1. Galletas con caras tristes
Un joven azabache revisaba su apariencia en frente de su espejo, encontrándose una imagen de sí mismo ligeramente lamentable. Quería verse mucho más bonito para la celebración a la que había sido invitado. Tocaba su cabello con mucho entusiasmo, viéndose de un lado y del otro para saber si estaba prolijo. No era un perfeccionista pero si tenía algo que ver con la felicidad de Sabito debería usar un gran esfuerzo. Si tan solo Makomo hubiera estado presente para alisarle el cabello... Mas, no podía culparla. El matrimonio le debía estar costando un gran sacrificio, tras no poder arreglarse por sí misma. Reía ante la idea de que se quejara por tener a sus damas de honor ayudándola y aconsejándola. Era lo que se ganaba por casarse como una canadiense y no seguir las tradiciones japonesas.
Luego de diez minutos en el espejo, ocho de caminar de un lado para otro y veinte de preparar su discurso conmovedor, salió de su hotel, sintiéndose vigilado. En ese hotel se habían hospedado todos los extranjeros como él, debido a que esa pareja había creado montones de vínculos con gente de distintas zonas. Eran lo que su madre podría decir como "viajados". Vio a algunos de los hombres de los que Sabito pudo hacerse amigo y desvío la mirada tras sentir cierta incomodidad. Resultaban tipos de gran aspecto y con completa elegancia, además de que sus rasgos eran fieros, típicos de alemanes o rusos. ¡No entendía ni ruso ni alemán! Hecho por el cual, al ver que se acercaban a él, aceleró el paso, huyendo prácticamente.
La ansiedad que le provocaba esa clase de personas era increíble. No podía pasar un solo minutos cerca, porque se sentía oprimido por sus grandes cuerpos o voces graves, más graves que la propia. En momentos como ese necesitaba a Sabito guiándolo y bromeando con él por cobarde. Solo él podía ser tan tarado como para insultarlo y que no le dijera absolutamente nada. A final de cuentas, se conocían desde niños, era imposible que se pudiera poner a la defensiva.
Acomodó su corbata por inercia a la hora de ver a una de las damas de honor cerca de él. Tenía la misma mirada posesiva que Makomo. Ambos subieron al mismo taxi, de esos que parecían estar enterados de la celebración. A pesar de que solo iban ellos dos, no se molestó en sacarle un tema de conversación. Estaba lo suficientemente perdido en sus idas y vueltas e inseguridades.
—¿Eres un guardia de seguridad o algo por el estilo?
—¿Eh? —extrañado de que le hablaran, se giró bruscamente—. ¿Por qué lo dices?
—Porque te ves como uno, aunque con menos masa muscular que todos los otros —dijo con completa calma y sin necesidad de usar un vocabulario correcto.
—No lo soy... Soy el amigo del novio —confesó con cierto orgullo, aunque le hubiera gustado no utilizar el término "amigo".
—Ah. No lo noté, no diferencio mucho las vestimentas. ¿Los otros grandotes que estaban en el hotel hablando en inglés, también son amigos?
Al caer en cuenta que hablaban en inglés y no en ninguno de los otros dos idiomas tan indescifrables para él, se sintió un estúpido. No había entendido en lo absoluto nada de lo que decían. ¿Tan diferente era el inglés británico de aquel que aquellos manejaban? Sería una buena ocasión para hacer algún curso más avanzado si deseaba visitar seguido a la pareja.
—Sí, eso supongo —contestó luego de unos segundos, sin devolverle la mirada ni tampoco pensando en continuar con todo eso. Aunque parecía que la señal no había sido captada.
—¿Estás nervioso?
No recibió respuesta. No le agradaban las preguntas personales, menos con tan poca distancia.
—Se te nota en los gestos... ¿Te molesto?
—No me gusta hablar con desconocidos.
—¡Ah! Como un niño —confesó relajada mientras sacaba un chicle de una cajita—. Soy Suzuki Kaori, fotógrafa y psicóloga. ¿Quién eres, desconocido?
—Tomioka Giyuu.
—¿Hombre de pocas palabras o inactivo?
—¿Inactivo?
—Hablo del trabajo.
—Trabajo como profesor de educación física —resaltó aún sin poder observarla e incluso jugueteando con sus dedos, hasta el punto de hacérselos sonar.
—Así que es eso. ¿Quieres un chicle? —siguió preguntando, como si en algún momento pudiera decir algo mucho peor.
—No consumo cosas con azúcar ahora.
—Horarios... Ya veo. Yo también debería abstenerme para todos esos postres, pero manejo una ansiedad increíble —dijo con intención de que le llegara el mensaje mientras el auto serpenteaba por las calles—. En realidad me la auto-diagnostiqué.
Desde ahí no recibió respuesta de Giyuu hasta minutos más tarde, cuando ya los edificios no se le hacían tan abrumadores y le daban a entender que estaban cerca del salón de festejo. En ese momento, ya se había preparado para todas las palabras que les daría a los novios, solo le quedaba un poco de duda con su aspecto, aunque a diferencia de su acompañante no llevaban un espejo de mano. Solo tenía la imagen mental de cómo se veía antes de salir. Incluso sentía que algo había cambiado gracias a lo fuerte que estaba el viento, típico de un verano precioso, y sus nervios de apurarse para salir, temiendo que el taxi se fuera sin él.
Miraba de reojo muy seguido a la muchacha, buscando la forma de pedirle el espejo, aunque se guardaba el comentario al pensar en que podría resultar más desastroso de lo que esperaba. No quería llenarse de tristeza por estar en un pésimo estado. Tanto que se había arreglado...
Para cuando llegaron al lugar establecido, notó que su oportunidad de pedirle el espejo se había ido por la borda. Pero no fue tan malo como lo esperó. Al salir del taxi y pagar su parte, escuchó un comentario muy agradable por parte de Kaori.
—Te ves guapo —halagó en forma semi-coqueta, sacándole el aire—. Y no miento. Si te aburres aquí, puedes acercarte a mí.
No le prestó atención a lo bella que ella se veía tras ser iluminada, sino que incluso se guardó el comentario para sí mismo, agradeciéndolo en voz baja y sintiéndose mucho más conforme. No creía que le hubieran mentido, quizás porque no veía una razón para ello, si de todas formas eran conocidos de nombres. Allí habían solo dos personas que podían mentirle y ambos por la misma razón: por lástima. Makomo era la peor mentirosa que podía conocer.
Al momento de recibir a los novios en el altar, todos se encontraban presentes, no había ni una sola ausencia y, a diferencia de lo que Giyuu esperó, era una gran celebración con demasiadas cosas modernas. Habían hecho un gran gasto en algo tan rebuscado, eso seguro. Aun conociendo a esos dos, no podía terminar de entender por qué gastarían dinero en tantas cosas inútiles; nunca fueron presumidos, a excepción de Makomo que parecía gustarle las cosas caras.
Le tocó un asiento al lado de dos hombres completamente charlatanes, que hablaban el uno con el otro en una especie de inglés mezclado con alemán, dejándolo a él, hombre de poca capacidad verbal, desolado. Incluso debía de aguantarse las miradas indecorosas, ya que le resultaban tanto brutos como encantadores. ¡Giyuu y su pésimo gusto por hombre aterradores! Peor aún fue su suerte cuando vio a Sabito. Abrió la boca de tan forma que sintió que le caería la mandíbula y sus ojos lo descubrieron como si fuera una deidad. Entonces, cuando su mirada se conectó con la de aquel, sus ojos se llenaron de lágrimas, inesperadas, impredecibles. Tan absorto en la preparación de la boda, había olvidado que estaba enamorado de ese hombre, que lo estaba entregando a su maldita "amiga". No podía creerlo. Lo bien que se le veía el cabello corto, el traje... Todo quedaba opacado por su sonrisa natural y traviesa. Nada podía hacerlo más lamentable que ese encanto, menos cuando lo observaba a los ojos y hacía un gesto tan entristecedor como el propio, a pesar de que luego cambiaba de inmediato de expresión. Ni siquiera miró de la misma forma a Makomo, aunque ella estaba tan cegada en sus otras amistades que pareció no notarlo; o así quiso sentirse él, un amante sin propiedad y que solo llevaba el título por amar en secreto.
Se le dificultó contener las lágrimas hasta que el cura anunciara el compromiso, pero aún así lo logró, justo cayendo sobre sus mejillas a la hora de verlos besarse. Estaba tan destruido. Se había dado cuenta en ese momento que lo bien que se había preparado era para nada, porque de todas formas él no lo miraría otra vez, no de la forma en la que solo ambos sabían. Era un hombre casado, y seguro esperaba un hijo, al menos por la forma en la que Makomo acunaba sus manos sobre su vientre, haciendo de cuenta que era un acto involuntario. "Involuntarias serán mis intenciones de romperle el vestido" se dijo a sí mismo en un momento de egoísmo, mientras todos tomaban su copa de champan y brindaban por los recién casados. Ese día no planeaba beber demasiado. No quería terminar arruinando esa boda... En realidad sí, pero no de esa forma. Así que no brindó ni por su salud ni tampoco por su bienestar. Para lo único que brindó en soledad era para que ese dolor no durara mucho tiempo. Se debió haber visto como un estúpido al levantar la copa cuando todos estaban saliendo a bailar, pero valió la pena su único trago.
En las tandas del baile se abstuvo a bailar hasta que llegó la hora con Makomo. No quería bailar con ella, o no luego de su vínculo roto, pero solo lo hizo porque no podría desquitarse de esa forma con Sabito; ningún hombre allí bailaba con otro e incluso parecían bastante homofóbicos, por lo que guardó distancia para no crearle conflicto. Danzar como un inexperto con Makomo era un horror. Bailaba a su ritmo y por mucho que se perdiera por no estar acostumbrado al vals —cosa sencilla que no quiso aprender—ella no se detenía ni en un solo momento. Nunca había sido demasiado considerada delante de los ojos de los otros. Aunque parecía tener la misma calidez con él, a pesar de que pisara su vestido blanco o sus zapatos hinchados por probarse tacones demasiado estrechos.
A las ocho de la noche, cuando sintió que sus energías se agotaban y Sabito no le dejaba alejarse de su grupo de amigo porque temía que se quedara solo, puso la excusa de ir al baño y se dirigió sin disimulo alguno hacia Kaori. Ella era la menos intensa de toda esa gente y en ese momento estaba en su descanso, así que nada tenía por hacer más que quedarse a su lado. Claro que los ojos tono lavanda de su amigo lo ficharon, pero dejó que siguiera en lo suyo tras verlo con compañía.
—Abrumador, ¿cierto? —preguntó de forma considerada mientras reposaba su cuerpo contra una de las barandas que dividían esa zona del jardín.
—Sí... Creo que quiero tomar como loco.
—No hace falta que lo hagas. Eso no te va a quitar el estrés. ¿Todas estas situaciones sociales te ponen así de irritado?
—No, todas no.
—¿Te gustan las fiestas?
—Sin Sabito no.
La alarma volvió a sonar, haciéndolo sobresaltar de la cama y provocando que el aire helado pasara por su mejilla. Había dejado la ventana abierta y era un día fresco; tampoco se había cubierto con las sabanas. Entendía un poco más por qué había tenido tal horrorosa pesadilla, que, en realidad, era un recuerdo profundo. Tan profundo que lo hizo temblar todo el tiempo y provocó que siguiera sumergido por más de diez minutos, a pesar de que la alarma no se silenciaba. Sentía que se volvería loco de seguir de esa forma.
Lavó su rostro con mucha agua, rehusándose a quejarse del frío e incluso sintiéndose demasiado energético. No era bueno tener tantas energías, o no para él, tras ser un hombre con tan pocas alternativas en la vida. Al mirarse al espejo, vio reflejada su imagen más juvenil, aquella de cuando había sido la boda de su mejor amigo y la... Novia. Eso que no había pasado más que siete meses desde ese día. Mas tenía un rostro de asustado, que podía reflejar perfectamente todos los sucesos como si fueran recientes. Sus manos incluso temblaron a la hora de tocarse la cara. Tomó aire y olvidó soltarlo ante la conmoción, provocando que su pecho doliera ante el repentino exhalo.
Hacía tiempo no se sentía mal. Mal en el sentido expresivo, porque si se trataba de un malestar interior fácilmente uno podía decir que el corazón de Giyuu estaba inundado de toxinas que muy de a poco lo iban consumiendo. ¿Y qué importaba? Las toxinas no surtían efecto. Desde los catorce años las llevaba pegado a él como si se trataran de garrapatas y nunca le generaron nada más que malestar. Qué patéticas.
Sin recuperarse, tras sentir que toda esa atención a una simple pesadilla era una estupidez, se marchó de su hogar, dejando su café a medio beber y terminando de arreglarse en uno de los baños públicos del departamento en el que vivía; arreglarse como la escuela lo requería, no de una forma en la que pudiera verse menos desastroso. Solo era un profesor de educación física con un cabello largo y descuidado. A nadie le podía importar menos.
Pasó de largo a la gente que pudiera encontrarse y salió finalmente, respirando con fuerza tras sentir sus huesos debilitados. Eso que aún no había cumplido los veintiséis años. Ya se sentía como un viejo desde los veinte, una novedad no era. Caminó con impaciencia, llevando consigo su mochila que ya llevaba seis años de uso. Se sentía cómodo con esta, aún a pesar de lo desmejorada que pudiera estar. Incluso muchas cosas de su hogar eran viejas, pero no se atrevía a cambiarlas porque lo estético no le importaba. ¿De qué serviría si lo haría gastar una gran parte de su salario que prácticamente podría dedicar a cocinar o para cuando se endeudara otra vez?
En el trayecto a la escuela pensó en las últimas palabras que le había dicho a Kaori. "Sin Sabito no", se lo había tomado demasiado a pecho, todos esos años esquivó las fiestas porque él estaba del otro lado del mundo estudiando y no se sentía conforme con nadie. Quizás había sido un poco sonso al negarse tanto. Ahora estaba en un ambiente extraño, en el que los viejos querían fiestas por haber escuchado que unos adolescentes también lo harían. Le resultaba estúpido que los de su edad o más desearan tan intensamente festejar. Eran adultos, profesores e, incluso, podía haber un padre entre todos ellos. Tenían que tener un mínimo de decencia.
Aunque, ¿le sonaría estúpido a los de su alrededor que por primera vez se quisiera unir a una? Claro, todo esto en el puro capricho de retarse a sí mismo. Decirse que sin Sabito podía hacer mucho y terminar, probablemente, fallando a su palabra como siempre. Ya que era un orgulloso pesimista.
Últimamente había escuchado a los jóvenes hablar de una gran fiesta que organizaría vaya a saber él quién. No le había prestado atención hasta ese momento, en el que vio a Shinobu retirando un cartel que decía con letras horrible "Fiesta en casa de Shinazugawa: todos invitados". Olvidó saludar a Mitsuri, la profesora de danza y arte, tras estar con la mirada fija en lo que la alumna hacía. Lo único bueno era que con los estudiantes uno no debía prepararse para hablarle, le podría doler la opinión de gente adulta, pero nunca la de jóvenes inexpertos en la vida.
—Kocho, ¿qué son esos carteles?
—Oh, ¿acaso me volverá a regañar, profesor Tomioka? —rió la muchacha, aún dándole la espalda—. Son tonterías que pegaron por aquí.
—¿Tonterías?
—La fiesta del profesor Shinazugawa... Oh, espere, puede ser que —Y se dio la vuelta entre sus pasos, preparada para su humillación—... ¿Acaso no lo invitaron?
—No estaba enterado.
—Lo entiendo, debe ser difícil. Siendo un adulto que no se sabe desenvolver en su propio ambiente profesional...
—Kocho —llamó con tono molesto al hacerse muy notoria la burla.
—Usted se acercó a hablarme, hágase cargo de las consecuencias —se excusó con una sonrisa descarada, dejando el bollo de papel en la mano de su profesor—. Pero esta fiesta es solo para los profesores según lo que sé.
La muchacha caminó deprisa hacia su salón, tras saber de memoria a qué hora tocaba el timbre que daba inicios a la jornada. Y tal como lo predijo, a los cinco minutos de haber quitado el cartel de papel sonó el timbre que resonaba por todos los sitios, aún sin aturdirlos. Cuando intentó ver a su alrededor, caminando pacientemente por el pasillo, no se encontró a absolutamente nadie. Todos eran demasiado puntuales, y él también, pero a veces se retrasaba sin razón.
Sintiendo un aire frío al abrir la puerta en la que prácticamente deberían estar los profesores que tenían rato para esperar a que sus clases comenzaran, se enfocó en Sanemi. Estaba a solas con él. El Sanemi que organizaría la fiesta, porque su hermano era demasiado tímido para ello. Sintió un poco de molestia por no ser invitado, lo admitía, pero ¿quién invitaría a alguien que llevaba rechazando todas las salidas? Incluso si no lo invitaban demasiado seguido, no iba a ningún sitio ni daba explicación alguna, provocando que todos a su alrededor simplemente empezaran a sentirse ignorados. Ellos ya quisieran saber lo que era ser ignorado...
Luego de procesarlo un momento, cayó en cuenta de que todos los martes estaban solo él y Sanemi en la sala de profesor, al menos durante cuarenta minutos. Pero eso no lo hizo sentirse más cómodo bajo la mirada estricta detrás de esos lentes improvisados. Siempre que estaba cerca sentía que la ansiedad se incrementaba en él y por esas razones se metía a una de las oficinas desocupadas. Era imposible ordenar sus ideas cuando lo tenía en frente. Quizás esto fuera por la vergüenza, ya que había hecho mucho, a su manera, por acercarse.
Nunca se había sentido tan cobarde.
—Ey, ey —llamó aquel gran hombre, frenando su huída—. Ven aquí.
Definitivamente no tenía ni las mínimas intenciones de discutir, por lo que se acercó, aceptando su destino. Él mismo se había metido en todo ese lío por tratarlo con tanta confianza. Es decir, ¿quién saluda a alguien, le pregunta por su salud y le hace un regalo en su cumpleaños de forma manual? Nunca había sido tan atento.
—¿Por qué me hiciste galletas con caras tristes? —preguntó extrañado, sintiéndose de cierta forma maldecido.
—Ah... Quise hacerle una cara feliz pero no me gustó.
—También están deformes.
—Me temblaba el pulso, estaba cerca de ser tu cumpleaños y quería entregártelo a tiempo.
—¡¿Por qué me haces comida en primer lugar?! —soltó tras no terminar de entenderlo mientras su ceño se fruncía.
—Porque... No lo sé. Me gusta cocinar. Eso me hace feliz y creí que dándoselo a alguien me sentiría bien.
El abrumo de Sanemi desapareció ante esa confesión y sacándose los lentes, usados mayormente para sus lecturas, lo observó sin tapujos ni de mala gana. Notó que se veía diferente a cuando estaba con los lentes puestos, por lo que sintió que su vista quizás estaba un poco en decadencia o solo aquel hombre cambió de expresión demasiado rápido. Le enfurecía no poder entenderlo. Más si lo veía actuando como típico adolescente deprimido. ¿Acaso estaban en una especie de comic en el que él estaba quedando como el malo por no tratarlo con la misma amabilidad?
Quitó de su mochila la bolsa con galletas y probó una, siendo la primera vez que aceptaba comer algo de parte de ese hombre. Siempre sintió que serían repugnantes o terminaría envenenado, qué equivocado estaba. No demostró su verdadera satisfacción por lo rica que eran, ya que les resultaba muy similar a la que su madre preparaba o a las comunes que uno compraba en la panadería.
Giyuu, sintiéndose invitado a estar a su lado, tras no ver los típicos libros en esa silla a la izquierda tomó el impulso de sentarse. Y no recibió queja de aquel hombre, solo lo vio alejándose brevemente.
—No está mal —confesó con poco entusiasmo.
—Seguí la receta de mi abuela muerta —agregó de repente, haciendo sentir culpable a su acompañante, más por la frialdad con que era transmitido el mensaje.
—Seguro tu abuela las hacía mucho mejor...
—Sí. Las hacía mucho mejor.
El ambiente se tornó tenso por unos ligeros minutos, más por la poca lejanía que había entre ambos y peor aún por haber tenido una conversación mucho más fluida que aquella que habían tenido en toda su vida profesional. Fue tanta la presión, que Sanemi desabrochó dos de sus botones, excusándose con que el calefactor a su lado estaba muy fuerte; puro capricho, se estaba muriendo de frío en el pecho. En tanto Giyuu lo observaba de vez en cuando. Primero la parte de su pecho al desnudo y luego sus piernas fornidas, esas que dejaban en claro que el gimnasio era un hogar para ellas. Era tan descarado con sus miradas que ni siquiera notaba la forma en la que su compañero apretaba las manos, dispuesto a golpearlo si seguía acosándolo de esa forma.
Pero cuando un nuevo tema salió a flote, otra persona entró a la sala, enfriando terriblemente la situación y abriendo las ventanas para que el aire circulara, ocasionando que un escalofrío recorriera el cuerpo de Sanemi, provocando que se cubriera con su chaqueta e improvisadamente se abotonara la camisa.
—¡Nunca viene mal un poco de frío! —aclaró el hombre medio loco con tres esposas, Tengen.
—Uzui te vas a resfriar —resaltó aquel joven de gran orgullo, molesto por su entrada.
—Tengo las defensas muy altas como para eso ocurra.
—Debes estar loco para usar una musculosa con este tiempo. —Le siguió la corriente, Giyuu, mientras se abrigaba en el cuello de su campera.
—Odio decir esto, pero concuerdo.
—¡Ay, vamos, viejito! ¿Y tú qué llevas puesto? Ya sé, seguro sea una camisa, encima un pulóver y una campera.
—Llevo dos remeras, un pulóver, una campera, medias largas y un jogging térmico —respondió, semi-ofendido por ser tachado de viejito.
—No hablaba literal, menso —resaltó Sanemi, igual de extrañado que Tengen al saber que aquel llevaba dos remeras estando en una institución calefaccionada.
—Bueno, cada loco —resaltó como si nada mientras se servía un café—. Por cierto, ¿qué hacen ustedes dos juntos?
La pregunta que fue dada, Sanemi la recibió de mala gana. Sabía los ojos con los que los había observado aquel hombre intenso, que tanto tiempo lo había provocado. Sentía que si seguía mucho más cerca de sus dudas atrevidas terminaría cometiendo un crimen de odio. Y recibido lo tenía aquel tipo burlón de casi dos metros, que acomodaba su cabello como si una cámara lo enfocara. Sentía que le entraba un tic en el ojo de tan solo ver acumulada tan estupidez en una sola persona.
—Este tarado se sentó al lado mío, eso es todo —respondió, aún si querer hacerlo, pero conociendo lo intenso que se ponía.
—Mis veintiséis años de vida y uno de quedarme de año en la secundaria me dicen que es imposible que se haya sentado al lado tuyo sin que lo eches a patadas —dijo con la misma seriedad, aunque una sonrisa a medias interrumpía su frase.
Antes de que Sanemi pudiera responderle, con la paciencia agotada, aquel intruso en la escena se fue con su café recién hecho, riendo en voz baja, muy conforme con haberlo provocado. Siempre sabía cómo molestarlo, a pesar de apodarse amigo.
El azabache descubrió que no le gustaban todos los tipos grandes. Solo aquellos que no tuvieran ni una pizca del humor que tenía Tengen. Y era raro para él pensar en la clase de personas que le gustaban luego de perder al amor de su vida. Sentía que lo estaba traicionando de alguna manera. Resignado a aceptar la idea de su tristeza, que había desaparecido al menos por efímeros momentos, bajó sus ojos hasta sus manos, pálidas y resecas. En ellas se marcaba el color rojizo de una forma que lo hacía sentir helado. Y para cuando buscaba un poco de apoyo, a base de charlas, en Sanemi, este se encontraba cerrando las ventanas y maldiciendo en voz baja por los escalofríos. Supuso que simplemente no debía molestarlo demasiado, así que tomó sus cosas y se dirigió a su sala, sin ser frenado. Después de todo, ya ambos habían tenido suficiente charla con el otro y estaban cansados por razones personales.
Aunque, por muy tonto que sonara, Giyuu sintió que sus días grises habían tomado un ligero rumbo azul —un color algo turbio y oscuro, pero reconfortante—. Desde hacía siete meses su rutina no cambiaba. ¿Cuándo llegaría el día en el que la tristeza pasase a segundo plano por siempre?
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