de estar siempre húmeda e hinchada no era la mejor, pero tenía un toque adictivo que me tenía el corazón acelerado y con mi jefe sobre mi cama, con su miembro cubierto solo por la delgada sábana, era imposible no tener estas ansias locas de repetir lo vivido minutos atrás.
—Tú color favorito es el verde, siempre regalas esmeraldas a todas las mujeres—retuerzo los labios con rencor y celos—. A todas menos a mí.
Sobre todo a la única novia oficial que tuvo, mucho antes de conocerme y que el trabajo se convirtiese en vida y rutina. Se comenta en las revistas que aquella mujer todos los meses lucía una joya nueva.
Toco el rubí colgando en mi cuello, lo único que pende de mi cuerpo más que la horrible ansiedad que me ha encarcelado estas semanas.
Él frunce el ceño y niega levemente.
—No a todas, solo a las que sé que no volveré a ver, si te fijas, mi hermana y madre reciben rubíes—su dedo se enrolla en uno de mis rizos revueltos—. Tu color favorito, el rojo.
Bajo el vaso sorprendida por su acierto, no uso nada rojo para el trabajo, no requiere más que simples blanco y negro.
—¿Cómo sabes?
Se rasca el mentón, pensativo.
—No lo sé, cada vez que pienso en ti pienso en el rojo. Es un tu color.
Por alguna razón, ese hecho me provoca una sensación ambivalente, pero decido ignorarlo y seguir con el cuestionario que encontré en una de mis viejas revistas.
—¿Y qué me dice de su posición sexual favorita?
Lo medita unos instantes, nada seguro.
—No sé si puedo responderlo ahora.
—¿Por qué?
Se acomoda sobre su codo hundido en el colchón, estudia mi figura sin recato.
—Antes me ponía ver la espalda arqueada—devuelve la mirada a mi rostro—. Acabo de descubrir el placer de verte a la cara.
Ni le bufido que emito esconde la vergüenza invadiendo mi expresión. Muevo la vista a la lista de preguntas con su mirada filosa sobre mí, escudriñándome sin pizca de recelo.
—Claro, porque mis caras son totalmente eróticas—me río quedo—. Sigamos, ¿cantante favorito? Amy Winehouse, sin dudas.
—George Michael—responde él y yo encojo un hombro victoriosa.
—Ya lo sabía, tiene una colección de discos en su oficina.
Se ríe y levanta una revista más de las que traje a la cama, buscando cuestionarios que resolver, husmea en ella y mis sentidos se agudizan al ver un papel caer de entre las páginas.
Él lo toma y lee medio segundo lo escrito con tinta roja, pero se lo arrebato y hago bola.
—¿Eso qué es?—cuestiona con sospechosa intrigado.
—Basura—digo, yendo a hacerlo trozos y tirarlo por el váter—. ¿No te provoca un coñac antes de dormir?
Vuelvo a la recámara arrastrando la sábana, recojo las revistas y las coloco bajo la cama antes de lanzarme entre el desastre de cobijas y almohadas, con la vena de la frente engrosada de nerviosismo.
Él me observa precavido y algo confuso.
—¿Has traído documentos de la oficina?
Alcanzó a ver su nombre. El sudor reaparece pero frío.
—No, solo me gusta escribir su apellido cuando me pega el aburrimiento—me justifico, aunque me dejen en la palestra de la vergüenza, no se compara a la humillación de confesarle mi aventura—. ¿Le parezco demente, señor Brier?
Me remueve más cerca suyo, de su aroma y tibieza, expectante a su respuesta que llega en forma de caricia a mi omóplato.
—Cora.
—¿Umm?
—Tutéame.
Me dejo caer de espalda, aliviada de que el cuestionamiento no siguiera.
—Cuando firme la renuncia, por ahora seguirá siendo mi señor Brier—replico—. Espero tener a Adrian para mí.
Adrian, fuera de las responsabilidades empresariales, el que no me tiende un cheque por mi trabajo, que si aprecio sus fondos, pero por el placer de complacerme. Adrian, el me hace el amor con pasión. Adrian, el que no quise como objeto de un hechizo.
Mi Adrian.
Su dedo se desliza con parsimonia a través de mi cuello y se posa bajo mi mentón.
—Ya lo tienes, ¿o nos estamos compartiendo y no lo sé?—interroga, los celos resplandecen en su mirada.
—No—decreto—. Así que más le vale no traer de Aspen a ningún reemplazo.
—¿Irás con tu madre estos días?
—Sí, necesito ver el mar, me trae paz y calma—suspiro—. Volveré para la firma de la renuncia, Jessica ya estaría fija en mi puesto.
Lo que me costó captar a la indicada. Todas se acercaban con intenciones claras para mí, que cazaba el mismo pez. Me contuve de no sacarlas por el cabello cada vez que mi señor Brier hacía acto de presencia y ellas, como una burla a la Cora de hace dos meses, enderezaban la postura para mostrar la prominencia de sus pechos.
No podría juzgarlas de cometer el mismo pecado que yo, pero si alejarlas mencionando lo poco eficaces que son y eso, no es una mentira. Hay que saber balancear y ellas se reclinaban demasiado.
Jessica es una mujer guapísima, de mi misma edad, la diferencia con ella está casada y nunca me sentí acechada en ningún momento. Espero que se mantenga de ese modo o mi señor tendrá que agendar sus propias citas por él mismo.
—Te voy a extrañar—pronuncia a media voz, un susurro que por poco se escapa de mi entendimiento.
Tomo su muñeca y presiono mis dedos, comprendiendo el sentimiento. Me costará adaptarme a una nueva rutina.
—No hay de qué preocuparse, Jessica es más que buena en el campo, la entrené para que sea tan eficiente como yo.
—No hablo de tu trabajo, Cora, hablo de ti—replica, apartando la sábana de mi cuerpo—. Llámame loco, pero me he acostumbrado a tu aroma a tal grado que creo poder aspirarte cuando no estás cerca.
La disyuntiva que disputo cada vez que declara alguna cosa de naturaleza romántica y sexual se presenta como un huracán. ¿Real o no? Es la pregunta que empaña los momentos.
Paso el sabor a hiel que la duda desprende con una sonrisa.
—Tenemos que agradecer al universo que existen los celulares.
Un estallido de calor me abarca cuando cierne su figura sobre mí. Encaja en medio de mis piernas como si allí perteneciese y por un instante grabo la vista de su cabello oscuro cayendo sobre mi mirada fiera que me tiene como objeto de deseo.
—Ni tu boca, ni tu piel, ni tus piernas, ni tu perfume ni tu sexo me llegan vía texto—profiere bajo, erizando cada vello en mí—. No estoy seguro de si decirte esto te espantaría, pero me siento completo contigo.
Su boca besa con esmero mi boca, mentón, transita como un famélico de mi mis cuello, marca mis clavículas y devora mis senos. Curvo la espalda ofreciéndole más, como un factura por todas esas veces que desvió la mirada, ahora encantado los recibe atascándose con ellos.
Sus manos delinean los bordes de mi cuerpo, apretujan la piel en los lugares correctos, necesarios de una atención más salvaje.
Me estremezco cuando se desliza caliente, duro entre mis pliegues, el deseo se propaga raudo y voraz, como si fuese víctima de un incendio infernal dentro de mí. La recámara iluminada por el claro resplandor de la luna pronto se infesta de mis gemidos de cruda satisfacción cuando sumerge su lengua caliente y exquisitamente diligente en mi humedad.
Que no deje de tocarme nunca, nunca. Por favor.
Profiriendo una maldición producto de la excitación, me toma de las caderas y arrastra hasta el borde, arrodillado, desemboca sus habilidades en mí hasta que el amanecer nos sorprende.
Θ
El veinte de diciembre llegó y con ello, mi penúltimo día en el trabajo, con el señor Brier como mi jefe.
Guardo lo necesario y más en la maleta, por suerte tengo ropa demás en casa. Me estrujo los dedos, tengo más de tres heridas en la cabeza de tantas veces que me he incrustado las uñas, ansiosa hasta la locura.
En poco iré con la hechicera y temo que al acabar el pedido, la magia se pierda y debido a la distancia, a la nueva jornada, el encanto de estos dos meses se desvanezca con el aire de invierno.
No debí revisar el horóscopo esta mañana, esa psíquica y sus grandes cambios se avecinan en el amor, me han sembrado un mal presagio en el centro del pecho.
Cambios, esa es la palabra clave en todo esto. Mi vida tomaría un nuevo rumbo, es un hecho que saldría de la compañía que me ha dado techo y comida estos años, pero con mi jefe-novio, eso es un veremos rotundo.
Pero, ¿qué podría hacer? ¿Decírselo? La sola idea me paraliza.
Como un bombón más de la caja que el señor Brier me regaló hace dos días, recuerdo esa semana que lo embrujé con postres que yo misma hacía y de repente, el sabor disuelto sabe a veneno.
Corro a escupirlo a la papelera del baño. ¿Y si hace lo mismo conmigo? ¿Si me ha estado hechizando todos estos años y por eso actuaba de manera tan... vergonzosa? La idea me correo las entrañas.
No puedo seguir así, pensando, analizando cada etapa de lo que debería ser una etapa bonita. Necesito arrancarlo de mi pecho o no tendré paz.
Con la mirada anegada de lágrimas, contemplo mi reflejo en el espejo y la imagen no me gusta. Ya no me agrada el rubio platinado, ni largo, ni los labios de un rosa que no me satisfacía, ni las pestañas cortas, ni las uñas con manicura francesa, ¡son un aburrimiento!
No quiero ir a ese trabajo de asistente, quiero permanecer horas enfocada en revivir un cabello opaco, tan opaco como el mío comienza a verse, con sus puntas abiertas, maltratadas por el escaso aprecio que le he tenido estos meses.
Abro la gaveta, saco las tijeras y antes de arrepentirme, tomo un mechón y a ojos cerrados, lo corto por donde mi instinto me indica.
Con el cabello desnivelado pero con una sonrisa y una creciente valentía, apunto al espejo con la tijera y sentencio:
—Es suficiente, Cora.
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