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Capítulo 14 | E.T

(***)

Eres tan hipnotizante

¿Podrías ser el diablo

¿Podrías ser un ángel?


El enorme portón de barrotes se deslizó hacia un lado dándome vía libre para entrar con el auto. Saludé con un asentimiento de cabeza al hombre que cuidaba la entrada y conducí hasta aparcar frente a la mansión. Salí del auto una vez apagué el motor y éste hizo un sonido cuando coloqué el seguro y la alarma. Me dirigí a pasos lentos y perezosos hacia la entrada de la enorme y lujosa mansión de mis padres, sin muchos ánimos de entrar.

—Joven, Gray —saludó una de las empleadas —. Sea bienvenido—cerró la puerta una vez estuve dentro.

—¿Qué tal, Samantha? —saludé con una pequeña sonrisa.

—Escuche, joven —apretó su uniforme de forma nerviosa, mirando que nadie nos estuviera viendo. Se acercó a mí, confidencial —. Sus padres están aquí, y el señor Gray no está muy contento de que usted no haya estado aquí cuando llegaron.

Solté un suspiro cansino.

—Lo sé. De todas formas nuna está contento —me encogí de hombros y comencé a caminar hasta la sala principal con Samantha siguiéndome de atrás.

—Joven Egan, por favor no le haga enojar. Hoy está especialmente de mal humor, y no quiero que le haga da...

—Samantha —la interrumpí con tono amable, deteniéndome y mirándola, gentil —, no se preocupe. Sé lidiar con mi padre.

La mujer de unos cuarenta años me dirigió una mirada llena de preocupación pero terminó por asentir con la cabeza, no muy convencida.

—¿Dónde está Nana? —prgunté curioso.

—En la cocina, joven.

—Bien —me di vuelta empezando a caminar lejos de ella. Añadí —: Dígale que me vea en mi habitación en media hora.

—Lo que ordene, Gray.

Mis pasos resonaron en el piso cubierto de cerámicas blancas y lustradas. Me preparé mentalmente para el sermón que soltaría mi padre sobre lo que debería estar haciendo.
Los enormes cuadros de pintura abstracta y de personas pintadas en ellos parecieron observarme en cada paso que daba; cómo si supieran lo que vendría a continuación.

Llegué al salón. La decoración en blanco, negro y gris jamás me había resultado tan amargo en aquel lugar. Se podría decir que eran mis colores menos queridos debido a que me recordaban lo claustrofobico que me resultaba ese salón con mis padres esperándome; mi padre de pie frente a la enorme chimenea, notablemente molesto. Se notaba impaciente por mi llegada. Por lo contrario, mi madre se encontraba sentada en el sofá individual de cuero negro, con una copa de vino en una mano que hacía juego con su largo y ajustado vestido rojo.

—¿Dónde demonios estabas? —soltó mi padre con mucha brusquedad.

Sus ojos eran muy expresivos cuando estaba molesto; marrones oscuros, casi negros. Habían pequeñas arrugas alrededor de ellos que indicaban lo agotador que había sido llevar una empresa toda su vida desde muy joven. Sin embargo y pese a su edad, conservaba cierta cabellera que le quitaba unos años de encima.

Me observó expectante e irritado.

—Salí un momento —respondió al cabo de unos pocos segundos, tranquilo y con las manos en los bolsillos de mi abrigo.

No pareció satisfecho con mi respuesta.

—No te pregunté qué hiciste, sino dónde estabas —exclamó.

—Estaba en la empre...

—¡No sé te ocurra mentira, Egan! ¡¿Acaso crees que soy tonto?! ¡¿Me ves cara de estúpido?? —dio unos pasos hacia mí de forma amenazante.

—Tu padre y yo fuimos a la empresa y no estabas ahí —intervino mi madre. Su voz serena fue lo único que sobresalió del salón entre la furia de mi padre y lo tenso de mi cuerpo. Sin embargo, sabía que aunque su tono de voz fuera el más calmado y sereno, el filo de sus palabras era letal en ciertas situaciones. —. ¿Estabas con esa chica, verdad?

Dió justo en el clavo. Y lo supo en el momento en que tragué saliva de forma nerviosa y la observé perplejo y sorprendido, totalmente desprevenido.

—No —mentí—. No estaba con ella.

—¡¿Y entonces dónde mierda estabas, eh?! —demandó saber aquel hombre cuya ira le era difícil de controlar —. ¡¿Acaso tengo que estar detrás de ti diciendo lo que tienes que hacer?! ¡¿Acaso sabes que día es hoy?!

Fruncí el ceño con confusión, sintiéndome un poco intimidado de repente. ¿Qué día era hoy? Solo rogaba porque no fuera algo muy importante. Aunque la alteración de mi padre me hizo creer lo contrario.

Mierda. ¿De qué me había olvidado?

—Por tu cara veo que no tienes idea de lo que está hablando tu padre —aseguró mi madre, dejando en la pequeña mesa de vidrio su copa de vino. Cruzó sus piernas y me observó con sus ojos verdes perfectamente maquillados—. Tenías que estar en la empresa hoy, Egan. Vendrían socios de tu padre muy importantes, y sólo para conocer al próximo dueño de la empresa familiar que tanto éxito ha tenido.

Maldita sea. ¿Cómo mierda se me había olvidado algo tan importante como eso?

Mis hombros se tensaron al escucharle. El nerviosismo me recorrió de pies a cabeza. ¿Cómo podía haberme olvidado de eso siendo que mi padre había estado recordandomelo todo el tiempo?

Su voz se hizo escuchar por toda la sala, conteniendo sus ganas de golpearme allí mismo.

—¡Y no sólo eso! ¡Venían a negociar! ¡¿Entiendes?! ¡Pudiste haber aplicado todo lo que te enseñé de negocios con ellos y conseguir un trato! ¡Pero en vez de eso decides no aparecerte en todo el día por ahí e irte con esa chica demente!

—¡No hables así de Heather! —defendí alzando tan solo un poco la voz. No era capaz de gritarle a mi padre ya que eso solo empeoraría las cosas. Había sido testigo muchísimas veces de que no era para nada conveniente gritarle más y llevarle la contraria a una persona que sufría de problemas graves de ira. A consecuencia de ello, solía terminar con algún moretón en el rostro o el labio partido.

¿Y aquella mujer rubia sentada en el sofá? Jamás intervenía. Solo observaba con ojos venenosos, filosos, insensibles. Sí, aquella mujer era mi madre, pero solo me parecía una auténtica zorra y mujer despiadada. Una interesada que solo amaba el dinero; y de eso mi padre tenía mucho. Por eso le convenía hacerle caso, de lo contrario estaría en la calle completamente sola.

—Egan, no desperdicies tu tiempo con esa loca —advirtió mi padre —. No te traerá nada bueno. ¡Déjala que se ahogue en su depresión, y que no te arrastre con ella! ¡Eres mucho más que un muchacho dolido porqué una chica depresiva y loca lo rechace!

Ellos sabían los problemas de Heather. Aquella noche que intentó suicidarse todos se enteraron de inmediato, algunos porque la vieran regresar con un hombre fornido y con pintas de malo, otros porqué habían escuchado un rumor (que fue cierto de coincidencia). Y eso había llegado a los oídos de mis padres quiénes de inmediato comenzaron a criticar a la familia Evans por el descontrol de su hija.

—Ella no me ha rechazado porque no me gusta. Es como una hermana para mí —murmuré bajando la mirada.

Escuché la risa sarcástica de mi padre brotar de sus labios.

—Eres una decepción. No te pareces en nada a mí —escupió con desagrado —. Mírate, desperdiciando tu vida por una muchacha que jamás te amará, cuándo puedes tener a todas las mujeres del mundo en cuánto manejes una empresa completamente tuya y te forres de dinero.

—Y eso tú lo sabes más que nadie, ¿verdad? —clavé mi mirada en la suya, desafiante y harto—. Lo de las mujeres.

Había dado en el blanco. Aquel tema jamás se había tocado desde hacía tiempo ya que resultaba de lo más humillante y avergonzante para mi madre. Su dignidad se había hecho mierda, pero aún así jamás agachó la cabeza.

Mi padre le había sido infiel varias veces hace dos años. Siempre follándose a una mujer tras otra cuando supuestamente estaba de viaje por temas de trabajo. Mientras que mi madre, desmaquillada y despeinada, se quedaba en vela en el enorme sofá frente a la chimenea, preocupada y dolida. Ella sabía lo que sucedía, y sin embargo se había colocado ella misma una venda en los ojos, consciente de lo que le convenía.

Mi padre era una persona repugnante.

Los tacones de mi madre resonaron por todo el salón, rápidos hasta las escaleras, furiosa.

—Eres un bastardo —mi padre me tomó del cuello de mi abrigo con fuerza —. Un maldito bastardo inútil y bueno para nada—y me arrojó al suelo de un puñetazo bien dado en la mejilla que casi me hizo ver estrellas.

Caí duramente, pero no me quejé. No dije absolutamente nada. Solo esperé en silencio a qué se fuera de la sala.

Mi mejilla dolía como los mil demonios. Ardía. Y sin embargo no fui capaz de llevarme una mano a la zona afectada creyendo que de esa forma podría mantener algo de dignidad y orgullo.

—Espero que te des cuenta de lo mucho que estás perdiendo. Te estoy dando una oportunidad, imbécil. Una oportunidad que se merecen otros, pero te la doy a ti por ser mi único hijo. Para que me demuestres de una vez por todas que no fue un error no haber hecho abortarte a tu madre —soltó entre dientes y finalmente se fue de allí, dejándome sólo, dolido y molesto.

Entonces me permití soltar una maldición y apretar los dientes con fuerza cuando llevé una mano a mi mejilla palpitante. Me puse de pie sin muchos ánimos y me dirigí a mi habitación, subiendo las escaleras lo más rápido que mi estado emocional me permitía. Ignoré el llamado preocupado de Samantha y solo me encerré de un portazo en mi habitación.

Tiré todo a mi paso. Estanterías llenas de libros, papeles en mi escritorio, la silla, muebles pequeños. Todo lo que podía. Y grité. Maldecí.

Ojalá te mueras.

Lo deseé con todas mis fuerzas. Deseé que ese maldito infeliz muriera de la forma más trágica posible. Qué sufriera. Y que aquella mujer perdiera todo por lo qué se había esforzado en no perder. Que se quedara sola. En la calle. Dónde sea, pero qué fuera de lo más infeliz que se pudiera.

Mátalo.

—No. —solté un fuerte suspiro ante el pensamiento. No lo haría, no podría. Mi respiración estaba agitada debido a mi ataque de rabia hacia minutos atrás. Me tiré en la cama de espaldas, cerrando los ojos con fuerza. Ignoré la hinchazón que comenzaba a hacer presencia en mi mejilla derecha.

A mi mente vino una chica de cabello rubio y ojos azules; brillantes y expresivos.

Heather.

—Desearía tenerte para mí —murmuré llevando mi antebrazo a mis ojos, cubriéndome parte de mi rostro con cierta frustración.

Aquella chica divertida y amable me encantaba. Hacía años que me traía loco, y sin embargo jamás me había atrevido a decírselo por el simple hecho de que estaba clarísimo que ella me veía como un hermano. No. Heather jamás me aceptaría como algo más, mucho menos ahora cuando lo único que necesitaba era a su mejor amigo para hacer que la pérdida de su hermano doliera menos.

Daryl. Mi mejor amigo.

Más bien, yo era el mejor amigo de ambos hermanos Evans. Aquellos hermanos inseparables y revoltosos cuándo niños. Siempre metiéndonos en problemas.

—Eres un cabronazo —reclamé a Daryl aunque sin mala intención. —. No puedo creer que hayas dejado sola y desprotegida a tu hermana. Y que me hayas dejado a mí.

Aquel chico rubio, de ojos soñadores y sonrisa reluciente, podía hacerte sentir cómodo  y reír  con tan solo un par de palabras. Era un chico tan bueno como inocente; siempre buscando el bien de los demás antes que el suyo. Incluso sí eso significaba algo malo.

Él fue el único que conoció mi secreto. El único que escuchó como me agobiaba no saber lo que me estaba pasando. Y sin embargo jamás me tachó de loco, por el contrario me fue de mucho apoyo y me recomendó ir con un psicólogo.

—Amigo, sé que no crees mucho en las terapias y todo eso —dijo cuando estábamos sentados en el césped de un parque, fumándonos un par de cigarrillos luego de un estresante día escolar. Esa vez Heather se había ido con sus amigas al centro comercial, por lo mismo que nos permitimos salir por ahí antes de tener que volver a casa. —. Pero me preocupa un poco eso que dices. ¡No quiero enterarme de que mi mejor amigo tiene alzheimer teniendo casi veinte años!

Rodé los ojos divertido y tiré la colilla de cigarro, aplastándolo con mi pie.

—No seas idiota, Daryl. No tengo alzheimer.

—¿Entonces por qué te cuesta tanto recordar cosas?

—No siempre —negué y solté un suspiro —. Solo a veces. Ya te dije, a veces recuerdo parte de cosas que hice, aunque siento que solo se trató de un sueño. ¡No lo sé! Tal vez sí estoy loco.

—O tal vez tienes complejo de Doris.

—Eres pésimo amigo. —bromeé.

—¿Sabes quién soy? ¿Me reconoces? —toqueteó mi rostro solo para molestarme. Aparté sus manos de un manotazo.

—¡Tócate el culo, simio! —solté una carcajada.

—¡Oye!

Me puse de pie y limpié los restos de césped de mi pantalón.

—Deberíamos irnos. Mis padres se molestarán conmigo sino llego a tiempo —dije haciendo una mueca. Daryl también se levantó y me imitó.

—Te tomaré la palabra, fortachón.

—Ya nos veremos por ahí, princesa —lo molesté por su cabellera rubia. Claro que su cabello no era largo, al contrario. Sin embargo solía llamarle así por lo mucho que lo cuidaba y lo reluciente que siempre lucía.

—Nadaremos, nadaremos...

—¡Daryl!

—En el mar, el mar, el mar..

Abrí los ojos de repente y borré la sonrisa de mi rostro. El sonido del llamado a la puerta me había desconcertado por completo.

—¿Quién es?

—Soy yo, hijo —la voz de Nana sonó al otro lado de la puerta, preocupada. Rápidamente me puse de pie y abrí la puerta. Ella portaba una bandeja con comida en manos, me sonrió cálidamente.

—Nana, no hacía falta —le dije enternecido, haciéndome a un lado para que pasara.

—No has estado comiendo bien, hijito mío. Claro que sí hacía falta —se adentró a la habitación y dejó la bandeja encima del escritorio. Cerré la puerta.

Aquella era una mujer ya de unos cincuenta años; su cabello rizado un poco canoso y corto rozándole los hombros, de estatura baja, y de mirada cálida, amable y dulce. Observó toda la habitación con sorpresa. Se giró hacia mí, apenas ahora percatandose de mi mejilla hinchada y rojiza.

Sus ojos se abrieron con gran preocupación.

—¡Oh, Dios mío! —se acercó a mí y me tomó del rostro son suma delicadeza para ver mejor el golpe—. Ha sido tu padre otra vez, estoy segura.

—Nana...

—¡Ese hombre! ¡Siempre tan violento!

—No me duele —interrumpí. Ella alzó una ceja y presionó apenas mi mejilla, no mucho pero sí lo suficiente para hacerme doler—. ¡Auch!

—Claro que te duele, hijo mío. ¡Ahora voy por un paño mojado!

Y antes de que pudiera decir algo, salió disparada hacia el baño de la habitación. Solté un suspiro y sonreí con felicidad. Para mí, ella era mi verdadera madre. Era lo más cercano que tenía a una. Siempre me había cuidado, más bien desde los seis años. Le tomé mucho cariño y ella a mí. Y pese a que mis padres no la querían mucho debido a mi cariño hacia ella (por ende solían tratarla mal), Nana jamás había renunciado.

Solo porque no quería abandonarme.

—¡Por favor ve comiendo algo! —me dijo desde el baño. Escuché el grifo.

Obedecí y apenas ordené las cosas que habían en el suelo. Solo para luego sentarme en la cama y tomar de la bandeja uno de los tantos sandwiches junto a un enorme vaso de jugo natural. Comencé a comer con algo de dificultad debido al dolor que sentía.

—Visitaste a Heather, ¿verdad, hijo? —preguntó Nana llegando hasta mí con un paño mojado. El cual hizo contacto con mi mejilla caliente y palpitante. Su frío contacto me alivió.

—Solo de pasada —mentí un poco mientras ella me daba suaves toques en la mejilla afectada con el paño.

Nana me lanzó una mirada significativa. Pero no dijo nada.

—¿Cuándo le dirás lo que sientes, hijo mío? —preguntó curiosa—. Yo sé que ustedes harían linda pareja. Ella es una muy buena chica, aunque ahora esté confundida.

—Es que ese es el problema, Nana —respondí avergonzado. Me sentía como un adolescente enamorado —. Ella no necesita un novio en este momento. No necesita sentirse presionada con algo más, y además dudo mucho que pueda pensar en algo romántico en este momento —hice una mueca.

Sujeté el paño en mi mano, presionándolo contra mi mejilla de forma delicada. Aún dolía, y estaba seguro de que se hincharía de forma desagradable. Pero por lo menos el agua fría ayudaba a reducir un poco el dolor.

—Egan, yo sé que los padres de esa chica no son muy comprensivos y cariñosos con ella —fruncí el ceño, pensativo. No, ellos no lo eran para nada. En realidad eran unos malditos desalmados con los hermanos Evans desde que tengo memoria—. La señorita Heather ha de sentirse muy sola, triste y desprotegida. No digo que deberías aprovecharte de eso. Para nada, hijo. Pero estaría bien hacerla sentir importante para alguien, que la protejas y...

Solté un bufido inconsciente.

—Ella ya tiene a Andrew —dije esas palabras con odio contenido. —. Ese cabrón está pegado a ella todo el tiempo. ¡Nunca la deja sola!

Nana me miró con confusión y curiosidad. Pasó de estar sentada en una silla del escritorio frente a mí, a estar sentada en mi cama junto a mí.

—¿Quién es Andrew, hijo? ¿Un amigo?

—No —gruñí—. Es su guardaespaldas.

—Con razón está con ella todo el tiempo, entonces.

—Sí... No... ¡Digo...! ¡Agh!

Heather había dicho lo mismo. Y lo admitía, ella y Nana tenían razón. Era su trabajo. Pero por alguna extraña razón yo no podía verlo de la misma manera. Tal vez podría tratarse de celos. Pero no era mentira que cada vez que pienso en que él está con ella, hablándole, tocándola y viviendo en el mismo lugar que Heather, provocaba que mi furia se desatara de un momento a otro.

Lo odio. Y sé que él me odia a mí.

Llevé mis manos a mi rostro y las pasé por mi cara con frustración, colocando mis codos en mis rodillas.

—¿Sabes? Hay algo que está mal —aseguré en un murmuro, frustrado.

—¿Qué está mal, cariño? —mi "madre" pasó una de sus arrugadas y delicadas manos por mi espalda, hablándome con voz dulce pese a que la mía estaba llena de rabia contenida.

—Él. Yo. Todo —aparté mis manos y miré el suelo con detenimiento —. Ese hombre... tiene algo raro. No sé qué será, Nana. Pero lo siento—fruncí mis cejas —. Algo me dice que no hay que fiarse de él.

—¿Por qué no?

—No lo sé —la miré con cansancio—. Solo sé que algo muy malo pasará. Lo presiento.

Nana soltó un suspiro y asintió con la cabeza. Tal vez me creía. Tal vez no. Quizás creía que estaba loco, y no la culparía. Yo también me había sentido como uno últimamente. Cómo si fuera dos personas totalmente distintas. Sin embargo, supuse que así se sentía alguien que estaba estresado en extremo y pronto colapsaría.

—Escuché que faltaste a la reunión de tu padre y sus socios —murmuró Nana.

Mis ojos se sentían pesados. Tenía sueño.

—Sí. Lo olvidé por completo.

—Ay, hijito. Tal vez no te conviene ser tan distraído con lo que a tu padre se refiere —dijo y se levantó de la cama—. Me pone muy triste ver el daño que te hace.

Sonreí sin ganas.

—Escaparía si no supiera que me buscaría solo para darme una golpiza —reí y decidí recostarme en toda la cama, sintiendome pesado. —. Además estoy seguro que me quedaría en la calle. Sin dinero ni a dónde ir.

—Dios mío —escuché como Nana renegaba con tristeza y comenzaba a recoger todo lo que había tirado hace unos momentos debido a mi arrebatado de furia. Fruncí el ceño, mis ojos cerrados ya.

—Má, deja eso. Yo lo voy a ordenar luego —bostecé.

—No hay problema, hijo. Tú descansa un poco —escuché su voz suave, lejana. Y el contacto de sus labios tibios en mi frente, como si fuera un niño al que debía arropar. Luego no fui consciente de nada más.

Vacío...

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